Música

Pelos largos y minifaldas en el socialismo real

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Detalle del cartel de How the Beatles Rocked the Kremlin. Imagen: BBC Four / Thirteen.

Me llamó la atención leer en un foro de aficionados al doom metal que cómo era posible que un grupo pionero como los ruso/soviéticos ВОЙ fuera posible en un lugar aislado de la escena occidental. En realidad, los países comunistas no estuvieron aislados del tape trading cuando se gestó el metal extremo en los ochenta, pero es que además el rock y el pop atravesaron el telón de acero en cuanto surgieron en Occidente y su llegada no estuvo exenta de convulsiones.

Sabrina P. Ramet en Kazaaam! Splat! Ploof!: The American Impact on European Popular Culture Since 1945 contó que solo Albania y Afganistán en todo el imperio socialista estuvieron a salvo de su influencia. Los talibanes y Hoxha lo prohibieron terminantemente. Sin embargo, en países como Yugoslavia, que cultivaba estrechas relaciones con Reino Unido y Estados Unidos, las giras de músicos anglosajones fueron frecuentes y el espíritu prendió fuerte.

Hubo entre 1972 y 78 un festival que metía quince mil personas en cada edición con carteles formados solo por grupos locales, el Boom Fest. A día de hoy, el yugo-rock es uno de los productos más queridos del país que ya no existe en cualquier rincón de ex-Yugoslavia; un lugar donde el punk y la nueva ola explotaron casi al mismo tiempo que en Occidente.

Según unas revelaciones hechas por Dusan Vesic, un periodista, citadas por Ramet, el propio Tito y su lugarteniente e ideólogo, Edvard Kardelj, tuvieron una reunión específica para tratar el tema del rock and roll. Discutieron qué hacer con ese nuevo y contagioso fenómeno y decidieron optar por una política de tolerancia. Tito entendió que siendo permisivo podría dominar la escena rockera. Lo cierto es que los grandes grupos tocaron para él en alguna ocasión y se podían encontrar baladas alabándole a él,  a su programa de autogestión o a sus ejércitos, como aquí Oliver Dragojevic. Luego el punk ya no fue tan complaciente con el sistema, pero esa es otra historia. Yugoslavia fue la primera en encuernar los puños cerrados.

El resto fueron detrás. En Rock Around the Bloc Timothy W. Ryback escribió una historia detallada de la epidemia. Mientras las autoridades comunistas estaban persiguiendo el jazz, Bill Haley grabó «Rock Around the Clock» y «Shake, Rattle and Rock». En un principio, no distinguieron qué era jazz y qué era rock, a lo sumo entendían que el rock era una forma de jazz más aberrante. Pero fue curioso. Un sonido que en Occidente conquistó a las clases bajas, en el bloque soviético entró por las élites. En los cincuenta y primeros sesenta solo los que tenían el privilegio de salir del país podían volver con algún disco que dentro de sus fronteras costaban fortunas en el mercado negro. En los países socialistas, los obreros y la gente de provincias no se enteraron mucho de la llegada del rock.  

En Hungría también hubo un consentimiento más explícito. Kadar, justo después de represaliar a toda la oposición tras la intervención soviética de 1956, abrió la mano con los jóvenes. Consintió la importación de cientos de jukeboxes que se instalaron en restaurantes y salas de fiestas con los últimos hits occidentales, Platters y Elvis fundamentalmente por aquellos años.

A partir de los sesenta, el rock se extendió sin muchos obstáculos por Hungría, pero también por Polonia. En plena reforma y desestalinización, cuando se levantaron las medidas que había contra el jazz, no se hizo nada contra el rock. El litoral báltico fue el punto de entrada. En Gdansk había numerosos conciertos y locales, como el legendario Non Stop en Sopot, fundado por el periodista Franciszek Walicki, que también había reunido al grupo Rythm and Blues, el que dio el primer concierto de rock and roll en Polonia el 24 de marzo de 1959 en el club Rudy Kot de Gdansk. La huella que dejó no se ha olvidado:

Esta semana, Memphis es un cofre abierto de historias de seres humanos peculiares unidos por el imán de la nostalgia por Elvis. En Sun Studio, donde grabó su primera canción en 1954, «That’s All Right», una mujer pelirroja tomaba fotos de la fachada. Viajó desde Polonia con su hija. Es conductora de tranvía en Varsovia y tiene nueve tatuajes de Elvis sobre su piel blanca de Europa del Este. Uno en el pecho izquierdo que muestra con desembarazo retirándose el sostén. Teresa Rek tiene cuarenta y ocho años. Cuando empezó a escuchar al Rey vivía en un país enemigo de Estados Unidos. No fue un obstáculo: «Yo me enamoré de Elvis siendo una niña comunista».

(Diego Manrique «Demonios, Elvis Presley está muerto», El País, 16 de agosto de 2017).

Según Ryback, estos gobiernos «prefirieron que la gente joven diera salida a sus frustraciones en cafés y clubs con bailes salvajes mejor que en las calles con piedras y armas». En los demás no fue así, inicialmente el resto de  países satélites lucharon contra la nueva moda. En Checoslovaquia hubo un desarrollo incontrolado inicial que fue duramente reprimido. Hubo gente en esta primera etapa que acabó en la cárcel por tocar «música americana decadente» y promover «bailes excéntricos».

En Rumanía la prensa atacó duramente los nuevos ritmos. En la revista Contemporanul, por ejemplo, se los tachó de «barbarismo» y «degeneración». No andaban muy desencaminados en sus análisis. Decían que el problema estaba en que esa música sacaba los instintos animales del que la oía, su crueldad y deseos de destruir. Efectivamente, así es. Pero solo si es buena.

Tanto fue así que está constatado que la OTAN pensó en el rock and roll como arma, así apareció tratado el asunto en Revue Militaire Generale en 1958, y los líderes comunistas eran muy conscientes de su peligro. La amenaza, añade Ryback, era «cuanto más tiempo esté un joven escuchando a Little Richard, menos tiempo estará leyendo a Marx o Lenin».

En Bulgaria, en el Congreso del Komsomol de 1958, Zhivkov se quejó del descontrol reinante entre los jóvenes: «Los cuellos de la juventud se han retorcido de mirar hacia el oeste, para ellos el mundo no ha cambiado. América es todavía el mítico y poderoso país. El estilo de vida americano les parece el mejor ejemplo a seguir». El rock se calificó de «virus», «música primitiva» y «decadente». Siguieron las correspondientes campañas para erradicarlo, pero sin mucho éxito. Los clubes búlgaros durante el día ponían música autorizada por el gobierno y a partir de las doce sonaba jazz, boogie-wogie, bebop y rock and roll. Hubo voces que se alzaron contra la represión precisamente porque generaba el efecto contrario. Con el tabú aumentaba el interés. «Nosotros solos hemos hecho del rock and roll un arma en manos de los imperialistas occidentales», escribió Luben Dilov. La solución, sugería, pasaba por crear un rock búlgaro que neutralizase al occidental. Le escucharon.

En la RDA, el 2 de enero del 58 se estableció la cláusula 60/40 que decía que el 60 % de la música que sonase en el país tenía que ser local, de la URSS o de cualquier otra democracia popular. El 40 % restante podía ser de países capitalistas si previamente había sido aprobada. Si un músico violaba la prohibición, se quedaba sin licencia y no podía tocar. Para competir con los bailes decadentes occidentales, se creó un paso genuino de la RDA, el lipsi. Un baile moderno y socialista que hiciera sombra al jitterbug. Cuajar, cuajar, no cuajó.

En la URSS, todo tardaba más en aparecer, pero lo hacía igualmente. Tras el Informe Secreto al XX Congreso del PCUS que dejaba atrás el estalinismo, la revista Sovestskaia Muzyka advertía: «No permitáis que entre basura en lugar de agua clara a través de las esclusas que se han abierto». El gran Shostakovich se llevó las manos a la cabeza con lo la música que empezaba a asomar, le parecía primitiva, aparte de extranjera, que esa era otra.

En 1957, el secretario del Comité Central, responsable del trabajo ideológico de la URSS, Dimitri T. Shepilov, en un congreso de compositores también demostró que tenía ojo para entender el rock: «Es una explosión basada en instintos e impulsos sexuales», dijo acertadamente. Pero la culpa de su influencia recayó en la industria discográfica, a la que se acusó de reproducir en sus lanzamientos las tendencias occidentales, aunque el rock and roll en realidad circulaba de forma clandestina. Mucho se ha hablado y documentado el fenómeno de la copia de discos en radiografías. Esta práctica se declaró ilegal y se acusó de los crímenes y asesinatos que se producían en el país a los que pirateaban con el rock. La gente mataba y violaba, sin duda, por culpa de esos sonidos.

Lo que sería injusto es atribuir al rock toda la contestación social en formato musical. Con la desestalinización, en la URSS ya aparecieron cantautores de folk que denunciaban los excesos de la época anterior. Cantaban abiertamente contra Stalin y sus crímenes, señalaban los defectos y contradicciones del sistema y su música venia de la tradición local, un género llamado bard. Además, es importante señalar la existencia de la música del gulag. Canciones compuestas en los campos de trabajo, en pleno aislamiento, que llegaron a la sociedad con las amnistías masivas tras la muerte de Stalin. La inteligentsia se apropió rápidamente de ellas. Se extendieron como la pólvora porque entre los nuevos bienes de consumo entraron también en circulación magnetofones. Desde los cantautores de bard a los punks que llegaron años después distribuyeron sus grabaciones desde casa, eludiendo la censura, en un fenómeno llamado magnitizdat equivalente al tape trading occidental.

Todos estos factores fueron asociados rápidamente a problemas más graves como el del aumento de la delincuencia juvenil. En Polonia, el general Marian Spychalski amenazó con movilizar al ejército contra los jóvenes a principios de los sesenta. En noviembre de 1963 hubo cinco condenas a muerte a pandilleros acusados del asesinato de policías, uno de ellos linchado. Entonces, llegaron los Beatles.

La prensa soviética recibió a los Fab Four criticando que en Estados Unidos se les diese tanta publicidad, aunque predecían que sería un fenómeno efímero, de vida corta. Esto no ocurrió, como es sabido, y el saldo de su legado que hizo Sovetskaia Kultura el 3 de diciembre de 1968 fue de una enmienda a la totalidad. Habían pervertido, censuraba, la música tradicional británica enajenándola en el mercado mundial del gran capitalismo, ejemplo de que habían crecido tristes y desesperados en una sociedad de consumo occidental, por lo que al final de su carrera no les quedaba otra que refugiarse en las drogas y las religiones orientales. Otra vez, razón no les faltaba, otra cosa era que la música de los Beatles perteneciera en origen a la tradición británica.

Se desató la beatlemanía soviética, hubo una oleada de imitadores. Hasta el nieto de Mijail Solojov montó un grupo de obediencia liverpooliana, The Slavs. Un detalle que apunta Leslie Woodhead en How the Beatles Rocked the Kremlin como ejemplo de que el rock en el socialismo real era de las élites. Tocando en bailes, universidades y escuelas, debió haber solo en Moscú como doscientos grupos freakbeat aquellos días, cita este ensayo. Los promotores de pequeños conciertos se la jugaban, si les salía bien ganaban miles de rublos en poco tiempo, si le cogía una redada, les confiscaban todo el equipo y podían acabar en prisión. Cada vez que se montaba un sarao de este tipo el público podía romper el mobiliario y, tal y como la criticaba la prensa, los chavales «gritaban como si hubiesen matado a alguien».

En una ocasión, en el Palacio de Pioneros de Leningrado, en una competición organizada por el Komsomol, concurrieron cuatro grupos imitadores de los Beatles y un solista que iba de Elvis cantando canciones de Bobby Darin y Spencer Davis. Las autoridades se hartaron. Acabaron vetando este tipo de actuaciones. En Riga, Letonia, llegó a haber manifestaciones en contra.

Por si la british invasion no fuese suficiente, en los sesenta también se coló en Checoslovaquia el poeta Allen Ginsberg. En su gira se atrevió a criticar a Novotny y fue detenido en varias ocasiones. Una, por ir borracho por la calle. De otra solo se sabe que los policías le prendieron al grito de «maricón». En la tercera, cayeron en sus manos sus cuadernos con sus anotaciones a modo de diario y directamente le echaron del país. Ginsberg dijo que la explicación que le dieron fue «haber corrompido a la juventud socialista con ideas burguesas». El diario Rude Pravo escribió que se le había recibido con los brazos abiertos y él se había dedicado a seducir jóvenes para montar orgías homosexuales. La segunda mitad de los sesenta fue la de los hippies. Un fenómeno del que Ramet destacaba que en Occidente había aparecido como respuesta a la ética protestante del trabajo y en el campo socialista contra todo lo contrario.

En Checoslovaquia hubo cientos. Se sentaban en las escaleras del Museo Nacional en Praga. Eran conocidos como Máničky (greñudos). Hacían acampadas públicas, como una que hubo frente al teatro de Bratislava, donde se bebía de la fuente pública y se cocinaba con fogatas. Fue la época de Milan Knížák, que montaba happenings tipo ZAJ donde los asistentes acababan tirándose comida unos a otros y ligeramente tajados.

Los primeros en quejarse de estos desmanes fueron los propios ciudadanos y trabajadores que se cruzaban con ellos o sufrían sus acampadas con pancartas en contra del trabajo. Las medidas iniciales contra ellos pasaron por prohibirles la entrada en restaurantes de primera y segunda categoría, a los transportes públicos y a las escuelas. Según relata el libro Vratte nam vlasy! (Devolvednos el pelo) de Filip Pospisil y Petr Blazek, a finales de agosto de 1966, las autoridades emprendieron una campaña contra los hippies con la intención de cortar de raíz el fenómeno. Le cortaron el pelo a supuestamente cuatro mil de ellos. Hubo una campaña propagandística en televisión y medios escritos que decía Máš-li dlouhý vlas, nechoď mezi nás! (Si tienes el pelo largo, no camines entre nosotros). Es gracioso que con estos antecedentes en 1980 en Yugoslavia irrumpiera el grupo Pekinska Patka, en un corrosivo sonido Damned, con «Bolje Da Nosim Kratku Kosu» («Mejor voy con el pelo corto»), alegato antihippie, pero desde una postura punk. En Checoslovaquia la seguridad del Estado llegó a dibujar un mapa sobre la frecuencia de pelos largos en los hombres. No obstante, esta represión tenía el favor de la mayor parte de la población.

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Portada de Bolje da nosim kratku kosu, de Pekinška Patka.

También hizo acto de aparición la droga. No a los niveles occidentales, pero circularon. Muchas se las podían hacer ellos mismos con lo que pillaban en la farmacia, como en España por esas fechas. La principal era el fenmetrazin, de efectos parecidos a la anfetamina. En dosis elevadas provocaba alucinaciones. En el 68, los hospitales empezaron a registrar la aparición de adictos. Un 40 % de ellos, a fenmetrazin.

Yastyl, un medicamento para el asma, administrado con alcohol causaba alucinaciones. Analgon, un analgésico, tenía efectos similares. Después de la invasión soviética, el consumo de drogas subió exponencialmente. Los turistas holandeses, de la RFA y austriacos metían heroína, morfina y hachís. Encima, la ruta afgana pasaba por territorio checoslovaco. El código penal impuso pena de dos a ocho años por producción, importación o distribución, pero no dijo nada del consumo.

Con varias emisoras occidentales emitiendo para los países comunistas, algunas de ellas contraprogramando incluso a las locales, todos los países satélites estuvieron expuestos a las revoluciones juveniles. La música occidental que se podía escuchar en la RDA, Ryback la califica de «blitzkrieg musical».

En diciembre de 1965, el presidente Ulbricht y Honecker —entonces secretario de las Juventudes— se juntaron, al igual que habían hecho antes Tito y Kardelj en Yugoslavia, para hablar expresamente de rock and roll. A Honecker le preocupaba el aludido auge de la delincuencia entre los jóvenes, particularmente el creciente número de violaciones y alcoholismo. De nuevo, en la reunión quedó patente que los políticos comunistas habían entendido qué era el buen rock and roll mejor que un crítico especializado occidental: «La finalidad de esa música es llevar a la gente a cometer excesos a partir de un uso exagerado del ritmo», concluyeron.

Horst Sinderman, presidente del parlamento (Volkskammer), allí presente, demostró que  también podría haber tenido una columna en Creem. Aludió que el rock promovía el «primitivismo». Citó escandalizado el ejemplo de críos que no habían estudiado inglés en el colegio y sabían hablarlo parcialmente tras memorizar fonéticamente las letras de grupos de rock.

El Comité Central condenó esa música. Ulbrich setenció: «La inacabable monotonía de esos yeah, yeah, yeah, no es que sea ridícula, es que es una muerte espiritual». Siguió una oleada de revocación de licencias a músicos, entre ellos Wolf Biermann, el padre de Nina Hagen. Luego Joan Baez le dedicó una canción en un recital que hizo en la RDA y el detalle sentó tan bien a las autoridades como el comportamiento de Ginsberg en Checoslovaquia.

El hito de los hitos en los sesenta fue el concierto de Rolling Stones en Varsovia en el 67. Su reputación no podía ser peor, era mala hasta en Occidente, en la RDA se había advertido de que en sus conciertos las chicas acababan «sin bragas», pero terminaron tocando en Polonia todavía no se sabe muy bien por qué. Actuaron en el Palacio de Congresos de Varsovia, donde se hacían los encuentros del pleno del Partido Comunista. Presentaban el álbum favorito de ellos de quien esto escribe, Between the Buttons.

El empresario que les trajo fue Wieslaw Jakubowski. Dirigía una oscura agencia, Pagart, pero con entidad suficiente como para cursar la invitación al grupo. El periodista musical Wieslaw Weiss recordó en una entrevista en la radio polaca cómo se enteró de la noticia: «Dos semanas antes del concierto, caminaba a la piscina con mis amigos y vimos un cartel en una columna, uno muy breve, decía: The Rolling Stones, Palacio de Congresos, 13 de abril de 1967. Fue a principios de abril, y como el póster era muy pequeño y poco atractivo, estábamos absolutamente convencidos de que alguien simplemente quería gastar una broma».

Los hijos de los altos cargos del partido y autoridades tenían todos entrada, pero se quedaron fuera ocho mil fans. En la autobiografía de Keith Richards, Life, solo aparece su concierto en Praga, pero muchos años después Vaclav Havel lo vendió con el eslogan «se van los tanques, llegan los Stones», que da buena cuenta del significado que tenía el rock en este país. El que registró lo de Polonia fue Bill Wyman en Stone Alone.

Fue una idea nuestra, más que de nuestro promotor. No había dinero de por medio; los honorarios eran una buena comida (…) habíamos oído hablar de que en los países comunistas los chicos conseguían los discos de Occidente en el mercado negro, y que nos escuchaban en la radio (…) Al día siguiente, el 13 de abril, algunos de nosotros paseamos por el hotel y descubrimos a hombres de seguridad vestidos de campesinos vigilándonos por doquier, quienes rehuían nuestras miradas. Al salir por la puerta principal del hotel para pasear por Varsovia, fuimos detenidos por hombres de seguridad, que nos pidieron permanecer en el hotel (…)

Cuando después nos llevaron en minibús para dar dos conciertos, grandes grupos de jóvenes concentrados enfrente del hotel fueron mantenidos a distancia por la policía. Agitaron sus pancartas y gritaron: «Larga vida a los Stones». Cuando llegamos al lugar, miles de personas se estaban manifestando por las calles. Rápidamente nos enteramos por qué: Todas las entradas para nuestros conciertos habían sido distribuidas a miembros del Partido Comunista, y ninguna había llegado a los verdaderos fans (…)

Cada vez que la gente se ponía de pie para aplaudir o animar, los oficiales se abrían camino hacia los «ofensores» y los reprendían… Fue terrible ver tanta represión de los sentimientos de las personas. Hacia el final de nuestra actuación, la gente comenzó a gritar: «¡Aycantgetno! ¡Aycantgetno!» Tardamos algo en caer en la cuenta de que lo que pedían era la canción «(I Can’t Get No) Satisfaction».

Les Perrin y una manada de periodistas británicos fueron testigos de fuertes disturbios fuera del teatro. Durante el intermedio, nos dijeron que en el exterior los fans estaban luchando contra la policía y los militares en las calles, y que la policía cargaba contra ellos a caballo y les echaban sus coches blindados con ametralladoras en el techo.

Los disturbios fuera no solo eran porque había gente que se había quedado sin entrar, sino porque también se habían vendido entradas falsas por verdaderas fortunas. La policía tuvo que cargar contra los jóvenes rabiosos que querían introducirse a la fuerza. El Congreso estaba a reventar, con gente por los pasillos y colgando de los balcones. En las primeras filas todos eran miembros del partido.

Según el diario polaco Culture, los que estaban atrás bailaban «salvajemente», agitaban sus chaquetas y empujaban hacia delante. Gritaban tanto que no se podía escuchar al grupo. Keith Richards tuvo que parar el concierto para pedir que se retirasen los de las primeras filas y dejasen pasar a los de atrás, porque parecía que podía ocurrir una tragedia en cualquier momento.

A Jagger le arrojaron unas flores, se las metió en la boca, las masticó y las escupió. Hizo gestos obscenos al cordón policial. La platea enloqueció. Fuera, los excluidos empezaron a tirar piedras, a romper las ventanas del Palacio de Congresos y las farolas. La policía cargó con perros, utilizó cañones de agua y gases lacrimógenos. La prensa el día después habló poco de música y mucho de los disturbios. El Correo de Varsovia se preguntó, por los destrozos, si lo que había pasado por la ciudad había sido un huracán.

Nadie sabe todavía cómo se permitió ese concierto. Según todos los testimonios que recogió Culture, el grupo vino por el marketing de tocar tras el telón de acero, y con idéntica intención les recibió el presidente Gomulka. Según Grzegorz Wasowski, periodista: «Las autoridades, tan simples como eran, sabían que si no podían ofrecer libertad a sus ciudadanos, al menos les podían dar un sucedáneo, lo que significaba circo». Pero el circo no salió gratis. En los días sucesivos cientos de jóvenes fueron detenidos, otros expulsados de la universidad o enviados al ejército.

En Hungría, sin embargo, Kadar siguió sin querer tomar medidas preventivas. Su encargado de cultura, György Aczél, proclamó: «El gobierno no va a demandar obediencia ideológica a su juventud (…) el marxismo no es un monopolio (…) idolatrar músicos beat no es un fenómeno político, verlo así es una interpretación arbitraria más dañina que la escena por sí misma». Sin embargo, cuando el grupo Illés actuó en la RFA y se quejó en la prensa de que su gobierno era muy rígido y no les apoyaba, hubo un gran escándalo en Hungría. La prensa contestó a sus declaraciones una por una. El gobierno, por su parte, respondió restringiéndoles las actuaciones.

Cuando osaron sacar una canción criticando la intervención soviética de la década anterior, «Ha én rózsa volnék» («Si yo fuera una rosa»), el gobierno confiscó toda la tirada del disco y prohibió que sonase en la radio. En los setenta se convirtió en un himno y hasta el 83 no se pudo editar. En la carpeta del disco prohibido, por cierto, podía leerse una dedicatoria a Angela Davis.

En la URSS todo sucedía más despacio. Breznev, en un congreso de profesores en 1969, dijo en un discurso que había que educar a los chavales para que tuvieran hábitos más saludables. Unas palabras menos agresivos que los de algunos de sus homólogos de las democracias populares.

Había grupos y había groupies. En 1969 hubo un festival apodado «Woodstock de la URSS» en Armenia con grupos de toda la unión reunidos por Rafael Mkrtchian. El festival se repitió en 1972 y llegó a ser filmado, pero la película no vio la luz. Mkrtchian ingresó en prisión a cumplir una pena de diez años. La costa báltica de Estonia y Letonia era llamada «la California soviética». En el 69 también hubo un festival en Riga de rock and roll, soul y blues. El público destrozó todo lo que pilló a su paso. Pero las autoridades estuvieron más preocupadas por lo que ocurrió en Tallin ese mismo año en un festival que no era de rock. En el Laulupidu, un encuentro tradicional de canción estonia, un coro empezó a cantar espontáneamente «Mu isamaa on minu arm» («Mi patria es un amor»). Las autoridades soviéticas, en primera fila, intentaron que se interrumpiera, pero instantáneamente se unieron al coro veinte mil personas. Una reivindicación nacionalista de ese calibre hacía más daño al sistema que los rockeros, que por esas fechas ya eran todos simples melómanos, mientras que la rebeldía la encarnaban los hippies.

Otro de los pasatiempos favoritos de la policía eran las redadas sobre el terreno, donde se reunían los coleccionistas de vinilos y cintas caseras de rock occidental. Muchos intercambios ocurrían a menudo en los suburbios, al lado de las vías del tren, en las áreas boscosas, a campo abierto. El lugar de encuentro estaba constantemente cambiando, pero no se salvaba nadie, dijo Ivanov. Varias veces la policía con perros trató de rodearles. Al ver los jeeps azules y amarillos, los melómanos tiraban sus discos al suelo y trataban de huir. Todavía conservo la portada de un disco importado con la huella marcada de la bota de un policía.

(100 Magnetic Tape Albums of Soviet Rock. 1977-1991: 25 Years of Underground Recording, Alexander Kushnir. Citado por Boris Von Faust en Banned in the USSR)

Un artículo en la prensa creó la oleada de jipismo, en la revista Vokrug Sveta (Alrededor del mundo) el reportaje «Un viaje a hippieland» mostró cómo era todo el movimiento en Occidente. Esas páginas crearon todo un dress code para los hippies soviéticos y sirvió poco menos que como manifiesto.

Los soviéticos también se metían narcóticos y viajaban a Azerbaiján con la intención de ponerse. En Yalta tenían sus mercadillos y muchos se mudaban a Letonia. La prensa de este país, el diario Svioteskaia Latvbia, se quejó de que su república se estuviese llenando de «imitadores de inútiles anglosajones» y cargaba contra el Komsomol por permitir que hubiera juventud tan desviada.

La policía lo que hacía era cogerlos por la calle, llevarlos a la comisaría y cortarles el pelo. Con frecuencia también les golpeaba y algunos acabaron en psiquiátricos. Si había drogas de por medio, su destino era la prisión. Ryback cita un caso concreto, el de un tal Andrei Maslakov, que le pegaron en comisaría por negarse a cortarse el pelo, pero el hippie tonto no era y puso una denuncia en la autoridad superior por el trato que le habían dado en la comisaría. Mikhail P. Maliarov, de la fiscalía de la URSS, falló que, efectivamente, su estética ofendía al buen gusto, pero que por ese motivo nadie tenía derecho a llevar a un ciudadano a una comisaría y retenerlo.

En 1981, Andrea Lee, la mujer de un estudiante de Historia Rusa acompañó a su marido a proseguir su formación en la URSS y se mudó a Leningrado con él cuando tenía veinticinco años. Sus experiencias con la juventud local las plasmó luego en un libro titulado Russian Journal que mostraba cómo era el ambiente y las adversidades a las que se enfrentaban los hippies:

Sasa pone una cinta de Jefferson Airplane en un aparato muy chulo de la RFA. Tiene una gran colección de cintas, la mayoría de ellas de jazz americano o rock de los sesenta. Sonrió cuando vio que yo estaba impresionada. Tomaba prestado discos occidentales donde podía, me dijo, y un amigo en una tienda de discos se los pasaba a cinta. Estuvimos hablando de los problemas de los hippies con la urla, su nombre para referirse a los obrero duros. Estos hombres, con el pelo corto, trabajadores de fábricas y obras eran como los occidentales, pero odiaban a los hippies y a los hare krishnas. Todo el mundo parecía conocer a alguien a quien le había dado una paliza los urlas.

M. V. Rozin, autor de The Psychology of Moscow’s Hippies estuvo también entre ellos. Contó que se movían en comunas cuyos miembros solían proceder de familias de intelectuales. Sobrevivían vendiendo en la calle artesanías de madera, cuero y arcilla. Los eslóganes que gritaban, lo hacían, curiosamente, en inglés (freedom, love, peace, flowers…)

Sentían pasión por viajar haciendo autoestop en dirección a Asia Central, donde había más comunas. Viajaban de esta manera porque no tenían dinero, pero los que lo tenían preferían hacerlo así también. Él mismo fue testigo de cómo una chica rechazaba el billete de tren que le habían comprado sus padres porque quería hacer dedo por la autopista.

El temor de esos padres estaba justificado. Durante el viaje, los lugareños de las localidades donde paraban les solían mostrar su más profundo rechazo. No era raro que les dieran palizas. Las chicas corrían el riesgo de ser violadas. Las relaciones con la policía no eran mucho mejores.

Sus teorías filosóficas no estaban diseñadas para ser llevadas a la práctica. Hablaban de libertad, pero se referían a la interior. Sus ideas básicamente consistían en no trabajar. Solo se esforzaban para eludir el servicio militar, escribía Rozin. Una de las pocas salidas que tenían para hacerlo era acabar en un psiquiátrico. Entre ellos, la enfermedad mental no estaba mal vista: «No es un defecto, sino un logro, algo que demuestra la originalidad y brillantez de la naturaleza», pensaban.

Estaban envueltos en un espíritu de romanticismo. No paraban de hablar de amor, pero enfatizando que no era sexual. Contaban constantemente historias de sus viajes a lugares exóticos a lugares como el Tíbet o a la India.

Aseguraban no entender por qué sus padres no les aceptaban y les echaban de casa, por qué la gente de la calle les insultaba por ir sucios o por qué una mujer decidía mandarles a paseo a gritos si la molestaban en una cafetería. El reconocimiento entre ellos se otorgaba a los que eran capaces de sostener la careta de ser alguien que rechazaba la necesidad de reconocimiento. En este punto, anotaba este psiquiatra: «Los jóvenes no sienten esta contradicción».

Un historiador, William Jay Risch estudió en Soviet Flower Children el caso concreto de una ciudad del oeste de Ucrania, en la frontera con Polonia, Lviv, donde hubo grandes concentraciones de hippies en los setenta. La gran paradoja que encontró era que en Occidente la rebeldía del hippie era contra la burguesía y en la URSS, al hippie las autoridades del Estado le percibían como una manifestación burguesa. Su auge fue tras el 68, cuando las esperanzas de cambio se vieron frustradas o se produjeron de forma muy desigual. En la URSS, estos jóvenes estaban desencantados. Alienados por la ideología oficial y la propaganda.

Se reunían en el cementerio Lychakivs’kyj, el más grande y viejo de la ciudad. Tiene un aire al Père-Lachaise de París, por lo que allí los hippies daban salida a sus ambiciones artísticas. En sus muros pintaban retratos de Hendrix y eslóganes, como Make love, not war, de nuevo en inglés. En 1970 les cogió la milicia les arrestó a todos y la comuna disuelta por haber formado una organización ilegal.

Lo curioso de este caso es que, después de esta primera redada, un oscuro personaje reorganizó la comuna. Les reunía, les hablaba de «luchar por la paz» y no tardó en mostrar «puntos de vista claramente antisociales y antisoviéticos». El 7 de noviembre de 1970, aniversario de la Revolución de Octubre, les dio un discurso vestido con una camisa negra y una insignia fascista. Muchos de los hippies abandonaron en el acto el lugar, pero no fue suficiente. El 26, el sujeto fue arrestado y procesado. Los que estuvieron a su lado en la comuna fueron localizados, perdieron sus empleos si los tenían y fueron expulsados de la escuela.

En los informes de la policía, sin embargo, se decía que generalmente los hippies de Lviv solo se juntaban a beber vino, tocar la guitarra y hablar de música occidental. En 1977 volvieron a reunirse en un número elevado para celebrar un encuentro en memoria de Hendrix. Y la policía detuvo a entre quinientos y seiscientos de ellos. Se les trató de «indeseables» y «nacionalistas burgueses».

Hartos, voluntarios de las Juventudes Comunistas de la región organizaron viajes a la ciudad en autobuses y detuvieron a todo el que iba con pintas «desviadas» o escuchaba «música inapropiada» o bailase «de forma incorrecta». Y no solo era la autoridad la que les rechazaba, entre los nuevos escritores underground también se les despreciaba porque su movimiento carecía de propósito alguno:

A fines de la década de 1970, un oficial del ejército soviético se le acercó en una parada de tranvía, le llamó «espantapájaros», le acusó de «avergonzar» a la Unión Soviética y le amenazó con llevarlo a una comisaría de policía. Los otros que estaban esperando en la estación de tranvía, en lugar de defender a Olisevych, guardaron silencio o expresaron su solidaridad con el militar.

A los búlgaros se les llenaron las playas del mar Negro de hippies occidentales que llegaban como turistas. A Zhivkov, como con los rockeros, no le gustaba nada su influencia. Dijo en la prensa que con las melenas no se distinguía a los chicos de la chicas. También criticó las minifaldas y atacó a la prensa por promover esas modas. Inmediatamente, el Comité de Cultura y Artes realizó unas jornadas para analizar el rock y el pop, origen de las desviaciones, y dar una respuesta que, al final, fue vetarlo en la televisión. El Komsomol también pidió a sus miembros faldas más largas y pelos más cortos.

Al igual que en los países vecinos y aliados, cuando se cogía a alguien con este aspecto por la calle se le cortaba el pelo en comisaría. Pero no sirvió de mucho, en 1970, el diario Rabotnichesko Delo admitió que la batalla estaba perdida. Los jóvenes no solo escuchaban las radios occidentales, también las yugoslavas, sobre todo Radio Nis serbia y Radio Skopje macedonia, y las griegas. El sociólogo Zhecho Atanasov admitió en 1970 en Srednoshkolsko que las restricciones habían fallado. Había que reconducir por otras vías. Ya se había hablado de crear un rock local que desplazara al extranjero. Tenían el ejemplo húngaro.

Allí, Kadar puso a trabajar a las discográficas estatales y a sacar discos, también incluyó programas de rock en la radio y la televisión. El Estado se puso a gestionar de cerca la agenda de conciertos. Al convertirse el Estado en un actor imprescindible del circuito, los grupos entraron más fácilmente en su juego.

Los búlgaros, en el 74, ya estaban promocionando un tipo de rock genuino búlgaro. Músicos profesionales se pusieron a crear la fusión con la tradición musical local y añadieron letras a favor del sistema. El Estado importó instrumentos y equipos occidentales de primera calidad para su sello, Balkaton. En este contexto surgieron Shturcite, uno de los grupos más famosos del bloque del este, que giró por todas las democracias populares con su hard rock al estilo de Deep Purple

En Rumanía, enfrentada durante años a las directrices soviéticas, un joven secretario general Nicolae Ceacescu reconoció en 1966 el derecho de los artistas a pintar, componer o escribir como quisieran. Electrerecord, el sello del Estado, lanzó discos para bailar twist, frug y bugaloo. Hubo giras de grupos británicos y se tradujeron libros de rock. En 1970, la juventud rumana estaba llena de connoisseurs. En una encuesta realizada en abril entre los estudiantes habían elegido «Let´s Work Together» de Canned Heat como su canción favorita, la cual no podía tener mejor título para gustar en un país socialista. El single había salido el año anterior en Estados Unidos.

En 1971 hubo un festival en el Palacio de la República. Marcela Saftiuc ejecutó sus versiones de Dylan y Joan Baez. El premio al mejor guitarrista se lo llevó Sortin Tudoran, un autodidacta obsesionado con su instrumento desde que apareciera el primer disco de Hendrix en 1967. Desgraciadamente, las grabaciones de su grupo, Chromatics, fueron borradas de los archivos de la televisión años después, cuando hubo una involución. Aunque el grupo que reventaba en aquella época eran los transilvanos Phoenix con su folk hard rock que grababan con el mejor equipo que había podido conseguir el gobierno en el exterior, con Fenders, Marshall… material que, por ejemplo, en España, no estaban al alcance de los grupos de rock en esa época.

Pero la citada involución llegó ese mismo año con dos sucesos. El primero, una gira de Blood, Sweat and Tears. En uno de los conciertos, el público se puso a gritar «USA, USA», Clayton-Thomas lanzó sus maracas a tomar por saco y el público explotó. La policía tuvo que cargar. Se les dijo al día siguiente en la embajada que por favor bajaran el volumen y, de paso, pusieran más decoro en el vestir. En el siguiente bolo, el cantante hizo lo propio con el gong y pasó lo mismo. La policía tuvo que echarle sus pastores alemanes al público. Iban a hacer una fecha más en Ploesti, un concierto benéfico por unas inundaciones, pero no les dejaron actuar y el grupo salió del Rumanía tres días más tarde.

El segundo suceso fue más determinante. Ceaucescu volvió de su histórico viaje a China en el que se quedó fascinado con la Revolución Cultural de Mao y vino decidido a introducir los mismos métodos en Rumanía para convertir en una pesadilla uno de los regímenes comunistas más abiertos. Inició una campaña contra la contaminación cultural y en noviembre empezó un programa de Educación Socialista para las masas. Fue el fin de la difusión del rock extranjero.

El problema lo tenía en los 3 800 000 turistas que el país recibía anualmente. Gracias a ellos, hubo una red de discotecas, una iniciativa privada de un productor de televisión. Andrei Voiculescu, de las pocas que hubo en el Estado. Su Whiskey a Go-go triunfaba entre los turistas y los locales. Sin embargo, en el 73 chocó con el régimen cuando le dieron ordenanzas sobre cómo tenían que vestir y llevar cortado el pelo los DJ. Amza Saceanu, del Comité de Cultura y Educación, puso patrullas a visitar los bares para ver si cumplían. Todo se vino abajo. Lo único que funcionó bien desde el 73 en adelante fueron las sesiones multitudinarias de recitales que montó Adrian Panescu, las Cenaclul Flacara con canciones patrióticas y elogios y alabanzas a Lenin y Marx.

En Hungría, Locomotiv GT, que podían ser unos Grand Funk locales hicieron una ópera rock, la primera en el mundo comunista, que criticaba el festival estadounidense de Altamont y contaba cómo la sociedad capitalista destruía a la gente joven. Igual que en la RDA, donde muchos grupos también le cantaron al socialismo, al radiante porvenir y contra el imperialismo. En la revista Melodie und Rhythmus, en 1972, los Puhdys contestaban en una entrevista de forma muy poco chispeante y juvenil: «No nos gustan las fiestas (…) preferimos beber leche y cola antes que alcohol»… Otro grupo, Lift, estrenó con la Orquesta Filarmónica de Berlín su Che Guevara Suite.

No fue casual que, cuando las autoridades soviéticas abrieron al mano a la celebración de conciertos en la URSS, cuando entraron artistas como Nitty Gritty Dirt Band, BoneyM, Cliff Richard y Elton John, que muchos jóvenes ya no estuviesen interesados en el mainstream que llegaba de Occidente. Les habían forzado a tirarse a la contracultura y los grupos underground. Eso determinó su gusto por los sonidos extremos.

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