No voy a misa, ni me confieso. Mi religión se limita a creer que existe la gente buena y la gente mala y me gusta pensar que, al morirse, los buenos acaban en un lugar donde pueden hacer eternamente lo que más les gusta y lo malos, en otro muy lejos, condenados a dedicarse por los siglos de los siglos a todo lo que detestan. Como mi paisaje favorito del mundo es un periódico y yo soy buena-buena, espero terminar en el cielo de los periodistas.
Me lo imagino así.
Cada uno vive en una casa muy grande, con todos los familiares que echaba de menos, los que llegaron antes. Por las mañanas desayunamos algo muy parecido a los bufés de los hoteles —en el cielo, por supuesto, no se engorda— y luego nos vamos a trabajar —porque en el cielo de los periodistas se trabaja—.
Todos los días hacemos un periódico común, excelente, el mejor que se haya escrito. Se imprime en nuestras rotativas y lo reparten unos angelitos monísimos. También hay una edición digital, pero en el cielo somos más del papel de toda la vida. Porque nos gusta —somos unos románticos— y porque nos lo podemos permitir —todo el mundo allí arriba está suscrito—.
El periódico tiene distintas secciones. Hay noticias de la tierra, del cielo y del infierno, es decir, Internacional, Nacional y Sucesos. Hay entrevistas, reportajes, pasatiempos, y coronando las páginas de opinión, una viñeta de Forges.
El periodismo hace que cada día en el cielo sea distinto, como pasaba en la tierra. Hacemos muchas entrevistas, porque el cielo de los periodistas está lleno de gente inteligente, maravillosa e interesantísima a la que entrevistar. De todos los tiempos y de todas las disciplinas. A veces la mañana se te va preguntándole a Bogart si se enamoró de Bacall cuando ella le enseñó a silbar; o sentada con Neil Armstrong contándote a qué olía la luna. Otros días Quini te explica con pelos y señales cómo fue su secuestro y por qué decidió perdonar a sus secuestradores. Nos inflamos a dar exclusivas porque en el cielo de los periodistas la gente se anima a contar cosas que en la tierra no pudieron o no quisieron desvelar. Por ejemplo, Federico García Lorca, que escribe poemas en la contraportada de los domingos, contó en un número especial dónde estaba enterrado.
Además de la gente de plantilla tenemos una lista de colaboradores de lujo. Un día, por ejemplo, Winston Churchill pide escribir en las páginas de televisión para hacer una crítica de la serie The Crown, que le gustó mucho.
Las reuniones para decidir la portada del siguiente amanecer en el cielo de los periodistas son batallas campales divertidísimas. El director del periódico, Miguel Ángel Bastenier, se reúne con los jefes de cada sección y cada uno vende sus temas. Hay un consejo de sabios excelente (Javier Pradera, Joaquín Prieto, Malén Aznárez, Alejandro Bolaños…) y Mario Benedetti nos asesora con la táctica y estrategia para construir con palabras un puente indestructible. Como todos los temas son tan buenos es difícil escoger los mejores para llevarlos a la primera página. Imagínense: ¿hoy qué metemos? ¿Toda la verdad sobre el asesinato de JFK o la entrevista a Marilyn Monroe?
Existe la competencia, naturalmente, pero es una competencia sana, parecida a esas apuestas que solo se hacen por honor. A veces puede parecer que nos enfadamos, pero en cuanto cerramos el periódico hacemos un tercer tiempo en el bar de los periodistas y todo el mundo se olvida de si ganó o perdió la discusión. No hay un sitio donde sepa mejor la cerveza, esas cañas del deber cumplido, con el texto ya en la imprenta. Y lo mejor es la música en directo. Viene mucha gente de fuera, porque el de los periodistas es el mejor bar del cielo con diferencia, y de repente Antonio Vega sube al escenario para cantar «Lucha de gigantes» o Paco de Lucía coge la guitarra y hace que todos nos callemos de golpe.
De vez en cuando, cuando hay acontecimientos importantes, como las elecciones o el clásico, te mandan de enviada especial a la tierra, y también al infierno, para contar las altas, los que acaban de llegar. Los periodistas del cielo son muy honestos, y cuando bajan al infierno y se encuentran con algún viejo malo conocido se recusan a sí mismos para que otro escriba la crónica. Pasa a menudo. No obstante, como tenemos toda la influencia de los mejores tiempos del periodismo terrenal, cada año podemos salvar un alma condenada. Hay un barrio especial para los cursos de reinserción, que dirige Kapuszcinsky, y como ya no derrocamos gobiernos, en nuestra vitrina de trofeos colocamos las fotografías de todos aquellos a los que decidimos dar una segunda oportunidad. A veces también intercedemos para salvar desde el cielo a alguno que está a punto de perderse o desilusionarse por completo en la tierra. Suele darnos el aviso el Seprona, porque los periodistas apasionados son una especie en peligro de extinción, acechada por todo tipo de depredadores, vulnerable si pierde a la manada, permanentemente expuesta a la frustración, que es la termita más voraz. Y entonces hacemos una llamada anónima para darle una exclusiva de las buenas, buenas, esas que duran varios días y hacen que a nadie le interese pinchar en el vídeo de la Kardashian o el del gatito que ladra. En el cielo de los periodistas se hace un periodismo maravilloso, pero en la tierra también hace falta. Sí, el entretenimiento entretiene, pero la información es un servicio, la mejor defensa ante cualquier circunstancia.
A Javier y a esos «periodistas… pese a todo».
Maravilloso. Simplemente maravilloso.
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