Fotografía de Begoña Rivas
Valeria Ciompi (Caserta, 1957) no hace mucho ruido. Es la suya una discreción elegantísima. Lleva casi dos décadas en primera línea del sector, al frente de Alianza Editorial, cuyos títulos forran estanterías españolas desde antes de la Constitución. Ciompi —no lo dice, pero se nota— parece más cómoda detrás, entre manuscritos, sin focos. Hablando de los más de tres mil libros que alberga su sello. Tiene cuatro novelas, pero no las menciona. La vanidad ni la ejerce ni la tolera, como corresponde a alguien que en su trayectoria ha dicho más noes que síes. «Pregunta lo que quieras que ya veré lo que respondo», dice, y amortigua con una carcajada suave.
Nos recibe al filo de una tarde bochornosa, poco coherente: «Vivimos como en El Cairo trabajando como en Estocolmo», resopla. Para ella, la metáfora es la fast food de la literatura y la música, la analogía perfecta. Al final solo rechazó una pregunta, una un poco ruidosa.
Eres editora, pero también escritora. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina?
¡Dios mío! Fue antes el huevo. El primero es ser lectora, desde luego. Mi vida, desde los diez años, ha estado siempre ligada a los libros. La hora de la siesta de los niños en mi generación consistía básicamente en eso: podías dormir o hacer cualquier otra cosa que no implicara hacer ruido. Para mí era la hora perfecta de la lectura y los descubrimientos. Lo de escribir surgió de una manera natural, a los doce años uno empieza a escribir poesía, cosas tremendas de volcanes y vómitos, ya sabes.
¿En español o en italiano?
Es una cosa curiosa: en español. Yo vine a España con diez años y estudié en el liceo italiano porque mi familia es italiana, pero hubo un momento en que me di cuenta de que son dos lenguas casi incompatibles para la escritura, porque son muy próximas. De alguna manera aparté el italiano escrito y me volqué con el español, porque había algunos gazapos monstruosos de «falsos amigos» entre ambas lenguas. Siempre hay una de ellas que tienes que privilegiar. No creo que se pueda escribir, creativamente, en más de un idioma. Puedes ser funcional en muchas —mi tercera lengua es el inglés o el francés, no lo tengo claro—, pero mi lengua de escritura es el español. Así que me lancé a escribir el tipo de cosas de la adolescencia, poesías muy tremendas y muy dramáticas, sobre las puestas de sol, el suicidio, la muerte… [Ríe] Y a partir de ahí hice algún relato y alguna cosa más, pero con las novelas no empecé hasta los veintitantos. En paralelo, siempre he trabajado con libros porque estudié Periodismo y comencé como traductora y profesora de inglés. También formé parte de pequeños proyectos editoriales de amigos.
Formaste parte de la revista El Urogallo, ¿verdad?
¡Sí! Fue precioso aquello. También hicimos una revista que se llamaba El Crítico, también maravillosa, pero mi comienzo fue en la revista Casablanca, Papeles de Cine, que fundó Fernando Trueba. Surgió de un grupo de amigos, una pandilla que después se llamó «la escuela de Yucatán»: Trueba, Carlos Boyero, Óscar Ladoire… eran todos un poco mayores que yo, y me enseñaron a ver cine, a leer a autores franceses y a aprender canción francesa. ¡Ahora suena muy decadente! [Ríe] Cuando acabé la carrera Fernando creó la revista, eran todos gente supercreativa, muy interesante, como Fernando Savater, Ángel Fernández-Santos… Yo era una jovencita poniendo orden en la redacción, entre tanta creatividad.
¿De dónde viene el nombre de «la escuela de Yucatán»?
De una cafetería que estaba en la glorieta de Bilbao, que se llamaba así. Allí se reunían a hablar de guiones, de proyectos y demás. Lo gracioso es que Madrid es una ciudad que cambia constantemente, y vas a un lugar que pensabas que existía y ya no. Eso pasó con la cafetería Yucatán, que era una cosa puramente racial. Allí aprendí muchísimo, porque se reunía todo el pensamiento y la crítica de cine, donde yo me enamoré de un género que me encanta, las entrevistas. Ir a festivales y entrevistar a Bertolucci, a Nagisa Ōshima y gente de ese tipo. Para entrevistar lo único fundamental es empatizar con el entrevistado, que tiene que ver mucho con la edición también, la conexión que estableces con la otra persona. Luego decidí sentar la cabeza y empecé a trabajar en la Filmoteca Española, el Ministerio de Cultura; y allí creo que batí todos los récords posibles, porque me dije: voy a tener un niño, un horario de funcionaria, comportarme como una persona normal… Total, que iba a las imprentas a las once de la noche. [Risas] Así que ni por esas. Fue una etapa muy interesante de la edición institucional. Cuando llegué había un presupuesto bastante significativo para hacer libros de investigación, pero nos encontramos con el problema que ocurre siempre: hacer unos libros maravillosos que no salen de los almacenes. El reto fue asumir que desde la Administración había que financiar investigaciones que ninguna empresa privada iba a acometer, pero buscando la colaboración con una editorial privada que las publicara. Eso me permitió salir del mundo puramente de la Administración. Así fue como me llamaron del Grupo Anaya preguntando si me interesaba cambiar de aires. Llevaba dieciséis años en el ministerio y me dije: quizás sí.
¿Entraste directamente como directora de Alianza?
Sí, fue curioso. Así me lo propusieron, yo pregunté: «¿En qué puesto?», y contestaron: «Directora de Alianza». Grité.
¿Javier Pradera estaba aún en la editorial?
No. Yo entré en el año 2001, Alianza ya formaba parte de Anaya, y todavía había editores históricos, como Carmen Criado, que había trabajado con Pradera y llevaba la colección de bolsillo. Fue una especie de salto del destino, porque yo de jovencita en el liceo ya conocía a muchas de las personalidades de estos círculos. Era un colegio laico, independiente y nada caro. Ahí se juntaron todos los hijos del Partido Comunista, y al ser un lugar pequeño las relaciones eran muy estrechas. Allí fui compañera de Carola Moreno, que ahora dirige Ediciones Barataria, que eran muy amigos de Javier Pradera y Daniel Gil. Así que ya los conocía desde los trece años, por eso fue tan gracioso encontrarme en Alianza con todos ellos.
Aquella era una época en la que las editoriales apostaban por editores con gran sello personal, mucho más que ahora. Cuando asumes el cargo, ¿te planteas imprimir tu propia personalidad a la editorial?
En el caso de Alianza fue una editorial con nombres y apellidos desde el principio. José Ortega Spottorno tuvo la inteligencia y la sensibilidad de rodearse de gente muy válida. Y lo asumí, honestamente, como una gran responsabilidad, porque era algo a lo que no podía decir que no. Después de la propuesta entré en mi casa y comprobé que tenía todos los estantes repletos de la colección de Alianza. Las conversaciones duraron algunos meses, porque estaban haciendo prospecciones también con otras personas, y yo me iba a la cama con el catálogo. Estudiándolo. Diciendo: «Yo esto me lo llevaría a casa», cosa que me ocurre todavía ahora. No es ningún cliché: en el caso de Alianza el catálogo lo es todo, su seña de identidad. El camino ya estaba trazado, la mezcla de clásicos, literatura, pensamiento, búsqueda de nuevos autores… Y la diversidad. Nunca ha sido una editorial elitista en cuanto a despreciar contenido.
De hecho, uno de los mayores best sellers sigue siendo 1080 recetas de cocina de Simone Ortega, ¿no?
Exacto. Y seguirá siéndolo.
Hace ya algunos años que fundasteis la colección Runas, de literatura fantástica. ¿Se le tenía un poco menospreciado al género?
Puede ser. Pero, mira, la editora de esa colección es Belén Urrutia, que es también la editora de ciencias sociales de Alianza. La editora de Manuel Castells, de Giddens, ¡de todos los grandes sociólogos! Y es una fan absoluta de la fantasía y la ciencia ficción. De pronto dijo: «¿Y si empezáramos?». Y ya ves, funciona muy bien. La arrancamos hace seis o siete años, así que hay que darle aún más tiempo.
Aunque incluye grandes fichajes como Joe Abercrombie, en Alianza también teníais un buen fondo con toda la obra de Lovecraft.
Cierto, cierto. Partíamos de una buena base, pero Belén contrató a Abercrombie cuando no era prácticamente nadie, tiene un instinto privilegiado. Yo creo que esa apertura mental está en los genes de Alianza.
Hablando de géneros, en algún momento has dicho que el sector editorial está dinamitando cada vez más las fronteras entre géneros.
Sí, creo que las fronteras están ya totalmente dinamitadas. Por una parte, si hablamos de la «no ficción» —porque parece que da miedo hablar del ensayo—, quizás los cambios del mundo universitario y académico han llevado cada vez más a acercarse a un ensayo más accesible para el lector medio. El ensayo riguroso académico, que sigue existiendo, ha dado paso a una necesidad de otra cosa. El desastre del mundo en el que vivimos se presta mucho a la reflexión y a intentar saber lo que está ocurriendo. El ensayo tiene obras muy divulgativas, lo que los ingleses llaman narrative non fiction, que dan ganas de preguntarse qué género es. Pues no lo sabemos muy bien. También porque creo que en la literatura los géneros nunca han estado muy cerrados.
Puede que las fronteras entre géneros ya no existan de facto, o cada vez menos, pero ¿no persiste una desigual consideración social según el género? Leer género fantástico, hasta hace muy poco, era algo que pertenecía a la «cultura popular», dicho con tono despectivo.
Vamos a decir una obviedad: hay libros buenos en todos los géneros. Esa es una de las aspiraciones de Alianza, que no haya prejuicios con respecto a determinado tipo de género, porque en todos hay obras que son muy válidas y muy valiosas. Y, además, responden a alguna necesidad de los lectores. Con la fantasía y la ciencia ficción está pasando otra cosa: las épocas difíciles se narran mejor en estos géneros, igual que con la novela negra. Una sociedad en crisis necesita la novela negra y la ciencia ficción para reflejar sus necesidades y zonas oscuras.
Al mismo tiempo, la historia también se ha consolidado como género literario en los últimos años.
Sí, pero no hay que confundirlo con la novela histórica. Ahora hay una corriente historiográfica que nace de Estados Unidos, se expande por Francia y cada vez se nos acerca más, que tiene que ver con la necesidad de entender el mundo a través de la historia. Tenemos la sensación de que lo que estamos viviendo nos suena, puede haber ocurrido en otro momento; y los historiadores están haciendo un trabajo muy importante de reivindicación de la historia como género y como materia para entender el presente. Ha aumentado mucho el interés por esta lectura.
Has expresado en alguna ocasión tu preocupación por la «banalización de la escritura». ¿A qué te refieres?
La lectura nunca es banal, pero los contenidos sí pueden ser banales. Desde la última etapa de los ochenta, todos los que estábamos ahí participamos de la ilusión de que la alta cultura iba a llegar a todo el mundo.
¿Y cómo está ese sueño ahora mismo?
Pues que no es así. El sueño ya no es que la alta cultura va a llegar a todo el mundo, en absoluto. Cuando hablamos de los lectores que hay en este país y la asiduidad de la lectura, lo que vemos es que hay un núcleo de un número indeterminado que varía según los países, de lectores fieles de muchos contenidos de muchos libros. Pero no se ha extendido a toda la sociedad. Con los medios de comunicación, las redes sociales, los nuevos usos culturales, los nuevos consumos y el empleo del tiempo… todo eso ha hecho retroceder lo que pensábamos que era la alta cultura. Pero también es verdad que el número total es superior al que había antes. Tampoco hay que hacer una lectura tan pesimista.
Sobre el sueño de darle a la alta cultura una vocación universal, si habéis renunciado a él, ¿eso implica asumir que te diriges solo a una élite?
Yo me temo que hay que reconocerlo, sí. Es tremendo hablar de una élite, pero sí es verdad que hay una gran parte de los ciudadanos que le han dado la espalda a la cultura, o la han sustituido por otros contenidos que poco tienen que ver con la cultura. Ahora, entrar a analizar cuáles son los motivos y las razones es complicado, porque me temo que la respuesta está en el mismo sitio: empieza con tres años, en el colegio. El libro ha sido postergado dentro del propio sistema educativo.
Has dicho: «Los lectores no se improvisan. La lectura no es un bien de consumo, hay que fomentarla».
Exacto. Nosotros tenemos en Alianza a Alberto Manguel, que dice una cosa que asumo totalmente: «Nadie ha dicho que leer sea fácil». Es algo que tienes que educar, y tiene un resultado maravilloso, pero hay que educarlo. Subir a un monte te cuesta, hay piedras, hace calor, te fatigas… pero cuando llegas arriba la vista te satisface. Pues la lectura es un poco eso, un hábito que necesita ser educado. Las polémicas constantes de si en el colegio le das a un niño el Quijote lo va a disfrutar o no… ¡Pues no, no lo va a disfrutar! Hacen falta mediadores para eso. Yo creo que desde la esfera pública se está hablando de la necesidad de fomentar la lectura, diciendo cosas como «la lectura es placer», y a eso hay que darle más explicación. Porque la lectura es placer, pero para llegar a ese placer lo tienes que educar. Con la música ocurre un poco lo mismo, si a un niño lo llevas a un concierto de Las cuatro estaciones a lo mejor le gusta, pero si le pones la Quinta de Mahler, te aseguro que, aunque sea maravillosa, posiblemente no entienda nada. Ahí la función de los maestros, de los profesores y los mediadores es fundamental. En la biografía de muchos escritores aparece siempre ese profesor que en un momento dado les abrió la puerta a este mundo. Por algo será.
Otro de los problemas del mundo editorial es la extrema fugacidad de las novedades, la cantidad enorme de títulos que se publican y su escasa permanencia. ¿Cómo lucha con eso Alianza, una editorial que trata de construir, digamos, una biblioteca de títulos esenciales?
Es que en ese sentido Alianza es una editorial un poco especial, porque somos un grupo editorial en sí mismo. Hay pocas editoriales así, y no solo en España, que tengan por ejemplo una colección de libros de bolsillo de más de dos mil títulos, colecciones académicas de música y de arte, de ensayo, de divulgación, de cocina… Cubre todo un poco. Los inicios de la editorial siguen marcando las líneas de la editorial hoy en día. Todos los libros nacen con vocación de llegar a formar parte del catálogo, tienes que publicar a autores actuales pensando en que sean los futuros clásicos. Pero es verdad que la fugacidad afecta muchísimo, porque en España se publican muchísimos libros. Si se leen las encuestas sobre el consumo del libro, se oscila entre los sesenta y setenta mil títulos al año.
Este, en concreto —tengo aquí las cifras—, 87 262 títulos.
Qué barbaridad. El dato brutal de todo esto —¡también tengo una chuleta!— es que, de todos ellos —libros de ficción, novelas, etc.—, que vendan más de cinco mil ejemplares hay cuatrocientos diez. Y ensayos, doscientos veintiséis. ¿Qué pasa con el resto?
La escritora Aloma Rodríguez contó en Letras Libres hace no mucho ese momento horrible para muchos escritores: cuando su editorial les comunica que los ejemplares no vendidos de su libro van a ser triturados, o quemados.
Es un momento tremendo, es así. Los editores sabios te dicen siempre que una de las cosas más difíciles a la hora de publicar un libro es acertar con la tirada. Ahí está la percepción del éxito o del fracaso del libro. Si publicas tres mil ejemplares de un libro y vendes dos mil setecientos, es un éxito redondo. Pero si publicas quince mil y vendes esos dos mil setecientos es un fracaso absoluto, aunque sea el mismo número de libros. A mayor tiraje se supone que tienes mayor visibilidad en el punto de venta… aunque tampoco es necesariamente así. El equilibrio es satisfacer cada demanda.
¿Cuál es la mayor sorpresa que te has llevado con la demanda de un libro?
Pues hay veces que explota un libro, por las razones más peregrinas que te puedas imaginar. El año pasado nos pasó una cosa curiosísima. Nosotros hacemos reimpresiones constantemente del catálogo de Grecia y Roma. Las Meditaciones de Marco Aurelio suelen tener una buena salida, pero de pronto en enero nos quedamos sin ejemplares. Pensamos que era muy raro, pero hicimos otra reimpresión extra. En pocos días vuelven a desaparecer, y entonces nos figuramos que habría entrado en recomendaciones de algún catálogo escolar… pero el equipo investiga y descubre que tampoco es eso. Volvemos a reimprimir. De pronto, el departamento de prensa descubre el porqué y nos explica que, hacía unas pocas semanas, Pablo Motos había entrevistado a Mercedes Milá y le había dicho: «Mercedes, no te enteras de nada, tú lo que te tienes que leer son los pensamientos de Marco Aurelio». Y de ahí vino. Es un fenómeno complicadísimo de entender, eso de que alguien está viendo la tele y si Pablo Motos recomienda un libro lo compra. Habrán pensado que Marco Aurelio es el protagonista de alguna novela venezolana…
Pablo Motos, prescriptor literario.
[Risas] Es verdad que es un libro maravilloso, y si caes en él sin saber qué es, empiezas a leer y puedes decirte: «Oye, es el mejor libro de autoayuda que he leído en mucho tiempo». Pero bueno, yo creo que sirve como ejemplo de lo aleatorio que es a veces esto. Mira lo que ha pasado con Margaret Atwood, una autora magnífica que ahora está en mitad de un boom. Alberto Manguel, que es muy amigo suyo, decía que ella incluso había tenido dificultades para publicar. Es una excelente autora, pero tampoco ha sido de grandes ventas… hasta ahora. No sé si es porque en el mundo del audiovisual hay tan poca imaginación que ya solo se apuesta por adaptaciones, porque en los últimos años se han hecho muchísimas adaptaciones de clásicos. Yo me alegro de que exista esa justicia poética. Lo cual me lleva a que hay un fenómeno muy curioso en el mundo anglosajón que se está contagiando a Francia y, de alguna manera, a España. El de los autores que tienen cada vez más dificultad en tener una continuidad en su carrera literaria, por eso hay un espacio enorme para las primeras obras de autores más conocidos.
Algo que antes hemos dejado en el aire: ¿Por qué crees que se publica tanto en España?
La industria editorial española es curiosa en esto, porque todos nos quejamos de la cantidad de novedades que se publican, del número de nuevas editoriales que surgen todos los años y de las que cierran… Pero por otra parte hay muchas editoriales que sacan menos de diez títulos al año, y cuando se dice «habría que publicar menos», de acuerdo, ¿menos de cuáles? Esa palabra que se ha inventado, la «bibliodiversidad», toda esa irrupción de los pequeños editores independientes ha hecho que se preste atención a libros que quizás no tendrían la capacidad de llegar a una gran editorial porque son tiradas muy pequeñas. ¿Cómo se arregla eso? Como decía, ¿quién decide de qué hay que publicar menos? Todo esto unido a la amenaza de Amazon, que está ahí…
¿Amazon es el demonio de la industria editorial?
Es un cliente maravilloso, sobre todo para editoriales de fondo, pero, al mismo tiempo, está la pregunta: ¿en qué momento decidirán que los libros no son rentables y que hay que hacer otro tipo de libro?
El temor no es que tengan el poder de la venta, sino de la decisión editorial.
Sí, cuando tú controlas la distribución hay un momento en que puedes influir también en la decisión de lo que se edita. Aún no es así, pero flota en el aire. En el caos en el que vivimos. Respecto al escritor, puede haber muchas cajas de libros quemados, pero también hay muchas oportunidades para encontrar un camino distinto al que pensaba.
¿Cómo se vive el boom de las pequeñas editoriales desde una grande como Alianza? ¿Hay algo que aprender de ellas?
Con excelentes relaciones de vecindad, porque creo que hay un espacio para todos. No puedo dejar nunca de pensar como lectora en todo lo que ponen a mi alcance, ya sea con descubrimientos o rebuscando en catálogo y reeditando obras que estaban perdidas. Hay una lección interesante ahí, y es el poder dedicar la atención a un libro. En este momento la mayor dificultad no es solo encontrar contenidos válidos, la mayor dificultad es cómo lo pones en conocimiento de los lectores potenciales que puede tener ese contenido. Evidentemente, si tú eres un pequeño editor que publica diez libros al año, son tus libros y tú, con un cuidado que una editorial grande no puede dispensar.
Estas editoriales pequeñas reivindican algunos éxitos, en cierta forma, enmiendas a ciertos vicios en los que incurrían las grandes, como darle importancia al nombre del traductor colocándolo en portada, volver a cuidar el libro como objeto…
No es el caso de Alianza, pero es cierto que hay editoriales en este mundo que ya empiezan a utilizar correctores automáticos para sus textos, que es tremendo. Así que creo que nunca está mal que se reivindique el libro como objeto que tiene que ser cuidado y mimado, por eso creo que estas editoriales aportaron algo, el subrayar la función del editor en unos tiempos en los que parece que todo son cifras y marketing. Pero también me gustaría añadir algo, desde Alianza, porque es un trabajo que a veces no se ve: una de las cosas más difíciles es mantener un catálogo, no lanzar una novedad o un libro con mucho éxito. Pero esa no es la función de las pequeñas.
Hablemos de las portadas de Alianza, una de sus señas de identidad.
Lo que digo siempre: la portada es la puerta de entrada de un libro. Una de las grandes revoluciones del libro de bolsillo de Alianza fue que consiguiera conectar con los lectores que empezaban a surgir a finales de los años sesenta, cuando España estaba saliendo del franquismo. Daniel Gil empezó diseñando portadas de discos, y si ves ahora sus portadas de libros te das cuenta de que no han perdido un ápice de actualidad. Entonces suponían el contraste entre los libros de la biblioteca de tu padre o de tu abuelo, todos de un color y encuadernados igual. Era algo que querías coger porque era algo tuyo, porque no tenía nada que ver con los libros del cura del colegio. Fue un momento de cambio radical dentro de la sociedad, pero es cierto que seguimos manteniendo ese lema de que los libros tienen que hablar a sus lectores contemporáneos. Pasa lo mismo con las traducciones: los clásicos hablan a sus contemporáneos, pero a través de traducciones de ahora.
Siempre se ha dicho que la narrativa en inglés se impone a las narrativas en otras lenguas y, además, los autores españoles suelen quejarse de que se les traduce poco para mandarles al exterior. ¿Por qué ocurre?
Esto es un problema que las editoriales difícilmente pueden resolver, entre otras cosas, porque en el ecosistema editorial español los derechos de un autor no los tiene el editor. Los tiene el agente. Acabo de volver de la feria del libro de Seúl, y me he quedado asombrada del funcionamiento. El presidente del Instituto de Traducción Literaria de Corea dice que ellos son el Ministerio del Exterior, porque son un país pequeño que ha crecido espectacularmente y donde han entendido que a través de la cultura se venden más Samsung y LG. Es decir, que si quieres vender aparatos…
Las Meditaciones de Marco Aurelio son importantes para…
¡Vender jamones! No, es broma. Pero el ejemplo serían las películas de Almodóvar, que han hecho más por la venta de jamones y de libros que cualquier otra cosa. Eso los franceses siempre lo han sabido y lo han desarrollado perfectamente. Aquí es una asignatura pendiente, el exportar la cultura como imagen del país. Eso beneficia no solo a la imagen, sino a todas las relaciones comerciales de ese país.
¿Pero por qué no calan los escritores españoles fuera de aquí?
Es muy complicado, porque España, Francia y Alemania somos los países que más traducimos. Si vas a Estados Unidos o a Inglaterra ese porcentaje es bajísimo. A veces dan mucha envidia proyectos editoriales como el británico Alma Books (que lo han montado dos italianos, por cierto) que se han encontrado con lo mismo que se encontraron los editores de Alianza: que está todo por hacer. Traducir clásicos rusos y grecolatinos al inglés, porque no hay. Sobre lo de los autores españoles… hay países como Turquía, Grecia o Bulgaria que compran, pero son mercados muy pequeños. Para lo demás yo creo que debería existir un apoyo público: ayudas a la edición, a la traducción, a festivales, a presentaciones… que no se tienen. Luego está el caso de Javier Marías, que explotó en países como Alemania. En el mundo anglosajón la cantidad de libros que se publican es enorme, ¿qué le puedes ofrecer a un editor estadounidense que no tenga en su catálogo? Es muy complicado. Casi siempre hay un equivalente.
En Alianza publicasteis la fantástica Los lazos de Florence Noiville, que tú definiste como «La historia de Lolita contada por Lolita». Al hilo de Nabokov, ¿cómo vives esta polémica del revisionismo sobre autores antiguos?
[Resopla] Pues voy a ser políticamente incorrecta: ¿Qué hacemos con la ópera? ¿La borramos del mundo? ¿Qué hacemos con esos argumentos y esos temas? No podemos hacer una lectura moral de una creación literaria o artística. Yo seguiré leyendo a Céline, porque Viaje al fin de la noche me sigue pareciendo una obra maravillosa sobre el siglo XX.
¿No hay un riesgo de que, si eliminamos de toda obra artística las referencias morales de la época en la que se escribió, acabemos teniendo solo obras que nos hablen de lo contemporáneo, del hoy?
Ese es uno de los riesgos. Vuelvo a la música, y a esta tendencia de que si montas una ópera no vas a montar L’elisir d’amore como lo han hecho cincuenta veces antes. Pero, por ejemplo, yo recuerdo una adaptación que hicieron hace años en el Palacio Real, ambientándola en una playa del Levante en la actualidad. Con lo cual, el ingenuo campesino que se enamora de la chica, francamente, ahora mismo, en el siglo XXI, es un imbécil. Hay personajes que no puedes trasladar a la época contemporánea, porque solo son posibles en un mundo arcaico, rural… pero ahora no. Evidentemente, el momento en que se escribe y en el que está ambientada una obra influye muchísimo. Por eso no quiero entrar en ese debate de Lolita. Además, ¿alguien está obligando a alguien a leer Lolita? Hay una revolución en curso, y el modelo de sociedad y de relaciones que hemos vivido hasta ahora sabemos que no es válido. Pero no sabemos cuál es todavía el nuevo. Por eso estamos en un momento muy interesante de exploración, incluso en las relaciones personales, ¿cómo se redefine esa relación hombre-mujer en un momento en el que no existe la necesidad básica que estaba en la base del matrimonio, que era el contrato? Eso se ha roto y ahora hay que redefinirse. Es una de las ventajas de la ciencia ficción y la fantasía: que puedes pensar en un mundo en el que ese salto ya se ha hecho, te sitúas dentro de cien años y creas otro mundo. Todo el debate que existe me parece muy interesante y necesario, y hay que hablar del papel de las mujeres. Pero también me preocupa que se banalicen ciertas actitudes porque pueden invalidar la importancia del movimiento en sí.
El mundo editorial es uno de los sectores en los que más mujeres hay en puestos de mando. Sin embargo, se invierten las tornas: hay muchas menos en catálogo. ¿Por qué?
No creo que haya una discriminación de género a la hora de escribir, aunque haya menos mujeres que escriben.
Os llegan menos manuscritos de mujeres.
Sí. En el libro de bolsillo muchas veces nos hemos planteado esto mismo, viendo qué pocas autoras tenemos. Yo no niego que aún haya autoras que haya que rescatar, que no se han leído lo suficiente; pero hay una realidad evidente: a lo largo de la historia hay menos mujeres que han escrito.
¿Y con la contemporánea?
Eso tardará tiempo en cambiar. Tiene que ver con las prioridades personales también, aunque quizás diciendo esto caiga en demasiada generalización. Me refiero a casos concretos y cercanos, incluso a mi propia experiencia. Para mí la vida profesional ha sido fundamental, pero ha sido una parte de mi vida, es decir, he tenido otras prioridades personales y otras experiencias que me han parecido igualmente enriquecedoras y creativas. Tener hijos lo ha sido, y además no me acuerdo de nada malo relacionado con ello. Posiblemente poner tu foco no solo en tu actividad creadora y profesional es algo que te distrae de otras funciones. Tampoco sé si eso ha cambiado del todo, porque ahora mismo no hay una crítica social negativa hacia la mujer que decide vivir solamente enfocada a la creación de su vida profesional. Hace veinte años todavía sí. Las cosas no se improvisan y la escritura tampoco.
¿Es más difícil que los hombres lean la literatura que escriben mujeres que viceversa? ¿Es cierto lo que dice Rosa Montero de que una obra escrita por un hombre sobre un individuo atormentado es una novela sobre la naturaleza humana, pero si es una novela escrita y protagonizada por una mujer atormentada será una novela sobre la naturaleza femenina?
Desde luego, la gente que yo conozco y con la que trato no hace distingos de ese calado, no piensa que si lo ha escrito una mujer no le interesa. Y lo que dice Montero… no lo sé. Porque, por otro lado, hay muchas más mujeres lectoras que hombres, y eso es un dato. Pero no sabría darte una respuesta sobre esto, creo que es un asunto más para los libreros. Porque sí que es posible que haya lectores que ante un libro escrito por una mujer tengan más reticencias. En cualquier caso, creo que tengo mucha suerte: no conozco a ninguno.
Te pongo un ejemplo: las portadas de Alianza siempre son muy aplaudidas, creo que las pocas que han recibido críticas son las ediciones de las obras de Jane Austen, llenas de flores, teteras y colores pastel. ¿Puede generar una imagen errónea de su contenido o suponerle una barrera a un hombre?
Lo entiendo, pero creo que eso también está cambiando, que esa imagen se está rompiendo. No sé si un señor no asiduo de sesenta años se va a comprar un libro de Jane Austen con o sin flores. Pero ¿para un lector de treinta años las flores van a marcar la diferencia? No lo creo. Pero me parece interesante preguntarse estas cosas, porque son temas en los que nunca has caído. Y sobre lo de los manuscritos de mujeres… pues es cierto que llegan menos, no te voy a mentir. Pero yo no sé cuál es la razón. Lo que sí creo es que es algo que se va a acabar invirtiendo, porque mira el mundo académico: hace veinte años estaba dominado por los hombres. O abre un periódico, es lo mismo. No sé si, como dicen muchos, es un problema de autoexigencia femenina, que sean más reacias a mandar manuscritos por eso. Me parece una afirmación arriesgada.
No lo has mencionado así, pero antes te referías a la conciliación como uno de los problemas fundamentales del cambio, ¿no?
Absolutamente. En este momento todavía hay pocos hombres capaces a hacer todo lo que hace una mujer a lo largo del día. Hijos, trabajo, padres… Y además estar bien y estar contento y encantado.
Alguna vez te han descrito como una profesional que «dice más noes que síes». ¿Eso es fundamental para un editor? ¿No tanto saber lo que sí merece ser publicado como lo que hay que descartar?
No puedo estar más de acuerdo con esa afirmación. Es tremendo, pero es así. La crueldad es una cosa innecesaria, aunque a veces uno estaría tentado [risas]. Antes se escribían diarios o poesía, ahora se escriben novelas. No sé si te lo habrá reconocido alguien, pero los talleres de creación literaria, que están muy bien, creo que también están creando un falso modelo literario, porque ahora llegan muchos manuscritos correctamente estructurados pero que no te dicen absolutamente nada. Yo creo que la escritura es una estupenda terapia ocupacional, ahora, pensar que eso que escribes le puede interesar a otro… ¿Tienes una voz propia? Porque, al final, las grandes historias cuentan siempre lo mismo, hay dos o tres temas de los que se puede hablar. Pero hay que tener una voz. A mí a veces me entran ganas de decir: «Mira, como hobby está bien, pero no pienses que esto puede trascender». Por eso a veces las novelas de taller literario son irritantes, porque no les puedes poner una pega formal, pero carecen completamente de interés. A veces te llegan textos con un brillo, con una voz, con un riesgo; y en esos casos merece la pena decirles: «Inténtalo más». En otras ocasiones simplemente dices que no porque acabas de publicar algo con ese mismo tema, hablando de novelas. Se escribe muchísimo, se publica muchísimo, pero es difícil encontrar textos que te remuevan. Nosotros siempre abrimos los manuscritos, y les echamos una ojeada… pero no pensemos que es tan fácil. Siempre digo una cosa, que es una perogrullada pero es cierta: nadie sabe qué libro va a gustar o va a tener éxito. Con lo cual, más vale que publiques lo que te gusta. No hay cosa más atroz que decir: «Voy a publicar un libro que no me gusta porque va a ser un éxito».
¿Es imposible el equilibrio entre cultura y negocio?
Pero, ¿alguien sabe de qué va este negocio? [Risas] Los estudios de Nielsen son herramientas útiles porque te dan pistas sobre cosas que no conoces, y puedes llegar a ver la correlación que hay entre un autor que recibe críticas excelentes y sus ventas. Parece que va unido, pero no es así. En cambio, hay cosas que nadie sabe qué son y que no has oído hablar de ellas y de repente se venden muchísimo. También te digo otra cosa: la industria editorial es muy opaca respecto a lo que vende y lo que no. En Francia te ponen las novedades que van a publicar y su número de ejemplares. En España, algún editor, bajo tortura, te puede confesar qué tirada está haciendo de un libro. Nielsen te da una pista de qué se mueve y qué no, pero son eso: pistas. Luego hay otra cosa con la que todo editor se cruza alguna vez en su vida, y son autores que no sabes por qué pero no se venden. No hay nada que hacer.
¿Por ejemplo?
¡Eso no te lo puedo decir! En Alianza intentamos hacer política de autor, y solemos publicar una segunda obra. Pero cuando te encuentras que vendes ciento veinticinco ejemplares te dices: no puedo. Porque lo que va a pesar en la persona de marketing, en el librero, en el comercial… es la venta. Es muy difícil. También ocurren cosas en las que ese orden se altera.
Eres poco apocalíptica en cuanto al futuro del sector. Dices «que el papel no está en peligro», que seguirá persistiendo.
En absoluto, no temo por él. Creo que habrá otros formatos de lectura, de hecho, ya estamos leyendo en otros soportes, pero creo que el placer del libro en papel seguirá estando ahí. Creo que la amenaza del libro electrónico lo que ha hecho es hacernos a los editores más conscientes de la necesidad de cuidar el libro como objeto. Yo voy siempre a las ferias de Frankfurt y Londres, y reconozco que ha habido unos años de zozobra e incertidumbre donde todos los libros eran iguales, con ediciones bastante económicas. La irrupción del libro electrónico ha supuesto un revulsivo, porque ahora se hacen muchos más libros cuidados, de formatos distintos, encuadernación y el propio diseño. Para muchas editoriales no dejaba de ser algo automático: foto, título y ya está. Ahora hay una búsqueda de la exquisitez de la edición.
¿El libro electrónico os ha puesto las pilas?
Posiblemente. Yo soy analógica, y para mí la lectura de un libro electrónico es distinta, esa no es la que quiero conservar. Para eso quiero el papel, no un archivo. No lo concibo. Pero cuando llegue masivamente la lectura electrónica seguirá habiendo libros en papel.
La lectura, ¿es una afición cara?
No, y creo que debemos acabar con esa idea. ¿Cuánto tiempo puedes dedicar a leer Guerra y paz en una edición de bolsillo que cuesta quince euros? Posiblemente un mes. En España no existe mucho hábito de bibliotecas, y eso también ayudaría… aunque es cierto que la crisis sirvió como pretexto para cortar absolutamente las adquisiciones de bibliotecas. Y eso, de paso, también hizo muchísimo daño a las librerías, porque ellas no viven solo del cliente de a pie que entra a comprar. Para potenciar la lectura habría que potenciar las bibliotecas con más fondo. Pero vuelvo al inicio: los libros no son caros.
Pero, si quieres leer novedad editorial, ¿lo es?
Si eres un lector asiduo, uno con hábito de lectura, te puedes leer un libro de veinte euros cada dos días. Eso sí puede ser un agujero económico. Entiendo que para leer novedades el libro electrónico sí que puede ser una compensación, o al menos yo conozco muchos buenos lectores que es así como lo utilizan. Las novedades que quieren leer pero no conservar las leen en electrónico. Hay una cierta diferencia de precio. Pero también si eres un bebedor sostenido y quieres tomarte una botella de buen Rioja todos los días, te gastas veinte euros al día. Hay una cosa que repetimos los editores porque lo hemos notado en los últimos años: la pérdida del prestigio social de la lectura. Es algo que pensaba en la Feria literaria de Guadalajara, en México, viendo la sed que tienen por leer. En sociedades donde todavía hay desequilibrios sociales muy grandes, la cultura y los libros se siguen viendo como algo para cambiar de estatus social. Cosa de la que aquí nos hemos olvidado y yo creo que aún necesitamos cambiar de estatus. Quizá no social, pero mental sí, para convertirnos en ciudadanos más sólidos y autónomos. Depende del valor que le des.
Me puedo imaginar lo que opinas, entonces, del ensayo de Mikita Brottman Contra la lectura.
[Ríe] ¿Cómo se puede decir que no ocurre nada por no leer? Las sociedades actuales, los cambios políticos que estamos viendo, la situación geopolítica del mundo… a lo mejor te dice algo sobre que necesitaríamos ciudadanos más conscientes de lo que ocurre, y eso se consigue con la lectura. Reflexionando. No sé si un poco más de lectura no llevaría a posiciones un poco más razonadas en los cambios que estamos viendo en Europa o en Estados Unidos. Aunque no lo quiero atribuir todo a eso.
Hace unos años dijiste que existe una importante desafección entre autores y lectores españoles que no sabías a qué se debía. ¿Lo has averiguado?
¡No lo sé! Pero creo que se está ganando. Creo que la literatura española, en sus grandes momentos en los ochenta y los noventa, con la nueva narrativa española, consiguió que unos autores conectaran con los lectores del momento. Era un poco la reivindicación de que queríamos que nos contaran el mundo de ahora. Pero después se ha abierto una brecha y ha habido un distanciamiento a lo largo de unos cuantos años, de hecho, incluso autores que publicaban regularmente han perdido lectores. No sé por qué. Ahora creo que hay una generación nueva de lectores que de alguna manera se ha divorciado de sus mayores, aunque quizás sea una lectura demasiado ingenua. Quieren que el mundo se lo cuenten sus contemporáneos. Por eso empieza a haber voces de autores y, sobre todo, autoras nuevas, de treinta o treinta y cinco años, que les hablan a sus contemporáneos. Hay un cierto ensimismamiento en la literatura durante unos cuantos años. Y eso no es culpa solo del lector, pero creo que las sociedades occidentales se han agotado. Hay un reflejo de esto en la literatura francesa, que ha tenido momentos altísimos y lleva varias décadas de ensimismamiento. Hay un momento en el que las peripecias de un personaje consigo mismo dejan de interesar. Yo creo que los primeros años del siglo XXI han consistido en una especie de cansancio vital en la escritura, y las cosas más interesantes han venido de la periferia: la literatura africana, la mestiza, lo que se escribía en Oriente Medio… Ahora, tras ese momento de agotamiento, el mundo está suficientemente convulso y las sociedades suficientemente desequilibradas como para que haya nuevos impulsos narrativos.
A la literatura siempre le ha sentado bien la convulsión.
Absolutamente. No hay nada peor que el ensimismamiento. Ahora ya se empiezan a percibir cosas, hay un germen de una necesidad de contar el mundo, o «esta mierda de mundo que me han dejado mis padres».
Una última pregunta, o curiosidad. Una vez te referiste a Perros que duermen, de Juan Madrid, como una gran novela a la que no le hacían falta «frases memorables» para brillar. ¿Deducimos de ahí cierto cansancio con la frase construida para ser LA frase?
¡Sí! Y un exceso de metáforas, a veces me planteo la posibilidad de recopilarlas todas en un libro. Yo creo que el diccionario de sinónimos es un peligro para los escritores, aunque es un peligro que se cura leyendo. Y ahí está el editor, para decirle: «Estos tres adjetivos sobran». Son vicios de principiante, creer que necesitas más palabras para contar algo. No es así. Por otro lado, el español que se habla en España se ha empobrecido muchísimo. La riqueza del idioma que puedes encontrar en Latinoamérica, sin engolamiento y sin pretensiones, es absoluta. El español es una lengua bellísima, pero en España hemos dejado morir el vocabulario. Por eso creo que esos engolamientos de muchos autores resultan impostados.
El azar, no cabe sino deducir que es el azar el fenómeno que rige la actividad del editor. El azar y —por desgracia como daño colateral— la total ausencia de decoro, la falta absoluta de honradez. Podemos aceptar, no obstante, el ánimo de lucro que les impulsa a la hora de publicar libros: todos pagamos hipoteca, todos vamos al supermercado a comprar. Su estrategia es la misma estrategia que utilizan los feos y los babosos en una discoteca un sábado cualquiera a las 5:15 de la madtugada; la estrategia de la ametralladora: le disparo a todo lo que se menea. Algo caerá. Así publican los editores los libros en España. En un determinado momento dice: «Nosotros siempre abrimos los manuscritos, y les echamos una ojeada…» y en otro te suelta: «Estos tres adjetivos sobran». ¿Conoces tú, lector o lectora, el fenómeno que delimita la coincidencia entre los «tres adjetivos que sobran» y la «ojeada» que le echan los editores al manuscrito? Efectivamente: el azar.
Debería leerse el libro de cuentos «Gajes del Oficio», del cubano Luis González que encontrará en Amazon sin ningún problema.
Va y cambia de opinión.