El Instituto Valenciano de Arte Moderno se fundó en 1986 gracias al empuje de un grupo de jóvenes intelectuales, viajados, que quisieron para su ciudad un bastión de modernidad y un emblema de lo mediterráneo.
El IVAM, obedeciendo esas voluntades, reúne, desde entonces, colecciones importantes (Julio González), exhibe periódicamente la obra de artistas contemporáneos y lleva a cabo un proyecto que lo define como punto de encuentro de las culturas del mar al que se asoma la propia ciudad de Valencia.
En esa línea se presenta Habitar el Mediterráneo, la muestra que acoge desde el 29 de noviembre hasta el 14 de abril del próximo año y para la que se han programado diferentes actividades como conferencias y proyecciones, que son complementarias de la exposición.
Ha sido comisariada por Pedro Azara, arquitecto y profesor de Teoría e Historia de la Arquitectura, con la colaboración del también arquitecto Tiziano Schürch y el patrocinio del Banco de Sabadell. Se han reunido más de ciento cincuenta obras procedentes de instituciones españolas y extranjeras así como de coleccionistas particulares y galerías de arte.
La pasión de Azara por la arquitectura, por la organización de la ciudad, por su función y por la vida que se desarrolla en ella está presente en todo el espacio expositivo; ese interés que refleja en escritos como Mediterráneo: del mito a la razón (2014) en el que aborda el orden en torno a un espacio central —el ágora o el foro— lo traslada a una instancia superior, el mar común, el lugar de encuentro de pueblos y civilizaciones.
En una entrevista publicada en 2017 por la revista Diagonal, el comisario revelaba otra de sus pasiones: la arqueología y la arquitectura de los pueblos antiguos. Según relataba, había participado en varias excavaciones —invitado por Maria-Grazia Masetti— para estudiar las condiciones de vida que habrían proporcionado a sus moradores las ruinas desenterradas, más allá de sus estructuras edificatorias.
El amor por la arquitectura y lo que representa en la vida de los hombres y el interés por las culturas antiguas y su presencia en las actuales son los mimbres con los que ha tramado un espacio fluido, que ocupa cinco salas, y que ha sido concebido con la idea de relacionar construcción y recorrido.
Se han utilizado andamios cubiertos por finas telas traslúcidas —como celosías— para separar las estancias; estas armaduras hablan en presente del verbo construir y se han recubierto de mallas —que separan pero no aíslan— delimitando los espacios sin encerrarlos entre paredes. Los andamiajes transmiten así al visitante la idea de unión de diferentes en un entorno compartido, el Mediterráneo.
Se ha editado un catálogo lujoso, no tanto por la manera en que se ha impreso sino por la literatura lúcida y esclarecedora que contiene; además del texto del propio Azara La imagen y habitar el Mediterráneo y del listado de artistas y obras, tiene otros artículos firmados por Laïla Ammar, arquitecta y profesora tunecina —Habitar el Mediterráneo—, Yazid Anani y Abed Al Rahman Shabaneh, dos arquitectos palestinos que dialogan sobre el paisaje urbano, y un tercero de la también arquitecta Blanca Pujals, titulado Contamination is transformation through encounter, en el que analiza las condiciones en las que se ha desarrollado la vida alrededor del Mesogeios Thalassa de los griegos o el mar intermedio de los árabes.
El mar en medio de las tierras: el protagonista indiscutido
Se pregunta Laïla Ammar si el Mediterráneo encierra una realidad o es un modo de cultura en sí mismo: «es —dice— esa mezcla de lo natural con lo sobrenatural, la fraternidad encontrada de hombres, animales y dioses (…) un sinnúmero de paisajes, mares y cuencas (…) civilizaciones apiladas unas sobre otras (…) una muy antigua encrucijada en la que todo ha confluido, enredando y enriqueciendo su historia (…) paradójicamente hoy, mar asesino-barrera para los migrantes que huyen».
En el siglo pasado, el historiador británico A. Toynbee afirmaba en sus escritos que «la civilización sigue el camino del sol»: desde Mesopotamia, pasando por Egipto, Grecia y Roma los pueblos han crecido y prosperado cuando han sabido dar respuesta a sus desafíos pero se han desintegrado cuando no han sido capaces de enfrentarse creativamente a ellos.
Todas esas civilizaciones aparecidas y desaparecidas a las que se añaden la bizantina, la judía, musulmana, turca, hispana y alguna más han ido construyendo la noción de mediterraneidad tan polisémica y plural como el número de países que rodea hoy el «lago salado», en palabras de Ammar, y han convertido, como señala Azara, al Mediterráneo, desde la antigüedad, en «una gran ciudad», el eje central sobre el que ha erigido la muestra.
El Mediterráneo, una gran metrópolis
La exposición se ha estructurado en ocho apartados, todos ellos en torno a la ciudad y sus habitantes.
Se ha concebido como un viaje que parte del puerto de Valencia y se dirige a otras ciudades de la cuenca mediterránea: Barcelona, Marsella, Argel, El Cairo, Túnez, Estambul o Beirut.
No es solo un trayecto hacia los elementos arquitectónicos que componen los paisajes, lo es también hacia los modos de vida a los que esas edificaciones han dado lugar y por ello se compone de dibujos, pinturas, fotografías, instalaciones, esculturas, estatuillas, películas y textos que hablan de lo material tanto como de lo social y espiritual.
Algunas de las obras expuestas ocupan lugares propios y otras comparten espacios en los que se juega a los contrapuestos: antigüedad/modernidad o zonas públicas y privadas.
Las ciento cincuenta obras y la relación que establecen entre sí ofrecen imágenes de ciudades vividas diferenciando claramente los elementos arquitectónicos de sus habitantes, de los ciudadanos, del factor humano.
Se han reunido las piezas con las que se pueden reconocer las formas de habitar a partir de la arquitectura y el urbanismo, tanto del presente como de épocas pasadas: ciudades construidas sobre restos anteriores o con ellos, un rasgo peculiar de nuestra cultura y una labor de conjunto.
El recorrido se inicia en Llegada a puerto, el peso de la Historia, con unas maquetas en yeso de las montañas de Libia de Sergi Aguilar junto a diez dibujos del mismo autor y un mosaico romano con escenas mitológicas y de la vida diaria procedente de Vega Baja, Toledo, que evoca la vida al borde del mar
Como si de un gran impluvium se tratara, el Mediterráneo ha sido el patio central de una villa gigante con dos orillas que se han relacionado y complementado a lo largo de los tiempos. Las casas romanas y las del sur andaluz tenían áreas para lo público y para lo privado, para la intimidad, zonas diferenciadas que formaban un conjunto alrededor de la parte abierta donde se situaba la alberca, como si reprodujeran a pequeña escala la geografía del gran espacio compartido.
Estudiamos en los libros las civilizaciones antiguas y sus descubrimientos. Las hazañas y las creencias de las culturas que nos precedieron se conforman eternas en nuestra mente tal y como las hemos imaginado, pero su realidad es siempre otra: las consideradas primeras ciudades de la historia en Mesopotamia han quedado reducidas a polvo por el abandono, como muestran las fotografías de Ursula Schulz-Dornburg, o el recinto funerario de Saqqara en Egipto que se revela decrépito en las tomadas por Camille Henrot: turistas, perros callejeros y basuras rodean lo que en nuestras mentes vive como ejemplo de la magnificencia constructiva de la antigüedad.
Ocurre lo mismo cuando visitamos Atenas y descubrimos que no existe la ciudad que suponíamos, detenida en el tiempo, como no existe la Alhambra que relata Washington Irving en sus cuentos románticos. La vida ha seguido su curso.
Mesopotamia inventó la ciudad que nos precedería —aunque se discuta la primicia de Mohenjo-Daro, en el valle del Indo—, pero fueron los griegos los que la dotaron de un espacio público ubicado en el centro: el ágora. Hipodamos ordenó el barrio portuario de Mileto según un patrón devenido universal: el trazado ortogonal, en retícula, que aprovecha el terreno e intensifica actualmente las construcciones de la mayor parte de las ciudades occidentales.
Las calles musulmanas resultaban ser, sin embargo, los espacios que dejaba el agregado de viviendas, sin trazado previo, pero los dibujos de la artista germano-egipcia Susan Hefuna esbozan sobre el papel cuadrículas que bien pudieran representar el plano de una polis, una celosía o los complejos alrededor de las mezquitas: líneas que dibujan lazos de unión.
La urbe se descubre a pie, como refleja el proyecto de Dora García: en otoño de 2009, cinco artistas, desde cinco lugares de Jerusalén, describieron, paseando, todo lo que veían y lo grabaron en cinco archivos de audio.
Las plazas, los espacios abiertos, formaban parte de una ciudad a la medida del hombre; algunas construcciones no lo son, como los proyectos de Le Corbusier para la ciudad de Argel, pensados a la medida de la multitud.
Las plazas, el lugar de reunión, de compraventa, de encontrar al otro, cuadradas o circulares, están presentes en las obras de Hernández Pijuan y en las fotografías de Hrair Sarkissian; las calles, avenidas y extrarradios se muestran en las fotografías de Gabriele Basilico y en la construcción en acero de la Via Laietana de Sergi Aguilar: la realidad observada desde una cámara o sintetizada en un concepto.
La casa es algo más que un lugar de habitación: existen maquetas votivas en la mayoría de culturas antiguas que han aparecido en tumbas, como la Casa de alma o La casa de tres alturas del Museo del Louvre, procedentes de Egipto, el hogar cuyo espíritu se lleva más allá de la muerte.
La casa abierta, el balcón y la celosía, las terrazas: «un balcón permite un cruce de miradas entre quien mira la calle y quien levanta la vista, una fachada sin balcones parece muda y mutilada…». Balcones como los que dibuja el escultor Juan Muñoz; existen las rejas que impiden el paso a extraños desde muy antiguo, como las de la Illeta dels Banyets, de Alicante. Y la celosía, tan característica de la cultura árabe, expresión de los espacios inciertos, ventana velada al exterior que tan bien retratan José Manuel Ballester en su Contraluz y Juan Uslé en Celosía, hitos de la muestra por su tamaño y por su representatividad.
Las terrazas se abren al cielo y desde ellas se domina la ciudad. Posición de francotiradores en Argel, Sarajevo y Alepo, son también lugares de vida y juego, espacios privativos de mujeres y niños en algunas ciudades del norte de África.
La civitas: de lo humano en la ciudad
La polis griega y la urbs romana eran un conjunto de construcciones, pero, sobre todo, eran una civitas, una comunidad de ciudadanos, un tejido de relaciones humanas. Sin personas que las habiten las ciudades mueren; si son destruidas se pueden reconstruir: una ciudad es la voluntad de sus habitantes.
Quienes las pueblan no siempre tienen la misma condición: hay incluidos y excluidos, como en la antigüedad existían los ciudadanos y los no ciudadanos, los sinderechos (los no autóctonos, las mujeres en algunas áreas, los tullidos, los ancianos) representados aquí por un gran número de estatuillas, casi todas pertenecientes al periodo helenístico de la Roma imperial, cuando se reflejaba la realidad en toda su crudeza.
Hay grupos expulsados, obligados a abandonarlo todo, que deben construirse una vida provisional en un campo de refugiados, tan crudamente relatado en las acuarelas de Mohammed Al Hawajri
Las ciudades se cierran no solo al exterior: las murallas se construían para defender a sus habitantes de los que venían de fuera, pero también se construyen muros interiores que aíslan unos barrios de otros. A veces la vida se estanca en ellos: Los relojes de arena de Majd Abdel Hamid contienen hormigón molido procedente del muro que separa Israel de Palestina. El polvo cae, midiendo el paso del tiempo, pero a veces se detiene porque algún grano más grueso no pasa por el estrecho tubo. Es una metáfora magnífica, sencilla y muy conmovedora.
Existen ciudades históricamente en conflicto, inestables: el libanés Rayyane Tabet construye una gran maqueta de Beirut con pequeñas piezas de hormigón como si de un juego infantil se tratara; se juntan pero nada las une y por ello se pueden mover, hacerlas desaparecer, volver a colocar.
Hay ciudades que no conocemos porque el país entero se ha cerrado: en Albania, el dictador Enver Hoxha mandó construir setecientos cincuenta mil búnkeres —entre 1973 y 1982— de tamaño casi individual. Parece increíble, pero es una realidad que hoy día impide labrar los campos o trazar carreteras. La artista Anila Rubiku ha realizado un espectacular montaje recreando ese esperpento en pequeñas figuras de cemento o cera. Pero aun en las situaciones más surrealistas surgen motivos para la sonrisa: muchos de estos espacios fueron refugio de amantes furtivos e hicieron crecer la natalidad entre los jóvenes.
El Mediterráneo es luz
El mar es luz para pintores, poetas, músicos, escritores, pero lo es, sobre todo, para los que lo habitan. El clima y la luminosidad también han creado un modo de vida diferente que aquí es mucho más relajado y sociable, como defiende Luis Racionero en su ensayo El Mediterráneo y los bárbaros del norte, jugando con las palabras en el propio título. Son muchos los que prefieren vivir en sus costas aunque la vida no siempre resulte apacible.
Pero en todas las sociedades hay gente interesada en enriquecerse a costa de lo que sea, sean particulares o sean administradores de lo público. El urbanismo salvaje ha creado pantallas de edificios que ocultan la naturaleza y que la obvian.
Esas torres de marfil, muchas veces inacabadas, esqueletos vergonzosos de la ambición, han sido fotografiadas por Randa Mirza en Beirut, y Julia Schulz-Dornburg en su Topografía del lucro.
Las ciudades para la diversión, tan denostadas por muchos intelectuales, son la otra cara de las ciudades en conflicto, aunque nos preguntemos si también hay sufrimiento en las primeras y si existen momentos de risa en las segundas. Realidades como Marina D’Or, el Benidorm promovido por Pedro Zaragoza, la Manga de Tomás Maestre, Magaluf o Ibiza satisfacen las ilusiones frívolas de la gran masa que ha podido imitar las vacaciones que antes de los años sesenta del siglo pasado estaban reservadas a las élites.
Durante el invierno se convierten en fantasmas deshabitados que no lloran porque nunca crearon un tejido ciudadano. Al otro lado del mar, en el pequeño campamento lleno de vida de Al-Amari, cerca de Ramala, en Siria, Yazan Khalili ha coloreado de esperanza el futuro que no existe y la inmovilidad de sus habitantes forzada por los otros.
El Mediterráneo es muerte también, es frontera maldita para muchos de los que buscan una vida diferente. Ha sido muerte para fenicios, para vándalos y en Lepanto, la muerte no le es ajena. Sus aguas profundas se despueblan de vida, esquilmadas por las crecientes necesidades nutritivas o maltratadas por residuos que le son extraños.
La instalación de Anna Marín, Sic transit, llena de alfileres el estrecho de Gibraltar, la única abertura.
La desesperanza se disipa cuando se llega a la salida: Khaled Jarrar firma una gran fotografía, Untitled, en la que se aprecia la vida en toda su fuerza, una rama se abre camino en el muro de hormigón, unas hojas le crecen.
Esta muestra es parte de la historia de un mar que se desecó parcialmente hace cinco millones de años pero que se llenó de vida cuando se separaron las tierras que permitieron la entrada de agua del océano. Es el mar de los imperialismos, de los conflictos religiosos, de las ambiciones monetarias, pero también es el mar cálido de los ciudadanos que han reconstruido una y otra vez sus formas de vida.
Una exposición para reflexionar mucho.
Magnífica parece la exposición y, desde luego, magnífica la explicación de Laura Mínguez. Ganas de verla ya. Y gracias por abrirnos de esta manera tan suculenta el apetito cultural.
Gracias, Mª Antonia. La exposición es una invitación a reflexionar y abre la mente hacia otras culturas que comparten con nosotros lo más básico. No te la puedes perder.
Perfecto el título «Habitar el Mediterraneo». Induce a la reflexión. Si en su lugar hubiese habido un mar infranqueable o cadenas montañosas, hoy seríamos más pobres, en palabras, costumbres, carácteres, gastronomía, poesia, arte, ciencia…
Gracias por la lectura y la divulgación.
Gracias, Eduardo. Si es posible, no te la pierdas, las piezas han sido escogidas con un acierto extraordinario y son muy representativas de lo que es hoy habitar el Mediterráneo, ese mar en medio de la tierra. Un abrazo.
Sigo con asiduidad los artículos de Laura Mínguez. Sus descripciones de las distintas exposiciones sobre las que ha escrito son magníficas, pero me gustan aún más sus visiones personales y comentarios sobre lo mirado, visto y sentido por ella.
Es refrescante poder disfrutar de la cultura sin engolamientos pero también sin concesiones a lo vulgar. Enhorabuena.
Gracias, Daniel. Tus palabras son muy bonitas, el Arte es sentimiento y cada uno debe acercarse a una exposición con la emoción abierta a lo que ocurra. Un abrazo.
Cuando algunos se empeñan en «deshabitar» es mediterraneo, esta exposición integradora surge como una esperanza de unión entre todos los paises que lo forman. Es mi impresión al leer el artículo , enhorabuena nuevamente a la autora.
Gracias, Julián. La exposición te eleva sobre las mezquindades de la vida, te hace salir del pequeño entorno y reflexionar sobre quiénes somos los que vivimos aquí y cual es la realidad del entorno. No deja indiferente. Un abrazo.
Me ha gustado la comparación del Mediterráneo con el impluvium de una casa romana. Las habitaciones que desembocan en éste son tan variadas y diversas como las personas que descansan en su interior (entendiendo por ello, los paisajes físicos y los diferentes pueblos que habitan alrededor del Mare Nostrum)
Gracias M Luisa. Esa es la impresión que me dio: no somos más que un gigantesco impluvium y esa es nuestra suerte, una oportunidad de convivencia inusitada; al recorrer sus salas y observar la diversidad en el entorno común de nuestro mar, el Mare Nostrum, se hace la luz. No te la pierdas, si es posible. Un abrazo.