Este artículo fue publicado originalmente en nuestra revista trimestral número 12
En 1946, George Orwell escribió que la lengua inglesa estaba en decadencia y que la causa última era política. Para celebrarlo dedicó un ensayo a enumerar los síntomas de ese deterioro —las palabras vacías, las metáforas mortecinas, las frases hechas o la dicción pretenciosa— y añadió un ejemplo de lo que serían buena y mala escritura. Como ejemplo a imitar, usó este pasaje del Eclesiastés:
Retorné y observé bajo el sol que la carrera no es para los más veloces, ni la batalla para los más fuertes, ni el pan para los más inteligentes, ni las riquezas para los sabios, ni el favor para los hombres más diestros; sino que el tiempo y el azar ocurren para todos ellos. (Politics and the English Language, 1946).
Un pasaje que se habría convertido en un pastiche ininteligible, pensaba Orwell, de haberlo escrito uno de sus contemporáneos:
Las consideraciones objetivas de los fenómenos contemporáneos compelen a la conclusión de que el éxito o el fracaso en las actividades competitivas no exhibe ninguna tendencia conmensurable con la capacidad innata, sino que un notable elemento de lo imprevisible debe tenerse invariablemente en cuenta.
Todos hemos leído monstruos similares y algunos incluso los hemos escrito. Textos enrevesados, que abusan de las palabras abstractas y cuyo significado tiene que ser descifrado como una piedra Rosetta. Orwell se quejaba de la proliferación de ese estilo de escritura, o no escritura. El pasaje original usaba palabras sencillas y evocaba imágenes nítidas de batallas, riquezas y hombres veloces, pero los textos modernos eran cada vez más imprecisos y estaban huecos de imágenes claras.
La raíz del mal: la política
Orwell tenía en realidad dos convicciones: la primera, que el lenguaje estaba en decadencia, y la segunda, que las causas de esa decadencia eran políticas. El lenguaje se había convertido en un arma al servicio de los peores males de la política de su tiempo: las ideologías totalitarias, las adhesiones inmutables o la negación de la verdad. Y por eso la escritura política era la peor de todas.
Los discursos, los panfletos, los manifiestos y hasta las columnas de opinión se escribían en un dialecto especial, una neolengua primigenia que variaba de un partido a otro, pero que siempre producía discursos mortecinos, confusos e insinceros.
Los políticos se refugiaban en la vaguedad y en los eufemismos, por ejemplo, cuando necesitaban defender lo indefendible: quizás una bomba atómica, o las purgas en Rusia, o el control británico de la India.
Estas formas de mala escritura eran cada vez más comunes, y por eso Orwell publicó 1984, para advertirnos de las consecuencias de poner el lenguaje al servicio de un Estado totalitario. Y aunque es verdad que sus peores temores no llegaron nunca a producirse, los ejemplos a continuación demuestran que las trampas que denunció siguen vigentes, haciendo peor nuestro lenguaje y nuestra política.
It’s a beautiful thing, the destruction of words.
En 1946, Orwell decía de la palabra «fascismo» que había perdido su sentido hasta el punto de que su único significado era «algo indeseable». Setenta años después observamos lo mismo —y hasta enunciamos la ley Godwin—. Las palabras fascismo, nazi o facha han perdido su significado exacto y las usamos para calificar casi cualquier cosa desagradable. Lo asombroso es pensar que en 1946, con Mussolini y Hitler muy recientemente derrotados, y con Franco tristemente presente, el término ya tenía un significado vago.
When the language is perfect.
Hace un tiempo, entrevistado por Ana Pastor, Alberto Garzón pronunció una frase sensacional: «Para mí un delincuente no puede ser de izquierdas». Según explicaba el dirigente de IU, una persona que roba, que extorsiona y utiliza los fondos públicos en beneficio privado no puede ser de izquierda. Lo enunciaba como una imposibilidad lógica porque estaba transformando el sentido de las palabras. Para Garzón, «ser de izquierda» no consistía en defender ciertas políticas o tener simpatía por ciertos partidos, sino que su significado iba más allá: tenía que ver con la virtud, o con ciertas virtudes, hasta el punto de que «ser de izquierda» sería, por definición, incompatible con ser un corrupto o un delincuente. De esa forma, Garzón logra algo asombroso con el lenguaje: que no existan corruptos en sus filas. Porque, si alguien se corrompe, dejará mágicamente de ser de izquierda.
Political speech is largely the defense of the indefensible.
Una de las críticas feroces de Orwell era que el lenguaje político usaba eufemismos para defender lo indefendible. Los ejemplos son incontables, pero yo siempre recuerdo un caso: el de Nacho Uriarte, diputado del PP en el Congreso. En 2010, Uriarte presentó su dimisión de la Comisión de Seguridad Vial de la Cámara Baja… tras dar positivo en un control de alcoholemia. Al día siguiente, el Partido Popular emitió el siguiente comunicado a modo de explicación:
Nacho Uriarte lamenta y reconoce los hechos acontecidos en la noche del pasado jueves 19 de febrero. Por ello, el dirigente popular asegura que se trata de un error humano y que asume su responsabilidad…
Es un texto nefasto que consigue un doble objetivo: no explica en ningún momento qué hechos acontecieron, y a la vez consigue disculparlos porque fueron un lamentable «error humano». ¡Como si fuese posible la alternativa! Que un fallo técnico acabe con un diputado conduciendo bebido.
War is peace. Freedom is slavery. Ignorance is strength.
Otro mal del lenguaje político es la vaguedad intencional. En España lo hemos visto, por ejemplo, con el uso que los partidos nuevos hacen de la idea de «sentido común». Podemos y Ciudadanos adoran esa etiqueta para describir, en términos difusos, las políticas que defienden. Pablo Iglesias dice que Podemos propone «ideas de sentido común», y lo mismo hacen en Ciudadanos, «aportar sentido común». Su propósito es envolverse de una bandera indivisiva, aprovechando la bruma que acompaña su novedad, para llegar a todos los electores. Pero ¿cómo es posible que ambos se erijan en defensores de lo mismo si defienden cosas distintas? La trampa está en que usan el término «sentido común» como algo vacío. Una caja de espejos cuyo contenido cambia según el votante que fija los ojos en ella.
Orwell denunció un caso similar que tampoco nos resulta ajeno: el uso político de la palabra democracia. Todos los partidos y todas las naciones la enarbolan —porque la democracia está casi universalmente bien considerada—. Sin embargo, los partidos no tienen interés en acordar una definición, porque si lo hiciesen no podrían enarbolarla todos a la vez, en cada asunto, incluso cuando defienden posturas opuestas.
Reality exists in the human mind, and nowhere else.
Orwell se quejaba también de los discursos grandilocuentes. De esas palabras que se usan para dignificar un discurso: «histórico», «inolvidable», «triunfante», «inevitable», «inexorable», «épico». Hay miles de ejemplos de ese tipo de discursos, pero pocos mejores que el del Leire Pajín advirtiéndonos del «próximo acontecimiento histórico que se producirá en nuestro planeta», en alusión a la coincidencia de Obama y Zapatero como presidentes.
Otro ejemplo reciente nos lo dejó Juan Carlos Monedero, exdirigente y cofundador de Podemos. Dijo del partido que «no era una solución solo para España sino para Europa y para el mundo» y que «si perdemos nosotros la batalla se pierde en el mundo».
To give an appearance of solidity to pure wind.
Cualquiera que se haya expuesto al discurso de un político sabe que muchas veces se dedican a hablar para llenar un silencio. Hay muchas formas de hacerlo, pero Orwell criticó en particular las metáforas trilladas, las que no iluminan una idea original sino que sirven solo para llenar un vacío. Aquí también tengo un ejemplo favorito: un discurso de José Blanco, en su época de ministro, allá por 2010, cuando España enfrentaba lo peor de la crisis.
José Blanco repitió la misma idea una docena de veces. Empezó diciendo que era «el tiempo de la unidad», que «debíamos remar todos en la misma dirección», «conciliar posiciones», «aunar esfuerzos y sumar voluntades». Que era «tiempo de anteponer lo que nos une», en un «proyecto colectivo», para «hacer frente entre todos», «desde el esfuerzo común» y «desde la unidad». Y acabó con una frase manida: «solo hay una camiseta, la de España».
El mensaje de Blanco era muy simple: la situación requiere que los partidos políticos trabajemos juntos. Pero con su discurso no pretendía dar argumentos, ni explicar con detalle en qué consistiría eso de trabajar juntos. Lo que quería, simplemente, era llenar un vacío.
El lado virtuoso del lenguaje
Orwell era un crítico agudo y directo, pero no era en verdad un fatalista. Creía que la política podía regenerarse. Creía que podíamos combatir los males que denunciaba —las ideologías totalitarias, las adhesiones inmutables o la negación de la verdad— si éramos capaces de pensar con claridad. Por eso el lenguaje era tan importante para él: porque consideraba que el acto de escribir era indisociable del acto de pensar. Si queríamos pensar correctamente, debíamos dominar el lenguaje. Orwell dejó enunciadas seis reglas para escribir claro, que han sido citadas miles de veces, pero que conviene repetir porque siempre habrá alguien que las leerá por primera vez.
1. No usar nunca una metáfora, un símil u otra figura literaria que sea habitual ver impresa.
2. No usar nunca una palabra larga donde pueda usarse una corta.
3. Si es posible eliminar una palabra, eliminarla siempre.
4. No usar nunca la voz pasiva donde puede usarse la activa.
5. Nunca uses una palabra extranjera, un término científico, o jerga si puedes pensar en una palabra común equivalente.
6. Saltarse cualquiera de estas reglas antes que decir algo tosco.
A las seis reglas sumó un consejo. Al escribir, uno debía pararse en cada frase y preguntarse lo siguiente: «¿Qué es lo que estoy tratando de decir?, ¿qué palabras lo expresan?, ¿qué imágenes lo harán más claro?, ¿puedo ser más breve?». A partir de ahí la labor de escribir puede definirse con sencillez: consiste en elegir las palabras que mejor expresan tus ideas, y en inventar imágenes para hacer su significado aún más claro.
Orwell fue un hombre de muchos logros, pero me atrevo a decir que el más valioso fue su defensa del lenguaje. Nos transmitió una idea inquietante pero cierta: que si las personas no dominan el lenguaje, no podrán pensar correctamente, y que si no pueden pensar correctamente, entonces serán otros quienes pensarán por ellos.
¡Gran artículo! Sin darnos cuenta, entre todos estamos transformando las palabras en comodines que, ya sea en forma de eufemismos, de metáforas, de vaguedades o de expresiones políticamente correctas, nos llevan a una enorme incomunicación. Neolengua de George Orwell en estado puro. ¿Habrá que dar la enhorabuena al Gran Hermano?
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