Fotografía: Alex Abian
A Jake Adelstein (Columbia, Missouri, 1969) ya no le protege un guardaespaldas de nueve dedos. Aún le quedan residuos de cuando vivía con miedo —una cierta antipatía a los días de lluvia— pero no demasiados. Llegó a Japón a los diecinueve años, llamándose Josh y fantaseando con ser actor. Cuando se convirtió en el primer periodista estadounidense en encargarse de investigar los crímenes de la Yakuza en el principal periódico nipón ya se llamaba Jake. Y fue una carambola. Ocho-nueve-tres, lo que significa ya–ku–za. Una tirada desafortunada a las cartas. Más de dos décadas pasó jugándosela cada día, aunque ahora que nadie vigila su puerta le reste importancia. «Liquida esa información o serás liquidado. Junto a tu familia». Se lo escupió a la cara uno de los líderes de la organización criminal sobre la que pesan, como es lógico, mitificaciones y mixtificaciones. Adelstein tiene un mirar trabajoso y un alegato directo: la Yakuza no son cuatro locos tatuados que van matándose entre ellos con sables samuráis. La Yakuza no es ilegal ni misteriosa. A cómo un tipo de Missouri acaba sentado a la mesa con los cabecillas de la que llegó a ser la mafia más numerosa del mundo, Adelstein responde como si nunca se lo hubieran preguntado. Pronto la Yakuza será una reliquia. Nos recibe en su casa tokiota, rodeado de símbolos, libros y fichas sobre ellos, y lo confiesa: no puede evitar cierta lástima.
Está a punto de llover. No es un arranque romántico, sino algo que solía atemorizarte. ¿Por qué?
Es bastante sencillo: si vas a matar a alguien y no quieres que te pillen, los días de lluvia son los mejores. Por eso la Yakuza solía cometer asesinatos en esos días, porque el agua borra las evidencias, las huellas de pisadas o neumáticos, pero también otras menos obvias. Disminuye mucho la probabilidad de que haya testigos, gente por la calle, hay mala visibilidad, el sonido de disparos puede amortiguarse más… Mi guardaespaldas, que fue yakuza, me impedía salir a la calle cuando llovía, especialmente en la época de guerra de bandas.
Pero ya no tienes miedo. ¿Es eso una especie de termómetro de la situación actual de la Yakuza?
No lo había pensado así. Y no, ya no tengo miedo. Ahora la Yakuza tiene otros problemas diferentes a mí [ríe]. Su líder, Tadamasa Goto, que era quien quería acabar conmigo, creo que está en Camboya. Y yo, personalmente, ahora vivo una vida perfecta y pacíficamente tranquila.
En uno de tus últimos artículos en The Washington Post decías que la Yakuza, como organización criminal, no está desapareciendo: se está haciendo más inteligente.
Lo primero que hay que entender es que la Yakuza es una franquicia. Y el motivo por el cual las franquicias tienen éxito es porque poseen el poder del símbolo, y este en concreto aterroriza a la gente. Si lo ven en tu coche, saben que si te dan dinero te irás. Pero cada vez más, dado que el crimen organizado está siendo perseguido y que la Yakuza se desangra por sus batallas internas, la gente percibe que hay poco beneficio en formar parte de la banda. En el momento en que enseñes tu tarjeta de visita con el logotipo de alguna de las familias, todo lo que hagas será percibido como amenaza. Los más inteligentes ni siquiera se identifican como yakuzas, tienen sus conexiones, participan en sus actividades… pero no quieren ser etiquetados como «miembros». No hay ninguna utilidad en ello, ya no. Por eso está aumentando el número de gente que abandona la Yakuza, porque es muy difícil vivir dentro de ella.
¿Económicamente?
Sí, también. Lo que ha ocurrido es que a lo largo de los años no hubo una legislación muy clara sobre la Yakuza. Hasta que en 2011 se aprobó lo que vendría a ser una ley federal, que afecta prefectura por prefectura, que no declaró ilegal a la Yakuza, pero sí se afanó en cercarla. Se estableció que es un crimen hacer negocios con la Yakuza. No puedes hacer negocios con ellos, a pesar de que el castigo no es muy severo y además tarda bastante tiempo en materializarse, porque funciona por un sistema de avisos. Cuando detectan que estás haciendo negocios con ellos, la policía te da el primer aviso. Si sigues haciéndolo, tienen derecho a divulgar que tú o tu empresa os relacionáis con la Yakuza, y al tercero afrontas un proceso legal por el que puedes, incluso, acabar en la cárcel. La mayoría de los negocios no llegan a esta tercera fase porque, en cuanto tu nombre se relaciona con la Yakuza, tu negocio está muerto: te rechazan en los bancos, en las compañías telefónicas… Así que lo que está matando a la Yakuza es esta ley para acorralarla. Por ejemplo: cuando vas a un sport club, o a un hotel, entre las normas que aceptas, hay algunas que tienes que firmar. Una de ellas es «Aseguro que no soy miembro de ninguna organización de crimen organizado…». Si lo firmo y en realidad sí que pertenezco a una de ellas, puedo ser detenido por fraude. Lo mismo ocurrirá con tu contrato telefónico, o el alquiler de un apartamento: expirará y nadie querrá hacerte uno nuevo. Así que la ley está matando a la Yakuza de manera más efectiva que cualquier otra cosa. Todo esto los ha empujado hacia el fraude financiero e incluso al robo, cosas que nunca habían hecho antes. Y, poco a poco, la mafia se desintegra, porque la gente se va. En ese sentido, la Yakuza ya no quiere ser Yakuza, porque no hay ningún tipo de ventaja en serlo oficialmente. La gente que lo muestra abiertamente en las revistas está jodida.
¿En las revistas de fans de la Yakuza?
Sí, [saca una] son mensuales y hasta ahora había dos cabeceras muy potentes, pero parece que una está a punto de cerrar, aunque no dejan muy claro cuáles son los verdaderos motivos. Se pueden encontrar en cualquier tienda o biblioteca, y hablan de sus hazañas y ese tipo de cosas. [Señala al protagonista de la portada] Pero este chico, por ejemplo, no puede ir por ahí fingiendo que no está en la Yakuza.
¿De qué manera se están volviendo más listos, entonces?
Tratan de sobrevivir, así que han redirigido sus actividades hacia el cibercrimen, encontrando otras fuentes de ingresos, muchas veces relacionadas con el lavado de dinero y el fraude inmobiliario. Por ejemplo, moviendo muchas de sus actividades a lugares como Singapur, donde ni al Gobierno ni a su ley de transparencia le importa una mierda lo que hagan. Allí es donde se han trasladado los yakuza más astutos.
¿Y el resto? Porque muchas veces se ha señalado a la Yakuza como la organización criminal más grande del mundo, en función de su número de miembros.
Ya no hablamos de esos números, no están ni cerca. Muchos de los líderes o se han jubilado o se pudren en prisión.
Parece que lo dices con lástima.
Bueno, en algunos sentidos sí que siento pena por muchos de ellos, especialmente por aquellos que acabaron en la cárcel con la guerra de bandas. Eran muy jóvenes cuando los encarcelaron y pensaban que cuando salieran, muchos años después, tendrían algún tipo de futuro. Ahora están cumpliendo sus sentencias y, al salir, se dan cuenta de que la organización ya no se tiene en pie de la manera en la que pensaban. No tienen dinero ni voluntad de ayudarlos, y la vida prometida que esperaban no está ahí. No me alegra que les ocurra eso.
Tú viviste con guardaespaldas porque el mayor jefe de la Yakuza lanzó una especie de fetua contra ti…
Sí, pero aun así no puedo evitar sentir cierta lástima. Piénsalo: vas a la cárcel veinte años por lo que hiciste por esa organización, y cuando sales no hay organización a la que pedirle una recompensa, o a la que reclamarle lo que se te prometió. Es algo amargo para ellos. ¿Cómo se van a ganar la vida? La policía japonesa ha dejado a estas personas fuera de juego, pero no tiene ninguna alternativa para que se reformen, para reintegrarlos en la sociedad.
¿Qué ocurre con ellos?
Pues la mayoría se dedican al crimen en solitario y, muy habitualmente, se suicidan al salir de prisión. Aún no se ha dado con una forma efectiva de reintegrar a la Yakuza en la sociedad, aunque empieza, al menos, a existir la conversación. Es realmente necesario un sistema de reinserción, un sistema social que lo soporte. Porque no puedes acorralarlos y después… ¿qué? Si vas a animarlos o a instarlos a abandonar la organización, deberías ser capaz de proporcionarles alguna alternativa.
¿Está la sociedad japonesa preparada para eso?
Pues, mira, una gran parte de empresas ni siquiera permiten ni toleran los tatuajes, porque durante mucho tiempo los yakuzas han sido los únicos en llevarlos.
De hecho, es una normativa que se aplica en la mayoría de sitios públicos en Japón, ¿no? Prohibidos los tatuajes, incluso en gente que evidentemente es imposible que pertenezca a la Yakuza, porque son turistas extranjeros.
Exacto. Es ridículo, es una paranoia que nunca entenderé. Es cierto que los tatuajes siguen ligados a la Yakuza, pero el asunto no es ese: el asunto es que, si quieres integrar a la gente en la sociedad, tendrás que aceptar que tienen tatuajes. Pero si ni siquiera se acepta con gente que evidentemente no es japonesa… pues eso. Parece una tontería, pero es muy significativo de cómo de imposible es la reintegración. Y, además, cada vez es más absurdo: en los últimos diez años, los yakuzas más inteligentes ni siquiera se tatuaban, porque es un movimiento muy idiota, como ponerte un luminoso en mitad de la frente.
¿Qué te parece la imagen que la cultura popular ha proporcionado sobre la Yakuza? ¿Cómo de equivocados estamos en Occidente respecto a ella?
Puf, por dónde empezar…
Una pista: en algún momento has dicho que la gente piensa que la Yakuza son tipos blandiendo sables y cortando dedos, cuando para ti se parecen más a unos «Goldman Sachs con pistolas».
[Ríe] Sí, sí, es un buen comienzo. También aconsejaría no pensar en la Yakuza como una clase de crimen organizado que funciona con los códigos de otras mafias, en la clandestinidad. No es así. La Yakuza está regulada por el Gobierno, opera públicamente y, como te decía antes, la pertenencia a ella se muestra con exhibicionismo en las tarjetas de visita. Porque, en cierto sentido, eran muy respetados por la sociedad, y no son pocos los sociólogos que aducen que su presencia disminuye la delincuencia común en ciertos ámbitos. En los barrios que controlan han mantenido el crimen en tasas muy bajas… el que no cometen ellos, claro está. Acabaron con los pequeños carteristas, los ladronzuelos que entraban en las casas, los que se querían ir a cobrar las deudas del juego… ese tipo de cosas. Ese tipo de crimen era contraproducente para el suyo. Así que había un sitio para ellos en la sociedad, porque además ayudaban económicamente tras cualquier desastre natural. Cuando la economía japonesa empezó su extraordinario despegue, ellos ya se habían hecho con una gran parte de los inmuebles, de las finanzas, y se convirtieron en una parte fundamental de la economía de Japón. Sus estructuras corporativas eran muy sólidas. De hecho, cuando la burbuja estalló, uno de los motivos de que se acrecentara la recesión fue que nadie se atrevía a cobrar las deudas e intereses que durante todos esos años había acumulado la Yakuza. Por eso mucha gente llama a esa época la «recesión de la Yakuza». Su vinculación es evidente. También en la siguiente burbuja, la de 2006 a 2008, la Yakuza se volvió a involucrar muchísimo en financiar empresas de capital riesgo, especulando con ellas, y no siempre públicamente. Al final, la policía consiguió reprimirlos y desde 2009 todo cambió para estas mafias. En septiembre —de esto hace casi ¿diez años?— el jefe de la Agencia Nacional de Policía, Takaharu Ando, declaró que estaba dispuesto a cercar y destruir a la facción líder de los Yamaguchi-gumi, la Kodo-kai. Eso culminó con las ordenanzas que mencionaba antes, las de 2011.
¿Y qué motivó ese cambio?
Si te fijas en los crímenes por los que se detenía antes a los yakuzas, se trataba de delitos como robos o fraudes. Delitos pequeños, porque la mayoría de ellos cumplían con sus tradicionales códigos éticos. No todos, claro, porque estamos hablando de que existían cerca de veintidós o veintitrés grupos, y cada uno es diferente al anterior; pero en general compartían unos mínimos: no molestar a civiles, no robar, no verse envueltos en crímenes sexuales, no vender drogas…
Pero sí hay grupos que…
¡Sí, claro que sí! Hablo de la teoría, y en lo tocante al sexo y a las drogas no se cumple siempre. Pero respecto a los robos es más estricto. Las diferentes facciones han estado involucradas en cantidad de robos de cargamentos de oro, en el fraude financiero… y en los últimos años se ha traspasado la frontera de robar, directamente, a la gente, fingiendo que era dinero dirigido a sus familias, una clase de timo muy normal en Japón. Durante muchísimo tiempo, la Yakuza también ha desempeñado un papel de abogados oficiosos: cuando alguien tenía una deuda con otra persona, acudía a la Yakuza para que se encargase de cobrarla, porque ellos eran más rápidos y más efectivos que la justicia tradicional. También acudían a ellos para solucionar temas de impagos inmobiliarios, problemas con los inquilinos… Pero eso está cambiando. Ahora, digamos que esos oficios reglados están recuperando sus responsabilidades y echando a la Yakuza de esos ámbitos profesionales.
O sea, que el mercado está mermando a la Yakuza.
Algo así. Hay un profesor de la Universidad de Michigan que sostiene que puedes dibujar una línea entre el número de abogados en Japón y los miembros de la Yakuza: cuando los abogados han ido aumentando, los miembros de la mafia han ido decreciendo. Hay una correlación.
En uno de tus libros, Tokyo Vice, das algunos detalles de cómo te introdujiste en la Yakuza y cómo llegaste a trabajar veinte años en ese ambiente. Pero empecemos por el principio, ¿cómo entra un norteamericano de diecinueve años a trabajar en el periódico más grande de Japón cubriendo los asuntos de la Yakuza? ¿Se debió todo a un error de vestuario?
[Risas] Sí, esa historia me perseguirá siempre. Pongámonos en antecedentes: yo había pasado tres años estudiando japonés, y pasé un tiempo en un monasterio budista. Cuando decidí convertirme en periodista, me presenté a las pruebas de acceso del periódico Yomiuri Shimbun, el más grande del país. Y las aprobé, creo que fui el primer estadounidense en hacerlo.
¿Allí fue donde te presentaste con el traje inapropiado?
Sí, pero ni siquiera sabía que lo fuera, supongo que eso es lo gracioso del asunto. No tenía apenas dinero, así que, cuando me fui a comprar un traje para la entrevista de trabajo, compré uno de segunda mano en una tiendecita de Tokio. El más barato. Cuando llegué a la sala donde esperábamos todos los que íbamos a realizar las pruebas de ingreso y las entrevistas, un colega me dio el pésame. No entendí por qué. Minutos después, otra chica hizo lo mismo. Al final me enteré —porque me lo dijo el primer amigo— que me había comprado el típico traje negro que en Japón solo se utiliza para los funerales. Recuerdo que pregunté: «¿Solo te pones este tipo de traje para ir a un funeral?», y él me contestó: «Para eso, o para dejar claro que eres de la Yakuza». Yo solo lo había elegido porque, creo recordar, no costaba más de cien yenes. El caso es que, cuando superé las pruebas y me asignaron a cubrir el crimen organizado dentro del Yomiuri, todo cobró un significado nuevo.
El traje que te cambió la vida.
[Ríe] Sí, una chorrada así, ya ves. Acabé trabajando entre la Yakuza y la policía, y no de una manera académica.
Dices que una de tus máximas para trabajar como periodista entre esos dos grandes poderes fue el concepto de giri, o de reciprocidad. Es decir, recolectar información de ambos «bandos».
Sí, tienes que saber cuál es tu lugar. Cuando te introduces en la Yakuza y sus miembros se convierten en fuentes de información, tienes que saber por qué están dándote esa información y no otra. La mayor parte de las veces que comparten contigo algún dato es porque quieren hacer daño a alguna facción rival, no hay que engañarse. La Yakuza es una fuente extraordinaria de información, porque se dedican básicamente a eso: conseguir datos para chantajear a quien quieren.
¿Te sentías utilizado?
Claro, todos nos usábamos. Tampoco podemos obviar que las compañías mediáticas no iban nunca demasiado lejos con las actividades de la Yakuza, porque a menudo tenían vínculos con grupos criminales. Así que, tanto de un lado como del otro, había algo que tenía que tener grabado a fuego: cuando alguien me proporcionaba información no me estaba haciendo un favor, sino que era yo el que se lo hacía a él. Hablan contigo porque les interesa, evidentemente. Ahí es donde entra tu papel como periodista, para equilibrar el beneficio y el riesgo de lo que te están contando, y el valor real de lo que te ofrecen. Si escribes algo que pone a su rival en una posición complicada, eso significa más dinero para ellos. Es como Donald Trump yendo a los rusos para que le proporcionen información sobre Clinton. Es lo mismo. No es que quiera compararme a mí mismo con Donald Trump, pero creo que se entiende la analogía: la Yakuza son los rusos. Tienen una información fantástica… y quizás dentro de toda esa información haya una gran exclusiva. No te la están dando por su pureza de corazón, pero tú puedes sacar algo realmente útil de ahí. No se trata de si la Yakuza es o no una buena fuente de información, o una fuente fiable: se trata de si la información que tienen es buena o mala. Tienes que aprender a cribar entre la enorme cantidad de falsedades que te cuelan… y, bueno, hacer tu trabajo. Para mí, como periodista, lo más importante es saber por qué alguien me está dando esa información, esa es la clave de todo.
¿Has escrito con miedo sobre la Yakuza?
Pues, en general, cuando he revelado cosas que sabía que iban a cabrear a muchos de ellos, antes de que saliera publicado, cuando ya estaba en las manos de mi editor, los llamaba. Y simplemente les decía lo que ocurriría a continuación. Hace unos años publiqué un artículo sobre los vínculos del vicepresidente del Comité Olímpico de Japón, Hidetoshi Tanaka, con Shinobu Tsukasa, uno de los jefazos de la Yakuza más grande del país, la Yamaguchi-gumi. No eran rumores, sino que había pruebas, y entre otras cosas existían fotografías de ambos juntos, sonrientes y de fiesta. En muchos países esas fotografías habrían sido un asunto gravísimo desde el mismo momento en que empezaron a circular, pero en Japón no. Llevaban tiempo pasando de mano en mano cuando yo me hice con ellas, e incluso me enteré de que dos periodistas del periódico Keiten hicieron un intento de publicarlas pero fueron agredidos brutalmente. El caso es que yo me hice con ellas también, y lo publiqué en Vice. Antes, llamé a algunos de mis contactos de la Yamaguchi-gumi, y les avisé: «Voy a sacarlo. Todo el mundo tiene las fotos ya, todos las han visto», dije. La única respuesta que recibí es que editara la fotografía porque al líder de la Yakuza se le veía que le faltaba un dedo (amputarse los dedos, en la Yakuza, es un ritual de expiación, de arrepentimiento) y no quería salir en la prensa así. Obviamente contesté que no podía hacer nada respecto a eso, y que no iba a manipular la fotografía para añadirle un dedo.
Así que, sí, en ocasiones he escrito con miedo, y he pasado miedo, por eso accedí a tener un guardaespaldas, y por eso la policía mantenía mi casa bajo vigilancia policial. Pero una de las cosas por las que no es tan aterradora como la mafia mexicana, por ejemplo, es que la Yakuza tiene que mantener una imagen pública de organización humanitaria. Se autoproclaman protectores de la paz social, responsables de sacar a los criminales de las calles y convertirlos en criminales disciplinados. Establecen una jerarquía de lo criminal: no te van a robar el bolso, ni se van colar en tu casa, ellos solo cometen otros crímenes. Esos no. Por eso, en cierto modo, no acostumbran a atacar a periodistas, por mucho que les jodan con lo que publicamos. No favorece a su imagen pública. Tampoco a políticos, jueces o policías. Saben que eso les retiraría la consideración de una gran parte de la sociedad japonesa.
¿Y por qué tu caso es diferente? ¿Porque no eres japonés?
Sí, pero eso fue cosa de un solo tipo, más o menos.
Goto Tadamasa.
Sí, el que era entonces el jefe del mayor grupo criminal de la Yakuza. Yo investigué, durante mucho tiempo, cómo había vendido a su propio grupo, el Yamaguchi-gumi, al FBI para obtener un visado que le permitiera hacerse un trasplante de hígado en UCLA. Una persona horrible incluso para la Yakuza, un auténtico gánster. Una de las razones por las que yo estoy vivo y él también es porque todo el mundo dentro de la propia organización le odiaba. Era un tirano. A todo el mundo en la Yakuza, en el fondo, le interesaba que yo siguiera vivo, para poder expulsarlo y quedarse con su territorio. Mi vida, en ese sentido, fue un sencillo cálculo de coste y beneficio. Así de sencillo.
Dices que, de existir, el hilo invisible que une todas tus historias sería el interés por lo malvado.
Más que por eso, por la debilidad humana. Como todos, durante veinticinco años simplemente he tratado de escoger qué historia me interesa y cuál no, de qué escribiré y de qué no. Especialmente ahora, que soy freelance y tengo un margen más amplio de decisión.
De hecho, tus historias de los últimos años han dejado un poco de lado el mundo de la Yakuza. Últimamente, por ejemplo, has escrito sobre la periodista Shiori Ito, que podría considerarse como un tímido arranque del «Me too» japonés.
Bueno, ojalá fuera así. Es una historia genial, porque todas las evidencias apuntan a que el primer ministro japonés, Shinzō Abe, dio órdenes a la policía para que no detuvieran a su biógrafo y amigo Noriyuki Yamaguchi, que había violado a Shiori en un hotel. Es un crimen horrible, pero ¿sabes qué? Lo que sentí cuando Shiori denunció públicamente lo que estaba ocurriendo no fue un «¡Gracias a Dios, por fin esto sale a la luz!», ni pensé que por fin se abordaría el tema de la violencia contra la mujer en Japón. Lo que pensé fue que antes se habían producido casos similares y la policía siempre había acabado encubriéndolo. Y la secuencia de acontecimientos, tristemente, me da la razón. La policía japonesa ha actuado como ha podido, pero es evidente que ha habido una interferencia política que les ha impedido hacer su trabajo en este caso. Yo escribí un artículo larguísimo para The Daily Beast sobre el asunto, después de que Shiori Ito saliera públicamente denunciando lo que había ocurrido, pero no fue la norma. Lo que ocurrió es que se la atacó masivamente por denunciar la intromisión política en el caso.
Este caso expone muchas problemáticas del Japón contemporáneo respecto a la mujer, una de ellas el escaso amparo legal cuando se producen asaltos sexuales. ¿La ley japonesa contempla el concepto de «consentimiento» sexual o es una vaguedad?
Exacto, ese es uno de los problemas fundamentales del caso de Ito, y de cualquier japonesa que se exponga a una situación parecida: si consientes en emborracharte con un hombre, la ley contempla que le estás dando autorización a ir más allá. Consientes. Y es un problema que se continúa arrastrando, y que no hay ninguna vocación de enmendar, porque esto no es nuevo. En los noventa hubo otro caso muy famoso, en el que un juez lo decretó tal cual: si había bebido, había dado su consentimiento. Punto. Japón tiene unas ideas muy extrañas sobre el consentimiento, no solo es una cuestión legal. Los que cometen un delito de tipo sexual suelen salir libres sin pena, aunque se les haya declarado culpables. Dicen que lo sienten formalmente, pagan una pequeña compensación y quedan libres. «Lo siento por violarte», como lo oyes. Esto suele ser muy habitual también entre los estudiantes, ha habido muchos casos de violaciones en grupo que se han saldado así.
Además, Shiori Ito denuncia que tras salir públicamente a denunciar lo ocurrido se ha convertido en una especie de apestada social. Dice, literalmente, que el libro en el que cuenta pormenorizadamente cómo el Gobierno trató de encubrir su caso ha sido obviado aquí.
Es que nadie quiere hablar de este tema. Aunque, para ser justos, sí diré que los medios japoneses cubrieron la historia cuando salió a la luz. Varias revistas publicaron investigaciones sobre el caso, y algunas hicieron muy buen trabajo. Por otro lado, los medios internacionales, que también le dieron cobertura, se la dieron meses después de lo ocurrido. ¿Ves el calendario? Ito hizo la denuncia, pero tuvieron que pasar muchos, muchos meses para que los propios corresponsales cubrieran el asunto. Ahora, parece ser, el ambiente es más propicio, lo cual celebro. Pero deberían haberlo hecho antes, por mucho que sea un asunto muy difícil de tratar. Hay muchas razones para pensar que eso es lo correcto. Pero, déjame decirte algo: para mí, el quid de la cuestión no es si fue violada o no. Quiero decir, no es mi labor dilucidar eso, porque no soy un juez. Sin embargo, lo que sí ha quedado probado es que el primer ministro japonés realizó una llamada al jefe de la policía, que estaba haciendo su trabajo y se dirigía a detener a Noriyuki Yamaguchi por las evidencias que había en su contra. El teléfono sonó y la detención se paralizó. Después, el fiscal cambió y alteró los cargos. Eso es política. Si Yamaguchi hubiera sido cualquier ciudadano normal, habría sido arrestado, habría pasado treinta y pico días en custodia… en fin, habría seguido el procedimiento. Pero no.
¿Contactaste con él para buscar su versión de la historia?
Sí, por supuesto. Lo intenté muchísimas veces, y se limitó a negarlo todo. Me dio algunos datos que entraban en contradicción con su versión anterior, pero, de nuevo, repito: yo no soy juez. Puedo tener mi opinión, mucho más cuando además hay evidencias en vídeo de cómo él arrastró a Ito a su habitación de hotel, aprovechándose de que estaba casi inconsciente. Y eso lo he visto, no hablo de especulación. Esa es la prueba más sólida para acusarle de quasi-rape, que es lo que se aplica en Japón cuando la víctima está inconsciente. Es decir, que es «casi» una violación, pero no del todo. Es el crimen menor, aunque la víctima esté totalmente inhabilitada para resistirse.
Yamaguchi es, además del biógrafo del primer ministro, un periodista televisivo muy respetado en Japón. Pero después del caso fue despedido, ¿tuvo relación con ello?
Pues siento decir que no. Me parece que tuvo algo que ver con una historia que escribió sobre las «mujeres de consuelo» o «mujeres de solaz», en la que básicamente negaba que hubiera que resarcirlas de ningún modo. Mi opinión es que el caso de Ito lo que hizo fue sumergir a Noriyuki Yamaguchi en el agua templada, y su artículo la hizo hervir.
Cambiando de tema. Acabas de publicar Pay the Devil in Bitcoin, junto a Nathalie Stucky. Otra investigación sobre un asunto muy distinto a la Yakuza o el tráfico de seres humanos, que son tus campos habituales. ¿Hay alguna relación?
Sí, aunque no lo parezca, la hay. Porque la historia del bitcoin es una historia de gente en la sombra, de criminales también. Lo que hemos tratado de hacer es una historia del bitcoin y todo lo que lo rodea: el colapso de Mt. Gox, las agencias federales, la responsabilidad de Mark Karpèles, quién es su fundador, Satoshi Nakamoto… y tratar también sobre la investigación policial, que ha sido un fracaso. La policía japonesa nunca ha acusado ni investigado a Karpèles por ninguno de los bitcoins desaparecidos. Nunca.
Pero el bitcoin se supone que tiene un recorrido trazable, ¿no?
Pues depende. Las autoridades de Estados Unidos sí rastrearon, pero en cuanto Rusia se involucró… Y, además, la policía japonesa jamás ha colaborado con las autoridades estadounidenses para investigarlo apropiadamente. Es un caso clásico: las autoridades investigan, no hacen ningún avance, y le cuelgan los cargos a Karpèles, cada vez más. Él no confiesa, le liberan, le vuelven a arrestar, le liberan y sigue sin confesar… Creo que en algún momento el juez les dice a los fiscales: «Parad de detenerle. Construid el caso», solo así se explican los dos años que se ha tardado en llevar esto adelante.
Aseguras que, mientras exista la avaricia humana, habrá siempre un lugar para bitcoin. ¿Crees que los ideales de Nakamoto sobre el bitcoin como moneda para empoderar a la gente común son malintencionados?
Yo no juzgo sus intenciones primeras. Lo que creo, y lo que sé, es que esas intenciones se ven rápidamente subvertidas por las grandes firmas financieras que ven el blockchain como algo que pueden usar para ahorrar dinero en personal y privatizar, progresivamente. Y, efectivamente, mientras la gente siga pensando que el bitcoin tiene algún valor, la gente seguirá utilizándolo. Como la primera criptomoneda, es la más estable, y creo que estará entre nosotros aún mucho tiempo. ¿Eso significa que yo invertiría ocho mil dólares en ello? No.
¿Y no crees que los criminales preferirán otras criptomonedas como Monero?
Sí, claro. El blockchain, en realidad, te permite rastrear dónde va el dinero y quién lo usa… si sabes cómo hacerlo. Hay un detective en la unidad de Investigaciones Especiales del IRS, Tigran Gambaryan —al que llaman «The Blockchain Wizard»—, que trabaja exactamente en esto, y es capaz de decirte de dónde viene el dinero y adónde va. Es buenísimo. Y, si un detective puede aprender cuándo hacerlo, pueden los demás. Y es por eso que la gente, los criminales, están trasladándose del bitcoin a otras monedas. Hay tres criptomonedas que son fantásticas para las transacciones anónimas: Monero, Litecoin, Ethereum… Pero, no sé, cualquiera que se plantee invertir en ellas tiene que saber que la mitad de los activos de algunas han, simplemente, desaparecido. Llevo dos años investigando sobre este tema para el libro, porque la verdad es que cuando todo estalló no tenía ni idea. Inicialmente, cuando Newsweek dio el bombazo, mi única conexión con ello era que Nakamoto también vivía en Japón. Ahora creo que he aprendido lo suficiente para no confiar en ninguna criptomoneda. Aunque lo siento por la bancarrota en sí, y por Karpèles en concreto, porque creo que es un buen chico con un gran síndrome de Asperger al que han lanzado a los lobos… en cierto modo, me alegro de que Japón no se haya convertido en la «capital del bitcoin» que auguraban.
¿Te consideras tan experto en el bitcoin como en la Yakuza?
[Risas] No, desde luego que no. Si llega el día en el que pillan a la Yakuza en un fraude de criptomoneda, no sé si seré la persona más feliz o más ocupada del planeta. Pero seré ese tío. En el fondo tengo mil alertas activadas con «Yakuza» y «bitcoin» para el día que suceda. Ahí hay un nicho.
¿Lo crees probable? ¿La Yakuza es buena con la tecnología?
Oh. Pues la verdad, son buenos contratando a gente muy competente tecnológicamente. Hace años, cuando encontraban a alguien que era joven y prometedor pero trabajaba para otra empresa, le decían: «Hey, únete a nuestra organización, te haremos rico», y así es como se convertían en una especie de Blood Brothers corporativos. Después asistían a estas cenas que nos han mostrado alguna vez algunas películas, en las que les convierten en parte de la organización.
Hemos mencionado antes las imágenes erróneas que en la cultura popular se han asentado sobre la Yakuza. Pero, en tu opinón, ¿cuál es el mito más grande que aún persiste?
El mito más grande sobre la Yakuza es la lealtad inmortal hacia el oyabun (‘padre’) desde los kobun (‘hijo’) y el resto del clan. Eso de «si el oyabun dice que el cuervo es blanco, es blanco». Pues no. Estos tipos traicionan a sus oyabun todo el tiempo. Todo. Puede que hubiera un tiempo en el que se tomaban a sus oyabun en serio, pero desde luego no es ahora. En las diferentes facciones, los yakuzas cambian de líderes, e incluso de grupos. Goto Tadamasa empezó en otra facción antes que en el Yamaguchi-gumi, y cambió de bando. Así que la traición está en la raíz, desde el principio. En otras mafias criminales imagínate lo que supondría eso: cambiar de bando tantísimas veces.
¿Habrá, finalmente, una película de Hollywood sobre Tokyo Vice? Porque parece un proyecto fantasma que aparece y desaparece cada cierto tiempo. Se ha llegado a filtrar, incluso, un vídeo de Daniel Radcliffe hablando en japonés, interpretándote a ti.
¡El proyecto sigue en pie! Aunque estuvo paralizado un tiempo. Cuando llegó el momento de renovar los derechos, me hicieron una oferta del productor de No Country for Old Men y The Night Manager para comprarlos, pero para hacer una serie. Del guion se va a encargar J. T. Rogers, que además fue compañero mío en el instituto. El caso es que no puedo decirte, porque no lo sé, cuándo se estrenará, aunque yo vaya a coescribir el guion. Pero él es el ganador de un Tony, él lo sabrá mejor [ríe]. Todo lo que sé es que hay un guion, que me han pagado, y ya está. Y me parece muy bien. A mí, ser pagado y que no haya serie me parece incluso mejor [risas].
Ya que hablamos de cine, ¿quién o qué película hace un retrato más ajustado de lo que es la Yakuza, en tu opinión?
Pues yo diría que Takeshi Kitano, especialmente las dos primeras películas. Hay tantísimas cosas en esas películas que son reales: el deshonor, el cambio de bando… Pero, en general, por supuesto que la mayoría de las películas le añaden un glamour a la Yakuza que realmente no tiene. Porque la Yakuza en realidad está pringada haciendo chanchullos en las plantas nucleares, o encubriendo políticos… ¡Esa es la Yakuza que conocemos y amamos! [Risas] Luego hay otras películas que, sin ser estrictamente sobre ella, consiguen captar muchos de sus aspectos.
¿Cómo cuáles?
Predator, el ¿remake?
…
Sí, sí, lo sé. Es el que se ambienta en el planeta de Predator, sea cual sea. Pues allí hay un yakuza, que está callado la mayor parte del tiempo. En algún punto, alguien le anima a hablar, porque ha estado toda la película sin pronunciar palabra. «Ya he hablado demasiado», contesta, mientras muestra los meñiques amputados. Esa es la Yakuza y esa es la mejor broma sobre ella que se ha rodado. A Muerte entre las flores le sucede algo parecido, pero no igual: ni siquiera acontece en Japón y ni siquiera versa sobre la Yakuza. Pero capta muy bien las dinámicas de la guerra de bandas, de las traiciones, manipulaciones y peleas, donde casi todos mantienen ocultas sus intenciones.
Hace poco he visto una película de Netflix que se llama The Outcaster. Leí las críticas antes de verla, y realmente quería odiarla. Pero, tan mala como es en algunos puntos, tiene sus cosas. Plantea el clásico choque entre la Yakuza old fashioned y la actual… que yo no digo que sea peor, pero sí distinta. Ese es el conflicto central. La gente dice que es imposible que un hombre blanco se convierta en un yakuza, y no es verdad. Porque la Yakuza es una meritocracia y, de hecho, uno de sus poderes consiste en que siempre han sido capaces de integrar a los marginados de la sociedad japonesa. Incluso a los coreano-japoneses, porque, sin ir más lejos, uno de los jefes lo es. Otros elevaron como jefes del grupo a iraníes, y existe el rumor de que uno de los capos actuales es nigeriano. Porque ¡de verdad es una meritocracia! No les importa tu raza, ni de dónde vengas. Lo único que jamás verás es a una mujer dirigiendo la Yakuza, de eso estoy seguro. A no ser que sea en una película de Tarantino [risas].
Durante mucho tiempo la Yakuza, después de Japón, tuvo uno de sus grandes campos de operaciones en Estados Unidos. ¿Esto continúa siendo así?
No, no, qué va. Desde que el Departamento del Tesoro los puso en la lista negra, el número se ha ido reduciendo hasta, prácticamente, desaparecer. Sus cuentas están congeladas, sus tarjetas, perdieron todos los ahorros… Bueno, no el grueso. Ese lo tienen —los listos— en Singapur y demás.
¿Te apena que esté desapareciendo?
No, estaré feliz de ver cómo se disuelve. A veces sí me invade como un sentimiento de inutilidad, cuando veo las decenas y decenas de dosieres y bases de datos que tengo por aquí acumulados, de vídeos de sus ceremonias… Lo miro y me digo: «¡Esto no sirve para nada!». No sé, quizás en diez años, si termina desapareciendo, todo vaya a parar a un museo de la Yakuza. Porque se acabarán desvaneciendo en el polvo. Creo que la mejor manera de que la gente entendiera cómo han funcionado durante décadas y décadas sería hacer el museo de entrada libre. «Solo donaciones», pondría un cartel. Y luego, cuando la gente haya visto todo lo expuesto y se dirija a donar, un ex-yakuza estaría esperando en la puerta, «¿Solo esto? ¿A ti esto te parece suficiente por lo que acabas de ver?», que los acosara como solo ellos saben hacerlo. [Risas]
Gran entrevista sobre un tema que, al menos para mi, es bastante desconocido, más allá de un par de películas que asumo con muchas libertades artísticas… Lo mejor es que se ha hablado poco de la vida de este señor, un par de cositas básicas para entender el contexto de su obra y poco más. Ojala todas las entrevistas fuesen así.