De pronto la vida te empuja a una situación tan penosa como la de cortarte una mano. No cortarte en una mano. Cortarte una mano. Improbable, sí, pero factible. Podría ocurrir. Zas, adiós mano. Estas cosas pasan. Te queda el muñón, con un inimaginable dolor y un chorro de sangre saliendo al ritmo de lo que tu corazón bombea. Y sí, es como en las pelis: la sangre saldría como una especie de géiser mientras tú buscas tu mano que yace inútil en el suelo. Y no, eso es lo que no debes hacer. Lo que debes es centrarte en tu brazo, en lo que queda de él, y evitar desangrarte en, aproximadamente, quince segundos. No es fácil, no.
Por suerte, jamás experimenté tal cosa. Sí experimenté un simulacro de tal cosa. Fue en un pueblecito inglés a media hora de Oxford llamado Clanfield. Allí permanecí una semana asistiendo a un curso de seguridad militar, destinado a periodistas y trabajadores de ONG. Entre otras muchas cosas nos impartieron primeros auxilios. Una de las clases versó sobre cómo hacer un torniquete. Que es, precisamente, lo que habría que hacer si de verdad tu mano se separase de tu brazo.
A cada uno de los alumnos allí presentes (unos quince, éramos) nos dieron una especie de pequeña correa de velcro que, una vez colocada, podía apretarse dando vueltas a un apéndice de plástico. De esta forma, la correa bloquea, en gran medida, el paso de sangre. Todo muy agradable. En la primera parte de la clase aprendimos a colocar el chisme. Mi compañero —Emir, británico de origen egipcio— prestaba paciente su brazo y yo le colocaba la correa para salvar su vida. Después pasamos a la segunda parte, que consistía en colocarnos el asunto a nosotros mismos. En la pierna, concretamente. Al principio con calma. Después, la profesora, una enfermera militar escocesa que había estado en Afganistán, nos sugirió que espabilásemos. «Cada vez que yo diga “ya”, tenéis que colocaros el torniquete en quince segundos, antes de desangraros». Y gritó «ya». Y yo empecé a enredar mi torniquete bajo mi rodilla, metiendo la correa por donde no era y sintiendo que la vida se me escapaba por la pierna.
Avanzó la clase y la enfermera escocesa que había estado en Afganistán, sin previo aviso, volvió a gritar «ya». Esta segunda vez ni siquiera sabía dónde había dejado mi torniquete, así que morí rápidamente. Me propuse estar más atento en el siguiente «ya», y dejé el torniquete sobre mis muslos, ya colocado para poder introducirlo por el pie y subirlo, cual liguero. Solo tras el repentino «ya» me di cuenta de que había calculado mal y que la correa no entraba. Se me atascó en el zapato y morí de nuevo.
Creo que hubo dos o tres «ya» más. No importa, morí en todos ellos. Cinco muertes desangrado en una sola mañana.
*
El curso al que asistí se desarrollaba en una especie de granja en medio de la campiña. Dormíamos, desayunábamos, comíamos y cenábamos allí, como en un campamento. El director se llamaba Brenan, un veterano de guerra de refinada educación británica. El otro profe era Ian, de nuevo exmilitar y con un nada despreciable parecido a John Cleese, de los Monty Python. El elenco lo completaba Sylvia, la mencionada enfermera escocesa.
El curso simulaba que estábamos en Clanistán, un país ficticio sumido en una guerra tribal entre el Gobierno y la insurgencia con desplazados internos en campos y una red de check points. Teníamos visado, acreditación y en cualquier momento podía pasar cualquier cosa.
Por ejemplo, el segundo día Brenan nos estaba explicando cómo cambiar una rueda cuando, de pronto, llegó un tipo y le metió dos tiros. Dos tiros de fogueo, claro. Pero Brenan llevaba unas bolsas de sangre ficticia bajo la ropa y se puso a gritar. Así que los que estábamos asistiendo a la clase de cómo cambiar una rueda, tuvimos que atenderle para evitar su muerte.
Le vendamos, lo intentamos calmar y lo subimos al coche. Bueno, subirlo es una palabra. Por alguna razón la gente fue borrándose y acabé yo solo subiendo su pesado cuerpo al asiento de atrás. La posición en la que terminó contradecía cualquier manual de primeros auxilios: boca abajo encogido en el canto del asiento, a punto de caer al suelo del coche. Los pies por fuera, no me cabían, así que decidí empujarlos y cerrar la puerta rápido para que se le quedaran dentro. Un compañero británico que estaba en el asiento de delante esperando a arrancar, se giró y afirmó con exagerado acento: «Hum, probablemente no es la mejor posición». Y se fueron.
En otra práctica tuvimos que atender un accidente de tráfico. Caminábamos tranquilamente un grupo de cinco cuando escuchamos unos gritos. Doblamos la esquina y vimos un coche empotrado y al conductor inconsciente (fingido, recuerden) sobre el volante. El objetivo en este caso era sostenerle la cabeza para evitar movimientos de cuello. Me tocó a mí sujetarle. Creo que lo dejé parapléjico cinco veces consecutivas. El tipo que hacía el papel de inconsciente era John, médico militar (veterano de la guerra de Yugoslavia) y me pareció que al bueno de John se le escapaba la risa varias veces debido a mi sujeción de su cabeza.
Además de primeros auxilios, el curso se enfocaba a gestionar situaciones de riesgo. Enseñarnos a reaccionar en escenarios que uno se puede encontrar cuando acude a trabajar (en mi caso, a hacer reportajes) a lugares en los que existe cierta inestabilidad o inseguridad. Qué sé yo, por ejemplo, cuando te cae una granada.
Ian, el que se parecía a John Cleese, nos explicó que si alguien grita «granada» (y no está cantando) hay que tirarse al suelo. También taparse los oídos, abrir la boca y cruzar las piernas. Lo que no hay que hacer nunca es correr (como en las películas) y tirarse al suelo en plancha mientras la granada explota de fondo. Mucho menos hay que intentar patear la granada o cogerla para devolverla. Todo eso queda para Bruce Willis. El común de los mortales debe tirarse al suelo. Y punto. Pero no es fácil, creedme. Por alguna razón (no sé si contaminado por Hollywood) cuando salimos al exterior a practicar con unas granadas/petardos de fogueo, yo corría. Ian encendía una granada, la tiraba, gritaba y yo salía corriendo y me tiraba como un remate en plancha. «No corras, Nacho. Has corrido», me decía. Volvió a tirar otra granada y esta vez corrí menos. Pero corrí. «Has corrido otra vez». A la tercera fue cuando comprendí que no podía evitar correr. No podía. Ian gritaba granada y yo salía disparado para tirarme en plancha. En la última ya ni me dijo nada.
El siguiente ejercicio consistió en simular un asalto a nuestro coche, el llamado carjacking. Nos dividimos por grupos: unos iban en el coche y otros hacían el rol de asaltantes. En realidad, nada hay que hacer cuando esto ocurre: simplemente obedecer y guardar silencio si no nos piden hablar. Lo curioso en este caso fue ver cómo interpretaba el papel de asaltante cada alumno, pertrechado con un pasamontañas y una pistola descargada. Los británicos tenían reparos en gritar demasiado, al contrario que un chico francés cuyas amenazas de muerte quedaron muy claras. Una alumna italiana mostró un maravilloso estilo camorrista al acercarse al coche apuntando con la pistola sin ni siquiera correr. La mejor, sin duda, fue la pareja formada por un alumno colombiano y otro argentino quienes, además de asaltar el coche, se llevaron los móviles y los pasaportes. «Muy realista», les dijo el profesor.
*
El último día de curso consistió en llevar todo lo aprendido a la práctica. Una jornada entera de simulacro. Teníamos que llegar a un campo de desplazados y por el camino nos pasó de todo, check points, controles y accidentes incluidos. La parte más lamentable fue cuando nos metimos en un campo de minas. Tuvimos que esperar media hora sin movernos del coche y yo me estaba meando. Lo pasé mal, pero aguanté. Cuando por fin salimos y avanzamos por un camino, nos encontramos con una señora que se acababa de estrellar en coche. Necesitaba ayuda urgente, pero para urgencia la nuestra. Así que, atónita y con un maniquí tirado en el suelo fingiendo ser su hijo en parada cardiorrespiratoria, contempló cómo bajábamos todos del coche raudos y directos a la cuneta a mear. Lo primero es lo primero, pensé mientras miraba el maniquí tirado.
Después de eso, y como colofón, nos asaltaron en el coche y nos secuestraron. Nos ataron las manos y nos pusieron una bolsa de tela en la cabeza. Una vez aislado, estuve como veinte minutos de rodillas contra una pared, sin saber dónde estaba ni cuánto tiempo tendría que esperar. A pesar del corto espacio de tiempo, fue bastante desagradable. Sobre todo, porque la imaginación actúa por su cuenta.
Terminó el curso. Me dieron mi —claramente inmerecido— certificado, cogí un autobús de vuelta desde Oxford hasta Londres, corrí por toda la terminal para no perder el vuelo, me senté en el avión sin aire y con sudor y decidí que algún día debería contar esta historia.
Buena historia y bien contada. En otro sitio comentaban que ante una granada hay que tirarse al suelo, pero con los pies hacia donde probablemente explotará. Para que las piernas sean una pequeña barrera entre la metralla y la cabeza u otras partes vitales. Y que probablemente se perderá un pie o dos, pero suben las posibilidades de conservar la vida.
Si te tiran una granada pues te la comes que están muy ricas. Aunque son difíciles de pelar, las jodías!
Y amarillean los dedos, un horror. ;-)