En el centenario del gato Félix, padre y maestro mágico de Mickey Mouse
Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible… (Rainer Maria Rilke)
Una circunferencia de radio r y, tangentes a ella en sendos puntos separados por un arco de 90º, dos circunferencias de radio r/2. El resultado de esta sencilla construcción geométrica, uno de los iconos más universales y evocadores de nuestro tiempo, de cuya popularidad da idea el hecho de que sea reconocible incluso en su versión más esquemática. Los tres círculos suelen ser negros, pero el icono/logotipo de Disney sigue siendo identificable en cualquier color y sobre cualquier fondo; después de la cruz cristiana es el más simple de los emblemas universales, y la popularidad de una marca es inversamente proporcional a la mínima cantidad de información icónica necesaria para identificarla.
Desde el punto de vista gráfico, Mickey es una versión ratonil del conejo Oswald, que a su vez es una versión conejil del gato Félix, creado hace exactamente cien años por Otto Messmer y/o Pat Sullivan (la progenitura es dudosa); una versión tan próxima al original que resulta difícil no hablar de plagio. En este sentido, Mickey es uno de esos «clones triunfales» a los que aludía en «La gorra de Sherlock Holmes»: mientras que el genial gato Félix solo sigue vivo en la memoria de algunos especialistas y nostálgicos del cine mudo, su clon ratonil se ha convertido en uno de los personajes de ficción más populares de todos los tiempos. «El gato engendró a un ratón que acabó devorándolo», podría ser el titular de la historia.
Por lo que respecta a la moral —o la moraleja—, Mickey tiene algo del ratón de las fábulas clásicas, que simboliza el valor —en ambos sentidos del término— oculto en un ser de apariencia insignificante. Mickey es un remoto descendiente del ratón esópico que libera al león atrapado en la red y del que, aceptando el reto de Samaniego, decide ponerle el cascabel al gato.
En la consabida cadena doméstica —y fabulística— perro-gato-ratón, el último eslabón ocupa un lugar fronterizo y ambiguo: doméstico, pero no domesticado; tímido e inofensivo, pero capaz de causar estragos en cualquier despensa o almacén; gracioso y entrañable como un diminuto peluche, pero a la vez indeseado e incluso aborrecido (como detalle significativo, Walt Disney era musófobo). Las antinomias familiaridad-extraneidad, fuerza-debilidad y atracción-repulsión, subyacentes a la asociación mitológica del ratón con el bello y terrible Apolo (Smintheus era uno de sus epítetos), explican el éxito de Mickey como emblema de una cultura de masas tan poderosa y ubicua como un dios, y a la vez tan vulgar e insignificante —en el sentido literal de carente de contenido— como un ratón.
El héroe risueño
Al igual que los superhéroes, Mickey tiene doble personalidad; pero ninguna de sus dos personalidades es secreta, pues no coexisten en el mismo plano narrativo, sino que se manifiesta una u otra según el tipo de relato (o metarrelato). Es como esos actores que tienen su versión cómica en dibujos animados: Chaplin, Laurel y Hardy, Mr. Bean… Solo que en el caso de Mickey el proceso fue el inverso: la caricatura precedió —y generó— al personaje «serio» caricaturizado, que, paradójicamente, parece su referente, aunque sea posterior —y subsidiario— de la versión cómica. Ambas versiones se diferencian muy poco en lo que a la representación del rostro se refiere: es sobre todo la indumentaria y la actitud corporal lo que nos indica si estamos ante el Mickey cómico o el «serio», mientras que el rostro —tanto los rasgos como la expresión— permanece prácticamente inmutable desde la primera aparición del personaje, en el corto de animación Steamboat Willie, en 1928.
El Mickey «serio» aparece sobre todo en las historietas de larga duración iniciadas por Floyd Gottfredson —aunque abusivamente firmadas por Walt Disney— en los años treinta. En ellas, Mickey se convierte en un héroe positivo al uso que afronta con sagacidad y entereza las situaciones más difíciles, como cuando, en una clara parodia de El prisionero de Zenda, suplanta al disoluto monarca de un reino imaginario y levanta la economía del país adoptando audaces medidas keynesianas (Monarch of Medioka, 1937). Pero llama la atención que una mayor complejidad narrativa no vaya acompañada de una mayor definición del personaje, ni a nivel conceptual ni icónico. En realidad no sabemos quién es Mickey ni a qué se dedica cuando no está metido en algún lío: es una «función» —en el sentido de Propp— más que un personaje, como los protagonistas de los cuentos de hadas, y por eso no nos sorprende verlo convertido en el sastrecillo valiente o el aprendiz de brujo, cual comodín narrativo encajable en cualquier historia que requiera un protagonista alegre y desenfadado, pero ejemplar. En este sentido, es especialmente significativa la escasa versatilidad facial de Mickey, que casi siempre luce su amplia sonrisa primigenia, y, como mucho, muestra preocupación o asombro achicando la boca.
Es interesante comparar la escasa expresividad de Mickey con la riqueza expresiva de otros personajes del cómic y la animación aparentemente menos definidos a nivel gráfico, como Charlie Brown o la pequeña Lulú. Combinando tres tipos básicos de cejas, otros tres de ojos y seis de boca, Lulú y sus amigos despliegan una amplia y sugerente gama de expresiones faciales; aunque de las 54 (3 x 3 x 6) combinaciones cejas-ojos-boca posibles no todas son viables, al menos una treintena de ellas confieren al magistral personaje de Marge una versatilidad y viveza que hacen que a su lado el hierático Mickey parezca un muñeco de ventrílocuo. Que, en última instancia, es lo que es, como embajador del Imperio Disney y mascota del Imperio a secas. En términos de (divina) proporción, Mickey es al Tío Sam como el ratón esópico al dios Apolo.
¿Bidimensional porque es un dibujo, o sea, un ser plano?
Eso también. Pero sobre todo porque se mueve en dos líneas narrativas divergentes, la cómica y la «seria».