En una de tantas piruetas en mi camino como lectora, llegué a la obra de Angela Carter a través de la de Ana María Matute. ¿Cómo? Con el Círculo de Lectores al que estaban suscritos mis padres y un carnet. Concretamente, fue Olvidado rey Gudú, en 1996, el que provocó que buscara en los catálogos de las bibliotecas otros libros que hubiesen escrito los cuentos de hadas desde nuevas perspectivas. La inquietante novela de Matute, fantasía oscura y terrible, un libro que está a la altura de otras epopeyas fantásticas, ya había establecido en la literatura española que los relatos envueltos en hechuras «infantiles» no lo eran en absoluto, en el sentido institucional de blancura con que se los ha barnizado, sino que por contra escondían narraciones de terror para educar en temas elementales, lejos de la cursilería y el conjunto de normas que ha exigido la sociedad en cada época, a partir de los primitivos cuentos populares, cuyos autores —los más famosos— no fueron todos hombres: recordemos a Gabrielle-Suzanne de Villeneuve (La Bella y la Bestia) o los cuentos de hadas cortesanos de Madame d’Aulnoy.
Ana María Matute y otras autoras, por ejemplo, Carmen Martín Gaite, utilizaron las fórmulas del bosque, las hadas y los trasgos para reflejar la realidad de su tiempo. En este caso, una sociedad marcada por la Guerra Civil y el horror subsiguiente: mundo de hambre y represión, hombres extrañados, mujeres supeditadas a las leyes religiosas, familias rotas y niños huérfanos… materia donde fabricar historias de reinos aislados, pueblos regidos por príncipes tiranos, hombres solitarios y un batallón de niñas perdidas en torres inexpugnables. Si bien ni Matute ni el resto de autoras de su generación manifestaron de forma explícita ser feministas (por razones obvias), es evidente en esta reescritura de los antiguos cuentos de hadas la intención de denuncia de la situación de la mujer, y también de la de los hombres y los niños, así como de la dramática transformación del campo y las ciudades.
Angela Carter (1940-1992) sí se declaró feminista, pero su implicación fue tan compleja como el compromiso de Ana María Matute. El feminismo de Carter salta a la vista en cuanto se leen sus textos, que fueron muchos y en casi todos los formatos (del periodismo al ensayo, la novela, el cuento corto, además del trabajo académico y la traducción) para una vida desgraciadamente tan corta. Pero, como el de otras grandes creadoras (pienso en Leonora Carrington, Anaïs Nin, Colette, Jean Rhys, Mary Butts… todas similares en estilos y trayectorias), fue un proceso de afirmación contradictorio y no muy agradable, problemático a la hora de encontrar el equilibrio entre la exigencia personal y la exigencia externa que se hace al artista femenino. Carter aplicó a su narrativa una regla circular y paradójica, sin más ley que la imaginación y el poder de las palabras. Para ello utilizó, a la par que un gran talento, su profundo conocimiento de la lengua y la literatura —a veces muy irritante, comprendo el disgusto de los escritores de su quinta— además del dominio del idioma, del pensamiento y del folclore no solo anglosajón, sino de varios continentes. Y, por si todo esto fuera poco, además, el humor. El estilo de Carter ha sido etiquetado por su tiempo dentro de la literatura posmoderna, pero comparte con el punk muchos elementos, en especial, ser muy descarado, agresivo, distanciado de sus criaturas y de sí misma, capaz de barrer de un soplo el tabú sexual y las convenciones de género, cualesquiera que fueran estas.
El primer libro suyo que leí fue la antología de cuentos La cámara sangrienta (Ed. Minotauro, 1991, originalmente publicado en 1979). Es, además de su obra más conocida, una calculada y provocadora empresa donde les da la vuelta a los cuentos infantiles, los más conocidos. De forma literal, Carter no solo los pone boca abajo, sino que expone lo de dentro hacia el exterior: la sangre y el tuétano de los huesos salpican en estas creaciones inspiradas en los mitos de Blancanieves, la Bella Durmiente, el Gato con Botas y Barbazul. Todo lo que la narrativa tradicional había tratado de esconder en la sucesiva divulgación de historias como estas, que no era sino el aprendizaje mediante fábulas de lo que significan el deseo sexual y la muerte, se expresa a través de Carter en un enorme lienzo gótico, con imágenes preciosistas, lúgubres y procaces, que remiten a la literatura grecolatina, la pintura del decadentismo o el cine de terror.
Carter invierte la función de los personajes, de la misma forma que la ficción deviene realidad y después hace el camino contrario. Los monstruos asumen con dignidad su ser como «otro». Las protagonistas clásicas, adolescentes virginales y un poco atontolinadas, se convierten aquí en intrépidas mozas conscientes de su sexo, curiosas por descubrir secretos y abrir puertas, con lo que recuperan el alma negada por la Biblia a través del conocimiento, e incluso pueden ser el monstruo protagonista. El mito del amor romántico se desvanece en el acto supremo de la comunión amorosa, el canibalismo. La mujer piensa en términos de mercado sobre el matrimonio y los gatos discuten como en una novela del Marqués de Sade. La última mujer de Barbazul es rescatada por su madre, una señora que ha luchado contra los piratas. Llevados por el principio elemental del cambio en la naturaleza y la creación artística, ya formulado en el poema de Ovidio (Las metamorfosis), los protagonistas se transforman en entidades de géneros alternativos siguiendo el cauce del deseo, la supervivencia, los presupuestos ideológicos de su autora, empeñada en cambiar la visión sobre las mujeres y su relación con el mundo, y por supuesto, el sentido de la maravilla. La Bella Durmiente es una niña vampiro, cuya descripción podría haber salido de un cuadro de Remedios Varo, y el Leñador, un soldado hipster de la I Guerra Mundial, de excursión en bici por los Cárpatos que, tras acabar con el sufrimiento de la no muerta mediante el sexo, se lleva la maldición al frente.
Sin alejarse de los mecanismos más elementales del cuento —suspensión de la certeza mediante descripciones abigarradas y situaciones absurdas, sin apenas datos sobre el pasado o las relaciones de los personajes, con final abrupto, casi siempre abierto a la interpretación— y en un alarde propio de la autora, Carter ofrece tres versiones sobre Caperucita solo en este libro, porque el mito del hombre/mujer lobo es recurrente en más textos y supone su incursión en el cine como guionista, con la muy poco recordada y emocionante En compañía de lobos, de Neil Jordan (1964): en la primera versión, la niña mata al lobo, que esconde una sorpresa; en la segunda, lo derrota acostándose con él y convirtiéndolo en un humano dócil. En la tercera, revuelve a la niña loba con el espejo de la Alicia de Carroll y el vampirismo, siempre para insistir en esa ruptura de convenciones sobre la construcción de la identidad «femenina». Ella la describe violenta, ansiosa y enérgica, frente al estereotipo pasivo, recatado e inocente, con una belleza y una conducta, digamos, alternativas.
A este respecto, Carter es especialista en escribir sobre personajes femeninos muy poco convencionales y en darles una dimensión escasamente utilizada por la literatura, sobre todo, la femenina. En su opinión, que compartía en el prólogo de la antología de cuentos seleccionados por ella misma Niñas malas, mujeres perversas (Edhasa, 1989, muy recomendable para conocer a autoras poco frecuentadas por los talleres literarios), las escritoras casi nunca tratan mal a los personajes femeninos, por muy reprobables que sean sus actos. Hay casi siempre una especie de acuerdo tácito en perdonar de antemano a la criatura creada, ya sea la más malvada del mundo. No se la juzga como hace la literatura masculina con sus personajes. Además, las villanas más célebres de la ficción están cercadas por el género de la fantasía y el terror. La razón: para el ideario y la convención social es «imposible» pensar en mujeres malvadas porque sí, con las mismas atribuciones y responsabilidad que los hombres. Por eso siempre son calcos de una leyenda (diosa, estereotipo de la fantasía), y sus actos siempre se sustentan en una «razón» (hay un pecado, una tragedia, una transgresión, o todo ello junto) que justifica, de una forma u otra, sus posibles fechorías.
Para Angela Carter, que las escritoras no abordasen el mal de forma directa en la conducta femenina se debía a un problema social y ético. Las mujeres, fuera del terreno «natural» del sexo, no tenían «conocimiento», solo pecaban por comportarse como no debían dentro de la familia o el matrimonio. Los cuadros siempre se repiten: la comeniños, la comehombres, la ogresa y la dragona. Si las maldades se salían de ese gineceo, esto solo podía deberse a un motivo: la locura. Se puede añadir la brujería, pero siempre con locura, o, un poco más tarde, la supervillana con poderes, pero con la cabeza ida, la cíborg con los cables cruzados. U otro motivo: la pertenencia a otra especie y otro sistema planetario, que ahí ya se pueden justificar comportamientos asociales y criminales de forma más alegre y sin remordimientos. Esta escasez de personajes «realistas», de la vida diaria, capaces de hacer el mal y al tiempo ser conscientes-responsables de su horror, se debe, según apuntaba Carter con su humor y mucha mala idea, a que las mujeres no hemos tenido las mismas oportunidades de delinquir que nuestros compañeros. En la actualidad, y fuera del universo de Harry Potter y la ciencia ficción, hay pocas mujeres muy, pero muy malas en la literatura femenina. La protagonista de Gone Girl, de Gillian Flynn, es un ejemplo reciente y casi una excepción. No hay ninguna necesidad de centrar en criminales los personajes femeninos de la ficción, pero esta ausencia es significativa.
En su colección Venus negra (Minotauro, 1991, originalmente publicado en 1985), además de abordar el mito de la mujer afroamericana en la vieja Europa cuando escribe la biografía de Jeanne Duval, amante de Baudelaire, la escritora fabula con historias de personajes femeninos con vidas «complicadas», desplazados en la clase social, la familia o el cuerpo. A pesar de estas ideas suyas, siempre interesantes y controvertidas, sobre el tratamiento que la ficción femenina da a la mujer y sus propios retratos de mujeres muy lejos de esa órbita «normal», Carter tampoco se interna en la concepción del mal de signo femenino, pues también insiste en que su condición se debe a ser «producto» de un pasado o presentes horribles: la criada inglesa que termina en una tribu de indios nativos y es «salvada» de los salvajes, solo para volver a la civilización y continuar su vida como criada; el rastro de los fantasmas del escritor Edgar Allan Poe a través de su madre y su mujer, la primera, actriz que muere delante de su hijo en el escenario tras una vida de fatigas, y la segunda, niña débil que sucumbe sin que el poeta pueda hacer nada, quedando traumatizado por partida doble. La historia de la popular Lizzie Borden y la sombra de la asesina en serie es tratada en dos cuentos; en el primero, especula con el ambiente de aquella casa de Fall River antes de la matanza y, en el otro, construye metaficción con una aventura de la Lizzie niña, con una feria y un animal salvaje y enjaulado de fondo.
La dimensión animal de los seres humanos es un recuerdo constante del surrealismo en Carter, como también el uso recurrente de las mujeres artificiales, autómatas, muñecas articuladas de la fantasía y la ciencia ficción, espejos críticos de la feminidad como objeto y sujeto carentes de pensamiento propio, solo animadas por el puro instinto. Las tesis de la escritora fueron muy polémicas en los foros feministas de las décadas de los setenta y ochenta, porque defendía, tanto en la ficción como en ensayos como La mujer sadiana (Edhasa, 1981), la idea de un sexo femenino capaz de gestionar el deseo y sus representaciones en el porno y la vida diaria como lo hace el masculino, lo que provocó el enfrentamiento con las feministas que abogaban por la abolición de la pornografía y la prostitución. Nombres como Andrea Dworkin y Robin Morgan acusaron a Carter de machista porque mantuvo unas tesis que se basaban en la obra de Sade (también en las ideas del pensador Georges Bataille, de las que ahora mismo Camille Paglia sería la alumna aventajada). Tras una profunda crítica, Carter presenta a la mujer como ser doliente, por supuesto, pero también capaz de infligir sufrimiento, además de dar voz a la libertad de las mujeres en prácticas sexuales como el sadomasoquismo y de extender del género fuera de la dicotomía femenino/masculino, como alternativa cada vez más real y válida. Si todo esto es una provocación que hoy suscita inmediatamente el debate, imaginen hace cuarenta años. Para los interesados, Simone de Beauvoir escribió, años antes del trabajo de Carter, uno de sus mejores libros sobre este tema en concreto, titulado ¿Hay que quemar a Sade? (Visor, 2000).
La herencia Carter
Lo de comparar la obra de Ana María Matute y Angela Carter no ha sido una frivolidad producto de mi inconsciencia. Permítanme que solo sea una frivolidad. Creo que era lo más adecuado para presentar la obra de esta gran autora, aunque sea de forma muy breve (me quedaría mucho por escribir, especialmente sobre novelas como La pasión de la nueva Eva, Noches en el circo y Las máquinas infernales del Dr. Hoffman), porque, en lugar de detallar los referentes de Carter, muy numerosos y más que evidentes, me permite entrar en un lugar de la literatura española que no por poco conocido es menos interesante. Se trata del de las escritoras que dedican su obra a la ciencia ficción, la fantasía y el terror. Algunas de ellas son hijas declaradas de la obra de la autora inglesa y se encuentran en un nivel de creatividad tan alto como el suyo.
La primera, y por méritos más que sobrados, es la escritora, profesora y traductora Pilar Pedraza (Toledo, 1951). Una vida dedicada a la investigación sobre las contradicciones de los límites de la identidad, el cuerpo y el deseo femeninos. Una obra deslumbrante de ensayos, novelas y narrativa corta en torno a esa mujer «sadiana», que cruza y desborda las ideas preconcebidas y tolerables de lo femenino/feminista como constructo social, cultural y filosófico, aparte de sus estudios sobre cine, cultura barroca y fenómenos religiosos y mágicos. El feminismo de Pedraza mira a la totalidad histórica y obtiene las conclusiones de la suma de sus elementos, no del que toca por temporada. La escritora incorpora a sus libros lo mismo mujeres híbridas, compuestas de máquina y animal (el ensayo, Máquinas de amar. Secretos del cuerpo artificial, Valdemar, 1998), que sacerdotisas, madres y diosas salvajes (Mater Tenebrarum (1987), Lobas de Tesalia (2015). Describe con mimo y precisión los espacios envueltos en claroscuros, lo que el pensamiento y la cultura popular conocen como lo siniestro: las tiendas de curiosidades, las barracas de fenómenos (Lucifer Circus, 2012), las grietas en la historia donde se cuelan las ideas monstruosas, los puntos de fractura en la Roma decadente, la alta Edad Media, el París luciferino… a través de piezas exquisitas, construidas con la mirada inteligente y guasona de su autora: El amante germano (2018), Brujas, sapos y aquelarres (2014), La perra de Alejandría (2003). Pocos autores existen que estén a la altura de Pilar Pedraza en este campo tan difícil, el de la literatura fantástica y la reflexión sobre la cultura del otro lado, siempre terreno del olvido o del aprovechamiento de quienes no pasan de los disfraces para Halloween. (Nota para mí misma: de hecho, podría haber escrito este artículo al revés; es decir, dedicárselo a Pilar Pedraza y después nombrar a Angela Carter en este párrafo).
La obra de Sofía Rhei (Madrid, 1978) es otro ejemplo de talento y dedicación al terreno que fluctúa por encima y debajo del realismo: el cuento y la novela fantástica, la ciencia ficción, la literatura infantil y la poesía experimental. Como Carter, ha dedicado varias de sus obras, entre una bibliografía muy prolífica, a la reescritura del cuento de hadas tradicional, esta vez con una curiosa y aguda mezcla de beligerancia feminista y crítica política (sí, es que existe un feminismo que no critica el estado de las cosas), utilizando la verdadera intención del relato popular: una lección aplicada a la vida diaria, como espejo moral o social, por extraños que sean los escenarios y los protagonistas. En Róndola (Planeta de libros, 2016), como ya hicieron Matute en Gudú, Carmen Martín Gaite en La reina de las nieves (Anagrama, 2006) o Concha Alós en Rey de gatos (Plaza & Janés, 1979), Rhei crea un universo mágico en el que se trastocan los clichés del cuento antiguo y entran en tropel el humor, el sexo y la violencia. Si Róndola supuso una explosión de personajes y aventuras en terrenos dislocados, no lo es menos El bosque profundo (Aristas Martínez, 2018), pero aquí la autora emprende una ruta distinta: ilumina las zonas más oscuras de ese decorado que significa el bosque para la ficción novelesca y fantástica, como plasmación del inconsciente del miedo y el deseo, para fijar en él historias breves, con una moraleja que quizá no guste, la carta del tarot guía la escritura y la lectura de estos relatos, recurso de la literatura medieval que tanto Pedraza como Angela Carter han utilizado en sus libros, aquí reforzado con las ilustraciones de Anna Ribot. Otro aliciente para seguir caminando en la senda oscura de la literatura y el fuego de la imaginación.
Estupendo artículo y estupenda labor la de editoriales como Sexto Piso o Impedimenta, que están reeditando a Carter, cuyos volúmenes de Minotauro permanecían absurdamente descatalogados desde los noventa. Para quien lo pueda encontrar, recomiendo Doctor Hoffman y las infernales Maquinas del Deseo como una de las cumbres de la autora.
Por cierto, para quien guste de esta literatura, Siruela ha sacado hace unos meses Vorrh, de Brian Catling, un desvarío gótico steampunk y surrealista, que debe mucho a la Carter de Dr. Hoffman y que está pasando bastante desapercibido por estos lares
Qué buen artículo de Grace. «Venus negra» y «La cámara sangrienta» son geniales, de esos libros para releer una y otra vez. Y es una pena que «En compañía de lobos» sea tan desconocida para el público, gran peli con una atmósfera muy inquietante…
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Hola. Me encantó tu artículo, sobretodo porque yo llegué a Angela Carter siguiendo los pasos de Ana María Matute. Saludos.
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