Le gustaba decir que escribía nobelas, así, con b. O novelas punks, y acabó enseñando ortografía a la Policía Nacional. Paradojas de la vida, una experiencia rara entre otras mil posibles, y veinticinco años que han pasado desde su gran éxito: Historias del Kronen, su ópera prima y con la que quedó finalista del Nadal en enero de 1994. Tenía veintidós años y contaba lo que podía haber sido su vida, o la de sus colegas: catorce días llenos de drogas y excesos. También de angustia y nihilismo. La novela revolucionó el panorama editorial e incluso se convirtió en un fenómeno que copaba portadas y tertulias en la televisión. A él, tanto éxito se le atragantó. Pero su carrera no ha parado desde entonces: más de diez novelas y diversos ensayos le avalan. La editorial Bala Perdida ha reeditado sus dos mejores obras de los noventa: Historias del Kronen y Ciudad rayada. Obsesivo y disperso, salta de un tema a otro y siempre vuelve a los mismos: el pasado, porque es lo que toca y no queda más remedio, y porque da la impresión de que aún existen heridas abiertas; y el trap y Yung Beef, porque eso es lo que ahora le entusiasma. También las series de televisión y hasta tiene un par de proyectos en marcha.
¿Dónde estabas hace veinticinco años, justo antes de quedar finalista del Nadal?
En septiembre del 93 mandé el manuscrito. La primera redacción es del verano del 92, lo trabajé el resto de ese año y el primer semestre del siguiente. Yo estaba muy contento pero no sabía qué pasos había que dar para publicarlo. El padre de una amiga era escritor y le pasé el texto para que me diera su opinión, si merecía la pena o no. Pasó un tiempo sin decirme nada y le entré. Ella no quería contármelo pero a su padre no le había gustado nada. Decía que era no era literario. Vale [risas]. Si no es literario, ¿qué es? Decía que era demasiado cinematográfico. Vale [más risas]. Y aunque sea demasiado cinematográfico y no sea literario, ¿qué tengo que hacer para publicarlo? Me respondió que no le iba a interesar a nadie y eso me hundió. Pero de todas maneras me aconsejó que me comprara la revista Leer. Eso tiene gracia. Es como si le pides trabajo a alguien y te contesta que te compres el periódico o mires en internet. Pero como no tenía otra vía, le hice caso. Me compré la revista en septiembre y aparecía un anuncio del Nadal. A mí me sonaba.
Y te presentaste.
Fue curioso, porque pedían doscientas páginas mecanografiadas a doble espacio y a mí eso me pareció bien. En mi cabeza, para que fuera una novela, debía tener doscientas páginas. Estábamos sintonizados. El plazo vencía al día siguiente o dos días después, y mi padre viajaba justo a Barcelona por motivos profesionales. Destino entonces era una editorial independiente, no la había comprado Planeta, y tenía sus propias librerías. Le pedí que la llevara a una de ellas. Lo primero que me dijo fue: «Coño, José, esto es el Nadal, lo ha ganado Carmen Laforet, Miguel Delibes…». Y yo: «Coño, papá, hazme el favor» [risas]. Él no conocía el texto y durante el viaje empezó a ojearlo. Le pareció muy procaz y se quedó muy chocado. Según lo iba leyendo iba resoplando [risas], y la señora que tenía al lado en el avión empezó a echar un ojo [risas].
Creo que estuvo a punto de tirarlo a la basura.
Efectivamente, casi lo tira. En otoño pensé alguna vez en el premio, pero no me llamaban. En Navidades me fui a Francia. Yo había estudiado Historia, aunque siempre digo que pasé por la facultad como un turista. No fui un modelo de nada. Pasaba más tiempo en la cafetería jugando al mus que en clase. Estuve un año en la Autónoma de Madrid, otro en Sussex, otro en Grenoble y cuarto y quinto los hice a la vez en Madrid porque mi idea era quitármelo de encima y darme un año sabático para escribir. En mitad de ese año fue el Nadal. No sé qué hubiera hecho si no. Hablé con un profesor que a mí me gustaba para hacer una tesis y me dijo que no veía el tema. Pero llegó esto, cambió mi vida y encontré una salida profesional. A partir de ese momento, me dedico a escribir. Aunque yo ni me enteré. Rosa Regàs fue la ganadora y ella sí estuvo en Barcelona. Al día siguiente mi padre lo oyó por televisión.
¿Lo anunciaron por televisión sin llamarte antes?
Sí, sí, sí… Fue mi padre quien me llamó a Francia para decirme que había oído una cosa rarísima, una gilipollez [risas]. Yo creo que hubo mucha bronca en el jurado. Fue la típica cosa que se dudó mucho y lo decidieron en el último momento. Mi padre me llamó, me dijo que había quedado finalista, pero que si no me habían llamado debía ser un error [risas]. Luego ya me llamó Andreu Teixidor, que era el editor de Destino, y me pidió permiso para darle mi teléfono a la prensa. El primero en entrevistarme fue Llàtzer Moix, director de Cultura de La Vanguardia. Yo ni me había preparado ni tenía ninguna experiencia. Estaba atacadísimo y me tuve que tomar no sé cuántas pastillas esa semana para aguantar. Y de repente, aquel escritor que me dijo que el libro no valía nada ni le iba a interesar a nadie se mostró muy afable.
¿Quién era?
No lo voy a decir. Pero es gracioso, porque me dio un buen consejo: ten cuidado con los derechos audiovisuales. Yo ni había firmado el contrato. Luego ya conocí a Teixidor y al primer periodista en persona: Pepe Ribas, de Ajoblanco, que fue mi primera portada, tampoco he tenido muchas más. Nos llevamos bastante bien desde el principio, y ya se lanzó todo.
Te presentaste al Nadal por casualidad pero sí tenías una clara vocación literaria. Querías escribir y llevabas años haciéndolo.
Siempre. El primer cuento que envié a un premio nacional lo gané. Fue el Miguel Hernández, con catorce años, y no sé por qué no volví a mandar más. Es un chorrada que no suelo contar, pero para mí fue un espaldarazo. Todo el mundo necesita que en un momento dado alguien le diga que tiene talento. Ganar ese premio con lo primero que escribí fue muy importante. Después de eso, el primer manuscrito que envié fue Historias del Kronen. Tampoco quiere decir nada porque sé que hay una cuestión de suerte. Kronen podían haber sido otras cuarenta novelas, pero por lo que sea te toca a ti, hay un factor de azar. También es cierto que hubo gente desde el principio que comprendió que ahí había algo: Umbral, Vázquez Montalbán, Rafael Conte… Y no es fácil verlo, más con este tipo de literatura. Yo siempre se lo digo a Roger Wolfe: tú eres como un príncipe vestido de mendigo, un tío con una formación bestial y salvaje, pero te cuesta verlo por el tipo de leguaje que emplea. Pasa lo mismo con el trap: entre Yung Beef y Tangana hay mucha diferencia, pero es jodido darse cuenta. O entre los chavales que publica Marcus Versus en Ya lo dijo Casimiro Parker: entre Escandar Algeet e Irene X para mí hay muchísima diferencia, pero desde fuera igual es difícil verlo.
¿Crees que un desconocido con una ópera prima podría quedar hoy finalista de un premio importante?
Imposible. La tradición de los premios españoles es diferente a la de otros países. En Francia se premia a libros ya editados. Aquí el concepto es el de premio de descubrimiento y lo lógico sería dárselo a gente desconocida o gente con un talento ya cuajado que no ha tenido proyección suficiente. Durante un tiempo funcionó así, y el Nadal fue el gran premio de descubrimiento durante el franquismo, porque está muy vinculado y vertebra ese periodo en lo cultural. Salen muchos autores y yo reivindico esa literatura de posguerra: Carmen Laforet, Sánchez Ferlosio, Umbral —aunque él no sale de ahí—, Matute me parece que también, Cunqueiro por supuesto… A partir de los ochenta o los noventa, el descubrimiento es el finalista y luego ya no hay finalista, desaparece.
Decían que el finalista estaba gafado y que luego nunca llegaba a tener la trayectoria que se esperaba de él.
No lo sabía [risas].
En tu caso no fue así. Tuviste mucha más repercusión que Rosa Regàs. No sé cómo se tomó que la eclipsaras.
Siempre me decía que estaba muy celosa [risas] y yo le preguntaba: «¿En el buen sentido?». Y ella me respondía: «No, no, tengo envidia cochina» [risas]. Nos llevábamos bien, pero es otro perfil, era una señora. Ella tenía una trayectoria que yo descubrí después. No sabía quién era. Me salté el escalafón. No tenía ni idea y entré como un elefante en un cacharrería, a diferencia de gente como Lucía Etxebarría, que ya había jugado ese juego antes. Cometí muchas torpezas. Regàs llevaba años en el mundo cultural, lo conocía y sabía cómo funcionaba. Pero tuvimos una buena relación y viajamos juntos por toda España.
Veinticinco años después, ¿has vuelto a leer Historias del Kronen?, ¿cómo la valoras literariamente?
He tenido que volver a leerla y me parece una novela convincente. Ese primer párrafo: «Me jode ir al Kronen los sábados por la tarde porque está siempre hasta el culo de gente. No hay ni una puta mesa libre y hace un calor insoportable». Son cuatro frases pero en esas cuatro frases estás dentro, hay una adecuación absoluta entre el lenguaje y el personaje. No cuestionas nada. Está funcionando. Eso parece sencillo, pero es muy complejo. Ojalá tuviera siempre esa magia. Es su mayor cualidad: su capacidad de convicción. Todos los personajes hablan como tienen que hablar, se mueven como tienen que moverse…
Yo la he releído estos días y me ha parecido muy buena novela, mejor ahora que en los noventa. Esas cuatro líneas quizá estén un poco sobreactaudas, pero luego hay mucha sabiduría narrativa en mitad de todo ese exceso.
El arranque es como la canción de «La cuenta atrás», de Los Enemigos. Si entras, tienes que entrar pisando fuerte y avasallando, es tu primera obra [risas].
La duda, y seguramente sea un tontería, es si la gente que no vivió esos años y ese ambiente, los veinteañeros, por ejemplo, la siguen entendiendo.
Pues funciona muy bien [risas]…
Hablas de un mundo que ya no existe. Por ejemplo: las películas snuff.
Las snuff sí se han perdido.
O el teléfono fijo, cuando los amigos o las chicas llaman a Carlos a su casa y preguntan por él.
Eso sí [risas]. El teléfono fijo es lo que más choca culturalmente a la gente.
El resto supongo que sigue siendo igual o muy parecido: la noche, la juerga, las drogas…
Eso funciona totalmente. La gente de veinte años lo lee como si estuviera escrito ahora. Es lo más gratificante: ver al cabo de veinticinco años que puede leerse. Me decía antes alguien que su hija se lo ha leído en dos días con quince años y evidentemente odiaba al protagonista, porque el contexto ha cambiado, eso ya es otra historia, pero creo que ha envejecido bastante bien. Yo siempre abro el libro con miedo. No sé qué escribió ese chaval de veinte años y digo: «Joder, tampoco está tan mal». Con el tiempo se le notan más las cualidades que los defectos y sí que hay esa sabiduría narrativa de la que hablas. En algunos casos quizá he sido sobreexplicativo, pero ese minimalismo da mucho juego. Es lo más sencillo, lo más eficaz, lo más cercano. Esa es la línea estilística. Aldecoa, Baroja… Concentrar el máximo en pequeñas frases. Como ópera prima, yo pienso: este chaval lo ha hecho bien [risas].
De hecho, no ha dejado nunca de reeditarse ni de leerse.
Sigue, sí. Hombre, ahora igual vende entre quinientos y mil ejemplares al año, pero son veinticinco años. ¿Cuántos libros del 94 venden eso?
Incluso de 2018.
Claro, esa es otra. Todo ha cambiado.
Aún así tengo la impresión de que Ciudad rayada es tu novela preferida.
Sí, es la que más me gusta. Si hay que decir tres o cuatro, serían: Ciudad rayada, El secreto del oráculo, a lo mejor Todos iremos al paraíso y Soy un escritor frustrado. Y luego Kronen, pero es que mi relación con ella es muy problemática. Siempre la comparo con la de Enrique Urquijo con «Déjame». La canción es una joyita, muy desenvuelta, con mucha frescura, pero luego se pasó veinte años componiendo temas que él consideraba mucho más notables y al final solo va a quedar el «Déjame».
¿Has acabado muy harto de Historias del Kronen?
Obviamente. Eso le pasa a todo el mundo. Hay una obra que es tu buque insignia y acabas harto. Puedes hacer como Ferlosio y decir: «No hablo más de El Jarama». Yo he optado por otra cosa. Debo mucho a esta novela, le estoy agradecido y lo asumo. Pero es algo que escribí con veinte años y psicológicamente te cansa estar todo el rato hablando de lo que hacías con veinte años.
Has dicho que en esa primera etapa escribías lo que querías y luego intentaste demostrar que sabías escribir.
Claro, eso es Caso Karen [risas]. Hay un momento que escribes con libertad. Kronen estaba escrito para mis amigos. No tenía otro público. Cuando estaba acabado, lo mandé al Nadal y luego te empieza a pesar. Entras en contacto con otros escritores, con críticos, cada cual te da una opinión, y empiezas a cambiar, y cambia tu manera de escribir. Hay un tramo que sí. Incluso me obsesioné con la gramática. Te pesa la responsabilidad. Yo la llamo la fase Karen y ahora estoy haciendo cosas más frescas, recuperando las ganas.
Hasta te has vuelto un integrista de la ortografía.
¿Sí? [Risas].
Es lo que cuentas en Un escritor en la era de Internet.
Ves, ese libro está muy bien. Me gusta mucho. Y lo de las ortografía, sí. Fue otra etapa. Es que fui profesor de ortografía en una academia de Vallecas que prepara a la gente que quiere ser policía nacional.
¿Cómo? [risas]
Sí, fue una experiencia muy curiosa. Fue hace un año, pero ya lo he dejado [risas].
Eso lo tienes que contar.
Claro, un amigo tiene una academia y me lo ofreció. Los preparas para las oposiciones porque les hacen un test que para ellos es crucial. Son cuatro cosas que no le interesan a nadie, pero ellos te respetan un montón.
¿Qué tal la relación?
Muy bien, pero es gente que no está ahí para perder el tiempo. Es un público agresivo en el sentido de que tienes que tenerlo muy claro. Están pagando dinero y se están jugando entrar o no.
Tú de todas formas ya habías tratado con policías para preparar las novelas negras en las que aparecen Duarte y Pacheco.
Un poco, pero me salí de eso. A Lorenzo Silva le funciona muy bien porque es hijo de militar y abogado. Conoce muy bien los mecanismos del funcionariado. Pero yo he chocado mucho contra eso, tengo un desconocimiento total del mundo administrativo. Me documenté lo que pude pero no me sale natural. Me siento más cómodo utilizando el prisma del criminal en la novela negra, del tío que está un poco aislado, como en Todos iremos al paraíso. Dejé lo policiaco por eso. No podía. Me comía, no me interesaba y era una pesadez tener que estar documentándome, buscar la comisaria, buscar a alguien…
Todos iremos al paraíso me recordó a dos autores de novela negra que no sé si has leído: Manchette y Carlos Pérez Merinero. Los dos, además, tienen libros en los que una mujer normal de pronto empieza a matar por circunstancias de la vida, como tu historia.
Sí, sí, sí, leí a Manchette en su día. Y Pérez Merinero es muy bueno, muy, muy bueno. Días de guardar me pareció buenísima. Me la recomendó un francés. Ese desplazar el foco en la novela negra del policía al asesino… Me encantó el personaje. Yo soy un poco así. Me di cuenta de que estoy un poco desubicado y ahí funciono muy bien. Los funcionarios en cambio tienen otra psicología.
Volviendo a la ortografía, era muy curioso el uso que hacías de ella en Ciudad rayada en función de si el personaje iba puesto de coca, entonces lo escribías todo con b y k, de forma muy agresiva, o si estaba puesto de maría, y entonces metías esas vocales en mayúsculas. El efecto estaba muy conseguido.
Sí, es otro de los hallazgos que más me gustan. Cuando salió Kronen, la primera novela de Lucía Etxebarría y Ray Loriga —aunque él ya estaba antes—, la gente nos empezó a poner etiquetas: Generación X, otros hablan de Generación Kronen, lo que da un poco de pudor, neorrealismo, realismo sucio… Pero a mí siempre me gustó el concepto de punk, porque el punk respecto al pop es como el arte contemporáneo frente al clásico…
Hablabas de novela punk o nobela con b.
Es una inversión radical de los valores estéticos y repetir lo que decían las brujas de Macbeth: «Lo bello es feo y lo feo es bello». Una apología del ruido. Yo buscaba hacer ruido con mis novelas, ruido literario. Esto se entiende muy bien en la música y la pintura, pero no tanto en la literatura. El concepto de novela punk ayudaba a entender lo que yo buscaba. Lo de las k, las b y las mayúsculas formaba parte de eso. Había alguna otra cosa: también aparecía una página en blanco cuando él se quedaba en blanco. Son pequeños hallazgos que dentro del conjunto, si está bien hecho, le dan una atmósfera, y potencian el aspecto visual de la literatura, porque la literatura también es visual. Luego empecé a emparanoiarme con castellanizarlo todo. Me metí mucho en rollos discursivos. Soy muy obsesivo y me concentro mucho en una cosa. Son épocas. Lo de la ortografía ya se me ha pasado totalmente, pero utilizamos mal los subjuntivos o el leísmo entre los madrileños. He optado por una mayor soltura, porque, si te vuelves muy rígido, todo acaba sonando raro.
Te leo cosas que has escrito sobre el éxito de Kronen y esa etapa: «Siempre consideré que fue demasiado. Demasiado pronto. Demasiado violento. Demasiado irreal».
Fue una patada hacia arriba, que es igual de traumática que una patada hacia abajo. No estaba preparado. Si ese éxito te llega con cuarenta años, lo gestionas y lo disfrutas, es lo ideal. Si el éxito te llega demasiado pronto, no lo entiendes, no entiendes lo extraordinario que es, y sacas conclusiones erróneas. Piensas: esta novela está razonablemente bien y ha vendido cien mil ejemplares, si hago una mediana, venderá cincuenta mil. No entiendes nada. Es una cuestión de madurez, y está claro que yo no estaba preparado. De hecho, mi reacción fue violenta. Corté. Me pareció demasiada exposición. Necesitas oscuridad para brotar, como una planta. Yo en ese momento estaba creciendo y eso te puede destruir.
Sigo: «Vivía en plena borrachera de vida y sensaciones. Inmerso en un caos de sentimientos, ideas y pulsiones que me convirtieron durante todo aquel año en un cóctel molotov con patas…». ¿Por qué crees que no llegaste a estallar?
No, hombre, el cóctel estalló [risas].
¿Cómo estalló?
Si además de ser demasiado joven, te encuentras con mucho dinero… Y a mí, Kronen, al principio, me dio mucho dinero. Y lo invertí en lo que tenía más a mano: un bar con un amigo. El amigo lo perdí, lógicamente. Era demasiada libertad. Estás alterado y estás alterado por todo. La situación era compleja y la noche se convirtió en un refugio. El cóctel molotov de pronto estalla y yo me marché. Tuve la necesidad de hacerlo y tirarme unos años fuera. Todos hemos tenido nuestras crisis de pánico y de ansiedad, esas cosas. Estás con tus pastillas y luego te recuperas. Como todo el mundo. Aunque ese éxito fue también un privilegio comparado con muchas otras cosas.
Por lo menos seguiste escribiendo. De ahí salió Sonko95.
Eso es lo peor. En esa novela yo me noto que tenía las neuronas fundidas. Ese libro se me cae de las manos.
¿Tanto?
Tiene un punto superpunki, pero ya demasiado. En Kronen ese punto punki está controlado pese a todo y en Sonko no hay control. Mensaka luego la he retocado y en la edición de Stella Maris está bien. Mis novelas las asumo todas, pero Sonko es la única que ahora mismo no la reeditaría. Karen tampoco, pero por otras razones, porque está muy cuajada. Aunque hay quien es muy fan de Sonko, pero yo la asocio con esa época. Y yo no estaba, no estaba, no estaba…
¿Sin todas esas experiencias hubieras podido escribir tus novelas?
De ese momento he sacado petroleo. De ahí sale mi primera etapa: Kronen, Mensaka, La pella y Ciudad rayada. Pero Sonko la tengo aparcada. Hay quien se pasea por los bares y no ve nada, pero yo tuve esa suerte. Es una visión. Como la película Juegos secretos, de Todd Field. Trata de un tío que tiene hijos y va a los parques infantiles. Él ahí ve un universo. Yo eso jamás lo habría visto. He estado en esos parques con mis hijos y no lo he visto. Pues al revés igual: mucha gente se ha pasado por esos bares y no lo veía. Y también es verdad que la literatura de antes iba en otra línea y despreciaba totalmente el realismo. A mí, no sé por qué, los bares me dan. Me inspiran.
La última vez que te entrevisté, hace años, te acababas de apuntar a un equipo de fútbol de veteranos y querías escribir de eso.
¡Sí! Y no ha salido. Te lo puedo hasta contar. Se llamaba Los parados y el hijo del alcalde y por alguna razón no ha funcionado. Era un equipo de pueblo. Uno de ellos es el hijo del alcalde, necesita pasta y montan un secuestro falso, pero se convierte en un tirano: empieza a pedir whisky, putas… Era una comedia y la idea era buenísima, pero por alguna misteriosa razón no cuajó. Es como lo que te decía antes del principio de Kronen, y mira que me he tirado con esa novela y que la he trabajado… No saldrá nunca.
Willy Uribe tiene una novela, Revancha, en la que también se cruzaba el crimen y ese fútbol de los veteranos durante el fin de semana.
Es que es Full Monty, un rollo muy bueno. Yo he sido muy futbolero. Jugaba razonablemente bien, teniendo en cuenta que, cuando éramos chavales, la táctica no se trabajaba. Tenía unas ciertas condiciones, pero me faltó ese espaldarazo del que hablábamos antes y que tuve con mi primer cuento. Luego dejé el fútbol y volví veinte años después con alguno que había jugado en segunda división. O sea, que tenía un nivel y cómo se notaba esa experiencia. Uno de ellos estaba un poco fondón, pero sabía exactamente hacia dónde tenía que ir, qué hacer en tal situación, qué movimiento elegir si estaba encerrado… Había una cultura de veinte años, que ellos habían seguido jugando y yo no. Fíjate, yo pensaba que ese mundo lo tenía dentro y podía explotarlo, y no salió. Nunca sabes por qué.
Volviendo al éxito, en Un escritor en la era de Internet, citas a Voltaire y dices que la literatura solo sirve para despreciar si fracasas y para odiar si triunfas. Tendría que ser al revés, ¿no?
Efectivamente [risas].
¿Qué se odia cuando uno triunfa?
Es que mi caso es muy especial. ¿He triunfado? Me encantó lo que dijo Alberto Olmos cuando vio el documental de Generación Kronen. Siempre se fija en lo que se tiene que fijar, y hay un momento en el que Luis Mancha, el director, me pregunta qué pinto en el panorama literario. Yo respondo que no pinto nada.
Sí, además está grabado en el local donde antes estaba el bar Kronen y ahora hay una franquicia de restaurantes japoneses, muy significativo también.
Y es verdad que no pinto nada. Al final soy un bala perdida, por eso me gustó tanto el nombre de la editorial. La sensación es que yo he pasado por ahí pero ni se han enterado ellos ni me he enterado yo [risas]. Estoy siempre desubicado, pero ese es un poco mi encanto. Cuando triunfé me fui, cuando pude disfrutar de ese triunfo no me enteré, así que no tengo la sensación de haber triunfado. Bueno, el triunfo es seguir aquí, ir haciendo carrera pese a todo y disfrutarlo, que para mí es lo más bonito. Sí que tengo la sensación de que mi aproximación a la ficción es muy anglosajona y me encuentro con un mundo muy marcado estilísticamente por Belén Gopegui, Marta Sanz, Chirbes… Es otra cosa, un tipo de prosa, o una filosofía, de alguna manera, muy francesa. Siento que lo que hago no está sintonizado con eso. Tengo la sensación de que ellos se leen y como que están sintonizados. Y está muy bien, eh, hay cosas que hacen muy buenas. Cuando tuve el éxito no me enteré, pero también fue un lujo, me fui y cuando volví ya se había acabado. También es cierto que se había acabado el periodo de las vacas gordas. Yo arranqué a mediados de los noventa y el ambiente era otro. Pillé el último tramo.
¿Te gustó el documental Generación Kronen o te pareció muy duro?
No, qué va, me pareció muy bien. Le faltaba una conclusión que está implícita, Luis Mancha la pone al lado: cómo se han diluido los medios de legitimación clásicos del escritor. Es la tesis que está ahí detrás, que él analiza y que va buscando. Pero le falta explicitarla más. Yo siempre le digo que ponga esa conclusión. Eso es lo único. Me parece que está muy bien. Él se ríe un poco haciendo su propio Buscando a Sugar Man. Su enfoque es muy original.
Había gente muy dura contigo.
¿De Prada? [Juan Manuel de Prada se pregunta en el documental si José Ángel Mañas aún sigue escribiendo. Mañas, por su parte, acusó a De Prada en los noventa de representar la «contrarreforma casposa» del panorama literario frente a esa literatura punk que él y otros estaban haciendo].
Me refería más bien a otro, que decía que eres un juguete roto.
Ah, sí, sí [risas]. Eso me lo llevan diciendo desde los noventa. ¿Quién lo decía?, ¿Pote Huerta?
No, era un crítico, espera que lo busque…
¿Constantino Bértolo?
Tampoco…
¿Magrinyà?
No, él decía que habrías ganado mucho dinero…
[Risas] Ves, ese enfoque me parece muy interesante. Es el enfoque de Bourdieu: ¿quién es quién?, ¿cómo se ha funcionado? Esto es un juego, ¿cómo se entra?, ¿quién maneja? Lucía Etxebarria y Paula Izquierdo arrancan en el Fnac, organizando actos, están en contacto con todo el mundo y saben cuáles son las puertas. Ray tenía a su mujer, Christina Rosenvinge, que le ha hecho de coach y le ha hecho sintonizar, y no es lo mismo. Belén Gopegui se casa con Constantino Bértolo y curiosamente su escritura cambia y funciona como un tiro. Tiene una experiencia absoluta de cómo hay que gestionar una carrera literaria. Yo tengo la impresión de haber ido dando tumbos y haber aprendido a hostias. Además, me han juntado con una gente que yo no siento afín, son mayores, tienen cinco años más.
Son solo cinco años.
Pero la sensibilidad es otra. Lucía y Ray tienen una sensibilidad ochentera, la mía es muy noventera, y es un matiz porque yo siempre he dicho que los noventa son una continuación de los ochenta. Y no pasa nada. Nos juntan y ya está. Ray me gusta mucho lo que hace. Con el tiempo, es otro de esos autores que voy descubriendo. Le descubrí en un congreso por casualidad, una chica empezó a analizar fragmentos y me parecieron maravillosos. Tiene mucha potencia lírica y funciona muy, muy bien. Sus problemas son más de estructuración y articulación. A los dos nos pasa de alguna forma: la novela te exige algo que él no tiene, y cuando lo fuerza se nota. A mí me pasa también: mi tendencia natural es al diálogo. Te piden otro tipo de novela y lo sufres sin darte cuenta. Pero, volviendo al documental, me parece estupendo.
En Un escritor en la era de Internet dices: «Basta el sentido común para entender que los literatos forman un universo social cerrado y tan endogámico como el cine. El negocio está en manos de un puñado de clanes y ser literato, en realidad, no es más que formar parte de esa familia bien avenida. Pégate a ellos y acabarás entrando. Es el único secreto».
Eso es. Lo cuenta Germán Gullón: tú envía manuscritos… Él pasaba por Destino y había una habitación llena de manuscritos que posiblemente no había leído nadie, y le daba muchísima tristeza. Todo es más sencillo si eres amigo de, hijo de… Hay fenómenos muy interesantes, como la sobrerrepresentación catalana. Tienes a Mendoza, Marsé y muchísimos más. ¿Por qué? Porque la capital editorial es Barcelona. ¿Cómo le llega el manuscrito a Bértolo o a tal? Cuando entrabas en la Escuela de Letras pagabas para eso, para que te diera clases Bértolo. Todos esos cauces son los que abre Luis en su documental y es muy interesante porque tendemos a ver la literatura como una cosa aparte y hay que saber. ¿Por qué Fernando Alonso no ha sido campeón del mundo ocho veces? Habilidades sociales, que unos tienen y otros no. Y es evidente que Hamilton tiene muchas más que él. Ver esa dimensión en los escritores es muy interesante y tenemos tendencia a no hacerlo: de dónde sale la gente, cuáles son los circuitos y a qué juegan… Porque hay discursos diferentes y no todo el mundo juega a lo mismo. Ray Loriga cuando se hace esas fotos está jugando a otro juego. No es que Christina le diga haz esto, pero sí entiende esa faceta, estando con ella la capta. Las estrellas del rock tienen superasumido el papel de la estética. Cuando ves a Yung Beef, el tío controla que te cagas. Es un superdotado de la estética. Le ves un plano fijo, con su gorrita y fumándose un peta… Es acojonante. Pero, claro, es un chaval que ha sido modelo y tiene un control absoluto de esa dimensión, además de otras cosas. A mí sí me gustan sus letras. Entre el susurro, que estás acostumbrado a que la gente grite, y ese quejiíto… Transmite mucho.
El documental hablaba también de la burbuja literaria que se produjo.
Totalmente. Yo pillé el final.
Kronen fue algo así como el pistoletazo de salida.
El éxito de Kronen hizo que cada editorial en ese momento tuviera que buscar su escritor joven y alguien que hablara de noche, drogas y este tipo de cosas. Entró mucha gente. Como la movida con el concierto homenaje a Canito. Las discográficas lo ven y se vuelven locas. Fue un poco lo mismo. Luego unos cuántos sí funcionaron y literariamente han quedado cosas.
Hablando de condiciones económicas, Pedro Maestre, que ganó el Nadal en el 96 con Matando dinosaurios con tirachinas, decía que había ganado con esa novela entre treinta y treinta y cinco millones de pesetas (entre ciento ochenta mil y doscientos diez mil euros).
Jooooder…
Juana Salabert hablaba también de anticipos de dieciocho mil o veinticuatro mil euros como algo normal.
Pues yo fui muy gilipollas [risas]. A mí me dieron trescientas mil pesetas (mil ochocientos euros) por ser finalista del Nadal y luego te puedo decir las cifras que a mí me dicen [risas]. Gané dinero por las ventas y estuve unos años con Balcells y me hizo muy buen contrato con Espasa Calpe. Ese para mí fue mi mejor contrato. Pero el éxito de Maestre me sorprende…
Las cifras las da él en Generación Kronen.
Sí, sí, pero me sorprende. Y dicho esto, él ganó el premio y yo fui finalista.
Fuiste finalista, pero tuvo muchísima repercusión.
Y muchísimo recorrido… Es que estoy intentando traducirlo a euros… Me cuesta dar cifras, además fueron muchos años. Pero mi contrato fue muy leonino, la editorial se quedaba con el 30, 35 o 40%, no recuerdo, de los derechos audiovisuales… A lo mejor él entró con más fuerza. Pero luego todo eso se vino abajo y los anticipos eran acordes a las ventas. Hasta que empezaron a derrumbarse. El que vendía veinte mil en los noventa ahora vende dos mil y date con un canto en los dientes. Estamos en eso. A todas las crisis habidas… Todas no, que aún quedan, pero a la crisis financiera y las demás, en el caso editorial hay que sumarle una crisis del sector. Antes optabas entre la literatura, oír música, ir al cine… Pero ahora tienes series, videojuegos, WhatsApp… Una cantidad de opciones de ocio que se comen el tiempo. La gente dice que si el libro electrónico, pero no… Ojalá estuvieran leyendo como locos y pirateando. Luego a lo mejor todo vuelve a cambiar, pero ahora no hay tiempo. Las series son adictivas. Ese formato de una horita… Estás en casa y te la pones. La gente me dice «¿Cómo lo has hecho?». Y yo respondo que ni idea, que haber empezado hace veinte años… Ya no hay mercado. Se ha hundido y los editores, lógicamente, si antes podían editar diez, ahora editan cinco, o tres. Hombre, hay dos fenómenos: si vendías diez mil y ahora vendes mil, pues publicas diez. Esa es una reacción. La otra es cerrar el grifo. Las dos cosas son malas. La saturación de títulos es enorme.
Eso ha sido así siempre.
No, no, no… Yo siempre cito la época de Delibes, Marsé…
Pero en los noventa eso ya había cambiado.
Sí, los noventa ya eran la jungla.
El negocio editorial siempre ha sido de ludópata: hacer mil apuestas y alguna saldrá.
Efectivamente, eso es… Tú siembras y lo dejas. Siempre se habla de La sombra del viento, Planeta no se dio cuenta hasta que no había vendido cuarenta mil y entonces empezó a apoyarlo. Entre medias, lanzan miles que no pueden defender de ninguna manera y ellos siempre dicen lo mismo: no sabemos cuál va a funcionar; si no, todos seríamos millonarios. Lo de la ludopatía es una buena definición.
¿Sigues viviendo de la literatura?
Ahora mismo, no. He tenido mucha suerte y las películas me dieron mucho dinero. Pero te van saliendo cosas y vas complementando. Ahora estoy presentando unos proyectos para hacer series de televisión, vamos a ver si salen, y estoy impartiendo unos cursos en Basilea…
Bolos.
Sí, bolos, pero las conferencias también se han hundido. Hace diez años era fácil tener diez o quince en un año. Hubo un momento en el que se cortaron todas y formaban parte de los ingresos. Entre unas cosas y otras, vas malamente, que diría Rosalía [risas].
El único fenómeno parecido que ha habido después de esa generación Kronen, o como quieras llamarlo, fue el afterpop o generación Nocilla.
Literariamente fue lo que vino después. La intensidad no fue tanta, pero es interesante. A mí Fernández Mallo me parece un pensador, es arte conceptual en el fondo. Cuando escribí La literatura explicada a los asnos hablé de Nocilla Dream y, bueno, tiene ese punto indie… Se pasó de esnobismo. Es la diferencia entre los indies y el trap [risas]. Hay un puntito… Entre Kronen y ellos la diferencia fue esa. Se pasaron de largo. Yo lo entiendo como arte conceptual. Montero Glez se cabrea mucho y a mí me gusta más Montero Glez, pero lo otro me parece muy interesante.
Estás enganchado al trap.
Para mí, el trap es la nueva ola. Le veo más poesía a Yung Beef que a muchas letras indies, soy muy fan. Estos tíos han vuelto al rollo punki de hazlo tú mismo y hablan la lengua de la calle. Ese es el punto de conexión con Kronen. ¿Por qué el indie de los noventa no tuvo la misma aura que la música de los ochenta? Para mí, hay dos factores. Uno fue la crisis, la falta de dinero. Todavía eran las vacas gordas cuando se montaron las cátedras de la movida y tal. Todo eso se apoyó y fue muy institucional. Pero cuando pueden interesar los noventa, ya no queda un duro. El otro factor es el inglés. Yo tenía mi grupito y no estaba mal, los Lox, la batería era buena, las guitarras eran buenas y yo me las apañaba con el bajo. El tío que cantaba lo hacía en inglés, y yo le decía: «¿Qué haces cantando en inglés?, ¿para quién cantas?». Rollo Dover. De hecho, escribí un artículo para Subterfuge y hablaba de Sexy Sadie, y la diferencia entre su canción «Mr. Nobody» y «Sr. Nadie», la versión en español. Para mí la distancia era abismal. Cuando hay un idioma que vives, le puedes dar unos matices que se pierden en otro idioma. Eso pasó en los noventa.
¿Sigues tocando?
No, me di cuenta rápido de que no tenía talento. Venía otro del grupo y me decía: «Escucha esta canción». Él la sacaba de oído y a mí me lo tenían que explicar. A mí me decían lo que tenía que hacer y yo lo hacía [risas]. Me las apañaba, pero musicalmente soy un cenutrio.
¿Estuviste en el concierto de Nirvana en Madrid del 92, el que cuentas en Kronen?
Ehhh. Secreto profesional [risas].
Al margen del tema musical, ¿están infravalorados los noventa?
Yo siempre aclaro que hablo de los primeros noventa. Baroja decía que el momento más importante en la vida de un hombre es entre los dieciocho y los veintitrés. Yo tenía dieciocho en el 89, que fue cuando empecé a salir en serio e íbamos mucho al Jam, en la calle Barbieri, con las Lambrettas en la puertas, y música muy de los setenta. Luego, entre el 93 y el 94, quedo finalista del Nadal y cambio de universo. En esa época, a nivel de cine internacional, están Tarantino y Hal Hartley…
¿Has vuelto a ver alguna película de Hal Hartley? Yo no y no sé si me apetece mucho, la verdad.
No lo sé, habrá que ver si aguanta, pero tenías la sensación de que había algo ahí. En música tenías a Nirvana y Sonic Youth renovando completamente el rock. Los unos con ese punto indie, de ruido sofisticado y vanguardista, y los otros eran pura visceralidad. Aunque luego es muy curioso, porque he oído cintas de Kurt Cobain cantando solo y qué bien canta, tiene una voz superbonita, y con un punto surrealista a lo Pixies, con frases que funcionan muy bien musicalmente. En el fondo, toda la música es surrealista, porque vas pillando frases, poquito a poquito, y luego, si tienes tiempo, consigues construir el discurso completo, pero muchas veces te quedas a medias, con fragmentitos o con palabras que te llaman la atención. Y tiene también el rollo expresionista, ese Angst puro y duro. En los noventa, después de eso, o a la vez, entra la música electrónica. Yo siempre recuerdo que a los que nos gustaba el rock íbamos a Malasaña y arriba estaban Pachá y But. Esa gente todavía estaba con el acid house y a mí me parecían muy raros, creía que estaban desfasados, pero los desfasados éramos nosotros. La novedad era esa forma de vivir la noche: los empalmes, los afterhours, las drogas sintéticas… No bebían, iban con agua. Llegaba un momento en el que te cerraban los garitos rockeros y tenías que pasarte a los otros, era obligado. Y luego, lo más interesante fue cuando se juntaron esas dos músicas: empezaron U2, David Bowie… Yo era muy de trip hop: Portishead, Tricky… O Prodigy, Chemical Brothers…
Hay una escena muy divertida en Ciudad rayada, con dos personajes que están en el baño de una discoteca y parecen salidos de Kronen. En ese otro mundo ya se sienten viejos y desplazados, están tratando de integrarse y tienen poco más de veinte años.
Kaiser, el narrador, los ve muy viejunos y dice que escuchan a Bob Dylan [risas], y yo soy fan total de Dylan. Para mí es que fue un shock. Cuando yo tuve el bar, venía un chaval y, en cuanto él entraba, todo se empezaba a agitar. Luego me enteré de que iba siempre con una pistola, era un malote de estos. Nos hicimos amigos, nos empezamos a conocer, y flipaba con esa gente que iba al New World de la plaza de los Cubos. Yo me sentía supermoderno escuchando a Jane’s Addiction, que nos parecía lo más de lo más, y estos te miraban echando pestes del rollo rockero. Ese choque fue muy rápido y de ahí sale Ciudad rayada, de esa sensación. Todo eso se concentra en los noventa. Y en el cine español, gracias al éxito de Almodóvar, salieron Calparsoro, Julio Médem, Álex de la Iglesia, Amenábar… Boyero hablaba de la edad de plata del cine español. Todo eso se junta y se convierte en un momento de intensidad creativa.
Otra escena, esta vez de Mundo burbuja. Ya se ha hecho de día y un grupo de veinteañeros va a un bar de Azca. Allí hay un tipo mayor pero igual de puesto. Es el hermano de un ministro y la policía le busca por un escándalo de corrupción. De pronto, dice: «Pues esto es lo que viene después. Cientos de miles de jóvenes fermentados en un infierno hedonista de farlopa y anfetas. Y solo saben gruñir. Grrrrr». ¿Te parece una buena definición de la época?
El rollo bonito va del 82 al 92, todo es felicidad y hedonismo, están los modernos que pasan de la caspa, y de repente empiezan los escándalos que saca Pedro J. en su época buena de El Mundo, que tenía un aura de verdad absoluta. Los noventa fueron la continuación de ese mundo hedonista y cambia con el 15M, cuando vuelve el rollo político. Siguen siendo una época despreocupada, pero en su fase más oscura. Empieza una crisis de la que no hemos salido y, en cuanto a la noche, es pasar de Malasaña y los cuatro o cinco garitos a la M-30, los polígonos… La gente que sale es cada vez más joven y las drogas cada vez más agresivas, la música también es más agresiva. Eso lo puedes vivir bien o mal. En las primeras pelis de Almodóvar se meten rayas y todo es muy lúdico, pero luego la cosa se puso desagradable. Es la parte oscura, la fiesta cuando degenera. A mí de esa época me chocaban mucho los enanos rabiosos, eran chavales pequeñitos, pastilleros, que empezaron a consumir muy pronto y se quedaron chiquititos. Y fíjate, a mí me gusta Mundo burbuja, pero no la suelo sacar porque es la única autobiográfica.
Luego hablamos de Mundo burbuja. Sin hacer literatura política, ni mucho menos, pero esa realidad de la corrupción o la guerra de Yugoslavia, por ejemplo, siempre se acababa filtrando en tus novelas, muchas veces a través de una televisión encendida.
En la primera escena de Kronen ya hay una conversación sobre Cataluña. Sí que estaba esa percepción, que era intuitiva, de que algo no funcionaba. La crisis en la que estamos arranca en esa época. Kronen es de las primeras novelas en las que se empieza a ver que no todo es tan bonito. En esa época comía mucho con mi padre, que es parco en palabras, y tirábamos de la televisión. Son pinceladas de un momento. A mí la guerra de Yugoslavia me impresionó mucho. Después de la Segunda Guerra Mundial parecía que ya nunca iba a estallar una guerra en Europa y ahora sabemos que sí va a haber y que van a volver aquí. Si no es en Cataluña, será en otro sitio. En Francia volverá a haber guerras… En Suiza a lo mejor no porque son como las cucarachas: siempre sobreviven y, cuando vas, alucinas. En Alemania hay ciudades horribles porque las destruyeron y luego tuvieron que reconstruirlas, pero en Suiza nunca ha habido guerras y están perfectas. Es una sociedad muy peculiar.
Tu hijo mayor tiene diecisiete años, ¿te ha leído?
Es un poco pasota. Se leyó el Kronen, pero tampoco te creas… Me dijo que estaba bien [risas].
En tus novelas de los noventa no había lucha de clases, pero sí un guerra generacional entre jóvenes y mayores. Ahora, con cuarenta y siete años y padre de dos hijos, ¿cómo ves ese salto?
Yo siempre digo que soy un señor de cincuenta años [risas].
¿Te parece tan grande?
Lo que veo es que los chavales están muy concienciados. Los educamos muy bien [risas]. Nos preocupamos. Antes, llegabas a casa, cogías el bocata, bajabas a la calle y ya está, eras libre y reaparecías a la hora de la cena o llegabas tarde y decías que se te había atrasado el reloj. Crecías en la calle, estábamos sueltos. Ahora ya no. Crecen en las casas y con internet tienen una capacidad alucinante de asumir información. Pero información no es cultura. Hace falta procesar tal saturación de información. Antes la información era poder, ahora tienes que estructurarla de forma crítica porque, si no, te come. Ese es el nuevo reto. Y fíjate cómo ha cambiado la sociedad y la conciencia que tenemos de las cuestiones de género y de muchas otras. Hace poco veía una actuación de Almodóvar y McNamara cantando salvajadas… ¡en la televisión pública! Lo ves y te parece surrealista [risas]. La repolitización se produjo a raíz del 15M, hay un antes y un después que rompe con ese clima hedonista. Lo mismo pasó entre el 75 y el 82, ese periodo fue muy complicado. Había muertos a punta pala: los Grapo, el atentado contra los abogados de Atocha… Todo se ha repolitizado. Yo ahora voy a sacar una novela sobre América y estoy acojonado por ese contexto…
Háblame de ella.
Para mí, hay dos periodos importantes de la historia de España: el 36 y la conquista de América, y quería conocerlos de primera mano. Son cincuenta o sesenta años en los que unos tíos se hacen los dueños de un continente sin apoyo ninguno del Estado, porque solo les dan unos papelitos en los que les dicen: «Usted es virrey de no sé dónde, vaya allí y explíqueselo a esa gente…». Me interesaba mucho la interacción entre ellos. Pizarro detiene a Núñez de Balboa, no le corta la cabeza pero casi, y le roba su proyecto, se cruza con Cortés, Bartolomé de las Casas escribe su diario… Son una generación que hace todo eso y termina con la controversia de Valladolid, que es un enjuiciamiento de lo que ha ocurrido, y luego por detrás viene Lope de Aguirre. Quería verlos juntos. Parecía que iba a ser el paraíso y se convirtió en el infierno.
¿Cuándo la publicas?
Si todo va bien, en primavera del año que viene. Quiero sacarlo todo junto: unas mil páginas, pero estoy discutiendo con el editor porque puede que una parte se quede fuera. ¿Y qué va a pasar? Que va a venir un periodista barcelonés y me va a preguntar si pienso que Colón nació en Génova y ya está liada [risas]. Es imposible hoy en día no hacer política, hagas lo que hagas. Eso no tiene nada que ver con los noventa. El Kronen no se podría publicar ahora con la conciencia de género que hay.
Carlos llama a todas las mujeres cerdas.
Y a la hermana la llama gorda. Es un personaje que está muy construido y es muy negativo, pero, claro, vete a explicarlo ahora. Yo creo que no se publicaría.
Te has descrito como un escritor masculinista.
Me refería a que tengo ese prisma. Es lógico. Spike Lee, por ejemplo, acaba de estrenar un peliculón [Infiltrado en el KKKlan], es una pasada, buenísima. La veo y me parece lógico que sean afroamericanos, como los personajes de Jane Austen son de Bath y los de Doris Lessing son mujeres. No le pido otra cosa. Tampoco a Sylvia Plath. Yo tengo un prisma masculino. Uno de los retos de Todos iremos al paraíso fue ese. Me dijo una chica que nunca había utilizado una narradora femenina y era verdad. Me puse y la historia está protagonizada y contada por una mujer. Fue una experiencia.
¿Qué te han dicho las mujeres que la han leído?
Me han dicho que bien [risas]. Tú coges ese prisma y los hombres parecen gilipollas, exagerando un poco. Es casi inevitable porque empatizas siempre, aunque sea sin darte cuenta, con el narrador. Y cuando leo a Doris Lessing me parece fenomenal que tenga un prisma femenino, incluso feminista. Dicho esto, una de las dos series en las que estoy trabajando tiene una protagonista femenina y yo creo que va a salir. Pero no puedo contar más.
O sea, que vas en serio con las series.
Estoy presentando proyectos. Me he juntado con Katxo, que es un director de publicidad que ha trabajado en más de cuarenta países y que hizo una película que se llama Temporal. Me gusta mucho como filma.
¿Te interesa más el lenguaje de las series que la literatura?
No, yo siempre digo que me gusta ser novelista, me parece menos pretencioso que escritor. Al escritor parece que le ponen una tribuna y ya es un intelectual, sobre todo en Europa. Entre Stephen King y Sartre hay bastante distancia, y yo tiro más hacia Stephen King. El material del escritor lo considera casi opaco y escribir parece un verbo intransitivo. El novelista, en cambio, usa el lenguaje como una herramienta para construir un mundo imaginario. Siempre me he considerado creador de personajes. Es la parte que más me gusta. Mi gran valor entiendo que es ese: he creado muchos personajes y lo sigo haciendo. En las series esa parte se respeta cambiando el formato y sigo haciendo un poco lo mismo. Es por agotamiento de un mercado y búsqueda de nuevas alternativas. Antes tampoco habría hecho jamás un seminario como el que estoy dando en Basilea sobre la historia de Madrid.
¿Vas a escribir los guiones de esas series?
No, estamos trabajando con guionistas profesionales, con Bárbara Alpuente, que es una guionista brutal. Ella tiene el oficio. Yo, como suelo decir, solo tengo un Goya [risas]. Me cayó. Como mi título de historiador. Pasé por la facultad, pero no me considero historiador.
¿Qué tal fue tu experiencia como guionista con Montxo Armendáriz?
Muy buena.
Pero la película que hizo con Historias del Kronen no te gustó.
Claro, él es un gran profesional y escribía muy bien. Él hacía su escaleta, lo tenía todo en mente y yo ponía los diálogos. Me pedía que sonara madrileño [risas]. El problema es que éramos muy diferentes.
¿Él quería hacer la película?
Sí, sí, sí. Bueno… O Querejeta quería. A ver, yo lo he entendido con el tiempo. Hay un éxito, hace la película y eso le permite rodar cuatro proyectos más personales después. El problema es que no pegábamos ni con cola. Es muy parco. Las mejores películas suyas son Secretos del corazón, protagonizada por un niño que no habla; Las cartas de Alou, de un inmigrante que tampoco habla, y Tasio, que hablan poco. Y yo soy lo contrario: puro diálogo.
Esa mezcla podría haber funcionado.
Pero no fue así. Había que entrar en su tempo, que es muy de diálogos informativos. Yo soy de poner a dos tíos sentados en un bar hablando de mil cosas, diálogos muy abiertos. Estéticamente no pegábamos, pero aprendí mucho, yo no tenía experiencia y descubrí el guion y el mundo del cine. ¿Qué pasó? Que el segundo día Querejeta me echó del rodaje [risas]. Yo iba muy ilusionado a verlo y habían cambiado algo que yo había firmado. El dyccola [whisky Dyc con Coca-Cola] era un leitmotiv importante en la novela y el protagonista estaba bebiendo vodka con naranja. Yo no conozco a nadie que bebiera eso y pregunté. El tío tenía unos reflejos muy autoritarios. Paró el rodaje, se me encaró delante de todo el mundo, se hizo el silencio [risas] y me preguntó: «¿Tú qué dirías si te pido que pongas tal adjetivo en lugar de tal otro?». Me dio un repaso y me marché. Luego me llamó para promocionar la película y aún me está esperando [risas].
Vaya.
Pero, dicho esto, luego he tenido la oportunidad de trabajar con otros productores y Querejeta era muy duro, pero tenía muy claro lo que quería. Él se sentaba en una butaquita al lado de Armendáriz y plano que no le gustaba, plano que no pasaba. Es un productor autor. Como hay editores que tocan mucho los textos de sus escritores y se convierten en autores y, de repente, todas las novelas editadas por tal persona empiezan a parecerse, que también puede estar muy bien. Dicho esto, tampoco pasa nada.
Has criticado mucho la estética.
La película parece más Pamplona en los setenta que Madrid en los noventa y eso es una traición en una película que pretende ser un retrato. La ropa la elegía la mujer de Querejeta. Iba a casa de los actores y la cogía al tuntún. Cuando yo conocí a Juan Diego Botto, fíjate lo guapo que es, estaba perfecto, con su perilla y tal, pero luego lo desgraciaron: le pusieron un pelillo y un niqui… La estética es un lenguaje. Si hablas de gente joven, tienes que prestar atención. Ya no es que no sea tan glamuroso como Kids o Trainspotting, dos películas de la época, es que no era realista. Puede parecer una cosa tonta y los que entienden dicen que plano a plano la peli está muy bien. Armendáriz tenía oficio y arte. El discurso era otro, pero eso no me importa. El personaje evoluciona y a mí me parece fenomenal… ¿Lo de colgarse de un puente que hacen en la película? No aparece en el libro, pero, bueno… No se trata de permanecer fiel a la letra. Es una cuestión de sintonía de sensibilidades. De hecho, me gustaría que hicieran una serie. Dilo, ¿eh?, esto dilo, a ver si conseguimos engañar a alguien [risas]. La historia son catorce días, pues un día por capítulo, y que esté todo más abierto, una estética Dogma. Eso le pegaría al texto. La experiencia fue maravillosa, muy bien con Montxo y muy mal con Querejeta, pero dentro de un respeto absoluto. La novela habría funcionado igual. Cuando ellos entran, ya estaba disparada, en cincuenta mil o sesenta mil ejemplares vendidos. La película se benefició más de la novela que al revés.
¿Soy un escritor frustrado era una venganza contra la crítica?
Es mi primera novela. La escribí antes que Kronen. Yo siempre la comparo con La roja insignia del valor, de Stephen Crane, en la que recrea la guerra antes de ir. Luego fue y se parecía bastante. Yo imaginé el mundo literario antes de entrar. Siempre dicen que estaba inspirado en un crítico que me dio muchas hostias. Hace dos o tres meses, por cierto, me crucé con él. No le conocía. Fue en una conferencia sobre cine y literatura. Me dio por lucirme y me salió bien. Él estaba en primera fila. Había un grupo de personas. Saludé a todos menos a él. Me tendió la mano y directamente me marché [risas]. Fue una pequeña mezquindad, pero me quedé muy a gusto.
Siempre te has tomado muy en serio las críticas.
Lo que pasa es que soy susceptible, y muy rencoroso [risas]. Otra historia muy graciosa fue con Antonio Baños.
¿Baños, el que fue diputado de la CUP?
Ese. Él había hecho un crítica demoledora de Ciudad rayada. Al cabo de dos años vino a entrevistarme y me acordé. Hijoputa [risas]. Al principio yo no quería hacer la entrevista, pero luego la cosa acabó bien, nos tomamos algo y hablamos mucho de fútbol. Fue muy gracioso. Muchas veces la gente te critica de lejos y no te conoce.
Una cosa es la crítica personal y otra la crítica a la obra.
La crítica de Baños empezaba: «Pero ke mierda de libro», imitaba lo de las k y las b que yo utilizaba cuando el narrador iba puesto. Forma parte del folclore de esta profesión. Yo puedo guardar las cosas quince o veinte años, y si tengo la posibilidad de desquitarme, saco el fusil. Y si puedo con un bazuka, mejor [risas]. Procuro pasar, pero si me acuerdo…
¿Caso Karen era un ajuste de cuentas?
No, no. ¿Lo dices por Lucía [Etxebarría]?
No, me refería al mundo literario en general.
El personaje un poco sí estaba inspirado en ella. Pero yo también me identificaba con Karen [joven escritora con mucho éxito que no es capaz de asimilarlo y una mañana aparece muerta en la plaza del Dos de Mayo de Madrid] y lo utilicé para hacer mi catarsis. No, no, no. Una cosa es que yo me desquite personalmente, pero nadie vale tanto para dedicarle una novela.
¿Ella se lo tomó mal?
No creo. Una vez me crucé con ella y me dijo que en la novela salía muy guapa y se follaba a quien quería, con lo cual estaba contenta [risas]. Creo que también me dijo que, si llega a tener éxito, me hubiera puesto una querella, pero como no lo tuvo [risas]… Yo siempre trabajo así, me inspiro en gente o en situaciones, pero luego lo desarrollo, no tiene sentido dedicarle nada a nadie.
¿Era una novela en clave?
Sí, se reconocían ambientes y hay esa parte. Si el lector tiene ganas… Pero es que esa novela es la que menos me gusta, la más pedante, la más indie [risas]. Los personajes son como Frankenstein y vas mezclando: les pones el físico de uno, la psicología de otro, a veces mezclas dos, a veces te los inventas… No soy como Trapiello, que escribe para que los reconozcas aunque ponga una X, es realista y está clavado. Mis novelas son ficciones. Entre Ciudadano Kane y William Randolph Hearst hay diferencias, está inspirado en él, pero es otra cosa.
El retrato que hacías del mundo literario era bastante chungo.
Hombre, como todos esos mundos…
¿Es más chungo el mundo literario que el de la noche y las drogas?
Ese es más noble, más explícito. El problema con el otro es que un tío te sonríe y te da la mano, y luego te enteras de que te ha dado una cuchillada. A mí no me importa tener enemigos ni tener amigos, pero quiero saber quién es quién. Y, sobre todo, yo al principio no me enteraba de nada. Como novelista te lo puedes inventar todo, pero como tienes tanto material ahí… La ficción es una mentira que tú intentas hacer creíble y para eso la salpicas de realidad. Lo que busco es la verosimilitud, que tú te lo creas y te lo ambiento para eso. Me importa más la verosimilitud que la verdad.
¿Cómo ha sido tu relación con los editores?
Ha ido cambiando. A mí me hubiera gustado seguir con el mismo, pero han ido cayendo. He tenido cuatro, cinco o seis. Con unos me he llevado mejor, con otros peor. Antes te hablaba de Querejeta, pero él sabía de todo. Yo no le pido a un editor que sea mi amigo, le pido que sea un buen editor y que haga el trabajo que tiene que hacer. Es muy difícil ser editor estos días. Algunos lo hacen muy bien y otros pasan más. También depende: no se puede promocionar a todos los autores y ellos tienen que hacer su selección. Es como un equipo de fútbol. Con un entrenador eres titular y con otro pasas al banquillo. Y luego, cuando estás vendiendo mucho, eres el jefe, y cuando no vendes, el editor es el jefe [risas]. Es una figura bonita. Yo con el tiempo he aprendido a respetar mucho el talento del editor: el tener buen olfato, saber editar…
¿Hay editores de talento ahora?
Aquí tenemos a Lorena [Carbajo, su editora en Bala Perdida] [risas]. Marcus, de Ya lo dijo Casimiro Parker. Hablo de los jóvenes que están arrancando. Hay muchas pequeñas editoriales, como Periférica, que están haciendo muy buen trabajo. Jekyll & Jill también me gusta mucho. Hemos entrado en el mundo de la microedición, donde hay gente cuidando mucho los libros y otros que los sacan como churros. Se han recortado muchos costes, ya no hay lectores ni medios ni tiempo. Un buen libro necesita tiempo y hay que darle mil vueltas. Si quieres sacarlo rápido o sacar muchos, no puede salir bien. Mis primeras novelas salían sin una puta errata. Los errores que podía haber eran cosas mías, y luego empezaron a aparecer, o a no meter correcciones que yo les pedía. Hay también otro problema que es la edición en Cataluña. Muchos lectores son gente de inmersión lingüística y algunos son muy buenos, pero otros ves que no tienen nivel.
¿Has rechazado alguna vez un premio?
En su momento, sí. Pero ahora no lo rechazaría [risas]. La gente cree que yo tengo muchos premios, pero no tengo ninguno. Fui finalista del Nadal y nada más [risas]. Eso y el Goya como guionista. Ahora, tal y como están las cosas, un premio te garantiza promoción y que la editorial se involucre. En mi caso es muy meritorio haber aguantado veinticinco años sin premios.
Sí que hay un premio que lleva tu nombre.
Me sedujo un editor francés para buscar nuevos talentos. Es un premio de descubrimiento. Tienes lectores anónimos que van leyendo los manuscritos y a mí me llegan las mejores novelas. Premiamos a un autor muy bueno, Rodrigo Murillo, un peruano con una novela a lo Vargas Llosa sobre Sendero Luminoso. ¿Por qué acepté que utilizaran mi nombre? Porque era un premio de descubrimiento de verdad. Hemos sacado a un tío que no conocía nadie y le hemos dado una oportunidad, le hemos puesto en el mercado.
¿Va a haber segunda edición?
Sí, pero es muy difícil. El editor en Francia vendía con este sistema una media de diez mil ejemplares, una barbaridad. Yo ya le dije que nuestro mercado es muy duro, vender entre mil y cinco mil está muy bien. Los resultados han sido muy buenos, pero él esperaba más.
Mundo burbuja no quisiste promocionarla, ¿era demasiado autobiográfica y no querías que te preguntaran por temas muy personales?
Es muy autobiográfica y, de hecho, no he vuelto a escribir nada así. No me funcionó. El texto está bien, aunque tiene carencias ficcionales. Una novela es otra cosa. Me di cuenta de que había hecho una cosa extraña. Aunque hay quien se quita la máscara y le gusta la autoficción, como Céline. A mí me gustan los personajes. No la promocioné porque en esa época tenía mala relación con la editorial [risas]. Bueno, una mezcla de las dos cosas. En su momento me sentí un poco raro, pero no es de mis peores novelas.
¿Te interesa la autoficción como lector?
No, siempre he sido más lector de ficción. No me gusta. Incluso prefiero no ver la foto del autor cuando vas a leer un libro porque eso te condiciona y prefiero conocer lo mínimo. Eso es lo bonito: descubrir un libro sin más. Luego, si te gusta, ya vas profundizando. Cuanto menos sepas, mejor. El escritor es un titiritero que maneja marionetas y cuanta menos luz tenga sobre él, más le van a creer. Ese es un problema: a partir de cierto punto, la gente te conoce demasiado y tus ficciones pierden impacto y credibilidad. Es importante proteger la vida privada lo más posible.
¿A ti te han confundido mucho con tus personajes?
En Kronen, sí. Luego se ve más que son personajes. Por eso en Ciudad rayada hay una confrontación entre autor y narrador nada más empezar. Kaiser, que es el narrador, habla de Mañas para que en tu mente, aunque no te des cuenta, se produzca un desgarro entre el autor y el narrador. Sabes que son dos personas diferentes. Para mí, en ese caso, era importante.
En ese arranque, Mañas quiere comprarle una pistola a Kaiser para defenderse de unos que van a por él por algo que ha escrito. Asumo que es una coña o una exageración, pero ¿te han creado muchos problemas tus libros en ese sentido?
[Risas] Hombre, soy susceptible de lo de la pistola… Por ejemplo, en Kronen se cita a un político, alguien dice que había que cogerle de las patas y hacerle no sé qué. Ese político llamó.
¿Quién era?
No te lo puedo decir. Míralo en el texto [risas]. Llamó diciendo que quería partirme la cara y ahí estaba mi jefa de prensa protegiéndome.
¿Y alguien de tu entorno más cercano?
Kronen sí que provocó muchas tensiones. Fui ingenuo y salía gente con su nombre y apellido. La novela tuvo para mí cosas muy positivas, pero hubo partes malas. Entre ellas que provocó celos y rupturas en mi entorno.
¿Celos o que alguien se sintió retratado?
Las dos cosas. Pero quien más podía quejarse se lo tomó mejor. El problema es que era un texto que no estaba hecho para ser leído masivamente. Yo no era consciente de lo que hacía y luego tal adjetivo, que ni lo has pensado, tiene unas repercusiones tremendas. Hubo gente que se rebotó, pero eso no fue lo peor. El grupo en el que estaba estalló. Ellos iban de medio hardcoretas y yo era demasiado comercial, infame para ellos. Tampoco tenía tiempo para ensayar, así que se cortó.
¿Cuál es el límite que te marcas en cuanto al pudor?, ¿de qué cosas nunca escribirías?
Muchas cosas. Soy muy celoso de mi vida privada y he cobrado mucha conciencia. Al principio no me daba cuenta. Con el tiempo lo cuidas más. Tanto que al final no escribes.
Eso es una limitación.
Sí, igual que ser muy conocido.
Pero un escritor hoy en día es difícil que llegue a ser muy conocido o un personaje público, Pérez Reverte, sí, o Almudena Grandes…
Y Pérez Reverte se va a lo histórico. Si yo saco una novela sobre un yihadista, van a pensar que no he visto uno en mi vida, y yo no tengo ni muchísimo menos el reconocimiento de Pérez Reverte. Si un día pude ser famoso, hice todo lo posible por huir del éxito. Cuando yo decía en el documental que no pintaba nada, ni yo ni nadie pinta nada. Hoy en día entra Vargas Llosa aquí y le das unas palmaditas en la espalda. Pero eso también es bonito. Se ha democratizado todo.
Se ha democratizado la miseria.
[Risas] Pero nos podemos tratar todos de tú a tú, y se han ido los que pensaban que aquí había un gran negocio. Queda solo la gente vocacional y eso tiene su encanto.
En muchas de tus novelas aparece el reverso tenebroso del pijo.
Sí, el pijo malote de Kronen.
Voy más allá: Paz, por ejemplo, de Todos iremos al paraíso, es una señora muy bien situada y madre de familia que de pronto se pone a matar. ¿Hay una afán por descubrir el lado oscuro de ese mundo?
Puede ser, sí. Nací en Moratalaz, crecí en la calle Mesena… No sé, se me dan bien esos ambientes burgueses.
¿Nunca te has planteado escribir una segunda parte de Kronen?
Me lo dicen tanto que a lo mejor… Pero me cuesta. Tuve mi primera etapa con esas cinco novelas y luego he querido distanciarme y hacer otras cosas. Ahora sí que estoy volviendo al realismo. Pero si hago algo es para cerrarlo, porque no tiene más que una salida.
Quizá no se trate tanto de escribir una segunda parte como ver qué ha pasado con esa generación, volver a retratarlos veinticinco años después.
Eso decía Bonilla: no es lo mismo dar la vuelta y volver al mismo sitio que no haberse movido. Yo respeto mucho a la gente que no cambia, que son monolíticos y nacen hechos, como Egon Schiele: sus dibujos son iguales del primero al último. O Emily Dickinson. Y luego hay gente que es más influenciable o que han sentido, como yo, la necesidad de hacer más cosas. Ahora estoy recobrando el gusto por lo macarra y la cosa más fresca. Estoy reencontrándome con mis orígenes y es posible que salga algún texto. A lo mejor en breve. Veremos…
He leído con mucho interés la entrevista. Muy acertados sus comentarios acerca de la importancia de las habilidades sociales, algo de lo que no se habla abiertamente y que debería enseñarse en los colegios.
Sí se habla abiertamente, porque supongo que te refieres con ese eufemismo de las «habilidades sociales», al eterno trabajo de lamer en el momento adecuado los culos pertinentes. De momento no se enseña en los colegios, gracias a dios.
Buena entrevista. Vaya repaso a los ’90 y a mi generación.
Leía el ‘Kronen’ en el bus al salir del instituto. Creo que tengo una primera edición. Y sí, me daba vergüenza que le pudieran echar un ojo por encima los que iban a mi lado cuando veían que me sonrojaba tanto.
A Mañas le dieron fuerte porque era guapo y su Kronen no redimía nada con sentimientos, como sí hacía Loriga. En esos años a los escritores nuevos los leían críticos muy anticuados con esquemas teóricos de la posguerra así que fue fácil dejar que el «mercado» decidiese a quién había que leer. Dicho lo cual, la mayoría de los escritores de esa época son rematadamente malos y quizá lo peor que le ha ocurrido a la literatura española se llama Lucía Etxebarria y sus imitadoras. A bastantes escritores de esa década había que reescribirles sus «novelas» de principio a fin. En conjunto el nivel de escritura y de inteligencia se rebajó a la altura de adolescentes mimados pero la Etxebarria tuvo a su lado más que a la FNAC la maquinaria de la editorial Planeta, (como ahora la tiene Aramburu con su «Patria»). Tiene razón Mañas cuando habla de sobrerrepresentación de Barcelona: la literatura española se la han cargado desde aquí –editores, periodistas y agentes–; lo de los correctores que salen de la «inmersión lingüística» es más que cierto. Dar el timón de la literatura española a catalanoparlantes en traducción, edición, corrección y promociones ha sido un desastre tremendo.
Se puede decir más alto…..
Una entrevista muy jugosa.
He disfrutado leyéndola y percibiendo la evolución de Mañas durante la entrevista: empieza como un encantador niño bien y termina sacando su reverso tenebroso.
Hace bien intentando hacer una serie, a nada que tenga un poco de punch y una productora adecuada detrás, la colocará en Movistar porque los que deciden son generación Kronen.
Suerte!
No, Mañas no estuvo en el concierto de Nirvana en el 92. Lo que cuenta en la novela no se ajusta para nada a lo que sucedió en el concierto. También es verdad que podría ir «perjudicado».
Mañas tuvo la gran suerte de que su novela se estrenase después del éxito de Trainspotting, porque Historias del Kronen parece el resultado de pedirle al algoritmo de Netflix que escriba un guión mezclando lo peor de Quentin Tarantino, Irvine Welsh y las fantasías pajilleras de un adolescente que vive en el barrio de Salamanca con sus papis. Aún no me creo el bombo que le dieron en su día a este señor. Supongo que para un país que sobrevivió a los tostones de Paco Umbral y Juan Manuel de Prada, aquello debió ser como maná en el desierto… ¡Pero qué pereza, madre mía!
El estreno de Trainspotting es posterior, del 96. Pulp Fiction, del 94. Lo suyo iba en la onda de Bret Easton Ellis con Menos que cero y demás. Pero sí, con sus defectos, para muchos nos pareció aire fresco.
Muy buena entrevista, contando anécdotas nunca antes publicadas y sinceras.
Desde luego, tanto Mañas como Kronen tienen algo especial si después de 25 años siguen suscitando controversia. A mí, particularmente, la novela me ha impactado más cuando la he releído recientemente que la primera vez que lo hice cuando era un adolescente. De no ser un autor nacional estoy seguro de que se le hubiese valorado mejor. ¿Tanto nos cuesta aplaudir a los nuestros? En una época en la que se vive de los Best Sellers, arriesgarse y salirse del guión no es fácil, y sobrevivir a ello aún lo es más, y él lo ha hecho.
Mañas fue el niño de la lotería del niño. Hablemos claro, escoció y mucho que un amateur pegara el pelotazo. Como se quedó en One Hit Wonder muchos respiraron aliviados viendo su honorcillo profesional a salvo.
Si hubiera seguido el modelo de Easton Ellis y se hubiera sacado un American Psycho la cosa hubiera sido insoportable.
Pudo haber ido al concerto de Nirvana y haberlo narrado como si hubiese sido uno de tijeritas. Es una novela, no la crónica de un concierto.
En retrospectiva, era una novelilla adolescente sin mucha chicha, si la hubiera enviado un par de años o un par de años después hubiese pasado desapercivida.
Tengo ya 50 palos, con lo que la novela no me pilló en plan adolescente, pero me gustó, y mucho. Tambien me gusto mucho Ciudad Rayada, y la leí tan solo hace dos años.
Como dice otro ahí arriba, Mañas fusila a Bret Easton Ellis y su Less than Zero que es al menos diez años anterior…. ¿y? Sigue sendo cojonuda, digna de ser finalista del Nadal.
Oye, ¡qué no estamos hablando de darle el Nobel!
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