El crimen y la ficción
Desde que existe el hombre existe el crimen. En el momento en que dos personas se juntaron en el mismo lugar, al menos una de ellas acabó sintiendo el deseo de robar o matar a la otra. Y con el tiempo acabó materializándose. Es normal. No porque el crimen compense, como se encargaban de negar los cómics americanos de los cincuenta, sino porque somos humanos, no ángeles. Y tal vez sea esa —que no somos ángeles— la razón de por qué nos resulta tan fascinante el crimen.
Siempre y cuando le ocurra a otro.
Buena parte de la historia de la ficción es la historia del crimen. Incluso si obviáramos las formas más patentes, el auge de las novelas de detectives en el siglo XIX y la explosión de la novela negra a principios del XX, tendríamos una gran variedad de obras donde poner la bandera de «el primer ejemplo de ficción criminal de la historia». En Las mil y una noches ya tenemos la que podría ser una historia whodunit moderna en el relato de «Las tres manzanas», el true crime lleva existiendo al menos desde que Daniel Defoe escribió Fortunas y adversidades de la famosa Moll Flanders y a nada fino que hilemos podríamos decir que la Odisea no es otra cosa que la historia de un criminal intentando enmendar sus delitos contra los dioses. Pero si consideramos que el delito es, en resumidas cuentas, atentar contra unas normas impuestas por una autoridad superior, incluso la Epopeya de Gilgamesh sería una historia criminal. A fin de cuentas, es la historia de un hombre buscando la clave de la inmortalidad, algo que solo pertenece legítimamente a los dioses, por lo cual podríamos decir, no sin cierta sorna, que Gilgamesh no deja de ser el antiquísimo predecesor de Ocean’s Eleven.
Eso es lo que hace fascinante al crimen. Es alguien enfrentándose a la autoridad, cuestionándola, sea por beneficio propio o colectivo. Y eso nos permite, o bien identificarnos con el criminal, sintiendo la emoción del crimen sin sus riesgos, o bien identificarnos con quienes han de pararlo, sintiéndonos moralmente superiores al alinearnos del lado del bien.
En consecuencia, es lógico que la televisión, el medio popular por excelencia de nuestro tiempo, haya tratado el crimen con cierta regularidad. Incluso si nunca ha estado enamorada de los criminales, porque, como heredera natural de la radio y el folletín, siempre ha estado más interesada en la labor de quienes los perseguían. De los «buenos». Los policías que se juegan la vida para capturar a los «malos». Por eso la historia de la televisión puede leerse como la historia de cómo han evolucionado las series policiacas.
Que es de lo que vamos a tratar aquí.
Clásicos de la televisión
Hablar de la tradición televisiva es hablar de Estados Unidos. Es inevitable. Tanto por cuestiones históricas —el nacimiento de la televisión coincidió con el auge económico y cultural del país— como por las más delicadas cuestiones sociopolíticas —el imperialismo americano también se derivó al estricto control del poder blando— es imperativo centrarse en la ficción de ese país. Y si hablamos de televisión, específicamente de policías de ficción, entonces no podemos empezar por otro lugar que no sea Dragnet.
Comenzando sus andanzas en la radio en 1949, con varias incursiones posteriores en televisión en 1951 y en cine en 1954, Dragnet es el origen de todos los procedimentales posteriores. Esas series de casos autoconclusivos, a crimen por episodio, donde lo único importante es descubrir quién fue el criminal y cómo conseguirá capturarlo el brillante protagonista y su confiable compañero.
Más allá de su importancia histórica y de cómo consiguió instaurar el concepto de procedimental a través de sus setecientos sesenta y dos episodios a lo largo de sus diecisiete años en emisión, la serie no era tan diferente de lo que es la producción de televisión media actual. De policías muy buenos y delincuentes muy malos, con alguna pequeña incursión en el giro de baja intensidad —un delincuente con motivos lógicos para delinquir, un policía corrupto como villano de la semana—, todo se resolvía siempre de forma limpia y sin grandes dramas. Algo con lo que se buscaba tranquilizar al espectador, al que le gustaba vivir la intensidad del crimen pero siempre sabiendo que, al final, estaba seguro gracias a la labor de las fuerzas de la ley. A fin de cuentas, como le gustaba recordarnos a su narrador al comienzo de cada episodio, «damas y caballeros, la historia que van a escuchar es real. Solo los nombres han sido cambiados para proteger a los inocentes». Y poco tranquilizador sería si hubiera casos que no acabaran con el villano entre rejas.
Continuando con el realismo, entendido como jurar que todo lo que cuentas es real, incluso si resulta evidente que no es cierto, nuestra siguiente parada sería Untouchables. Una serie que en Latinoamérica conocerían como Los intocables y en España, siempre temerosos de dejar un título sin cambiar, llamaríamos Los intocables de Eliot Ness.
Siguiendo la vida y milagros de Eliot Ness y su escuadrón durante la época de la prohibición en su lucha contra Al Capone, la serie se jactaba de ser un perfecto retrato de los años veinte y su política en contra de que adultos responsables pudieran tomarse una cerveza tranquilamente. Algo que le valió pisar más callos de los que se podía permitir. Con asociaciones de italoamericanos pidiendo su boicot por el estereotipo negativo que representaba de su comunidad, con la prensa criticando la naturaleza eminentemente violenta del show e incluso el por aquel entonces director del FBI, J. Edgar Hoover, exigiendo que los casos que en realidad fueran llevados por el FBI fueran retratados de ese modo —consiguiendo que pusieran un disclaimer aclaratorio en los episodios que tocaba—, esta fue una de las primeras series en generar gran controversia ya no solo por el modo en que retrataba el crimen, sino también a quienes lo combatían.
Porque esa idea, hoy generalizada, que dice que vivimos en tiempos políticamente correctos, de excesiva sensibilidad, donde la gente antes no se escandalizaba con la ficción es falsa. Y, de hecho, son los argumentos que esgrimió Ayn Rand en su momento para defender la serie, demostrando que, cuando se trata de ser reaccionario, el tiempo no pasa para los argumentos.
Dejando de lado a la vieja dama objetivista, el mayor mérito de Los intocables de Eliot Ness, además de su éxito de audiencias, fue cómo introdujo por primera vez la idea de la policía como un trabajo de colaboración. Hasta entonces todo lo que había en la televisión eran parejas de protagonistas actuando de forma independiente, como en Dragnet, o detectives solitarios que si pertenecían a un cuerpo policial era de forma tangencial, como Peter Gunn o Richard Diamond, haciendo revolucionaria la idea de que los cuerpos de policías fueran, de hecho, lugares donde no había sitio para lobos solitarios. Eso, junto a su falso historicismo, tergiversando los hechos históricos para que fueran más emocionantes y brutales, son las razones por las que la serie fue un gran éxito en su momento. No solo era diferente, más «realista», sino también más violenta y oscura.
Que es, a fin de cuentas, lo que aún mucha gente sigue identificando con que una serie sea realista.
La serie que lo cambió todo
Hasta aquí hemos hablado de precedentes. Series que allanaron el camino para la auténtica revolución en el formato, pero sin las cuales difícilmente el público hubiera aceptado la revolución que estaba por venir. Porque si hablamos de series policiacas y de cómo estas dieron forma a la televisión moderna, entonces debemos hablar de Hill Street Blues.
Conocida en España como Canción triste de Hill Street, fue creada por Steven Bochco y Michael Kozoll, quienes ya habían trabajado anteriormente en conocidas series de televisión como Colombo, experiencia que les fue útil solo a medias, pues si algo caracterizaba a Canción triste de Hill Street era su ruptura con la mayoría de las convenciones de la época.
Entre sus méritos está haber introducido algo que hoy damos por supuesto: que haya casos que se extiendan durante más de un episodio. Hasta entonces, la norma había sido siempre seguir la estructura del caso de la semana, permitiendo que los espectadores pudieran seguir la serie de forma intermitente sin perderse nada realmente significativo, pero Bochco y Kozoll decidieron arriesgarlo todo introduciendo una continuidad estricta en la cual perderse un episodio significa, potencialmente, perderse partes significativas de la trama. Algo que reforzaron introduciendo otro cambio, para la época, radical: la vida de los personajes tenía una inusitada importancia en la trama. Eso cambió completamente las reglas del juego. Los problemas de los personajes y los casos podían solucionarse en un solo episodio, extenderse durante varios o incluso durante temporadas enteras, pero también podían comenzar y solucionarse en medio de un único episodio, haciendo que la estructura de la serie fuera significativamente más compleja. Más parecida a lo que siempre ha sido, estructuralmente, la literatura.
Eso llevó a otro cambio prácticamente imposible de evitar. Desde el momento en que ya no son solo policías, sino también personas, es necesario introducir gradaciones en su carácter. Es conveniente que los personajes se muevan dentro de una cierta gama de grises para que no acaben siendo todos intercambiables entre sí. Algo que redundaría en algo hoy muy celebrado de la serie: la complejidad y claroscuros de sus personajes.
Ahora bien, ¿qué consecuencias tuvo todo esto? Pues que en Canción triste de Hill Street ya no hay una glorificación evidente del papel del policía. O no del mismo modo que ocurría hasta entonces. Sus personajes son personas que hacen su trabajo bien, mal, a veces cayendo en defectos de forma, pero solo eso. Gente haciendo su trabajo. Razón por la cual tampoco se atrevió a profundizar nunca en una auténtica reflexión social sobre el papel de la policía, la naturaleza del crimen o la justicia. Aun cuando los personajes ganan en matices, son caracterizados como profesionales, individuos sin mayor relevancia social que, digamos, un barrendero. Son humanos, su labor es esencialmente buena y sus errores son siempre puntuales, fruto de su naturaleza humana.
Algo que se potenció a través del estilo de dirección. Semidocumental, con gran énfasis en la veracidad de los acontecimientos, remitiéndonos hacia una idea de verosimilitud que, por querer parecer neutra y carente de ideología, acaba pareciendo tanto más perversa, pues, si bien no glorifica a la policía, sí blanquea su comportamiento.
En cualquier caso, la serie acabaría siendo un espejo en el que mirarse para la televisión posterior. Desde Urgencias hasta nuestras patrias El comisario y Brigada central, la influencia de Canción triste de Hill Street sería tan radical que, para muchos críticos, es imposible concebir la narrativa televisiva actual sin tener en consideración los méritos de Bochco y Kozoll. Y es cierto. Tanto para lo positivo (el formato, la mayor implicación emocional con los personajes) como para lo negativo (la ausencia de posición crítica, el alinearse siempre con las ideas más conservadoras) y lo que daría para debate (principalmente, los presupuestos desorbitados: Canción triste de Hill Street fue la primera serie en hacer un episodio que costó más de un millón de euros), es una serie cuya importancia histórica es capital para comprender la evolución de la narrativa televisiva.
Aunque solo fuera por eso, ya sería importante no olvidar Canción triste de Hill Street.
De la HBO a la policía millennial
Tanto es así que Canción triste de Hill Street tiene aún hoy no pocos herederos espirituales. Todos esos procedimentales realistas, dramáticos, a poder ser con voces intensas diciéndonos que lo que vamos a ver es estrictamente real o al menos inspirado por hechos reales, o que nos dan la ubicación y fecha de lo acaecido. Esa idea de la ficción como un subproducto de la realidad.
Y, entre esos herederos, el más notorio es Ley y orden.
Franquicia eterna, extendida por varios países y spin-offs, no deja de ser un procedimental muy clásico en forma y fondo. Siguiendo a sus personajes, pero poco, haciendo uso de los casos más escabrosos posible, pero sin mostrar nunca nada que pueda resultar repulsivo, y aprovechando el que sea el delito que esté de moda en cada momento, especialmente en el spin-off Ley y orden: True Crime, que siguió la moda reciente del documental de crímenes reales —y del cual no vamos a hablar no porque no tenga importancia, sino porque no es ficción—, no deja de ser una actualización de todo lo que ya era veinte años antes Canción triste de Hill Street.
Bajo la misma concepción, pero más modernas, tenemos las series que aúnan el ejercicio policiaco con alguna clase de ciencia forense o gimmick investigatorio que añada glamour al conjunto. CSI, El mentalista, Bones, Castle, Psych, por nombrar solo las más conocidas, dan un giro más espectacular y un tono más próximo al thriller para enganchar a un público no necesariamente tan adepto al crimen como a los giros de guión.
Por eso, a partir de aquí, dejamos de lado las series policiacas para muy fans del trabajo policial. Del crimen. De descubrir quién es el asesino y cuáles son sus motivos. Porque, ¿qué hay entonces de las series que tienen policías, pero no son una glorificación del trabajo policial? Es injusto decir que empezaron con HBO, pero tampoco es mentira que HBO ayudó a que llegaran a un público mucho más generalizado.
Lo interesante de las producciones de la HBO a partir de los dos mil es algo sutilmente diferente a lo que se suele decir. Su valor no radica en que sean adultas u oscuras o complejas. Lo interesante es que continúan lo que hizo Canción triste de Hill Street, yendo un paso más allá en su acercamiento hacia una narrativa menos encorsetada, más capaz.
The Shield, que, si bien pertenece a la cadena FX, no deja de seguir la misma línea en lo estético y en lo temático, es un buen ejemplo de ello. Sin ahorrarse ni una pizca de mal rollo, se adentraron en el tema del impacto de las drogas, la desconfianza en la policía y un reparto protagonista de los cuales, efectivamente, lo difícil era no desconfiar. Prácticamente lo mismo que podríamos decir —ahora sí de HBO— en el caso de The Wire. Una serie donde abundan los grises, también en su paleta de color, una cinematografía interesante y personajes complejos, con aristas, que realmente parecen personas y no oficinistas sin vida. O, en palabras de buena parte de los críticos de televisión actuales, las dos primeras series que mostraban el lado oscuro del trabajo policial.
Y si bien son series notables en su ejecución, donde se percibe el dinero y el talento invertido, ponerlas al nivel de la gran narrativa de todos los tiempos puede resultar atrevido.
Los malos siguen siendo los malos, los buenos, los buenos y quien es arrestado y apaleado se lo merece. Añaden una capa extra (se puede hacer el bien y tener malas intenciones, se puede hacer el mal y tener buenas intenciones), estando muy por encima de lo meapilas que pueden llegar a ser series como Ley y orden, o lo increíblemente desprovisto de reflexión que puede estar el franquiciado CSI, pero aún muy lejos de una crítica descarnada, como suelen defender sus fans, a la sociedad y sus instituciones.
En cualquier caso, dentro de esa televisión sobre policías que no es policiaca no todo es HBO. Tampoco oscuridad y matices de gris, entendido a lo político centrista español, «todos son malos, pero unos más que otros». Y, si bien aquí el ejemplo arquetípico sería Rex, un policía diferente, porque es un perro y, por extensión, es un «buen chico» y es imposible que no sea un policía ejemplar, la serie más interesante de los últimos años que tiene por protagonistas a policías y que no rompe abiertamente con el policiaco es una comedia.
Brooklyn Nine-Nine, recientemente cancelada por FOX debido sus modestas audiencias y al día siguiente rescatada por NBC gracias al inmenso apoyo recibido por parte de la comunidad de internet, es la demostración empírica de que el recambio generacional que estamos viviendo ha alcanzado ya el nivel de revolución cultural. No solo porque sea un programa cuyo seguimiento se produce eminentemente en internet, ya sea en forma de streaming o a través de la innumerable cantidad de fanart e interés que genera en redes sociales, sino también porque su enfoque podríamos definirlo como muy millennial. Sus personajes son policías, sí, pero también hacen constantes referencias a la cultura pop, la cultura foodie no les es ajena, la integración y la sensibilidad ante los problemas de raza y género son parte esencial de la serie —para horror de incels y alt-righters, aquí el hombre blanco heterosexual es la excepción, no la norma— y sus problemas bien podrían ser los de sus fans. Como, por ejemplo, la imposibilidad de encontrar un piso decente en una ciudad grande que no cueste más de lo que cobrarías en un año.
Eso hace de Brooklyn Nine-Nine una serie diferente. Amable, graciosa y sin hacer sangre contra ningún colectivo, demostrando que se puede hacer humor y ficción policiaca sin ser ofensivo hacia los grupos marginados. Aunque, claro, sin contentar lo suficiente a generaciones anteriores como para ganar premios que la visibilicen.
La ficción policial en el resto del mundo
Hasta aquí no hemos hablado más que de Estados Unidos. Y, si bien es lógico, resulta un tanto extraño fingir que no existe policiaco fuera del Nuevo Mundo cuando es un género tan popular. Ahora bien, no es menos cierto que la mayoría de series que se han producido en otros lugares del mundo no son más que copias, más o menos inspiradas, del modelo americano. Procedimentales con cierta personalidad propia, aunque rara vez fuera de la norma establecida. Pero existen excepciones. Y las excepciones son tan notables que haría bien Estados Unidos en tomar nota.
Por una parte está Inglaterra. Cuna de la cultura anglosajona, William Shakespeare y la gastronomía injustamente infravalorada, y, más recientemente, la que es considerada televisión de calidad por aquellos que son incapaces de ver nada que no esté perfectamente recitado en inglés.
Además de la inevitable Ley y orden UK y la veterana serie procedimental Waking the Dead, si en algo ha destacado la televisión inglesa sobre la americana es en aventurarse en terrenos más oscuros, imaginativos y moralmente complejos de lo que jamás se atreverían a hacer sus primos del otro lado del charco. Si bien dejaremos Sherlock aparte porque requeriría todo un artículo para explicar sus muy particulares bondades, el ejemplo más claro de todo lo anterior es lo que encontraríamos en una serie que pasó con menos repercusión de la que merecía: Luther.
La serie sigue las andanzas del homónimo Luther, un enorme (figuradamente) Idris Elba haciendo de un no menos enorme (físicamente) detective de métodos poco ortodoxos que destaca por dos aspectos poco comunes: su abierta emocionalidad y sus tendencias suicidas. Un cóctel explosivo que, sumado a la presencia de Alice Morgan, una asesina en serie convicta que le ayudará en algunos de sus casos, hace de la serie algo significativamente diferente a lo que estamos acostumbrados. Porque aquí los policías son humanos de verdad. Luther no es solo brillante, también es inconstante, dubitativo y con la mecha muy corta. No es un personaje. No es un arquetipo. Es una persona, con multitud de contradicciones y luchas internas, que intenta hacer las cosas lo mejor posible dentro de la imposibilidad de alinear sus ideas con lo que la sociedad, y el departamento de policía, exige de él.
Todo eso hace de esta una serie realmente oscura. Luther no es un héroe ni un antihéroe. No hay glorificación de la policía. Son gente haciendo su trabajo, sí, pero no siempre que se saltan las reglas es porque sea lo correcto y lo que deban hacer. Muchas veces sus motivaciones son egoístas, oscuras e incluso contrarias a la ley o la idea de justicia. Simplemente porque pueden, les conviene o no son capaces de ver otra salida. Nada más lejos de esos cuentos de Navidad policiales donde la oscuridad siempre es impostada.
Por desgracia, el patrón es el contrario. Series policiales con personajes arquetípicos, solo ligeramente problemáticos para hacerlos pasar por más complejos de lo que son, donde los despachos son el lugar corrupto desde donde les impiden hacer su trabajo. Trabajo del cual nunca se cuestionan nada, a pesar de que parece ser la máxima operativa de sus vidas: hagan lo que hagan, nunca dejan de ser policías. Y, de algún modo misterioso e incomprensible, eso no parece suscitarles jamás ninguna reflexión ni intención de actuar al respecto del sistema en el que están sumergidos.
De hecho, para encontrar más series con este patrón deberíamos saltar otra vez el océano. Irnos al otro extremo del mundo. Acudir hasta Japón.
Si bien la serie más longeva y querida del país, Taiyō ni Hoero!, no deja de ser una serie de aventuras disfrazada de serie policial, pero cambiando el racismo hacia negros e italoamericanos por el racismo hacia chinos y coreanos, eso no quita para que, con el tiempo, desarrollaran series con algo más de chicha. Y entre ellas, destacaría una de animación: Psycho-Pass.
Escrita por Gen Urobuchi, uno de los guionistas y escritores más valorados del país, la serie nos sitúa en un futuro no muy lejano en el que el crimen es prácticamente algo marginal. Todo gracias a un sistema de vigilancia, Sybil, que no solo controla todos los aspectos de la vida cotidiana, habiendo centralizado la educación y el empleo a base de exámenes institucionales, sino también algo mucho más problemático: la posible tendencia de las personas a delinquir. Con un número y un color asociado según lo que dicten sus cálculos biométricos, cualquier persona que supere los valores considerados como razonables para vivir en sociedad ha de ser automáticamente arrestada. Y si supera los valores que se tienen como propios de una persona estable, adentrándose en el terreno de lo considerado puramente criminal, entonces habrá de ser ejecutada en ese mismo instante.
Eso nos plantea evidentes problemas éticos. Es cierto que en el mundo post-Sybil no hay paro y los problemas de la criminalidad y las enfermedades psiquiátricas apenas persisten de manera marginal, pero al precio de que se controle todo lo que ocurre en el espacio público y se encierre a cualquiera que dé una mínima muestra de poder convertirse en un criminal. O en un enfermo mental.
Toda la serie gira alrededor de esa idea. Siguiendo a una nueva detective del departamento de policía llamada Akane, la historia nos va sumergiendo en sus dudas, sus intentos de confrontar un sistema con el que no está del todo de acuerdo, mientras persigue a un más que probable conspirador en las sombras que parece estar detrás de una serie de crímenes, en apariencia no conectados, pero con ciertos rasgos en común. Porque la primera temporada, además de darnos un buen puñado de personajes complejos, llenos de matices y con posturas muy dispares con respecto a Sybil —desde la aceptación acrítica del sistema hasta un rechazo frontal, lo cual acabará llevando a enfrentamientos, más o menos directos, a lo largo de la serie—, también nos hace preguntarnos algo aún más problemático: ¿hasta dónde debemos llegar por aquello que es justo?
Esto, que bien podría ser el lema del propio Urobuchi, es lo que casi todas las series de policías se preguntan, y casi todas responden de un modo naíf. Justo es aquello que dicta la ley, dicen las series clásicas; justo es aquello que puede revelarse con la ciencia, dicen los procedimentales; justo es aquello que tenga un efecto global positivo sobre la sociedad, dicen las series de la HBO. Pero Psycho-Pass dice algo mucho más complejo: el concepto de justicia es un artefacto social. Un significante vacío donde cada persona deposita su propio interés.
De ahí todos los conflictos que genera y lo poco que soluciona.
El crimen como una de las bellas artes
Ese es el problema de la ficción televisiva. Lleva décadas contando historias de policías, pero parece aterrada ante la idea de salir de su zona de confort. Y, a diferencia de la literatura o el teatro, no tiene la excusa del progreso histórico, o las obras perdidas o imposibles de conocer debido a las diferencias lingüísticas. Si la televisión insiste en contarnos historias donde ser policía no se diferencia en nada de ser oficinista, panadero o bombero, solo que con más acción, es porque quiere, no porque no sea posible hacer algo diferente. O no tengan precedentes.
De hecho, las series más interesantes de todas las que hemos nombrado son las que rompen los esquemas. Las que tienen personajes humanos, que dudan, que no saben si están haciendo lo correcto, o que son directamente despreciables y solo ven su trabajo como un modo de conseguir poder. Esa es la ficción más interesante. La que se cuestiona el statu quo e, incluso si llega a la misma conclusión que el resto de series, reflexiona sobre lo que significa la justicia y ser policía en un mundo inevitablemente ambiguo.
Porque series glorificando a la policía y resolviendo casos a la Sherlock Holmes con un estilo genérico ya tenemos muchas. Y no sobran. El entretenimiento sin más vueltas también es valioso por sí mismo. Pero la ficción es mucho más interesante cuando se atreve a observar el mundo con las gafas del arte puestas.
Buen artículo, aunque echo de menos la que para mí es la mejor serie de policías que he visto: SouthLand.
Decir que The Wire no hace una critica descarnada del trabajo policial, de la sociedad, ni de la policía como institución, es una simple muestra de que ni siquiera la has visto, si no es inexplicable. Todo lo que pones como ejemplo de buen hacer en Luther esta en The Wire y encima mucho más.
Entiendo que The Wire no es una serie de policías.
Retrata el funcionamiento del sistema de organización de una comunidad, en este caso, la ciudad de Baltimore. Uno de los aspectos del sistema, es la lucha contra el crimen, focalizado en la lucha contra el tráfico de drogas y su repercusión en la sociedad, pero no es el unico aspecto del que trata la serie. Tambien se habla de la educación, la politica, el periodismo, etc.
Es de agradece la mención a Psycho-Pass, pero en mi opinión es un 1984 narrado por O’Brien. Al final da la impresión de que ése sistema, el sybil system, es el mejor, por muchos fallos que tenga.
Al fin y al cabo, la justificación de la heroína de la serie es que si la gente desea un sistema en que la libertad de pensamiento se entregue a cambio de la seguridad personal, estará bien. Ideología que, por cierto, se parece demasiado a lo propuesto por nuestros neoconservadurismos recientes.
Hay que tenerlos muy gordos para decir que The Wire no es una crítica descarnada del sistema… de todo el sistema: policías, jueces, abogados, profesores, políticos, sindicatos…
Pedazo de artículo, la verdad es que es muy interesante
Con la Iglesia hemos topado: The Wire.
Metes cinco líneas casi por obligación y fallas en el diagnóstico. Completamente de acuerdo con mataclanes. Es una crítica del sistema como un todo.