Hace tiempo salió un librito estupendo que cuenta la historia del Spartak de Moscú. Dirán: ¿y a mí qué? Ya, pensé lo mismo. Lo que pasa es que el libro, Fútbol y poder en la URSS de Stalin, de Mario Alessandro Curletto, publicado por Altamarea, una nueva editorial que promete colmar los agujeros de literatura italiana en nuestras librerías, es de esos que te intrigan y ves que te lo lees en una tarde. Acabas diciendo: ¿por qué no? Que es una de esas preguntas esenciales que distinguen al ser humano, aunque se hable poco de ella, porque parece muy coloquial. No voy a ocultarles que el sencillo propósito de este artículo es que se lo lean ustedes también. Es una historia increíble, porque va entrelazada con la de la URSS y en cada párrafo uno descubre un detalle asombroso que intenta memorizar para contárselo luego a alguien. Solo contaré tres pequeños episodios para que se hagan una idea.
Primera historieta. Los clubes de fútbol rusos nacieron como prolongaciones naturales de clubes informales y no declarados de gente que quedaba en la calle para darse de hostias. Es curioso que luego esto haya terminado hoy volviendo al punto de partida, con hordas ultras para quienes el fútbol es una excusa y se citan para lo mismo, especialmente en Rusia. El Spartak, aunque al principio tuvo varios nombres, lo levantaron literalmente entre familiares y amigos. Llegaron con tablas a un descampado, temido por ser lugar de reuniones de bandidos, y construyeron un estadio. Cuatro hermanos, los Stárostin, nacidos a principios de siglo, son el alma del club y su historia es una auténtica novela rusa que forma el hilo del libro. Ellos van y vienen de guerras y tragedias, pero entremedias siguen jugando o entrenando al equipo como si tal cosa.
La Revolución bolchevique alteró un poquito, en clave local y con rasgos propios, lo que sería la evolución natural de este deporte en otros países. Estaba prohibida la iniciativa privada, y solo se permitían equipos ligados a empresas públicas, fábricas o instituciones. Por ejemplo, el Dinamo de Moscú era del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos y el CDKA del Ejército Rojo, lo que implicaba que hicieran todo lo posible, y todo es todo, para ganar la liga. Lo mínimo era mover hilos políticos e influencias para fastidiar a los otros equipos o robarles jugadores; lo máximo, enviar a los rivales a un gulag en Siberia. Los Stárostin, por ejemplo, acabaron allí.
El comunismo en el fútbol también se tradujo en detalles llamativos que implicaban un vano intento de introducir valores inhumanos en la competición, del tipo de que lo importante no es solo ganar. Hubo un complejo sistema de puntos durante cuatro años, entre 1924 y 1928, con el que no ganaba la liga simplemente el que más partidos vencía. Se premiaba igualmente alinear jugadores que colaboraran en actividades deportivas de su barrio o que jugaran a otros deportes, no hacer faltas ni tener tarjetas. Pero la gente seguía haciendo sus cálculos como se ha hecho siempre, con victorias y empates, para decidir el campeón. Aunque oficialmente quedara quinto, para todo el mundo era ese. Un revelador y temprano síntoma de realidad paralela en el proyecto soviético. El Spartak, cuyo nombre fue elegido por una novela de Espartaco escrita por un italiano —desconocido en su país, pero muy popular en Rusia—, fue el equipo del pueblo, nacido desde abajo, no con ninguna institución, y el más amado en todo el país, no solo en su ciudad.
Segunda historieta. El fútbol ruso era bastante troglodita, basado en un ataque a lo loco, mucha leña y algunos jugadores virtuosos. Lo que pasa es que cuando salían fuera los zurraban de lo lindo, con un mínimo esquema los mareaban. Para el ideal revolucionario eso no podía ser, evidentemente. En su primera incursión exterior, los Juegos Olímpicos de 1912, la selección rusa sufrió grandes goleadas. En 1936 el Racing de París, que entonces era uno de los mejores de Europa, invitó al Spartak y otros equipos rusos y también los vapuleó. Fue al año siguiente cuando Rusia invitó a otro equipo a Moscú y se tomó la victoria como una cuestión de Estado. Era la selección vasca de Euzkadi, organizada por el lehendakari Aguirre, que había sido jugador del Athletic, y peregrinaba por Europa dando palizas a todo el mundo, porque era un equipazo. Estaban en gira forzosa y sin fecha de regreso por la Guerra Civil. Acabaron en América, jugando en México y Cuba. Terminada la guerra, rompieron filas y cada cual se buscó la vida fichando donde le cogieron. La historia del equipo vasco merecería una película, o un artículo en Jot Down, donde por cierto ya se ha publicado uno muy bueno y muy amplio de los Stárostin y el Spartak de Álvaro Corazón Rural, por si quieren saber más.
En Rusia organizaron varios partidos con la selección vasca, pero como los vascos ganaban todos, les pusieron más, y cada vez con peor humor, a ver si perdían alguno, aunque solo fuera por agotamiento. El duelo decisivo fue con el Spartak, y sería otra película, porque pasó de todo. El 8 de julio de 1937, ante noventa mil espectadores, los moscovitas se impusieron 6-2 y es un hito fundacional de la historia del fútbol ruso. Cómo se lo tomarían de seriamente que fue la primera vez que el Spartak, yendo contra su propia naturaleza, incluso usó un esquema de juego, en W. Pero, en fin, hubo cosas raras: el árbitro, que luego se supo que trabajaba en las oficinas del Spartak, pitó un penalti muy discutido con un 2-2 en el marcador y los vascos abandonaron el campo como protesta. Tuvo que intervenir Mólotov —sí, sí, el de los cócteles— para convencerles de que volvieran al cabo de cuarenta minutos. Desde entonces, cuando se quería decir el máximo elogio de un jugador era: «Jugó contra los vascos».
Tercera historieta. Toda la época estalinista del Spartak, y supongo que de cualquier ruso, es delirante. Abundan los episodios increíbles. En 1936 se organizó un partido de exhibición ante Stalin en la mismísima Plaza Roja. Para ello fabricaron una alfombra verde grande como un campo de fútbol y ensayaron un partido, coreográficamente, para mostrar todos los tipos de jugadas existentes, que debía terminar con un resultado concreto. Así se hizo, por supuesto. La llegada al poder del temible Beria como jefe de los servicios secretos, y por tanto presidente del Dinamo, hizo llegar lo inverosímil a categoría de rutinario. Una vez hizo repetir una semifinal de la Copa de la Unión Soviética aunque ya se había jugado la final posterior. Con Beria, algunos futbolistas que caían en desgracia desaparecían. Con este panorama, Nikolái Stárostin recuerda un encuentro glacial que tuvo con él. Le presentó a sus acompañantes con esta frase: «Este es Stárostin, el que se me escapó una vez en Tiflis». Glups. Resulta que Beria fue futbolista, un centrocampista rocoso, y en los años veinte su equipo jugó contra el de Stárostin, al que tuvo que marcar, con desastrosos resultados. Total, en 1942 arrestaron a los hermanos Stárostin, acusados de ser enemigos del pueblo. Pasaron once años dando tumbos de gulag en gulag, también a merced de los jefes de cada lugar que los querían en sus equipos locales.
Epílogo. De todas las anécdotas memorables del libro, hay una que he releído varias veces, de puro absurda. Fue un partido amistoso organizado en Stalingrado en 1943, solo tres meses después del final de la espantosa batalla, en una ciudad arrasada. Por levantar el ánimo. El Spartak, estrella invitada, contra el Dinamo local. Imagino a miles de espectadores famélicos, que durante noventa minutos tuvieron uno de sus primeros ratos de distracción y alegría mirando simplemente a otros hombres jugar con una pelota. El detalle soviético majara está en la pelota. Se pensó que lo más épico sería que un caza de guerra sobrevolara el estadio y lanzara el balón al centro de campo desde las alturas, un prodigio de puntería del glorioso Ejército Rojo. Increíblemente acertó. Pero la pelota pegó un bote descomunal, pasó por encima de la grada y se perdió entre las ruinas de Stalingrado.
Qué historias!, qué epopeya! Me parece ver a esos rusitos jugando con temperaturas bajo cero. Futbol, pasión de multitudes!
¿Cuál mayor felicidad sentir que tu espíritu
se rinde a tus pies, humildes extremidades
que no abandonan jamás a la madre tierra,
y talvez por esto vos, indomable y fiero corrés
detrás de ellos, porque fueron ellos quienes
te enseñaron a intuir la gambeta tuya o del otro,
o el sincronismo perfecto, el pare y arranque,
el vistazo instantáneo, la amistad telepática,
¡ah pelota de cuero, pelota de cuero volátil!,
corazón intercambiable en el aire del área,
en tu pecho, en tu frente, en tu derechazo
que más de una vez no quiso ser gol.
Gracias por la lectura.
Dudo que entre 1924 y 1928 se tuviesen en cuenta las tarjetas para decidir el campeón, pues estas se implantaron en el Mundial de México de 1970. Esperemos que en el resto de la información el rigor histórico sea mayor.
Muy buen artículo,gracias por las sonrisas.