«La culpa es de los nazis». Una historia que empieza así solo puede acabar mal. Esta es la del AK-47, el Kaláshnikov, un fusil de asalto y una máquina para matar que se convirtió en el emblema de un país, de una ideología y de la barbarie.
Una gran historia, eso sí. Por terrible y, sobre todo, por larga. Hace décadas que la URSS desapareció, pero en 2017 quedaban entre setenta y cien millones de AK-47 en el mundo. Muchos más, seguramente, si se cuentan los que todavía se fabrican extraoficialmente. Desde su nacimiento, este fusil de asalto certero, todoterreno y terriblemente eficaz ha causado un número de muertos imposible de calcular. Olvide la bomba atómica: el AK-47 es probablemente el arma con nombre propio más mortífera de la historia.
Aterraba y lo sigue haciendo, y no solo por su eficacia técnica; también por lo que representa. El AK-47 ha sido el arma que eligieron muchos de los que se declararon enemigos de Occidente. Primero, del comunismo, el oficial y sus guerrillas. Después, de los movimientos de liberación nacional de muchos países del llamado tercer bloque. Hoy está en manos de terroristas, narcotraficantes y otros grupos del crimen organizado. Si cualquier arma causa miedo, el AK-47 produce pavor.
Aunque no nació para eso. Nació, cuentan, en 1941, cuando nazis y soviéticos se las veían en Briansk, ya peligrosamente cerca de Moscú. Concretamente, cuando Mijaíl Kaláshnikov, entonces un suboficial de carros de veintidós años, recibió un balazo en un brazo y fue trasladado a un hospital. «La culpa es de los nazis», dijo después. «Yo quería diseñar maquinaria agrícola».
Fusiles y propaganda
Kaláshnikov empezó a diseñar el arma que lleva su nombre sin salir del hospital, aún convaleciente de sus heridas. Sería un nuevo fusil que sustituyese a las carabinas soviéticas, que, dedujo, le estaban costando vidas al Ejército Rojo por lo aparatoso de su manejo. Después de recibir el alta se fue directo al taller. Quería ayudar a sus compatriotas en los campos de batalla, pero llegó tarde: cuando su diseño estaba listo para fabricarse en serie, la guerra llevaba dos años terminada. Fue bautizado con las siglas de «Avtomat Kaláshnikova» y el año de su producción: AK-47. O simplemente Kaláshnikov, en honor a su creador.
Suena coherente, ¿verdad? Quizá demasiado. Según el periodista estadounidense C. J. Chivers, esa historieta del soldado herido a la par que inventor y gran patriota fue, en realidad, una más de las inventadas por la maquinaria propagandística de Stalin. En su libro The Gun, Chivers cuenta que el AK-47 fue resultado de un caro y complejo proyecto armamentístico e industrial soviético del mismo calibre y simultáneo al de la bomba atómica.
«Los líderes del Partido Comunista insistían en que esas fábricas estaban dedicadas a la producción de automóviles, pero su producto no era un vehículo ni ninguna de sus partes. Era un arma: un rifle de aspecto extraño que se desviaba de las formas clásicas. A primera vista, este nuevo rifle era peculiar por muchos motivos, una rareza, una razón para enarcar las cejas y sacudir la cabeza. Sus componentes eran simples, poco elegantes y, según los estándares de Occidente, parecían casi hechos a mano. Había nacido el AK-47. En veinticinco años se convertiría en el arma de fuego más abundante que el mundo había conocido».
Larga vida al rey
El Pentágono la despreció inmediatamente por considerarla tosca y poco impresionante, pero ni Estados Unidos ni ninguno de sus aliados consiguió un hito armamentístico igual en aquella época. Era la herramienta perfecta para que un hombre sin demasiado entrenamiento pudiese matar a otros hombres con relativa facilidad sin importar mucho las condiciones atmosféricas o las circunstancias del terreno. Y todo por un precio que permitía fabricarla casi en cualquier lugar y en números enormes. Esto, recordemos, no fue un producto del capitalismo, sino todo lo contrario. Si eso resulta irónico o no, lo dejaremos a la discreción de cada cual.
La URSS hizo del Kaláshnikov su fusil oficial, su seña de identidad y su embajador material en el mundo. Se convirtió en el arma preferida de los ejércitos del Pacto de Varsovia y allí donde la guerra fría se materializaba en un conflicto armado, allí estaban los AK-47 ejerciendo como emblema prosoviético mejor que las camisetas de fútbol distinguen a los dos equipos de un partido.
No hizo falta persuasión, el rifle hablaba por sí mismo: el AK-47 destacó desde sus orígenes por ser barato, sencillo y eficaz. Fabricado en acero estampado sin casi soldaduras, producirlo no requería un gran despliegue técnico. No era el fusil más preciso, pero se podía montar y desmontar en unos segundos y su fabricación y mecanismo dificultaban que se encasquillase. Funciona razonablemente bien empapado de agua, sumergido en barro, lleno de arena o en temperaturas extremas. Si se trata de polivalencia, el AK-47 todavía compite con muchas armas contemporáneas.
Gracias a sus ventajas estratégicas, lo económico de sus materiales y lo sencillo de su producción, el Kaláshnikov conquistó las junglas de Vietnam y Corea, las playas de Cuba, las selvas de Centroamérica, los desiertos africanos y las montañas de Oriente Medio. La política también tuvo mucho que ver. En los años cincuenta, la URSS era el referente del socialismo y a su vez una gran potencia militar con la capacidad de armar a los países, ejércitos y guerrillas simpatizantes. La mezcla de todo ello convirtió el AK-47 en el arma preferida de los rebeldes marxistas (o, de alguna forma, prosoviéticos) del mundo.
En el bloque estadounidense la asociación entre el arma y el comunismo llegó a tener una potente carga psicológica. «Este es el rifle de asalto AK-47, el arma preferida de vuestro enemigo», decía Clint Eastwood en El sargento de hierro después de dedicarles una ráfaga amistosa a sus reclutas. «Hace un ruido característico cuando lo disparan, así que recordadlo».
Y vaya si lo reconocieron. Cuentan algunas crónicas de la guerra de Vietnam que no era raro que los soldados estadounidenses se deshiciesen de sus fusiles M16, que se atascaban continuamente con la humedad y el barro de la jungla, para tomar en su lugar los AK-47 que los norvietnamitas hubiesen dejado atrás, más fiables y cómodos de manejar.
Consciente de su eficacia arrolladora, la Unión Soviética hizo con el Kaláshnikov lo único que podía con aquel aparato inmejorable técnicamente: convertirlo, además, en un instrumento simbólico. Desde la década de los cincuenta, el torrente de AK-47 que manaba de las líneas de producción soviéticas sirvió a la URSS para afianzar alianzas con todo aquel que pudiese suponer un problema para (o distraer la atención de) el bloque occidental. Y el tablero de este juego, recordemos, era el mundo entero. Era una estrategia muy práctica: aumentaba el número de aliados y diseminaba por el planeta un emblema soviético, pero también aseguraba un nuevo mercado inaccesible al enemigo. En el caso de ocurrir una guerra local, tendrían que comprar los repuestos al Kremlin.
Morir de éxito
Era el siglo XX; no será por guerras. Durante las décadas que siguieron, el AK-47 se convirtió en el arma de movimientos y guerrillas anticolonialistas por todo el mundo. En Mozambique fue el Frente de Libertação de Moçambique quien lo empleó en la guerra que vivió el país de 1964 a 1974 para independizarse de Portugal. El arma terminó como símbolo en la bandera nacional. Dato: se intentó eliminar en 2005, pero las protestas ciudadanas lo impidieron.
En Angola, Nicaragua, Afganistán o Chechenia, por poner algunos ejemplos, la escena fue parecida a pesar de las diferencias temporales, con la irónica circunstancia de que en algunos de esos conflictos fueron soldados soviéticos o rusos los que terminaron recibiendo las balas de los Kaláshnikov. Cuando se trata del AK-47, hasta el morir de éxito pasó de lo metafórico a lo literal. Así es su terrible eficacia.
No todos lo ven así, claro. Precisamente por su papel en revoluciones y causas anticoloniales, el AK-47 adquirió un halo de romanticismo libertario. Para muchos, esta herramienta para matar personas era también una especie de instrumento de justicia histórica y empoderamiento de los oprimidos del mundo.
«Esa arma barata y eficaz se convirtió en símbolo de libertad y de esperanza para los parias de la tierra; para quienes creían que solo hay una forma de cambiar el mundo: pegándole fuego de punta a punta. En aquel tiempo, cuando estaba claro contra quién era preciso dispararlo, levantar en alto un AK-47 era alzar un desafío y una bandera […] El Kaláshnikov, arma de los pobres y los oprimidos, quedó como símbolo del mundo que pudo ser y no fue», escribía Pérez Reverte en su artículo «Nostalgia del AK-47», publicado en XL Semanal. El escritor, por cierto, tiene un AK-47, según cuenta él mismo, que desmonta, engrasa y vuelve a montar de vez en cuando para que no se oxide. Aprendió a hacerlo en Eritrea en 1977.
Romanticismo aparte, quizá solamente dos cosas sean las verdaderamente relevantes: es la máquina de matar más eficaz de la historia y está fuera de control. Si la Unión Soviética ejercía alguno (algo cuestionable y cuestionado, teniendo en cuenta la generosidad con que la repartía), su desmoronamiento supuso el final. Millones de unidades quedaron en manos de ejércitos regulares pero también de guerrillas, grupos y grupúsculos armados por todo el mundo. En los años noventa se convirtió en protagonista de algunos de los capítulos más crueles de la historia.
Hasta un niño podría hacerlo
Por ejemplo: el Kaláshnikov es culpable de que existan niños soldados. O, precisando más, de que los niños puedan convertirse en un soldado capaz, razón última por la que alguien decide armar a un niño. Se dice, y no es una simple frase hecha, que su mecanismo y manejo es tan sencillo que hasta un niño podría hacerlo. Y lo hacen. En lugares como Angola se pusieron durante décadas cientos de AK-47 en manos de niños y se los envió a matar. Y a morir, eso por descontado.
El Kaláshnikov es un arma y es una industria. Aunque la patente del AK-47 fue adquirida en 1999 por la corporación armamentística Izhmash (y, por tanto, fabricar el fusil o cualquiera de sus variantes sin su permiso es ilegal), apenas es un inconveniente: cada año se fabrica un millón de unidades de forma ilícita. Así es como hemos llegado a los aproximadamente cien millones que se calcula que hay hoy en circulación. No hay tratados para controlar su venta, no hay acuerdos para frenar su producción, no hay organismos internacionales que hagan cumplir ninguna norma en lo concerniente al Kaláshnikov. Está ahí fuera, en manos de cualquiera que pueda pagar su precio, y en efecto es prácticamente cualquiera. Por menos de doscientos dólares es posible comprar uno de segunda mano.
Un precio, por cierto, que los analistas de seguridad internacional utilizan para monitorizar dos valores: la cantidad de armas que circulan en un país y su nivel de estabilidad. Si el precio del AK-47 baja, las cosas están calmadas; si sube, es que la situación se está calentando. Olvide la política, las primas de riesgo y otros indicadores pocos fiables; los Kaláshnikov, antes que nada, predicen los conflictos y las guerras.
¿Un arma cargada de futuro?
¿De quién son las manos que hoy empuñan un AK-47? Sigue estando presente en el armamento de ejércitos, cuerpos de policía y fuerzas de seguridad de decenas de países. Lo crea o no, en principio esto es lo menos problemático. El fusil está también en manos de guerrillas locales, grupos terroristas internacionales, mafias altamente organizadas y compradores privados que ejercen como mediador y distribuidor. Esa es la pesadilla que sueña el mundo entero.
Cuando Osama Bin Laden amenazaba a Estados Unidos y sus aliados en los vídeos que vimos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, nunca faltaba en el encuadre un AK-47. Cuando en 2003 Sadam Husein fue capturado, conservaba a su lado dos de estos rifles. Cuando la noche del 13 de noviembre de 2015 cuatro terroristas entraron en el teatro Bataclan de París mientras Eagles of Death Metal ocupaban el escenario, utilizaron rifles tipo Kaláshnikov para asesinar a ochenta personas. Cuando, en diciembre de 2016, dos jóvenes fueron detenidos en Madrid por su presunta vinculación con el terrorismo yihadista, tenían en su poder un Kaláshnikov con el que se habían grabado amenazando con cometer atentados. Habían intentado comprar más, por cierto.
Y no, no son solo terroristas. En julio de 2017 la Guardia Civil y la Policía Nacional detenían a sesenta y seis personas dentro de la (dramáticamente bautizada) operación Infierno. Se trataba de una red de narcotraficantes que operaba principalmente en Castilla y León. Entre las armas incautadas había un Kaláshnikov. En diciembre de 2016 se repetía una escena parecida en Granada: una red de doce narcos que enviaba cocaína a Israel cayó en manos de la policía con todo el equipo. Ese equipo también incluía un AK-47.
Esto en España. Imagine algo parecido ocurriendo en todos los lugares del mundo donde se trafica con drogas, con personas, con joyas, con petróleo, con marfil o con animales en peligro de extinción. Resumiendo: en todos los lugares del mundo.
En septiembre de 2017, el Gobierno ruso inauguraba en Moscú una estatua de Mijaíl Kaláshnikov vestido de calle y con un AK-47 en las manos. Mide siete metros de altura. Quizá elija usted creer que se trata de un reconocimiento al héroe, al ingeniero, al patriota. O al viejecito entrañable, poeta por vocación y creyente converso a la edad de noventa y un años, que siendo joven solo quería fabricar maquinaria agrícola y que en 2013, dos años antes de morir, escribía una carta al patriarca ortodoxo ruso explicando que «su dolor espiritual era insoportable». Quizá sea eso. O quizá sea un homenaje al símbolo que, sesenta años después, todavía sigue aterrorizando al mundo entero. Y quizá a eso le hayan hecho una estatua.
Que articulo más penoso, fuera de lo que Jotdown suele ofrecer eso por descontado, parcial, con aseveraciones tan incomprobables y tan maliciosas como Por ejemplo: el Kaláshnikov es culpable de que existan niños soldados. Nadie se va a poner aquí a defender un arma, pero de ahi a echarle la culpa de todos los males del mundo y a su vez no dejar olvidar nunca su vinculo con el comunismo, tiene cojones.