Este texto es una continuación de «Breve historia del comérsela doblada».
En 1822 el capitán Samuel Barrett Edes se fundió todos sus ahorros a la hora de comprarle a un grupo de marineros japoneses el souvenir más extraño con el que se había topado nunca durante su vida en alta mar: una sirena. La criatura a aquellas alturas ya no coleteaba, pero Edes le intuyó capacidad para embelesar y la exhibió en un local de Londres con un moderado éxito de público. Tras la muerte del capitán aquel ser fantástico fue adquirido por Moses Kimball, fundador del Boston Museum, y posteriormente alquilada por P. T. Barnum, un caballero especializado en montar shows de alma circense protagonizados por todo tipo de freaks y anomalías de la naturaleza. Barnum se tomó la molestia de contratar a un naturalista para determinar si aquella sirena era real, pero dicho experto se negó a asegurar la autenticidad del bicho a pesar de confirmar que tanto sus dientes como su esqueleto eran reales y de no tener ni idea de cómo podría haber sido fabricado por una mano humana.
Aun así, Barnum se esmeró en publicitar el producto, bautizado como «sirena de Fiyi», a su manera: envió cartas anónimas a los principales periódicos explicando que un eminente doctor apellidado Griffin había atrapado una sirena en los mares de Suramérica, y registró a un amigo bajo dicho nombre falso (Dr. J. Griffin) en un hotel frecuentado por editores y plumillas para crear contactos y extender la leyenda de la sirena recién descubierta. A continuación, expuso a la criatura en Nueva York de manera exclusiva durante cinco días con la excusa de que en la sexta jornada el bueno del doctor Griffin planeaba remitir el hallazgo al Museo Americano de Historia Natural. Supuestamente, la sirena original comprada por Edes se perdió durante un incendio sufrido en los almacenes de Barnum. Aunque hay un puñado de estudiosos que creen que la sirena alojada en el Museo Peabody de Arqueología y Etnica de la Universidad de Harvard bien podría tratarse del espécimen original.
Lo malo viene ahora, porque a la hora de la verdad la silueta de la sirena en cuestión caminaba lejos de aquellas melenas rubias que han dibujado en la imaginación las leyendas populares, las fábulas clásicas o la libido de marineros que pasaban demasiado tiempo en alta mar oliendo a pescado y rodeados de otros hombres. En realidad la famosa sirena de Fiyi en lugar de tener las facciones, el cuerpo y la cola de Daryl Hannah en 1, 2, 3… Splash lucía esta otra sensual y apetecible apariencia:
Lo más gracioso de todo esto es que la sirena de Fiyi era en realidad un art attack de hueso y raspa. Un artefacto construido por los japoneses a base de coser el cuerpo de un mono a la cola de un pescado gordo. Porque los hoax, los engaños, los fakes y las farsas nunca han tenido muy buena pinta al ser observados desde las distancias cortas.
1869: el gigante de Cardiff
El 16 de octubre de 1869, en el pequeño pueblecito neoyorquino de Cardiff, un par de currantes llamados Gideon Emmons y Henry Nichols se deslomaban cavando un pozo cuando sus palas tropezaron con un inusual bloque de piedra. Cuando le pasaron la escoba a la roca recién descubierta, la silueta de un pie humano petrificado asomó entre la tierra removida y los dos hombres comenzaron a preguntarse si acababan de profanar la tumba de algún indio añejo enterrado en el lugar. Cuando descubrieron por completo la pétrea figura humana, a Emmons y Nichols les comenzaron a asaltar nuevas dudas acerca de la genética de los indios del lugar, porque el hombre de piedra que acababan de encontrar bajo tierra media más de tres metros.
El descubrimiento se hizo famoso y propició la visita de cientos de curiosos interesados en ver si el desnudo gigante petrificado estaba bien proporcionado. William Newell, dueño de la finca donde se realizó el hallazgo, y la persona que ordenó construir el pozo a Emmons y Nichols, olió negocio en todo aquel asunto y no tardó en cubrir con una tienda de campaña la ubicación del coloso y cobrar entrada a los visitantes. El público en procesión llegó a ser tan abundante como para que Newell doblase el precio de las entradas (de veinticinco centavos a cincuenta) en menos de dos días.
Andrew Dickson White, cofundador y primer presidente de la Universidad de Cornell, visitó el lugar para comprobar en primera persona a qué se debía tanto follón y dejó constancia escrita de sus impresiones: «Las carreteras estaban llenas de carros, carruajes, transportes de la gran ciudad y vagones de madera de las granjas cercanas, todos cargados de pasajeros. Y el gigante resultaba impresionante tumbado en su lecho, con la tenue luz de la tienda cayendo sobre su cuerpo y sus miembros contorsionados como en una lucha a muerte. Su figura producía un efecto extraño, la solemnidad invadía el lugar y los visitantes hablaban entre ellos en susurros».
Pero, a pesar de lo majestuoso que le resultaba al pueblo llano aquel superhombre, White no se dejó engañar y no tardó demasiado en darse cuenta de que el gigante era una artimaña bastante burda. La figura se trataba evidentemente una estatua tallada a mano sin demasiado arte, y la ubicación donde había sido descubierta era uno de los lugares más absurdos en los que a alguien se le ocurriría excavar un pozo. Pero, para sorpresa del erudito, el resto del mundo parecía habérsela comido doblada, porque los espectadores presentes no podían contener su asombro y hasta un «distinguido pastor de una de las iglesias más grandes de Siracusa» exclamó ante White que aquello era una prueba fosilizada e irrefutable de que los gigantes mencionados en las sagradas escrituras existieron de verdad.
En realidad, el papá de aquel gigante era George Hull, un estanquero de Nueva York muy ateísta al que se ocurrió la idea tras discutir con un reverendo metodista sobre la literalidad de la Biblia. Concretamente, Hull no estaba del todo de acuerdo con ciertos pasajes del Génesis donde se afirmaba que unas gigantescas criaturas denominadas nefilim ocuparon en algún momento el planeta a la altura de Canaán. Para tomarle el pelo a los fanáticos de la Biblia, y al mundo en general, a Hull se le ocurrió la broma más cara y enrevesada de la historia: contrató a un equipo de hombres para extraer en Iowa un bloque de yeso, de tres metros y veinte centímetros de altura, y trasladarlo hasta Chicago con la excusa de estar elaborando un monumento en honor a Abraham Lincoln. Y después el ateísta bromista fichó con un contrato de confidencialidad a un escultor alemán llamado Edward Burghardt para tallar la pieza en forma de figura humana y envejecer su superficie (a base de ácidos para deteriorar la roca y agujas para simular los poros). Por último, empaquetó la estatua en un ferrocarril y la remitió a la granja de su primo William Newell, donde la ocultó bajo tierra. Un año después de enterrar el juguete, Newell hizo un poco de teatro y exclamó «Creo que necesito que alguien me construya un pozo justo aquí».
Toda la broma le costó a Hull cerca de lo que serían cuarenta y dos mil quinientos euros actuales, pero lo compensó con creces al vender el gigante a un grupo de empresarios por más de cuatrocientos mil euros. Los nuevos dueños del coloso de piedra lo trasladaron a Siracusa con el objetivo de hacerse de oro mostrándolo ante audiencias más numerosas, pero a finales de 1869 Hull confesó a la prensa que aquella criatura tenía poco de divina y mucho de bricomanía casera. Entre medias, el empresario de lo raro P. T. Barnum había intentado comprar (sin éxito) al famoso gigante a golpe de cheque gordo. Encabronado y celosillo por el rechazo, Barnum decidió fabricar una copia del coloso y exhibirla por su cuenta, proclamando que el de Cardiff era una estafa y el suyo era el auténtico. Hull demandó a Barnum por difamar a su hombretón fosilizado pero, al destaparse que todo era un chiste, el juez sentenció que era una tontería condenar a un hombre por decir que un gigante fake era un fake de tres metros y pico.
1917: las hadas de Cottingley
En 1917 Elsie Wright sumaba dieciséis primaveras y no encontraba demasiados pasatiempos divertidos con los que superar el tedio en Cottingley, una pequeña villa inglesa del condado de Yorkshire del Oeste. Una situación que cambió bastante cuando en su casa se instalaron, a mediados de año y provenientes de la lejana Suráfrica, su tía y su prima de nueve años, Frances Griffiths. Aquellas niñas no tardaron demasiado en convertirse en compañeras de aventuras, una pareja traviesa que mataba las tardes escapándose para jugar en un río cercano y coleccionando broncas al regresar a la residencia familiar empapadas y embarradas hasta las orejas.
A la hora de justificar las huidas y los vestidos destrozados, las primas enarbolaban una excusa fabulosa: si se escapaban habitualmente a la linde del río era porque en aquel lugar podían jugar con las hadas. Por la razón que fuese aquello no acabó de convencer a sus progenitores, pero ellas se emperraron en demostrarlo. Aprovechando que el padre de Elsie era un fotógrafo amateur, las chicas tomaron prestada su cámara (una Midg con forma de maletín) y se adentraron con ella en brazos entre la arboleda y al encuentro de las criaturas mágicas. Un puñado de minutos más tarde regresaron anunciando que se habían estrenado como exitosas paparazzi del mundo fantástico. Cuando el padre de la adolescente reveló la instantánea descubrió que la fotografía tomada a orillas del río estaba protagonizada por una Frances posando despreocupada rodeada de hadas que danzaban a su alrededor. Dos meses más tardes, las niñas volvieron a adentrarse en el bosque con la cámara y regresaron con un nuevo robado imposible: la imagen de Elsie sentada en la hierba, junto a un gnomo alado.
Un año después, Elsie remitió una carta a una amiga de Ciudad del Cabo en la que incluyó una copia de su fotografía junto a las hadas. En el reverso apuntó: «Es gracioso, pero nunca las había visto en África. A lo mejor es porque hacía demasiado calor allí para ellas». En 1919, la madre de Elsie, que estaba totalmente convencida de que aquellas imágenes eran reales al contrario de lo que creía el padre, presentó las fotografías durante una reunión de la Sociedad Teosófica dejando con la boca abierta a todos los asistentes. Edward Gardner, uno de los líderes de aquella institución de gente amiga de lo oculto, abrazó las pruebas entusiasmado y se dedicó a predicar que Cottingley era una comuna de seres fantásticos. Las fotos llegaron a manos del ilustre Arthur Conan Doyle, un escritor muy amigo de lo paranormal, y acabaron formando parte de un artículo que él mismo firmó para el número navideño de la revista The Strand Magazine, convirtiendo a las hadas de la villa en personajes famosos.
Entretanto, Gardner y Doyle se obcecaron con demostrar que haberlas, haylas y encargaron a diferentes expertos que examinasen las estampas para concretar la veracidad de las mismas. Un erudito en fotografía sentenció que las instantáneas eran auténticas y no evidenciaban ningún tipo de truco o modelos de papel implicados. Los técnicos de Kodak también dictaminaron que ambas imágenes no habían sido sometidas a ninguna manipulación posterior, pero se negaron a emitir un certificado de autenticidad porque no les cuadraba todo aquello de los seres mágicos haciendo photobombing. La compañía Ilford, especializada en la producción de materiales fotográficos, fue bastante más severa y decretó que las fotos eran un montaje evidente. Gardner y Doyle decidieron hacer oídos sordos a esta última opinión, por la cuenta que les traía.
En 1920, Gardner visitó a la familia Wright con un par de cámaras fotográficas en la maleta para pasar el verano con las amigas de las hadas y tratar de capturar nuevas imágenes de aquellas criaturas. Las chicas convencieron a los adultos de que los seres mágicos eran bastante celosos de su intimidad y no se presentarían si había algún desconocido en las cercanías. Y tras un par de tardes campando por su cuenta por el bosque regresaron con tres nuevas fotografías. Una donde un hada aleteaba cerca del rostro de Frances, otra de Elsie junto a otra ninfa alada posada sobre una rama y una última donde varias hadas tomaban tranquilamente el sol.
Las fotos se hicieron públicas, la mitad del mundo se olió que aquello era un fake como un castillo y la otra mitad comenzó a comprar cazamariposas y buscar en el mapa por dónde caía Cottingley. Gardner volvió a la villa junto al ocultista Geoffrey Hodson y este último recopiló cientos de apuntes sobre hadas que aseguraba haber visto en el bosque. En los años sesenta las otrora niñas dejaron caer que aquellos seres que fotografiaron en su infancia podían haber sido fruto de una imaginación efervescente. Durante los setenta negaron haber trucado las famosas fotos pero también apuntaron que las hadas eran algo muy poco racional y probable. En los ochenta, y ya convertidas en ancianas, Elsie y Frances confesaron que las ninfas de las fotos eran en realidad el engaño más vulgar posible: un puñado de cartones dibujados, recortados y colocados convenientemente entre la hojarasca forestal. Ellas explicaban que comenzaron con la broma por pura diversión y se les fue de las manos, en un momento dado decidieron continuar con la farsa por pura vergüenza, porque no se podían creer como «dos niñas de pueblo le habían tomado el pelo a alguien tan brillante como Conan Doyle».
1966: círculos en los cultivos
Si por algo habría que celebrar la década de los sesenta es por dejarnos en herencia un par de cosas bien bonitas y coloridas: las drogas y los ovnis. Porque aquella fue la época que puso de moda los avistamientos de objetos voladores no identificados. Uno de los casos más famosos ocurrió en las cercanías de Tully, una ciudad del estado australiano de Queensland. Allí fue donde, el 19 de enero de 1966 a eso de las nueve de la mañana, un granjero llamado George Pedley pegó un frenazo con el tractor al cruzarse con un UFO. Según Pedley, un platillo volante se había elevado, ante sus ojos y sobre el pantano de Horseshore, hasta una altura de doce metros para justo después salir disparado a toda hostia hacia los cielos emitiendo un silbido agudo. Al examinar el lugar, el hombre descubrió que sobre un campo de cañas cercano alguien o algo había dibujado un círculo de unos nueve metros de diámetro.
En aquella zona, las cañas estaban aplastadas en el sentido de las agujas del reloj hasta llegar al nivel del agua del interior del círculo. A Pedley le fascinó la idea de haber sido el primero en descubrir la huella de un vehículo marciano, pero no todos compartían ese entusiasmo por el espacio exterior: la policía local, los ilustrados de la Universidad de Queensland y la Real Fuerza Aérea del país concluyeron que el círculo probablemente había sido producido por causas naturales, como una tromba de agua. Una idea bastante probable, sobre todo teniendo en cuenta que durante los días posteriores se localizaron nuevos círculos (y un rectángulo, ojo) en los campos de los alrededores.
El incidente se convirtió en una noticia que algunos interpretaron como prueba de que existía vida extraterrestre, y Tully se transformó en un destino interesante para todos los amigos de vestir un gorro de papel de plata. Durante los años posteriores comenzaron a aparecer nuevos círculos en diferentes localizaciones del planeta, reforzando la idea de que el campo de cereales era el aparcamiento gratuito predilecto de los marcianos que venían de excursión. A la altura de los ochenta, las apariciones de círculos en los montes (sobre todo en las campiñas inglesas de Wiltshire y Hampshire) ya se habían popularizado tanto como para dejar de ser un hecho insólito y convertirse en una de esas cosas curiosas que ocurren en el campo. Los escépticos apuntaron que resultaba bastante sospechoso cómo los dibujos brotaban en lugares de fácil acceso o especialmente visibles. Pero los aficionados a lo paranormal estaban demasiado ocupados dando palmas con las orejas ante tanta evidencia de marcianos aficionados al turismo rural. Y entonces, dos ingleses llamados Doug Bower y Dave Chorley levantaron la mano para hablar.
En 1991, Bower y Chorley solicitaron los servicios de un cereologista (un estudioso de los orígenes de aquellos dibujos) para comprobar si un círculo que acababan de descubrir era real o no. El experto en el tema certificó el hallazgo como auténtico (sentenciando que no podía haber sido elaborado por el hombre) y la pareja confesó que en realidad ellos mismos habían dibujado, horas antes y ante la prensa, el círculo a mano utilizando una cuerda, un tablón, un poco de alambre y una gorra de béisbol. Bower y Chorley explicaron que llevaban desde 1978 trazando aquellas siluetas por los loles, y se atribuyeron la autoría de más de doscientos círculos pintados a base de doblar tallos. La revelación de que todo era una broma de dos señores con mucho tiempo libre (que se habían inspirado en el descubrimiento de Pedley en el 66) no logró que los círculos dejasen de invadir praderas, sino todo lo contrario: desde que los bromistas ingleses revelaron lo sencillo de sus métodos para dibujar huellas de ovnis, los círculos comenzaron a aparecer con muchísima más frecuencia y a lo largo de muchos más países.
1973: echarle huevos
A principios de los setenta, en los supermercados de Holanda las ventas de huevos comenzaron a declinar de manera repentina e inexplicable. Alarmados, los principales proveedores del país llevaron a cabo una serie de estudios y análisis de mercado con los que descubrieron algo que nunca habían tenido en cuenta: que la gente había dejado de comprar el producto por la apariencia impoluta del mismo. Las docenas de huevos que salían de las granjas y fábricas masificadas lucían un aspecto tan limpio como para convencer al subconsciente del comprador de que no eran naturales. El huevo moderno estaba «muy limpio, empaquetado y tenía pinta de no haber sido tocado nunca por hombre o animal alguno», algo que lo alejaba de la idea de producto de granja que tenía el consumidor y lo acercaba a un estilo de vida moderna «plastificado y artificial». Para solucionarlo, a la industria se le ocurrió que lo más sencillo era invocar al fake: se optó por agarrar los huevos de las fábricas, recién limpiados y abrillantados, para enguarrarlos con barro, plumas y estiércol, dotándolos del aspecto natural por el que la gente realmente estaba dispuesta a pagar.
1994: Microsoft inicia el monopolio religioso
A principios de diciembre de 1994 una nota de prensa de Associated Press comenzó a circular entre los buzones electrónicos del mundo. Se trataba de un comunicado anunciando un movimiento empresarial insólito, la noticia de que Microsoft había pujado para adquirir la Iglesia católica a cambio de una cantidad indeterminada de acciones de la compañía de Bill Gates. El texto, cuya cabecera ubicaba su origen en el Vaticano, anunciaba que «en caso de llevarse a cabo sería la primera vez en la historia que una compañía informática adquiriese una religión mundial». Pero la cosa se ponía mucho mejor según avanzaba el texto: «Con la adquisición, el papa Juan Pablo II se convertirá en el vicepresidente senior de la nueva división de software religioso, mientras que los vicepresidentes senior de Microsoft, Michael Maples y Steven Ballmer, participarán en el colegio cardenalicio, según explicó el presidente de Microsoft, Bill Gates».
El anuncio apuntaba que como parte del trato la compañía informática se llevaría a su caja fuerte los derechos de la Biblia y la colección de obras de arte que hasta entonces poseía Vaticano, un tesoro donde figuraban obras de artistas como Miguel Ángel o Leonardo Da Vinci. La nota de prensa también informaba de que los planes inmediatos de la compañía incluían el hacer que los sacramentos estuviesen disponibles en línea por primera vez y que los fieles pudiesen obtener la comunión, confesar sus pecados, recibir la absolución en incluso reducir su estancia en el purgatorio sin salir de su casa, frente a la pantalla del ordenador. De rebote, se anunciaba que convertirse al catolicismo era un upgrade y el lanzamiento de una nueva aplicación llamada Microsoft Church, «un software que incluirá un lenguaje de macros con el que será posible programar la descargar automática de las gracias celestiales cuando el usuario se encuentre alejado de su ordenador».
El email en su totalidad era una coña enorme y evidente, pero eso no impidió que en Microsoft comenzasen a recibir llamadas de gente que había creído que aquello era una broma de mal gusto perpetrada por parte de Gates y sus colegas. Y también de otras personas que se había tragado la inocentada y reclamaban muy serios explicaciones a la compañía. Unos cuantos días después, la propia Microsoft se vio obligada a emitir un comunicado oficial desmintiendo el asunto. La tontada no llegó más lejos, pero sí que pasaría a la historia al tratarse del primer hoax que fue capaz de alcanzar una audiencia masiva exclusivamente a través de internet. Un precursor de los cansinos correos electrónicos en cadena que inundarían las redes años después. Y también una profética advertencia del poder de internet y la insinuación de que en el futuro todo eso de la información veraz iba a ser un auténtico cachondeo.
Poco tiempo después, otro email comenzó a presentarse en las direcciones virtuales de correo de la época. Era otra supuesta nota de prensa, una en cuyo título podía leerse: «IBM compra la Iglesia episcopal de los Estados Unidos».
Genial artículo!! la verdad es que yo creo que en lugar de aprender… cada vez son más gordas las que nos comemos dobladas, incluso sin necesidad de doblarlas