No tengo ni idea de qué clase de persona eres tú, que vas a ver mi película. Aun así, he intentado hacerla para ti. Las ideas que te vengan a la mente mientras ves esta película te pertenecen. Quiero que esta película sea tuya. (Na Hong-jin, en una entrevista a The Playlist).
Hay cineastas que no han nacido para ser herramientas de la industria, sino para convertir la industria en su propia herramienta. No es fácil tener una voz propia en un negocio como el del cine y menos todavía cuando se trabaja en largometrajes de clara vocación comercial, pero algunos directores lo consiguen. Una vez se han establecido gracias a uno o más éxitos de taquilla, pueden empezar a permitirse licencias como sucedió en su día con Hitchcock, Kubrick y Spielberg, o como sucede ahora con Christopher Nolan.
Lo que estos y algunos otros directores tienen en común es la capacidad para conjugar la venta de entradas con un alto grado de libertad artística. Son, al mismo tiempo, comerciales y visionarios. Tal cosa solo es posible, claro, cuando el apellido del director se ha convertido por sí mismo en una marca comercial. Cuando un espectador dice «voy a ver la nueva de Nolan» es porque sabe que el apellido Nolan le garantiza un producto diferente que además cuenta con todos los medios. Y, aún más importante, quienes financian las películas saben que pueden darle a Nolan el dinero que necesite porque lo van a recuperar. Eso sí, en cuanto un cineasta deja de producir películas rentables, su libertad artística corre peligro salvo que se resigne a trabajar con presupuestos mucho más reducidos, arriesgándose a seguir la tormentosa senda de Orson Welles. La otra salida es aceptar encargos, hacerlos bien, aunque al gusto de otros, y convertirse en un mercenario bien pagado al estilo de Ron Howard.
La industria surcoreana del cine es una competición tanto o más feroz que Hollywood. El director Na Hong-jin debutó hace una década y solo ha estrenado tres películas, pero ya ha conseguido esa libertad producto del éxito. No ha dado el salto a Hollywood y, como suele suceder con lo mejor del cine comercial surcoreano, su trabajo es conocido en el extranjero, pero solo hasta cierto punto. Sus películas son adoradas por los críticos y son objeto de culto para un público más o menos reducido, aunque dudo que sea el tema estrella de las conversaciones cinéfilas. En Corea del Sur, sin embargo, el nombre Na Hong-jin es ya una marca comercial; para que se hagan una idea, su última película doblegó en la taquilla coreana a Captain America: Civil War.
Quienes no lo conocen, que no se asusten: no hablamos aquí de un cineasta que hace cosas raras pensadas solo para festivales. Quien haya visto sus tres largometrajes supongo que coincidirá conmigo en que es uno de los directores más talentosos e interesantes del momento y que no es un cineasta arty ni hace film d’auteur en el sentido más restrictivo del término. Las películas de Na Hong-jin, aunque contienen temáticas duras dirigidas a un público adulto, están concebidas para una perfecta noche de palomitas. Su manera de narrar es bastante canónica y no realiza experimentos si van en detrimento del progreso argumental y el ritmo de la acción. En su cine apenas encontraremos secuencias contemplativas; en cada escena sucede algo, siempre. Por eso sus películas, aunque largas, son endiabladamente entretenidas y pueden ser vistas dos o tres veces seguidas en poco tiempo. Sé que la comparación es arriesgada, y más para un cineasta con solo tres largometrajes en su haber, pero creo que se puede hablar de Na Hong-jin como del «Hitchcock coreano» o el «Spielberg coreano» por su perfecta combinación entre entretenimiento y sabiduría artística.
Las temáticas de sus dos primeras películas son, de hecho, muy típicas del cine comercial surcoreano, al menos del que ha traspasado fronteras hasta Occidente: cuentan tramas criminales bastante sangrientas. Sin embargo, al contrario que otros directores surcoreanos, Na Hong-jin jamás intentó imitar la famosa «trilogía de la venganza» de Park Chan-wook. Ya sabemos que Park es el hombre que puso el cine surcoreano bajo la mirada internacional con películas como Oldboy y desde entonces es considerado una institución en Corea, pero Na Hong-jin tiene una personalidad demasiado fuerte como para imitar a nadie. Escribe sus propias películas; las dos primeras ya eran personalísimas dentro de una factura perfectamente amoldada a las necesidades de la industria, pero en la tercera le dio un vuelco al thriller palomitero y lo arrastró hacia rincones que bordean el cine de Luis Buñuel o David Lynch, aunque más en lo tocante al mundo de las ideas que al estilo cinematográfico propiamente dicho. Hay temas que subyacen en su cine, como la paternidad o diferentes tipos de distinción entre el bien y el mal, y hay un sinnúmero de detalles técnicos que usa con una sabiduría casi increíble en alguien que solo ha dirigido tres películas.
Si tuviera que resumir el estilo narrativo de Na Hong-jin, diría que como guionista cuenta historias sencillas de manera complicada. Esto va en contra de las normas intuitivas del cine (y de hecho es algo que no me suele gustar), pero esta insólita aproximación le funciona de maravilla porque se preocupa por mostrar las perspectivas de diversos personajes y le concede mucha importancia a la creación del mundo en que se mueven. Y porque es un maestro del montaje; como sucedía con Hitchcock, buena parte de su poder reside no solo en cómo dirige, sino en cómo ordena y reordena lo que ha dirigido. Sus tres películas tienen un rasgo común: comienzan a ras del suelo, con un ritmo lento y un tono casi costumbrista; le gusta mostrar las partes feas y marginales de la sociedad moderna, con personajes atrapados en su propia miseria moral o económica. Después, conforme la trama avanza, la película va acelerándose hasta desbocar en finales pirotécnicos, aunque la transición siempre es tan natural y está tan bien imbricada en la propia trama que el espectador ni siquiera se da cuenta de que la película ha ido pisando el acelerador. Una característica peculiar de estos filmes y que pueden comprobar ustedes mismos es que, al verlos por segunda vez, uno tiene la sorprendente impresión de que empiezan de manera mucho más tranquila de lo que se recordaba.
Na Hong-jin dio sus primeros pasos dirigiendo cortometrajes, alguno tan curioso como Un perfecto plato de pargo rojo, donde un cocinero se obsesionaba con obtener la perfección al preparar un pescado y terminaba perdiendo completamente la cabeza. Aquellos cortos ya demostraban la precisión de su mirada cinematográfica —por algún motivo, me recuerdan un tanto a Paul Thomas Anderson—y de su instinto para el montaje. Y, sobre todo, demostraban que era capaz de convertir un presupuesto modesto en un producto visual de primera calidad; supongo que fue esto último lo que atrajo la atención de los productores.
Dirigió su primer largometraje, Chugyeokja (El cazador), en el 2008, con solo treinta y cuatro años. Fue un debut de los que hacen época. Vista hoy, El cazador no parece la obra de un cineasta debutante, sino de alguien con mucha experiencia que emplea con total maestría un amplio abanico de recursos. Es quizá la más milimétrica de sus tres películas y la que más recuerda a Hitchcock o al Spielberg de los primeros años. Sus mecanismos narrativos siguen una filosofía muy similar a la de los mencionados: cada secuencia está calculada para obtener una reacción determinada del público y mucha información es transmitida de manera inadvertida, sin obstruir con innecesarios diálogos explicativos el flujo emocional o el ritmo del montaje. Na Hong-jin evita el defecto —típico, por ejemplo, de Nolan— de explicar el argumento más de la cuenta. Esto hace que sus películas requieran un alto grado de atención por parte del espectador (y más al verlas subtituladas, claro), pero él se gana la atención a pulso, secuencia tras secuencia, porque tiene claro que el espectador no siempre necesita saberlo todo de golpe siempre que se lo consiga arrastrar al estado emocional adecuado. La primera vez que vi El cazador me di cuenta de que estaba enganchado a la trama ya a los diez minutos; todo en la manera de contar la historia parecía decir «aquí van a pasar cosas muy gordas», sin necesidad de que ningún personaje soltase un discursito solemne.
El cazador, libremente inspirada en la historia real de un asesino caníbal, narra las andanzas de un antiguo policía que se ha reconvertido en proxeneta. Al principio de la película se retrata al protagonista como uno de los escalones más bajos e inmundos de la sociedad, un individuo desagradable que trata a sus prostitutas como esclavas y que no parece merecer ninguna simpatía moral por parte del espectador. Él, como el espectador, parece tener claro dónde termina el bien y dónde empieza el mal. Y él está en la parte del mal. Sin embargo, como en esos cuadros «mágicos» en los que no se ve forma alguna hasta que se mira durante un rato y de repente aparece un barco, en El cazador comienza a aparecer una escala de grises donde antes parecía haber solamente blanco y negro. La distinción entre buenos y malos, entre héroes y villanos, se difumina cuando el protagonista descubre que todavía existe un escalón más bajo en la escala moral. Sus prostitutas empiezan a desaparecer sin dejar rastro y él, convencido de que alguien las está «vendiendo» a un proxeneta rival, inicia una investigación. Terminará por averiguar lo que el espectador ya sabe desde el principio de la película: que las chicas han sido secuestradas por un asesino en serie. Así, al protagonista se le aparece de repente un antagonista cuya maldad ya ni siquiera admite medida. El asesino es un tipo de aspecto inofensivo, pero increíblemente escurridizo y cruel, carente de cualquier rastro de empatía o culpa, que se dedica a jugar al gato y el ratón con el proxeneta y con la propia policía.
El cazador, como era de esperar en un debut, contenía varías de las características del thriller surcoreano típico. Hay violencia, que no es omnipresente, pero sí brutal en ocasiones. Hay bastante humor, incluidas maravillosas dosis de humor negro y un especial sarcasmo reservado a la policía, lo cual no es algo exclusivo de Na Hong-jin; la burlona tirria de los cineastas surcoreanos hacia las fuerzas del orden, cuyos miembros aparecen casi siempre retratados como estúpidos, ineficaces o corruptos, es algo digno de estudio y supongo que tiene un fundamento en los abusos policiales reales (la manera cómica o ácida en que se suele retratar a los policías y la autoridad en general le confiere un inesperado toque mediterráneo al cine de aquel lejano país). Con todo, y aun siendo su debut, Na Hong-jin se las arregló para convertir una sangrienta y absorbente historia criminal en la crónica interior de un hombre. Detrás de la guerra psicológica y el suspense se desarrolla una película paralela donde el protagonista empieza a ver el mundo de otra manera al darse cuenta de que no es el más hijo de puta de la ciudad. El proxeneta sufrirá un auténtico shock cuando se enfrente a un tipo de maldad que ni siquiera él era capaz de concebir.
Es aquí cuando llegamos a otro de los grandes alicientes del cine de Na Hong-jin: las interpretaciones. Es un fantástico director de actores. El proxeneta de El cazador está maravillosamente interpretado por el gran Kim Yoon-seok; en particular, me asombra la pericia con la que consigue crear momentos cómicos incluso en mitad de toda la tensión. Algunas de sus reacciones son impagables; antes decía que es un personaje que no debe despertar simpatía moral, pero despierta otro tipo de simpatía porque el actor que lo encarna es muy carismático y, cuando quiere, es también gracioso. Igualmente memorable el trabajo del actor que encarna al asesino en serie, Ha Jung-woo. No en vano se convirtió en una gran estrella en su país gracias precisamente a esta película. El público surcoreano pudo ver a uno de los asesinos más repelentes y aterradores de los que se tienen memoria, retratado sin necesidad de extravagancias interpretativas.
En resumen, El cazador es un vaivén de emociones; tan pronto vemos una escena que verdaderamente pone los pelos de punta como nos reímos con la reacción estúpida de un personaje. Na Hong-jin sabe exactamente dónde colocar cada elemento emocional para que unos no hagan interferencia con los otros, sino que se refuercen mutuamente. Saber hacer este uso del contraste emocional es un instinto particular, casi innato, como el instinto de los buenos pinchadiscos para elegir qué canción debe sonar en cada momento de una fiesta. Gracias a esa intuición, una película como El cazador consigue ser tremendamente poliédrica sin producir la impresión de que hay una sola frase o secuencia fuera de lugar.
La segunda película de Na Hong-jin se tituló Hwanghae, (El mar amarillo). El argumento empieza en China, donde vive una comunidad de coreanos inmigrantes, generalmente muy pobres, conocidos como joseonjok. El protagonista es un taxista joseonjok cuya mujer ha emigrado a Seúl para trabajar y reunir dinero. Sin embargo, ha dejado de recibir noticias de ella. Endeudado hasta las cejas por culpa de su adicción al juego y descuidando incluso las necesidades de su hija pequeña, el taxista cae en lo más hondo del pozo cuando acepta el tétrico encargo de un mafioso: viajar a Seúl para asesinar a un hombre. Si lo hace, sus deudas serán perdonadas. De paso, podrá intentar encontrar a su mujer desaparecida. Tras este planteamiento inicial, y en un giro hitchcockiano del que no daré más detalles para no destripar el argumento, el tipo se verá metido de lleno en un verdadero huracán de mierda.
La estructura favorita de Na Hong-jin se repite: inicio (relativamente) tranquilo, aceleración gradual pero constante. El cazador empezaba con un ritmo y terminaba con otro mucho más rápido, un festival de angustioso suspense. El mar amarillo empieza con un ritmo y también termina acelerándose, en este caso con un festival de acción en estado puro. Eso sí, también aquí el protagonista atraviesa por un doloroso proceso de transformación. Vemos a otro personaje que al principio despierta poca simpatía, un tipo que vive de manera irresponsable y del que sospechamos su mujer ya no quiere saber nada. Sin embargo, ese mismo hombre se enfrentará a una situación tan extrema que su visión del mundo pegará un vuelco, como la visión que el espectador tiene sobre él. Otro rasgo común con la anterior película es el uso de la cámara en mano. No es exagerado y no se nota mucho durante el visionado, y sirve para transmitir una sensación de realismo, de cercanía casi documental a los personajes.
Cabe admitir, por descontado, que en El mar amarillo pueda haber sutilezas culturales que se nos escapen (o que a mí se me escapan). Pero no teman: esta película es tan entretenida como El cazador y usted no necesita saber nada sobre la cultura surcoreana o la etnia joseonjok para disfrutar con la historia. Está concebida como un drama humano repleto de acción y es accesible para cualquier espectador capaz de leer los subtítulos. Seguro que hay elementos culturales que añaden disfrute para un coreano, pero sin ellos la película se disfruta igualmente. El protagonista, por cierto, está interpretado por Ha Jung-woo, el mismo actor que encarnaba al terrorífico asesino de El cazador. Lo asombroso es que, aunque apenas pasaron dos o tres años entre la anterior película y esta, Ha Jung-woo está irreconocible no solo físicamente, sino también en cada uno de sus gestos y manierismos. Parece otra persona y ni que decir tiene que su interpretación del desdichado taxista adicto al juego y metido en una trama que no comprende es magistral.
Na Hong-jin iba a demostrar con su tercera película, Gokseong, que el espectador no necesita entender del todo una historia para disfrutar con ella. Gokseong es conocida en su versión internacional como The Wailing, (‘El lamento’), y en España como El extraño, aunque en realidad Gokseong es simplemente el nombre del pueblo donde transcurre la acción (si tiene un significado paralelo o es un juego de palabras, lo desconozco). Para muchos críticos es, de momento, la obra maestra de este cineasta. Aunque cada espectador tendrá su favorita porque las tres, aunque son thrillers, juegan con géneros diferentes.
Es difícil definir esta película con una sola etiqueta. En esencia, es una película de terror. Pero también es una reflexión sobre la visión oriental del mundo, una adaptación de leyendas tradicionales al mundo moderno. Es uno de los largometrajes más fascinantes que he visto en estos últimos años, sobre todo después de haber leído sobre los elementos tradicionales y religiosos que aparecen en el argumento. El extraño es la clase de película que conviene ver varias veces; nunca la entenderá del todo a la primera (aunque sí la disfrutará porque, como las anteriores, es endiabladamente entretenida). De hecho, recomiendo verla la primera vez sin saber mucho y simplemente dejarse llevar por el suspense. Después, antes de verla por segunda vez, puede buscar explicaciones sobre sus símbolos y sobre por qué determinados personajes hacen determinadas cosas. Le aseguro que volver a verla con toda esa información es casi como estar viendo una película nueva.
Vayamos al argumento. El extraño también empieza con engañosa pausa para explotar hacia el final; lo que en El cazador era un clímax de suspense y en El mar amarillo un clímax de acción, aquí es un clímax de terror teñido de elementos sobrenaturales. La historia transcurre en una pequeña aldea, Gokseong, en la que empiezan a producirse sucesos violentos cometidos por personas que parecen haber enloquecido de repente, transformándose en bestias violentas; como en un apocalipsis zombi, pero a pequeña escala. Los lugareños intentan explicarse estos sucesos y, llevados por la superstición, lo achacan a posesiones diabólicas. Empieza a correr la voz de que el culpable de todo es un anciano japonés que vive aislado en el campo, al que acusan de brujería (para los coreanos, por motivos históricos, los japoneses son los villanos de muchos relatos, prejuicio con el que claramente juega el director). El protagonista de la película es un policía local, un buen hombre, pero bastante apocado ─incluso cobarde hasta límites cómicos en alguna secuencia─ que se resiste a creer en la superstición de sus vecinos hasta que su hija pequeña empieza a mostrarse aterradoramente agresiva sin motivo alguno. Cediendo por fin a la creencia en las posesiones, se decide a investigar al japonés del que todo el pueblo habla. A partir de ese momento la historia se convierte en un juego de espejos donde no estamos seguros de quién representa el mal y de si las apariencias no nos estarán engañando.
De manera muy superficial, El extraño puede recordar a otras películas sobre posesiones diabólicas (aunque no es una descripción certera, piensen en El exorcista con rituales budistas en vez de rituales católicos). La diferencia es que en las películas occidentales sobre posesiones se retrata al mal con claridad: Satanás y sus discípulos aparecen bien delimitados porque se asume que el espectador necesita saber quién ha de provocarle miedo. En El extraño, sin embargo, el espectador nunca está seguro de dónde está el mal, de quién está endemoniado o de quién simplemente ha perdido la cabeza por culpa de la tensión reinante y la sugestión. Esa confusión, que solo se aclara al final, es el mecanismo clave de la propia trama: todo lo que le sucede al protagonista es producto de su dificultad para distinguir el bien del mal. Es decir: el protagonista tiene la más noble de las intenciones, salvar a su hija, pero incluso con toda su buena voluntad es incapaz de distinguir a los agentes sobrenaturales del bien y del mal cuando los tiene ante sus narices.
El espectador es partícipe de esa confusión. Eso es lo que el director pretende. Las dos primeras películas de Na Hong-jin seguían un concepto cristiano del bien y el mal. El propio Na Hong-jin es cristiano y, aunque afirma no ser tan practicante como su familia, usa en sus películas símbolos que a los occidentales nos resultan muy familiares. Esto es algo común en el cine de Corea del Sur, donde un tercio de la población es cristiana, lo cual le confiere a su cine un toque particular que nos resulta muy familiar y del que suele carecer, por ejemplo, el cine japonés.
El extraño, sin embargo, no es una película «cristiana» en el sentido de que maneja otro concepto del bien y del mal. Contiene símbolos bíblicos (aunque no puedo mencionarlos sin hacer spoiler), pero el propio Na Hong-jin aclara que El extraño está escrita de manera intencionada como un reflejo del pensamiento tradicional del lejano Oriente. Para los cristianos, el mundo es un lugar protegido por Dios. En El extraño, sin embargo, se describe un mundo en el que Dios no se preocupa de nuestro bienestar. El bien y el mal son igualmente poderosos y actúan a un nivel mucho más cercano al ser humano. Sin embargo, la habilidad de Na Hong-jin para jugar con estos conceptos es tal que, aunque la película cuenta una historia en términos paganos, puede ser interpretada también en términos cristianos por aquel espectador que todavía no ha descifrado del todo el argumento.
Para escribir esta película, de hecho, Na Hong-jin investigó sobre supersticiones y rituales tradicionales de su país y el entorno asiático hasta encontrar aquellos que se ajustaban a la historia que pretendía contar. La mitología central de la película es sorprendentemente poderosa, sobre todo para el espectador occidental acostumbrado a un género de terror que suele beber tanto del cristianismo. Hay una secuencia concreta, un exorcismo budista, que es una de las cosas más exóticas y pasmosas que habrán visto ustedes en una película de endemoniados (por trazar una comparación, es como cuando el viejo cine de terror estadounidense descubrió el vudú sureño). Puede que partes de la historia parezcan confusas en el primer visionado, pero toda la iconografía y el crescendo de intriga son tan absorbentes que merece la pena dejarse llevar aun sin entenderlo todo. Más abajo, en un párrafo de spoiler, les dejo la interpretación de la trama, pero insisto: lo mejor es verla por primera vez sin saber nada y pensar sobre ella.
En El extraño, Na Hong-jin modifica su estilo según lo requiere la historia. Retoma un elemento de El cazador que no había usado en El mar amarillo: la lluvia como contexto emocional a la manera de Akira Kurosawa. Al mismo tiempo, sin embargo, abandona algunos rasgos característicos de sus dos anteriores películas: ya no predominan la cámara en mano o los planos inestables, y esto se debe a que El extraño, bajo su apariencia de thriller terrorífico más o menos convencional, es una película altamente conceptual. Son las ideas subyacentes, más que la acción misma, las que sostienen la estructura narrativa y las que explican todo lo que sucede en la pantalla. Dado que los personajes humanos bailan al son de fuerzas sobrenaturales, la cámara ya no busca cercanía documental y está fija o se desplaza con lentitud, como una observadora emocionalmente ajena a lo que sucede, muy en el estilo de Kubrick en El resplandor. En las dos anteriores películas se describía un universo humano; aquí se describe un universo donde los humanos son como juguetes. Otro cambio sutil es la paleta de colores. Tanto en El cazador como en El mar amarillo, el mundo aparece con colores desvaídos, casi como representación de la decadencia moral de los humanos (y como chocante contraste visual con el vivo color de la sangre). En El extraño, por el contrario, abundan los colores vivos. Ciertos tonos (azul, rojo, verde, blanco) predominan en ciertas secuencias con significados diversos. Incluso hay momentos en los que el color de la vestimenta tiene una segunda lectura.
Como de costumbre, las interpretaciones son uno de los puntos fuertes. El protagonista lo interpreta Kwak Do-won, actor que ya había aparecido en El mar amarillo y que aquí le confiere enormes dosis de humanidad a su atribulado personaje. También es sorprendente el trabajo de la pequeña Kim Hwan-hee, que encarna a su hija; no soy un gran fan de los actores y actrices infantiles, pero sería injusto no destacar la capacidad de esta chiquilla para poner al espectador contra el respaldo del asiento, porque tiene momentos realmente estremecedores. Aunque la palma se la lleva el actor Jun Kunimura, quien, como puede deducirse del nombre, interpreta al japonés que vive en el bosque y al que todos culpan de las supuestas posesiones. Una parte no pequeña de la efectividad de las atmósferas que se crean en esta película se debe a la inquietante figura de Kunimura. Lo habíamos visto en películas bastante conocidas como Ichi the Killer o Kill Bill, pero aquí produce verdaderos escalofríos. Su fría mirada y la indefinible actitud ausente con la que aparece en muchas escenas ayudan a entender por qué su mera presencia aterroriza a todo un pequeño pueblo martirizado por los sucesos sangrientos.
El extraño es un trabajo que, cuanto más lo ve uno, más se aleja de lo convencional. Antes citaba a Buñuel o Lynch; el estilo narrativo de Na Hong-jin, insisto, no se parece al de estos. Se parece mucho más a Hitchcock y Spielberg. Pero con esta tercera película el surcoreano se adentró en terrenos abstractos; las imágenes no son abstractas, pero la trama sí lo es, mucho más de lo que parece a primera vista.
Ahora aguardamos ansiosos que Na Hong-jin estrene su próxima película. Parece que está preparando un largometraje sobre Woo Bum-kon, un policía que durante una noche de 1982 recorrió varios pueblos asesinando a tiros a todo el que se cruzaba en su camino. No sé si será una historia ficticia basada remotamente en hechos reales, como El cazador, o una dramatización fiel a los hechos, pero si la dirige Na Hong-jin, ¡habrá que hacer lo posible por verla!
SPOILER RADIACTIVO A PARTIR DE AQUÍ. NO SIGA LEYENDO SI NO HA VISTO EL EXTRAÑO
Vayamos con lo que sucede en la aldea de Gokseong.
─El japonés es la representación del mal. Puede ser Satanás según la visión cristiana, aunque según la visión pagana es un demonio ambulante que se ha encarnado en humano y que va de aldea en aldea con el afán de apoderarse de las almas de los habitantes. Al principio lo vemos pescando; como se dice en la película, está pescando almas. Cuando posee a alguna persona, esta persona enloquece. El japonés, además, hace fotografías a sus víctimas, lo que significa que cuando ellas mueran él se apoderará de sus almas para siempre.
─La mujer de blanco es la representación del bien. Se acerca al protagonista lanzándole piedras, como en la metáfora evangélica de «quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra». Ella, en efecto, está libre de pecado y, si quisiéramos interpretar la película según una visión cristiana, sería una encarnación de Jesucristo. Según la visión pagana (la verdadera en el contexto de la película) es un espíritu local que se encarga de proteger la aldea. Lleva consigo una prenda de cada persona a la que ha intentado proteger. Por eso tiene una pinza del pelo de la hija del protagonista, aunque él malinterpretará esto como un signo de magia negra.
─El chamán budista es un sicario del japonés; un demonio menor o, más probablemente, un humano que es usado como instrumento del mal. Cuando el chamán llega a la casa del protagonista, localiza al instante un cuervo dentro de una tinaja. El espectador puede pensar que es un truco preparado por el propio chamán, experto estafador que cobra mucho dinero por cada «trabajo», o puede pensar que realmente tiene poderes chamánicos y que ha localizado una maldición demoníaca. En realidad, el cuervo ha sido colocado allí por la mujer de blanco para proteger a la familia y el chamán lo ha localizado gracias al poder maligno que le concede el demonio. El chamán, después, ejecuta un supuesto «exorcismo» que es en realidad una ceremonia destinada a completar la posesión de la hija del protagonista y, en última instancia, matarla y que el demonio se apodere de su alma.
─El «exorcismo» de la niña parece afectar al japonés tanto como a ella, porque el director nos muestra ambas cosas de manera paralela para confundirnos. En realidad, lo que afecta al japonés es la presencia de la mujer de blanco; al final lo vemos temblando mientras ella se asoma a la puerta de su refugio. Lo mismo le sucede al chamán, que vomita de manera incontrolada cuando está en presencia de la mujer. Los espíritus malignos son débiles ante ella. Sin embargo, cuantas más almas de la aldea poseen los espíritus malignos, más débil está la mujer. Todo el argumento es, pues, un pulso entre el japonés y la mujer de blanco. Entre el bien y el mal.
─Cuando el chamán trata de huir de la aldea aterrado por el encuentro con la mujer de blanco, es asaltado por una plaga de insectos. Esta plaga es obra del demonio, que le impide marcharse y le recuerda a quién debe obediencia.
─El protagonista no entiende cómo funciona la guerra entre espíritus. Esa ignorancia de lo sobrenatural lo condena a él y a su familia. Al contrario que en las películas de posesiones cristianas, donde el mal está identificado y los procesos de exorcismo están bien establecidos, el protagonista actúa a ciegas. No sabe qué significa cada cosa. Acierta cuando sospecha del japonés, pero se equivoca cuando accede a contratar al chamán. Acierta al detener el exorcismo del chamán, pero al final comete el error definitivo cuando desconfía de la mujer de blanco.
─La mujer aconseja al protagonista que espere a que el gallo cante tres veces antes de volver a casa junto a su hija. Ella dice que ha colocado una trampa para el demonio, pero que no funcionará si el protagonista regresa precipitadamente. Sin embargo, él ve que la mujer tiene una pinza del pelo que pertenece a su hija y lo malinterpreta, creyendo que la mujer es maligna. Piensa que su consejo de esperar al canto del gallo es un engaño. Cuando va a marcharse, la mujer hace magia y se desplaza varios metros en un segundo para agarrarle de la manga y rogarle por última vez que le haga caso. Él vuelve a malinterpretar esto como brujería. En otras palabras: la fe del protagonista está siendo puesta a prueba. Todo lo que necesita para salvar a su familia es tener fe en la mujer. Pero no la tiene. Regresa a casa antes de que el gallo cante por tercera vez, lo cual arruina la trampa colocada por la mujer para capturar al demonio y permite que el demonio triunfe. Así pues, el gran pecado del protagonista es la ignorancia (según la lectura pagana) o la falta de fe (según la lectura cristiana).
─El sacerdote católico y el aspirante a sacerdote también representan la ignorancia de lo sobrenatural. En este caso, su ignorancia se debe a su visión modernizada y «occidentalizada» del mundo. Primero el sacerdote recomienda al protagonista que lleve su hija a un médico, lo que parece sensato, pero es un error en el contexto mitológico de la historia. Después, cuando el aspirante a sacerdote se convence de que hay posesión, la interpreta en términos cristianos (como la puede interpretar el espectador). Por ello cree que puede enfrentarse al demonio en sus propios términos, llevando consigo un crucifijo, un rosario y una Biblia. En realidad está cediendo a la tentación y dejando que su presunción haga que la curiosidad por ver a Satanás pueda más que el miedo. Va a la cueva donde se oculta el japonés y le dice: «Muéstrame tu verdadera forma y me iré». El japonés, mientras le muestra su verdadera forma, le dice: «¿Acaso crees que iba a dejarte marchar?». El demonio fotografía al cura, y esto significa que va a apoderarse de su alma.
Así pues, hay dos lecturas posibles para el argumento, la pagana-oriental y la cristiana-occidental. La auténtica lectura, según el propio Na Hong-jin, es la pagana. Pero la lectura cristiana no es del todo irrazonable y lleva fácilmente a la confusión del espectador, lo cual es la clave del juego. La confusión del espectador ilustra la confusión que lleva al protagonista a perder su batalla contra un mal cuya naturaleza no consigue identificar.
Las tres pelis son excelentes. Me alegro que el director tenga un nuevo proyecto en curso, viendo como el thriller surcoreano ha pasado de preocuparse por denunciar los problemas sociales a convertirse en un instrumento, bastante maquineo, de exaltación nacionalista.
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