¿Qué le pasa por la cabeza al último hablante vivo de una lengua? Sabemos que algunos se lo toman muy a pecho, y que a otros les da más o menos igual. Por supuesto, también están los que se mueren sin enterarse. Ignoramos cómo lo vivió Dolly Pentreath, aquella pescatera que se llevó su córnico materno a la tumba en 1777. Nació en Penzance, por aquel entonces una pequeña aldea de pescadores, justo en la puntita del cuerno que es Cornualles, y parece que fue despachando anchoas y lubinas como aprendió inglés a la edad de veinte años.
Si bien no hay pruebas científicas de su dominio del córnico, se dice que los lugareños coincidían en que sabía jurar en arameo en su lengua materna. Y sería todo un espectáculo escucharla cagarse en los sacramentos en una de esas lenguas celtas (es prima-hermana del bretón y el galés) que parecen hablarse mientras se aguanta una castaña caliente en la boca; esas fricaciones de efes y zetas entre las que se coge aire aspirando haches… Para que se hagan una idea, piensen que London deriva del celta Lundein, que se escribe Llundain en galés moderno. Para pronunciar esa elle, pongan la punta de la lengua contra las encías de las paletas y soplen sin miedo. El sonido del aire golpeando esos carrillos es una elle celta.
El córnico está documentado desde el siglo XIV, aunque no fue hasta después de su muerte cuando los lingüistas empezaron a tomarse en serio lo de estandarizar aquella lengua que se apagó entre juramentos de la ilustre pescatera. El primer intento serio fue en 1904 con la publicación de la primera gramática córnica, y el último y definitivo parece haber sido en 2008, tras acordarse una norma escrita estándar definitiva. El que la UNESCO declarara en 2010 que el córnico había dejado de ser una lengua extinta fue una auténtica inyección de moral para todos los defensores de su resurrección.
Avanzamos un siglo en el tiempo y viajamos dos mil kilómetros hacia el este, hasta el Adriático. Fue en la isla de Veglia (hoy Krk) donde una explosión durante las obras de una carretera se llevó al último hablante conocido de dálmata, en 1898. Tuone Udaina se llamaba y, aunque su lengua materna era el italiano, se dice que había aprendido el dálmata de las conversaciones privadas de sus padres. Sabemos todo esto por el trabajo de Matteo Bartoli, un lingüista de la vecina Istria que se dedicó en cuerpo y alma a documentar el último suspiro de este romance balcánico. A Udaina, del que se dice que fue marino, cartero e incluso sacristán, le arrancó un puñado de dichos e historias así como un glosario de dos mil ochocientas palabras. Ju potuo a favular in langa dálmata («Yo puedo hablar la lengua dálmata»), le podría haber dicho el informante al lingüista en su primer encuentro. Fueron siglos de convivencia con el serbocroata, pero Bartoli corroboró que el romance adriático conservaba casi intacta su alma latina. En Ragusa (hoy Dubrovnik) había sucumbido cuatro siglos atrás a la presión eslava, pero algo muy parecido se sigue hablando en la península de Istria. Eso sí, hay que darse prisa, porque apenas queda medio centenar de hablantes de istriota.
Si a Udaina lo puso un único lingüista en el mapa, un siglo más tarde y dos mil kilómetros más al este fueron legión los que se presentaron en casa del último hablante de ubij. De Tevfik Esenç se dice que tenía una excelente memoria, y que entendía a la perfección lo que aquella procesión de científicos buscaba en él. A diferencia de Pentreath o Udaina, Esenç cargaba con una responsabilidad histórica a sus espaldas: era nieto de aquellos expulsados de sus tierras por los rusos durante las campañas del Cáucaso en el XIX. Sin ir más lejos, Sochi, sede olímpica en 2014, era el núcleo principal de los ubijes hasta aquella limpieza étnica de manual, por lo que trasladar el legado cultural e histórico de sus ancestros se convirtió en una misión a la que se entregó hasta su muerte en 1992. Además de aportar horas de grabaciones en las que rescató desde recetas ubijes a dinastías enteras de la compleja mitología de sus abuelos, el bueno de Esenç se dejó incluso tomar radiografías mientras hablaba. Solo gracias a los rayos X se pudo saber que aquella lengua de ya un único hablante contaba con, agárrense, ¡tres vocales y ochenta y dos consonantes! Ríanse de la elle celta. A pesar de las presumiblemente altas dosis de radiación, Esenç vivió hasta los ochenta y ocho años. Su último deseo fue que grabaran el siguiente epitafio en una tumba de mármol: «Fue la última persona capaz de hablar la lengua que llamaban ubij».
Sin tan siquiera salir de Europa —imaginen lo que uno se puede encontrar más allá—, están a tiempo de hacer un tour temático en el que lo hitos sean microlenguas. Mencionábamos antes el istriota, pero en el interior de la preciosa península adriática existen tres pueblitos donde aún se habla istrorrumano. No podemos olvidarnos de los últimos hablantes de frisón oriental en Saterland, al noroeste de Alemania, ni tampoco de los extremeños que conservan la fala galaico-portuguesa que, sepan, precede a la división del gallego y el portugués. No sabemos si el ruteno fue la lengua de cuna de Andy Warhol (nacido Andrej Warhala), pero sí la de su madre, de la que se dice que grabó varias canciones en vinilo en esta lengua del este de Europa. Todavía quedan unos cuantos, así que Rutenia puede esperar, no así los veinte o veinticinco hablantes de vilamovio, una variante arcaica del flamenco a punto de extinguirse en la localidad polaca de Wilamowice. Tymoteusz Krol todavía no ha cumplido los treinta y apunta alto en las apuestas.
Poner nombres y apellidos al último hablante de una lengua es algo que tiene mucho de literario pero poco de científico. ¿Quién nos asegura que no hubo un pescador de Cornualles que se llevó sus elles hasta la lejana Terranova, y mucho después de la muerte de la famosa pescatera? ¿Y no habría una anciana hablando dálmata en sueños en algún islote adriático cuando Udaina se dejaba atosigar por Bartoli? Es como lo de Walter Sutherland, a quien se atribuye haber enterrado, a mediados del XIX, la lengua escandinava que se hablaba en esas islas escocesas boreales. Se llamaba norn, pero se dice que los ultimísimos murieron en la isla de Foula, aunque aquí nos faltan sus nombres. Todo resulta más claro en el caso de Ned Madrell, quién firmó la defunción del manx en 1974. Al fin y al cabo, hablamos de una sola isla (Man), y no de un archipiélago.
De todas formas, ¿cuándo muere una lengua? ¿Se la puede considerar aún viva teniendo un único hablante? Por la misma, ¿cuándo se da por revivida o resucitada? ¿Basta con rotular en bilingüe como en Cornualles, o Man, y enseñarla en las escuelas? A día de hoy, el único caso de resurrección lingüística con éxito es, sin lugar a dudas, el del hebreo. Que se extraiga de las escrituras una lengua que llevaba muerta dos mil años y se convierta no solo en lengua oficial sino de uso plenamente normalizado en un Estado es, cuando menos, un milagro.
Los expertos dicen que, de las aproximadamente siete mil lenguas que se hablan hoy en el mundo, la mitad desaparecerá a lo largo de este siglo. En cierta medida, lo de las lenguas es un poco como lo de las cucarachas, que nacen, crecen, se reproducen y mueren: hoy no quedan hablantes nativos de latín pero sí una veintena de lenguas que surgieron de su magnífica expansión. Probablemente más pronto que tarde, la mezcla del español y el inglés en Estados Unidos dará lugar a una nueva lengua, quién sabe si de base latina y léxico anglosajón o al revés; otras «cucarachas», como el dálmata, por seguir con la familia latina, acaban en un callejón sin salida tras una travesía que puede ser más o menos precipitada.
En la pequeña isla letona de Kuolka fue la construcción de una base militar soviética la que expulsó a una población autóctona que llevaba siglos viviendo de la pesca. Décadas antes era el propio Verne el que daba cuenta de las turbulencias étnicas y sociales en este rincón del mundo. Recuperen Un drama en Livonia de su estantería y podrán entender cómo desaparecieron los livones locales bajo los cascotes de las trifulcas entre rusos y alemanes.
Aquellas antenas que oteaban el extremo occidental del Imperio soviético aún se elevan sobre playas de arena blanca frente a un mar gris. También hay un museo etnográfico livón. Muy cerca de allí —en Kuolka todo está cerca— vive una anciana, Valda Marija Šuvcān, que todavía piensa y habla en la lengua de aquella saga de pescadores arrastrados por la historia. No sabemos si Valda sigue viva, pero sí que el livón murió hace ya mucho. Y es que, más que un certificado de defunción, añadir un nombre y un apellido a una lengua no es sino constatar que esta existió realmente. Que alguien la habló alguna vez.
Excelente homenaje humanistico. Me ha hecho recordar, salvando distancias y continentes, a mi abuela materna mapuche. A la casa la llamaba «ruca». Talvez esta lengua también desaparecerá. Gracias por la lectura.
Latza