Hace poco volví a la casa donde viví hasta los veintitrés años. Fue en 1999 y apenas había vuelto. Abrí algún cajón, con poco ánimo de revolver. Había entradas de teatro, de cine, billetes de metro de por ahí. No recordaba haber visto algunas de esas obras o películas, ni por supuesto de qué iban. Había también fotos malas de un viaje a un campo de trabajo en Estados Unidos en papel de Fotoprix.
Los recuerdos son vagos pero mi impresión era que no había pasado tanto tiempo. En las estanterías había libros que ahora no leería y me sorprendo de haber comprado. Son sobre todo novelas y muchas no habrán aguantado ni siquiera estos veinte años de historia. Pero leí algunos y me sirvieron para aprender de la vida de otros. Para eso usé las novelas.
Josep Pla dijo en una entrevista en 1965 con Salvador Pániker que «un hombre que después de los cuarenta años aún lee novelas es un puro cretino». Pla tenía sesenta y ocho años. Quizá había seguido su propia opinión. En algo tenía razón: a los cuarenta años es menos necesario querer meterse en cómo lo hacen los demás. Ya no hay tiempo de grandes retoques —eres como eres— y el criterio particular está más formado —eres así en el fondo por decisiones propias—.
Yo soy ahora viejoven. La vida se alarga y me gusta esa palabra para definir un espacio nuevo como adulto. Me gusta probablemente también porque viejoven es una manera elegante de preservar la palabra «joven». Debe ser por miedo a la vejez sin retorno, porque no soy mucho de «quién pillara los veinticinco con todo lo que sé». No doy vueltas a algo que no va pasar. Si miro atrás, me preocupa relativamente poco lo que ha ocurrido, quizá porque ya está bien así. Si volviera no cambiaría tanto porque yo soy así. El problema me surge cuando miro adelante: tendré un día —si llego— ochenta años, el tiempo habrá pasado y seguiré siendo el mismo. No seré muy capaz de cambiar lo que viene a partir de ahora. Habré cambiado igual de poco, pero tendré ya ochenta. No podré hacer un artículo diciendo que solo soy viejoven.
La viejuventud es sosa en lo público pero loca en lo privado. El Pew Research definía así hace un par de años a la Generación X, los nacidos más o menos entre 1960 y 1980, la mía: «Esta generación ignorada tiene hoy entre treinta y cuatro y cuarenta y nueve años, que puede ser una de las razones por las que desaparece de las historias sobre demografía y cambio sociopolítico. Están centrados en el tramo medio de la vida, vacío de drama y escaso de grandes etiquetas». La generación de la edad mediana no trae las novedades de los jóvenes ni celebra los éxitos de la vejez.
La Generación X ha quedado además en medio de dos mastodontes: el baby boom de nuestros padres que ahora se jubilan y los millennials, que empiezan a trabajar. En inglés hay dos expresiones para definir nuestra juventud: éramos latchkey kids y nuestros padres eran helicopter parents. Todo significaba lo mismo: los padres no estaban en casa y los niños tuvimos llave de casa desde pequeños y estábamos solos hasta la cena. Solo en casa es una de nuestras películas.
En una pregunta en Quora sobre cómo es un jefe de la Generación X para los millennials, Mira Zaslove daba estas claves, que tienen que ver con el resultado de aquella infancia:
- Somos más independientes. Nos resulta normal trabajar solos. Nadie nos ayudaba a hacer los deberes.
- No estamos encima de nadie. Que cada cual se espabile, por el mismo motivo.
- No todo mola. Los millennials creen que «todo el mundo tendrá su trofeo». La Generación X vio de cerca aún la vida perra que llevaron sus abuelos. Los elogios sin medida y las felicitaciones eran y son, por tanto, escasos.
- Somos más escépticos. Mucho «meh». Nada es para tanto.
Nada es hermético, pero en mi viejuventud me veo bastante ahí. Somos, por ejemplo, el puente entre baby boomers y millennials en tecnología. Nos criamos sin apenas tecnología e internet, pero trabajamos con ella. No nos es ajena, pero sabemos lo que es llamar desde una cabina en el extranjero o que nadie pueda saber donde estás.
El otro día hablaba con un amigo sobre la aceptación de la viejuventud. «Ya no somos los últimos —me decía—. Antes, cuando alguien no te entendía o no le entendías, siempre era alguien mayor, viejuno. Ahora no», me decía. Snapchat, Musical.ly son algunas app cuyos códigos podemos llegar a manejar, pero no a entender. Se verá el truco. En Twitter y Facebook sobrevivimos porque hemos usado emoticonos y mensajes breves en nuestra propia vida. Pero en las novedades más recientes, nos faltará lo básico: el uso cotidiano.
Ese lento cambio de la cotidianidad se ve en los diarios. Espero que alguien esté por ahí escribiendo el de esta generación. Pero tenemos demasiadas pretensiones. Son un peñazo de llevar. Pero sirven para ver que en los detalles todos se parecen. «En ciertos periodos se convierte en la mayor ambición de un hombre llevar un archivo fiel de sus acciones en un libro. Pero si vive veintiún días, descubrirá que solo esas raras naturalezas hechas de coraje, sufrimiento, devoción por el deber por el puro deber y una determinación invencible pueden esperar aventurarse ante una empresa tan tremenda como llevar un diario sin ser derrotados», escribe Mark Twain. Así que, para ver cómo fuimos, siempre nos quedará una recolección de retuits de Pedro Sánchez.
Muy elocuente. Tengo 41 años, recién pasada la crisis de los 40, trabajo con adolescentes y me identifico plenamente con esa sensación «bisagra».
El haber usado cabinas desde el extranjero es una muy significativa imagen, y, aun así, usar dignamente un smartphone…
Enriquecedora variedad y evolución aunque con falta de buen marketing, nuestras abuelas nos daba magdalenas sin adularnos.
Está muy bien el artículo, con la salvedad de que “helicopter parents” significa exactamente lo contrario – no los padres ausentes de nuestra época, sino los de ahora, que están siempre sobrevolando cada paso de sus hijos… https://en.m.wikipedia.org/wiki/Helicopter_parent
¡A mis brazos hermano viejunimer!