No podría calcular el inmenso efecto que dicha cuestión, enunciada por Greil Marcus en su prólogo a la primera antología de la obra dispersa de Lester Bangs, tuvo en el joven e ilusionado comentarista musical que era yo a finales de los ochenta. Sugería que la vocación por transmitir la pasión que uno sentía por el rock podía ir más allá del simple oficio en nómina de una revista especializada, del trato con promotores de discográficas y organizadores de conciertos, de una labor periodística realizada con mayor o menor libertad ante el chantaje de las campañas publicitarias y el rencor de los fans de un ídolo vapuleado. De hecho, podía ser tarea creativa en sí misma, llevada a cabo con estilo además de eficacia, complementaria de la obra reseñada o el artista entrevistado, una tribuna de expresión que tendiese puentes entre los distintos ámbitos —musicales pero asimismo sociológicos, culturales, psicológicos, políticos, espirituales— afectados y vinculados por la aparición en los años sesenta de los Beatles y Bob Dylan. Esas distintas facetas que ellos habían manejado a su antojo para imaginar y materializar una utopía, quizás irrealizable, dieron paso a un mundo nuevo. Hace ya mucho que aquella centralidad del rock se desvaneció y esta música es otro elemento del orbe virtual, simple mercancía o vergonzante placebo. Un género, que fue actitud ante la vida, sobrevive hoy en la emulación de su etapa de máximo esplendor, sin apenas incidencia en quienes la escuchan más allá del escapismo hedonista o la vana idolatría.
Me pregunto a menudo qué pensaría de todo ello Lester Bangs, fallecido en 1982 por una sobredosis accidental de jarabe para la tos y calmantes mientras padecía una gripe, tras una vida de excesos en sintonía con la de los grupos y artistas con los que convivió de un modo que hoy sería impensable: acceso directo propiciado por una industria que tenía en la entonces influyente prensa musical un potente recurso promocional, centenares de miles de lectores cuyas compras de discos dependían de la opinión de sus críticos favoritos, y el poder que todo ello devengaba a la hora de elevar o destronar a un músico, acosarlo cual feroz fiscal de su disfrazada humanidad por muy famoso que fuese.
Si en vida Bangs había polarizado a la afición con su prosa exultante y disparatada, emocionante y reflexiva, impermeable a los requisitos periodísticos o la corrección política, su muerte le consagró como icono generacional. Ramones y R.E.M. le mencionan en sus canciones, Philip Seymour-Hoffman le interpretó en la película de Cameron Crowe Casi famosos, y David Foster Wallace no solo le admiraba, había adaptado el estilo literario de Bangs a su forma de hablar. Pero ¿quién fue realmente Leslie Conway Bangs? Nacido en Escondido, California, en 1948, su madre era una devota testigo de Jehová, su padre pereció en un incendio cuando Lester era niño. Una infancia extraña, pues, que iría ampliando horizontes en las lecturas de tebeos, ciencia ficción, más tarde Kerouac y Burroughs, y en el jazz de John Coltrane o Miles Davis. Estaba hecho para el rock’n’roll, y presto a pelear por una visión humanista de lo que se estaba convirtiendo en un ridículo mercadeo infestado de farsantes y tiburones.
«Recuerdo ir al concierto con Rod y los Faces en una atestada limusina donde bebimos e intercambiamos anécdotas sobre lo cretinas y taradas que eran el noventa por ciento de las demás “estrellas” que habíamos conocido en este negocio», recordaba en 1981, en una de esas interminables peroratas que sabías dónde empezaban pero nunca adónde podrían llevarte.
Gente como Ian Anderson, que me dijo que John Coltrane no era más que un pajillero que solo tocaba basura inaudible, o Carl Palmer, que decía que Charlie Mingus era un pésimo bajista y además tonto. Déjame que te cuente que estos personajes, algunos de ellos, lo que saben de música resulta verdaderamente asombroso. Ian Anderson, que me informó de que el jazz era un «engaño perpetrado contra el público». En serio, a un nivel muy básico cada músico que he conocido ha sido igual de malo. Una cosa es pedirle excelencia técnica a Duke Ellington o Charles Mingus, ya que estamos, por supuestísimo, pero como me harto de repetir año tras año a tontos del culo intolerantes, eso no tiene nada que ver con el rock’n’roll.
Al parecer nadie se tomó la molestia de informar al noventa por ciento de los músicos de que la música va sobre sentimientos, pasión, amor, rabia, alegría, miedo, esperanza, lujuria, EMOCIÓN COMUNICADA DEL MODO MÁS DIRECTO Y POTENTE EN CUALQUIER FORMA, no trata de si le das a una mala nota en el tercer compás. Francamente, no espero que la mayoría de músicos lleguen a esa conclusión por sí mismos, como sería razonable que cualquiera lo hiciese, pues es un hecho que el noventa por ciento de la RAZA HUMANA nunca ha pensado sobre nada por sí mismo ni lo hará jamás. Sea digamos música o Reaganomics, casi todos prefieren esperar a que alguien que parezca tener alguna autoridad venga y les informe a cada uno de ellos de qué postura deben adoptar ante el asunto. A continuación, todos coinciden en que ese es el evangelio, y se juntan en pandillas para perseguir a toda minoría que pueda estar en desacuerdo. Es la historia de la raza humana.
Forjador de una voz propia que reclamaba autoridad desde una primera persona eufórica o meditabunda, Bangs escribía con ebria intensidad sobre asuntos que a muchos podían parecer banales o prescindibles, sin importarle reflexionar desde los márgenes culturales o ser acusado de intelectualizar asuntos que no parecían de interés general. No fue el primero, pero sí el más polémico, fogoso y deslumbrante. Provenía de una incipiente academia, iniciada en 1966 cuando Paul Williams ciclostila el número uno de Crawdaddy, primera publicación que trata la música rock desde la misma perspectiva analítica que utiliza la crítica de arte o la literaria. Hasta la fecha, las revistas de música pop se habían limitado a las fotografías de ídolos y los cotilleos inanes, pura explotación que llega a su punto álgido con la beatlemanía. La fundación en 1967 del faro contracultural que fue Rolling Stone —donde Lester Bangs debuta en 1969 cargándose el debut de MC5, Kick Out the Jams, opinión que más tarde revisaría— dará alas a una crítica rock analítica y tenaz, pendiente de todos aquellos asuntos que girasen alrededor del fenómeno rock como instrumento de transformación social. Y aparece una primera hornada de ilustres cronistas: Greil Marcus, Robert Christgau, Ellen Willis, Greg Shaw, Paul Nelson, etc. Que tendrán sus semejantes en Reino Unido (Ian McDonald, Nick Kent) o Francia (Philippe Manœuvre, Philippe Garnier). De todos ellos aprendí…
Cuando en 1973 Jann Wenner, fundador de Rolling Stone, le despide por ¡faltarle al respeto a los músicos!, Bangs se muda a Detroit e ingresa en la redacción de Creem, cabecera en la que colaboraba desde 1970. Alejada de las capitales mediáticas del país, la autoproclamada «única revista de rock’n’roll de América» proyectaba a su vastísima audiencia un fervor por el rock servido con irreverencia y sarcasmo, actitud que permeaba sus páginas desde artículos y reportajes hasta titulares y pies de foto. Fue una época irrepetible, la última bonanza real del capitalismo: un elepé costaba entre tres y cuatro dólares, ofrecía al adolescente curioso no solo diversión, sino una cierta educación social y sentimental, un conducto a un fantasioso universo de impostada rebeldía y sensaciones prohibidas. En la redacción de Creem, fundada en el entorno del White Panther Party de John Sinclair y cuyos miembros compartían techo en una granja a las afueras de Chicago, Lester Bangs fragua su pantagruélica reputación en agresivas entrevistas con las bandas que pasan por la ciudad, celebrando aquellos géneros mal vistos entre la intelligentsia del rock (garage-rock, heavy-metal, etc.) y huyendo de toda pretensión intelectual pese a citar continuamente a filósofos y escritores. Como editor residente, pergeña pies de foto desmitificadores y maliciosos, responde con empatía o socarronería a las cartas de los lectores, vive día y noche su protagonismo editorial. Esta dedicación a compartir una visión más realista y áspera informaría los valores que, a partir de 1976, se conjuran en la eclosión punk liderada por Ramones y Sex Pistols.
«Siempre hubo estrellas, y las estrellas siempre se han construido, y el público siempre ha vivido de forma vicaria a través de ellas y las ha investido con todo aquello de lo que personalmente carecen, porque el objetivo final del asunto es en cualquier caso crear mitos y fantasías», escribe en el hoy impublicable «James Taylor amenazado de muerte», aparecido en Who Put the Bomp, 1971, donde fantasea con asesinar al meloso cantautor pero en realidad expone una estupenda tesis sobre los Troggs y su inmortal «Wild Thing».
La diferencia estriba, pienso, en que el público del pasado tendía a exigir un poco más a sus Superpersonalidades; por ejemplo, que tuviesen una personalidad. Hasta Mick Jagger, que indudablemente es uno de los más interesantes artistas que ha alcanzado prominencia en la última década, no tiene que hacer nada cuando aparece en una película, porque todo el mundo sabe que basta con mirarle y verle por el fenómeno humano que es. Desafortunadamente, está toda esa gente que corre por ahí tratando de hacerse pasar por fenómenos cuando en realidad no son más que payasos con suerte, un ejemplo clásico sería la película Easy Rider, causante de que chicos de todo el mundo reaccionasen ante los dos protagonistas como si fuesen héroes cuando de hecho ninguno de los dos manifestaba de un modo u otro la suficiente personalidad para ser calificados de nada más que sosos.
Lo que toda esta impostura y falso glamour motiva es un gran distanciamiento y cinismo por parte de los artistas. Al resultar imposible sentir respeto por un público que tragará con prácticamente todo lo que le eches, y siendo una conducta tan pasiva fundamental en su papel, solo puede esperarse una insensibilidad general. Aunque la mayoría de la gente que compra los discos no llegan a estar lo bastante cerca para sentir el desprecio personalmente, aquellos próximos al glamour y el poder a menudo retuercen ese desprecio en su propio interés. Por usar un ejemplo descarado y obvio, muchos de los asiduos al Whisky a Go Go en Los Ángeles, esa raza de buscavidas que se cuelan en la órbita privada de las estrellas de visita, lo aceptarán todo de dicha estrella si esta les reconoce, aunque sea negativamente, pues eso promete aumentar su estatus. Las estrellas británicas de esa nueva especie semitravestida y melenuda, en especial, son reverenciadas hasta el punto de que probablemente podrían hacer lo que les diera la gana sin reproches. Algunos de los que frecuentan el Whisky estarían seguramente encantados de que Rod Stewart les orinase encima si pudiesen llegar a creer que se dignaría a hacerlo, porque luego podrían salir corriendo a casa de sus colegas y decirles: «¡Nunca dirías lo que me ha pasado! ¡Rod Stewart acaba de meárseme encima!».
Desenmascarar a impostores y mofarse de quienes vendían centenares de miles de discos y agotaban entradas en sus giras, fuesen Jethro Tull o Led Zeppelin, se convirtió en una suerte de juego entre el crítico y las discográficas que hoy se antoja vivificante, dado que la prensa musical pervive anestesiada por la sobreabundancia y la neutralidad crítica, superada por la inmediatez y virulencia de las redes sociales. Las bandas en pleno despegue comercial buscaban la confrontación directa con el infame crítico, que iría cayendo en las trampas de su celebridad, precisamente lo que les echaba en cara a los rockeros famosos. Pero no era ese el mayor atributo de Lester Bangs, cuya amplitud de miras y voracidad creativa tocaban cualquier asunto y tonalidad, yendo de un extremo al otro sin pudor. La citada antología a cargo de Greil Marcus, Psychotic Reactions and Carburetor Dung (1986), guarda flamantes arquetipos como su artículo sobre los californianos Count Five, autores de la recalcitrante «Psychotic Reaction», incluida en su único elepé, otro conjunto efímero en el bullicioso clímax de los sesenta. No importa, Bangs se inventa cuatro álbumes más y los detalla en profundidad, imaginando una evolución artística pareja a la que vivieron otras bandas, relato pormenorizado que le sirve para cachondearse de las pueriles pretensiones artísticas e intelectuales de instrumentistas simplones educados pulsando los básicos acordes del blues.
Podía desmontar con idéntica empatía a Richard Hell, a quien recrimina su derrotismo suicida conminándole a ilusionarse por el mero hecho de estar vivo, y al popular presentador y empresario Dick Clark, a quien finalmente concede el beneficio de la duda. Nada era sagrado: la creciente mitología tras la muerte de Elvis Presley le anima a profanar su regio cadáver, literalmente extirpando vísceras con ambas manos a modo de reliquia. Sonadas fueron sus refriegas con quien más había admirado desde los tiempos de Velvet Underground, Lou Reed. Escaramuzas verbales, tajantes y crueles, por supuesto hilarantes; tan enormes egos, bañados en alcohol y anfetamina, no cabían en una misma habitación. En una de ellas comete la peor de las faltas, calificando a la pareja transexual del neoyorquino de «grotesca, abyecta, como algo que se hubiese colado arrastrándose cuando Lou abrió la puerta para recoger la leche y el periódico por la mañana». Quizás no excuse tamaña misoginia aducir que ocurrió en 1975, pero cuantifica lo que nos perdemos en esta época de puritanismos progres. Es incomparable espectáculo ver caer tan bajo al gran cronista y, al mismo tiempo, resulta admirable que hurgase en lacras obviadas como el racismo en la escena punk del CBGB —su discutida columna para The Village Voice «Los supremacistas del ruido blanco»— o la humillación de un joven fan por parte de un miembro del equipo de gira de The Clash, que Lester denuncia en un larguísimo artículo —publicado en tres entregas en el británico New Musical Express— tras haber alabado la ejemplar fraternidad con su público de la banda londinense.
Y, en su insuperable, extensa inmersión crítica en la cima juvenil de Van Morrison, Astral Weeks, publicada en Stranded, 1979, tras dar muchas vueltas, como era habitual, llega finalmente al inolvidable trance que motiva la balada sobre un hombre travestido al que apodan Madame George, ahondando en los trampantojos de la compasión:
Si aceptas, aunque sea por un instante, la idea de que toda vida humana es tan delicada y preciosa como un copo de nieve y en ese momento ves a un vagabundo alcoholizado en un portal, deberás sufrir hasta sentirte como una esponja que absorbe todos los problemas de esos gilipollas, hasta que tú mismo te sientas como un gilipollas, así que te impones los límites necesarios. Dejas de sentir. Pero sabes que en ese momento empiezas a morir. Así que forcejeas contigo mismo. ¿Cuánto de este dolor puedo en realidad permitirme imaginar? Tal vez el más insensible de los maniquíes sea más sabio que alguien que solo permite que su sensibilidad le empuje a destruir todo aquello que toca; pero, una vez más, tocarle un solo pelo al tocado de Madame George, tan solo reconocer que esa persona existe, rozarle apenas la mejilla y a continuación muy probablemente expirar, pues darte cuenta de que debes compartir el mundo con él es definitivamente insoportable, es solo un primer paso. La comprensión de la vida misma se limita a esa bajeza y esa exaltación y lo que es insoportable y lo que anhelamos. Por favor vuelve y déjame en paz. Pero cuando estamos juntos en soledad podemos hablar lo que queramos sobre la universalidad de ese abismo: no cambia nada, lo más elevado y lo más zafio solo se encuentran en las mentiras socorridas, una UNICEF para la parentela, y así arañas, escupes y maldices, en una violenta resignación ante el hecho estricto de que no hay absolutamente nada que puedas hacer más que finalmente rechazar a cualquiera que esté sufriendo más que tú. En ese momento, un aliento más será traición. Y por ello abandonas tus causas liberales, abandonas a la humanidad doliente para que muera en una miseria peor de la que conocían antes de que tú aparecieses. Has elevado sus expectativas. Lo que te convierte en alguien más vil que la más escrofulosa carroña. Más vil que los ignorantes muchachos que le siguen el cuento a Madame George por un par de cigarrillos. Porque has cometido el crimen del conocimiento, y en consecuencia no solo has pasado al lado o por encima de alguien que sabes sufría, sino que además has violado su privacidad, la última posesión de los desposeídos.
En el fondo, Lester Bangs fue un moralista —en el sentido que le da Greil Marcus al término: «El intento de comprender lo que es importante, y comunicar esa comprensión a otros en una forma que de algún modo obliga al lector al mismo tiempo que le entretiene»—, alguien al que enojaba y al tiempo dolía la condición humana. Creía en el Rock’n’Roll y en la Fiesta como «una alternativa regocijante al aburrimiento y la amarga indiferencia de la vida». Se avergonzaba de su comportamiento impredecible, avivado por la politoxicomanía y el alcoholismo, pero repetía una y otra vez que la única forma de mantener el entusiasmo en esta profesión es creerte cada palabra que escribes, tomarte el negocio musical con total seriedad y pasión sin fingimientos, y al mismo tiempo afrontarlo con absoluta frivolidad e impertinencia. Quizás porque intuyó antes que nadie que el espejismo de comunidad que ofrecían los conciertos de rock se enturbiaba a la salida, desvelándose que, en la vida real, todos estamos solos. Así llegamos y así partimos. No en vano tituló su novela inconclusa Todos mis amigos son ermitaños, profetizando una enfermedad social, la incomunicación y la congelación voluntaria de toda emoción, que desde su muerte ha ido aumentando exponencialmente hasta alcanzar a nuestro babélico presente. No nos dejemos engañar por el espejismo de conexión global de las redes sociales: oculta a una sociedad de individuos estancos.
Pocas veces pinchó Bangs el nervio de esa incómoda verdad como en la mencionada despedida al Rey del Rock, publicada en The Village Voice, 1977. Cuatro décadas después, sigue estremeciendo leerla:
Si es verdad que el amor ha pasado de moda para siempre, algo que yo no suscribo, entonces junto a la indiferencia que nos deparamos los unos a los otros habrá una indiferencia todavía más despreciativa por los objetos de reverencia de los demás. Yo pensé que era Iggy Pop, tú pensaste que era Joni Mitchell o quien fuese que parecía hablarles a los muchos dolores y escasos éxtasis de tu privada y enteramente circunscrita situación personal. Seguiremos fragmentándonos de ese modo, pues actualmente el solipsismo tiene todas las cartas; es un rey cuyos dominios engullen incluso a Elvis. Pero te garantizo una cosa: nunca más volveremos a estar de acuerdo en nada como estuvimos de acuerdo en Elvis. Así que no voy a decirle adiós a su cadáver. Te diré adiós a ti.
En mi opinión su libro Por favor, mátame, me parece quizás la mejor crónica sobre el origen del punk que he leído.
Ese libro no es suyo. Es de Legs McNeil y Gillian McCain.
Pues pena de la literatura estadounidense de esa generación, muy mala debió de ser
Me hubiera gustado saber qué pensaría lester bangs de la industria musical tal y como es ahora.
No desaparezcáis nunca!!!
Acepto que al autor le estremezca leer a Bangs, a mí en cambio me produce sopor esa prosa tan llena de recovecos, tan barroquizante y espesa… Una prosa que hay que leer dos o tres veces para asegurarse de que, si no se entendió a la primera, no fue por culpa de uno, sino del pedantesco escritor