Política y Economía

Nixon y la invención del resentimiento

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Richard Nixon (1986). Fotografía: Nancy Wong para Newspaper Editors  (DP).

En septiembre de 1952 el senador Richard Nixon, candidato republicano a la vicepresidencia de Estados Unidos, estaba en problemas. La prensa había descubierto un fondo de especial donde donantes adinerados habían depositado fondos no estrictamente ilegales, pero sí ciertamente cuestionables, para sus campañas políticas. El senador, que había saltado a la fama en parte por su celo anticorrupción, era de repente el objeto de críticas de dentro y fuera de su partido; muchos pidieron a Dwight Eisenhower, el candidato a la presidencia, que reemplazara al que iba a ser su segundo.

Por aquel entonces Richard Milhous Nixon era un ambicioso y prometedor político de treinta y nueve años, uno de los máximos exponentes de la nueva generación de cargos electos que habían combatido en la Segunda Guerra Mundial (aunque Nixon fue oficial de logística, no un soldado). De familia humilde, era inteligente, ambicioso e incansable, y no iba a permitir que un escándalo así destruyera su carrera. Tras hablar con Murray Chotimer, su director de campaña, Nixon decidió responder con una estrategia revolucionaria: contratar un bloque de media hora en las tres cadenas nacionales para dar un discurso televisado en horario de máxima audiencia.

El hilo conductor del discurso (que podéis ver íntegro aquí) parece simple. Ante las acusaciones de utilizar donaciones para su personal, Richard Nixon, hombre hecho a sí mismo, responde explicando que es un hombre trabajador, austero y honesto, que vive sin lujos. Habló en detalle de sus finanzas, desde lo que paga de hipoteca al dinero que debe a sus padres. Contó que su mujer no tiene ni siquiera un abrigo de visón, sino un austero y republicano abrigo de lana. Explicó orgulloso que en toda su carrera política solo ha aceptado un regalo: Checkers, un cocker spaniel enviado por un votante de Texas cuando escuchó en la radio que su hija quería un perrito. Tras media hora de discurso, Nixon se despidió poniendo su carrera en manos de los votantes, pidiendo a la audiencia que llamaran o escribieran al Partido Republicano diciendo si le creían, y si debía renunciar como candidato.

Fuera como fuera, sin embargo, a Checkers se lo iban a quedar igualmente.

El Checkers Speech, como fue inmediatamente conocido, fue visto por muchos comentaristas como una telenovela cursi e insufrible. Nixon había recurrido a los tópicos más gastados del político que antepone el servicio a la riqueza, la historia de su familia humilde, incluso sacando literalmente a pasear un perrito y la ilusión de sus hijas para dar lástima, pero no había contestado las acusaciones. Era un discurso tramposo, vacuo, sentimentaloide; politiqueo de tercera de un político sin clase.

Para una inmensa mayoría de votantes, sin embargo, el discurso fue extraordinariamente convincente. El Partido Republicano fue inundado con más de cuatro millones de cartas, telegramas y llamadas de teléfono, abrumadoramente a favor del candidato. Eisenhower superó rápidamente sus dudas y lo mantuvo en la papeleta.

Nixon es visto (por buenos motivos) como una figura oscura y deshonesta estos días, pero era un político extraordinario. Nunca tuvo fama de gran orador, pero su actuación en Checkers fue casi perfecta. Aunque la fama de mago de la televisión se la llevó Kennedy tras ese infausto debate en 1960, fue Nixon quien poco menos inventó el discurso televisado como arma política efectiva. Más allá del medio y de la oratoria, sin embargo, el discurso de Checkers es mucho más complejo y refinado de lo que parece, y explica gran parte de la política en años venideros.

Su eco, de hecho, persiste hasta nuestros días.

Si leemos el texto de forma superficial, Nixon parece hablar sobre la vida de un humilde servidor público, pero eso es solo una cortina de humo. Nixon, que en verdad venía de una familia trabajadora con bien poco dinero, entendía perfectamente que con decir y explicar que era honesto no bastaba; la mayoría de los votantes asumen por defecto que los políticos son deshonestos y les están mintiendo. En Checkers, lo que hace Nixon es mucho más sutil: en vez de simplemente negarlo todo, lo que hace es insinuar que los ataques que está recibiendo se deben a que es un hombre humilde, no un político adinerado.

Nixon intercala sus ataques de forma discreta, a menudo envueltos en la más nixoniana de las artes políticas, la pregunta retórica. Sus oponentes, al fin y al cabo, tienden fondos de campaña y donaciones parecidas a las suyas; si se están metiendo con él, es porque él, Richard Nixon, es alguien que es honesto y no tiene nada que ocultar. Nixon es alguien como tú, alguien que tiene una hipoteca, no puede permitirse un abrigo de piel y ha trabajado toda su vida. Los listos de la clase, las élites, el establishment, no quieren que un hombre común como Nixon se codee con ellos, y por eso le atacan a él por hacer lo mismo que hacen ellos. ¿De quién te vas a fiar, de esos periodistas e intelectuales que miran hacia el otro lado cuando los ricos hacen sus chanchullos, o de Richard Nixon, uno de los tuyos, haciendo lo que debe hacer para poder competir?

Lo fascinante es que, al menos en este punto, no estaba mintiendo. No hay ningún líder político americano que haya sido más psicoanalizado a distancia que Nixon; muchos biógrafos y observadores han señalado que siempre fue un hombre profundamente marcado por sus inseguridades, incluso paranoia, convencido que las élites políticas del país le despreciaban. Nixon no era «realeza» como los Kennedy, ni el heredero de una familia WASP con tradición senatorial, ni un descendiente de old money del Upper East Side, ni un miembro de los círculos intelectuales de las Ivy League. El victimismo implícito bajo su discurso de Checkers no era algo impostado, sino el fruto de un resentimiento sincero y real ante la estructura de poder americana. El genio de Richard Nixon consistió en entender que ese resentimiento podía ser una extraordinaria arma política.

Richard Nixon (1968). Fotografía: Ollie Atkins (DP).

Durante toda su carrera, Nixon utilizó la desconfianza contra las élites como el punto de partida de todos sus mensajes. Fue esa clase de mensaje (aderezado con una cantidad descomunal de mentiras y golpes bajos) lo que le hizo ganar su escaño en el congreso en 1946. Fue esa indignación grandilocuente lo que le hizo saltar a la fama a nivel nacional en 1948 con el caso contra Alger Hiss, un newdealer aristocrático y aparentemente intocable acusado de ser un espía soviético, en una de las primeras salvas de la caza de brujas del McCarthismo (Hiss, por cierto, realmente era un espía soviético).

En 1950, aprovechando la enorme publicidad que rodeó al caso, Nixon intentó dar el salto al senado. Su oponente era Helen Gahagan Douglas, congresista brillante, exactriz de belleza y talento extraordinarios, amante ocasional del entonces congresista Lyndon Johnson y una de las mujeres más fascinantes que ha pasado por el congreso de Estados Unidos. En una campaña recordada como una de las batallas políticas más desalmadas de la historia en California, Nixon recurrió al antisemitismo, histerismo anticomunista y constantes referencias a las élites de Hollywood para ganar su escaño. Uno de los conversos a la causa nixoniana esos días fue un actor amigo de Douglas, un tal Ronald Reagan, cuando su novia le llevó a un mitin.

De ahí pasó a la vicepresidencia, y tras ello a la más célebre de las derrotas electorales en 1960, en unas elecciones decididas por unos cuantos miles de votos en Chicago y (probablemente) copioso fraude electoral. El discurso antiélites de Nixon esos días no acabó de resonar viniendo de un político de carrera que llevaba ocho años en la Casa Blanca. Por añadido, si hay algún momento en la historia de Estados Unidos en que las élites intelectuales podían proclamar el triunfo de su liderazgo era precisamente 1960, cuando Estados Unidos estaba aparentemente en el cénit de su poder económico y político y los consensos sociales del New Deal eran completamente incuestionables.

Tras perder la presidencia, Nixon se estrelló dolorosamente dos años después en su intento de llegar a ser gobernador de California (perdió contra Pat Brown, padre del gobernador saliente del estado en el 2018, Jerry Brown). Derrotado, envió todo el mundo a la mierda. En una épica conferencia de prensa de despedida («you won´t have Nixon to kick around anymore»), y abandonó la escena política para nunca volver.

Hasta que claro, todo lo que pasó en la década de los sesenta sucedió, y los hechos le dieron la razón.

Es difícil hacerse una idea de la locura que fue el periodo 1965-1968 en Estados Unidos. Es una época de asesinatos políticos, disturbios raciales en ciudades con decenas de muertos y cientos de edificios en llamas, una guerra inacabable en el sudeste asiático, protestas antibélicas que acaban con la guardia nacional tiroteando estudiantes, panteras negras tomando edificios, Charles Manson, una escalada de la tasa de crimen nunca vista en el país, hippies, liberación sexual, drogas, el verano del amor, reacciones furibundas contras las leyes de derechos civiles en todo el país (no solo en el sur, Chicago, Boston y Detroit tuvieron conflictos brutales), terrorismo, y un presidente que parecía mentir más que hablar. Fue entre todo este follón, este caos, esta serie inaudita de cambios traumáticos, revoluciones sociales y locura psicodélica, Richard Nixon resurgió de sus cenizas.

El mensaje era simple. Las élites intelectuales, los demócratas, los liberales, la izquierda biempensante, incluyente, antirracista, feminista y ecologista, quieren cambiar como vivimos. Ellos creen que saben lo que nos conviene, que entienden lo que es mejor para tu comunidad mejor que tú. Ellos creen que eres tonto, que no eres más que un paleto inadaptado del midwest que no es capaz de entender los derechos civiles. Un racista, un antiguo, alguien con prejuicios al que miran por encima del hombro. Ellos han decidido que ahora debemos tratar bien a los criminales, aplaudir a los que protestan, dejar que nuestras hijas quemen sujetadores y que los hippies jueguen al pacifismo mientras nuestros hijos, como buenos patriotas, van a Vietnam sin rechistar.

Pues bien, esto se ha acabado; es hora de que a este país vuelva un poco de orden, mano dura, y menos tonterías progres e intelectuales, y poner en redil a estas élites liberales que han llevado el país al caos. Richard Nixon, ese tipo malhumorado, cerril y tozudo hasta la extenuación, uno de los tuyos, es quien puede arreglarlo.

La campaña presidencial de Richard Nixon en 1968, o su monumental reelección en 1972, son en gran medida el prototipo de todo lo que vendría después. El antielitismo, el resentimiento, el cabreo contra aquellos que están por encima es el núcleo fundacional del populismo conservador de las cinco últimas décadas. Richard Milhous Nixon es el primer político americano que operacionaliza este arsenal de forma efectiva, y lo utilizó no solo para ganar elecciones, sino para iniciar el vuelco electoral al país detrás de la revolución conservadora. El texto fundacional, la primera manifestación de este modelo está en el discurso de Checkers en 1952. La gloria se la llevó Ronald Reagan (que había llegado a gobernador de California en 1966, siguiendo un modelo de campaña nixoniana), pero el arquitecto fue Richard Nixon.

El 3 de noviembre de 1969 Nixon daría con el término clave, el giro retórico que definiría su estrategia tanto para él como para políticos venideros. En un discurso televisado explicando su estrategia en Vietnam (donde el hombre tenía la jeta de declarase pacifista mientras cometía crímenes de guerra en Camboya y Laos), el ya presidente hizo referencia a las protestas, los gritos, los disturbios, el caos de aquellos que se oponían a la intervención americana en Vietnam. Habló sobre cómo las manifestaciones dominaban las portadas, las columnas de opinión, los telediarios. Pero él, como presidente, no podía solo atender a las protestas; su deber era trabajar para la mayoría silenciosa que ansiaba una paz honorable en Vietnam, y no una rendición incondicional de consecuencias impredecibles para Estados Unidos. Implícito en el discurso estaba, el resentimiento feroz, atizado repetidamente, de esta mayoría silenciosa hacia esos columnistas, intelectuales y sabios que estaban tolerando todo este caos.

Irónicamente, el legado de Richard Nixon como presidente no es el de un extremista de derechas, por mucho que fuera un racista furibundo en privado. Como presidente, Nixon aprobó la creación de la agencia de protección ambiental, sacó a Estados Unidos del patrón oro, lideró una extraordinaria distensión en la Guerra Fría, y llegó a proponer una renta universal de ciudadanía y  una ley de sanidad pública universal muy ambiciosa y que fue estúpidamente torpedeada por Ted Kennedy, que creía que con Jimmy Carter tendrían una ley mejor. Rick Perlstein, en su excepcional Nixonland, señala que a Nixon la política económica siempre le importó un comino. El resentimiento era sincero, pero su droga, lo que realmente le interesaba, era la política exterior, la batalla geoestratégica.

Eso, y encubrir delitos electorales chapuceramente, pero ese es otro tema.

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8 Comentarios

  1. Micromegas

    Estupendo artículo (como es habitual) de Roger Senserrich. Un desarrollo del viraje ideológico de la política americana, del que Nixon fue un ignorado precursor, en “El gigante inquieto” (Ed. Crítica, 200), de James T. Patterson.

  2. Micromegas

    Murray Chotiner. Con ene.

  3. «(…) sacó a Estados Unidos del patrón oro (…)» y ahí empezó todo, este disparatado mundo desigual.

  4. De acuerdo con JM. Sin un anclaje como el patrón oro, que limita la emisión de moneda, se ha llegado a esta aberrante situación en donde los valores materiales del trabajo son infinitamente mínimos comparados con la inmensa masa del circulante mundial que termina donde no debe: en la especulación financiera, otra aberración producto del liberalismo cerril de las derechas. Si alguien produce honestamente lo que necesitamos, ese esfuerzo tendría que estar representado solamente en una cierta cantidad de moneda. El resto tendría que ser destruido después de la muerte del trabajador o emprendedor, sean mínimos ahorros o inversiones. Nada de herencias o legados filantrópicos. Una gran hoguera en la plaza pública con el debido reconocimiento al muerto por el esfuerzo realizado en bien de la comunidad. Gracias por la lectura.

  5. Resumiendo: Richard Nixon era un perturbado mentiroso pero un genio de la política cuya flagrante deshonestidad al final produjo resultados positivos.

    Corolario: no importa demasiado si nos gobiernan embusteros chiflados, mientas sean inteligentes y benevolentes.

    Bueno, gracias por el aviso contra los mensajes manipulatorios, insidiosamente camuflados en relatos que podrían resultar simpáticos o razonables. A cambio, este otro:

    A los «chicos listos» no los margina el rentimiento ajeno. Eso se combate poniendo buenas ideas y resultados tangibles sobre la mesa. Lo que hunde a las élites es la deshonestidad y el narcisismo. De nada.

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