Empecemos hablando de la actuación de «Queen». Esto es, la actuación de Brian «Bodas, Bautizos y Comuniones» May y Roger «Necesito otro coche nuevo» Taylor, junto a un cantante de orquesta de pachanga conocido como Adam Lambert. No, no anticipen todavía lo que voy a decir. No empezaré este artículo con un mensaje negativo. Por el contrario, confieso que al contemplar la actuación de «Queen» me invadió una amorosa sensación de calidez y ternura; un emocionante arrebato nostálgico recorrió mi espina vertebral mientras recordaba, embelesado, las fiestas de mi pueblo.
Otro detalle emotivo: pude ver que Christian Bale se lo estaba pasando casi tan bien como yo. La diferencia es que él es un humano social funcional (bueno, más o menos) y por lo tanto tiene novia; ella, en pie, parecía disfrutar mucho con el popurrí orquestero, así que el pobre Christian Bale tuvo que ponerse también en pie. Inmóvil y luciendo una sonrisa que imagino es la que pone alguien cuando pretende hacer ver que en el fondo no le importa que lo vayan a fusilar, aguantó el chaparrón como un campeón. Lady Gaga nos deleitó con su primera (y no necesariamente peor) interpretación de la velada, poniendo la cara de dislocado interés que pondría tu compañera de trabajo cuando le enseñas las fotos de tus hijos aprendiendo a patinar aquel día que se congeló el Tajo. Aún más entusiasmo mostraba Javier Bardem… Javier, hay que merendar cosas sin azúcar.
Glenn Close cantaba con la misma emoción sincera y entrañable de tu madre aquel día que te estrenaste tocando el trombón con la banda del colegio. Emilia Clarke charlaba con su compañera de asiento creyendo que la cámara no la captaba, mientras de reojo vigilaba el escenario como temiendo que Brian May, cegado por el cálculo de los millones de espectadores que lo estaban viendo, se cayese del escenario. La cantante de «country» Kacey Musgraves estaba acongojada porque la cámara la enfocó por sorpresa en un momento en que, como cabía suponer, la pobre era incapaz de seguir el complejo entramado rítmico de «We Will Rock You» (pum-pum-pá, pum-pum-pá… ¡demasiado para Kacey!). Jordan Peele y su mujer Chelsea Peretti fueron sorprendidos también por la cámara y movían sus cabezas cada uno a su compás, prueba de que acababan de empezar a moverlas como mero gesto de diplomacia; eso sí, no conseguían borrar de sus rostros la expresión de incredulidad ante el fúnebre panorama que se desplegaba sobre el escenario. La que parecía feliz de verdad con la aparición de «Queen» era Amy Adams, pero yo creo que se debe a que la enfocaron justo al principio del numerito, cuando todavía no había tenido tiempo de asimilarlo. Lo que más abundaba entre los asistentes era una comprensible expresión de embarazo.
Por supuesto, lo de empezar la gala con un karaoke es cutre, pero palidece en comparación que lo que sucedió en 1989, aquella otra vez en que los Óscar no tuvieron presentador. El productor de entonces, el alocado Allan Carr, tuvo la ocurrencia de arrancar con un atroz numerito musical de once minutos en el que salían Blancanieves y Rob Lowe (el cual, sabe Dios por qué, recibió autorización para «cantar»). Aquello no lo ha podido superar ni Brian May. De hecho, la nación recibió con tal estupor aquella gala que Allan Carr tuvo que apartarse del negocio; después del descalabro no le iban a dejar producir ni un cumpleaños. Retirado en su casa y casi completamente aislado el mundo, pasó los últimos años de su vida contemplando su colección de caftanes.
La infortunada Eileen Bowman, la actriz que cometió el terrible error de aceptar el papel de Blancanieves creyendo que aquello impulsaría su nombre, vio su carrera cercenada al instante. Mientras cantaba con voz de haberse metido una garrafa de helio bajo el vestido, se bajó a las butacas para saludar a varias estrellas presentes, pero ya debía de estar dándose cuenta de que su futuro como actriz acababa de sufrir un golpe irreparable. Uno de los saludados, Martin Landau, dijo después que se «apiadaba» de la chica porque la había mirado a los ojos y había visto en ellos una «expresión de sufrimiento». Ya verán que, en comparación, lo de «Queen» no ha sido tan terrible. Es que lo de 1989 fue muy fuerte. Lo he visto varias veces, lo confieso. Ni en las más húmedas fantasías de José Luis Moreno. Es como un vídeo de demoliciones de edificios. Como la filmación de una prueba nuclear en el pacífico. No puedes apartar la puñetera vista. Es hipnótico.
Volvamos (una vez recuperados de la conmoción) a tiempos actuales. Al año pasado más concretamente. La ceremonia del 2018 tuvo la audiencia televisiva más reducida en mucho tiempo, lo cual hizo hiperventilar a los organizadores.
En realidad todo este tipo de entregas de premios está en decadencia. Y no, no es por la era tecnológica; de hecho, Twitter y las redes sociales están ayudando a mantener vivos esos eventos porque la gente los comenta en directo y así se pasa el rato viendo unas ceremonias que, de otro modo, serían insoportables. Fíjense en lo que ocurrió con Eurovisión. El festival estuvo al borde de la extinción; en 1995, España quedó segunda con la que fue unas de las mejores voces que hayan aparecido en el evento desde entonces. A nadie en España le importó un pimiento. Y, con todos los debidos respetos a aquella chica (¡gran cantante!) me parece lógico que el público de entonces ya no conectase con el festival. Eurovisión era insufrible sin internet. Con Twitter, en cambio, la gente vuelve a ver el concurso internacional más hortera del planeta.
Cosa distinta es que las audiencias actuales, con redes y todo, basten para garantizar la rentabilidad de estas ceremonias. Los organizadores de los Óscar viven en estado de pánico y lo sucedido en 2019 no ayuda. Primero, una gala sin presentador, algo que se evitaba como la peste desde aquel infausto 1989, después de que Kevin Hart tuviera que bajarse del barco por unos tuits homófobos de hace años. Nadie ha querido tomar el relevo porque presentar los Óscar se ha convertido en profesión de riesgo: ver la propia carrera arruinada por un chiste a destiempo no suena apetecible. Además, el proceso de escrutinio retroactivo al que se somete a cualquier candidato —proceso bajo el que ha sucumbido Hart— es casi imposible de superar para gente que se dedica al humor. Es gente que, al menos en la tradición anterior a 2014, se caracteriza por poner a prueba las convenciones y los límites. Hoy eso ya no se admite. Los límites son intraspasables, aunque nadie sabe exactamente quién impone esos límites, porque en realidad no los impone nadie en concreto; no hay un «paciente cero» para el escándalo de turno, es más un fenómeno de psicología grupal. Como efecto secundario de esta tendencia, una ceremonia inocua y políticamente correcta aburre al público estadounidense (el público que cuenta). Los americanos, en general, contemplan con bastante escepticismo el tinglado hollywoodiense. Diría que con mayor escepticismo del que demostramos nosotros con lo nuestro. Ven a las rutilantes estrellas y no se sienten identificados. Si ven la gala por el espectáculo, acaban bostezando.
Otro motivo de desconexión es la ya tradicional preferencia de los académicos por cierto tipo de películas, lo cual implica un sistemático desdén hacia géneros como la comedia, el terror, la ciencia ficción, etc. Que son géneros que los espectadores de a pie disfrutamos. Con el problema añadido de que algunas de las mejores películas de los últimos años han sido obras «de género» y, por lo tanto, salvo alguna excepción, ignoradas en los Óscar. Lo mismo sucede con películas independientes que carecen de un gran presupuesto publicitario en cuyas entradas contables suele haber un apartado para la campaña de los Óscar. Así, mientras la academia trata de contentar a un público amplio nominando cosas como Bohemian Rhapsody o Black Panther, decepciona a otro sector del público que aprecia las buenas películas sean populares o no, y que quiere verlas reconocidas. La academia, intentando separar popularidad de calidad, llegó a proponer una nueva categoría: el Óscar a la película «más popular». La idea era tan estúpida que tuvieron que retractarse, aunque no descarten que en un futuro sea implantada. Aún peor, han reordenado la transmisión, moviendo algunas entregas de premios menores a las pausas publicitarias. Solo que dos de esos premios no son «menores», sino dos de los importantes para los cinéfilos: mejor montaje y mejor fotografía. Y eso que también esas categorías han sucumbido a la popularidad. Le han concedido el Óscar al mejor montaje a Bohemian Rhapsody, cuando ese montaje llevaba tiempo siendo objeto de justificadas burlas y parodias.
Todo esto no es capricho, claro. La cadena ABC, que tiene los derechos de emisión, se ve sometida a una creciente presión por parte de los anunciantes. Y eso que ABC pertenece al Imperio Galáctico de Disney, pero son los anunciantes, y no Disney, quienes hacen de los Óscar algo rentable. El declive del interés por la ceremonia hace que los anunciantes planteen exigencias cada vez más duras. La solución es difícil. El público quiere ver fiesta, punto. El público quiere ver a presentadores irreverentes como Ricky Gervais. Las nominaciones y los premios se otorgan bajo criterios que nadie tiene del todo claros. Sí, se parte de votaciones de unos ocho mil profesionales de diversos ámbitos relacionados con la industria. Se supone que solo dos personas de la empresa encargada del recuento conocen los resultados. No hay recuento posterior a la ceremonia, ni hay nada parecido a un proceso de impugnación. El proceso se parece más a un evento publicitario que un concurso. Mucha gente sospecha que hay manipulación, lo que en las encuestas llaman «cocina» (como si en las verdaderas cocinas no se engañase poniendo un producto barato donde debería ir uno caro). Otros opinan que las cada vez más inexplicables nominaciones son simplemente el resultado lógico del funcionamiento de un club que elige a nuevos miembros que comparten determinadas formas de pensar. En cualquier caso, de haber manipulación, nadie sabe exactamente cuál sería el mecanismo y creo que a nadie le importa. A mí no me importa. Los Óscar no tienen credibilidad alguna, estén manipulados o no. Pero no son un gobierno ni una institución pública, así que la preocupación es nula. Los estadounidenses ya tienen bastante con intentar mentalizarse de que tienen a Donald Trump en la Casa Blanca como para gastar un segundo en averiguar por qué se reparten las estatuillas doradas con aparentes segundas intenciones. Los premios de cine son una cosa trivial.
Eso sí, como muchas cosas triviales (¡Star Wars!), los Óscar son un tema sobre el que siempre resulta divertido debatir. En especial ahora que están en caída libre. Este año 2019 ni siquiera me he molestado en analizar y comentar las categorías: baste con decir que las mejores películas del año ni siquiera fueron nominadas (y eso que me refiero solo a las habladas en inglés, que son las que cuentan). Ha sido más entretenido el ver a Lady Gaga haciendo como que lloraba a moco tendido cada vez que la enfocaba una cámara, fingiéndose abrumada por haber recibido una estatuilla que (¡oh!) no se esperaba, y haciendo un discurso que —la gente ha sido rápida al captarlo— estaba directamente copiado de Rocky Balboa. ¿A quién le importa cuántas nominaciones recibe Bohemian Rhapsody? Es más, ¿a qué adulto funcional le importaba que Leonardo DiCaprio se muriese sin haber recibido un Óscar que, al parecer, se «merecía» por gritar y poner caras de demente en todas sus películas? El problema de la academia, en mi opinión, es que no sabe a quién contentar. El público del cine actual es adolescente, pero quienes escriben y comentan sobre los Óscar no lo son. Ojo, no lo digo con tono peyorativo hacia los adolescentes, pero es obvio que su criterio todavía no está formado. Yo también fui adolescente allá por 1714 y entiendo lo que eso supone. Si yo fuese un chaval de Oklahoma no me quedaría en casa un domingo tarde para ver la ceremonia de los Óscar junto a mi abuela. Me iría a jugar al béisbol o algo así. Luego me quejaría de que no han premiado a Black Panther y me olvidaría del asunto a los diez segundos. En otras palabras: entre los académicos y quienes de verdad compran entradas hay un cristal como el de La llegada. Los académicos escriben sus cosas con tinta y los espectadores de Marvel Studios ni entienden, ni quieren entender. Aún peor, hay otro cristal entre los académicos y quienes ven la gala.
La supervivencia de los Óscar, sobre el papel, pasará por adaptarse por completo al gusto del consumidor mayoritario del momento. Es la táctica que usan los Grammy y es la táctica que ha conseguido que muchos ni nos molestemos en comprobar la lista de ganadores de los Grammy desde hace muchos años. Premian a Drake, a Cardi B o a nuestra arrítmica amiga Kacey Musgraves (para que se hagan una idea: Katy Perry tiene mala fama por cosas como no ser capaz de hacer playback con una flauta, pero toca la guitarra sensiblemente mejor que Musgraves); muy bien, es apuntar al mismo tipo de público al que los Óscar están queriendo apuntar sin saber muy bien cómo ejecutar la transición. Entre otras cosas porque muchos espectadores ya no somos chavales, pero los académicos son todavía menos chavales que nosotros. Y no tienen ni la más remota idea de cómo atraer a los espectadores jóvenes. Fíjense en que su forma de intentarlo consiste en llamar a Brian May.
El otro requisito para la supervivencia de los Óscar consistirá en que los productores de la gala vuelvan a subirse los pantalones y opten por un espectáculo propio del siglo XXI. Con lo que ello conllevaría de humor sarcástico, momentos punzantes y los consabidos usuarios de Twitter escandalizados. Eso tiene sus riesgos, pero es lo que la gente que estará los domingos frente al televisor quiere ver. La alternativa es volver a 1989, que, salvando las distancias, es lo que ha sucedido en esta edición. Un número musical insatisfactorio que da paso a tres horas y pico de sistemático, inclemente y cruel tedio. Sin que suceda nada digno de mención (porque los premios en sí, insisto, no han sido dignos de mención). No les voy a mentir; si la cosa sigue así, si se producen varios años seguidos de debacle, voy a estar entretenido. No viendo las galas, claro, pero sí comentando el derrumbe. En el fondo siempre me ha parecida atractiva la posibilidad de que los Óscar colapsen sobre sí mismos y terminen siendo organizados en un aparcamiento con un escenario alquilado y varias barras móviles con grifos de cerveza. Total, la orquesta de pachanga seguirá estando disponible mientras Brian May siga en activo.
PD: Como complemento audiovisual, unas imágenes no relacionadas de Lady Gaga interpretando una obra de teatro en la función del fin de curso del instituto. Qué gran actriz.
Digno de estudio también es que Mahershala Ali haya ganado dos Oscar en 3 años. Denzel Washington obtuvo su segundo 12 años después del primero, mientras Sidney Poitier tuvo que esperar 38 entre el primero y el segundo (y éste era honorífico). Luego Morgan Freeman con sólo uno y, por decir otro afroamericano notorio, Samuel L. Jackson con ninguno. Si no fuera por la deriva de Hollywood, a ver cuántos premios tendría Ali.
No se mucho de Holliwood pero Adam Lambert esta muy lejos de ser un «cantante de orquesta de pachanga» (sea lo que sea una pachanga).
Adam Lambert es uno de los mejores registros vocales y un artista muy carismatico. Sus interpretaciones son geniales. Otra cosa es que el glam rock y su histrionismo gay no case con los estandares estirados y mas heterosexuales de holywood.
La gente que esta alli no esta para que la obliguen a mover las manos o hacer como que cantan, para eso se paga un concierto que te interese.