Todo lo que se necesita para hacer una película es una chica y una pistola. (Jean Luc Godard)
Sustituyan pistola por cuchillo y obtendrán la fórmula de la perfecta película slasher. Ya saben; la hoy típica del asesino psicópata que va por ahí matando a gente que intenta huir de él.
El subgénero slasher, al menos en su versión moderna, germinó en los años sesenta, floreció en los setenta y dio abundante fruto en los ochenta. La más influyente película slasher de la era premoderna es, por descontado, Psicosis de Alfred Hitchcock. Podríamos discutir mucho sobre hasta qué punto se ajusta a la definición de slasher porque las etiquetas artísticas casi siempre tienen límites borrosos y porque Psicosis es demasiado compleja como para ser reducida a una mera fórmula. Pero, con la etiqueta o no, sentó las bases para el nacimiento del slasher moderno. Fue una obra maestra en el sentido más estricto, ya que estableció los cánones bajo los que otros aprendieron a contar sus propias historias de asesinos, y son unos cánones de los que pocos cineastas se alejan. Quedó como manual de referencia y nadie consiguió hacer otra Psicosis, ni siquiera el propio Hitchcock, quien prefirió, con mucha clarividencia, no repetirse en sus siguientes trabajos. Eso sí, cuando el retorcido tío Alfred volvió al tema del asesino en serie con Frenesí, dio otra lección de cómo se trata el asunto. Ni siquiera Frenesí es Psicosis, pero también contenía elementos que influyeron en el cine posterior y desde luego en las dos películas de las que vamos a hablar aquí.
Mucha gente opina que Halloween fue el primer verdadero slasher moderno. Es una opinión respetable. Yo no la comparto, pero estoy de acuerdo en el espíritu de la afirmación: hubo un antes y después de Halloween. Si no fue el primero, fue el más influyente después de la obra del propio Hitchcock. Dirigido por John Carpenter en 1978, era el slasher en estado químicamente puro y estableció un paradigma que iban a imitar decenas de películas.
Aquella primera película tuvo unas cuantas secuelas directas de las que casi es mejor no hablar, aunque la de 2018 ha sido la más decente con diferencia, por más que eso no es decir mucho como sabrá usted si ha visto la saga completa. Curiosamente, ha sido la tercera película a la que han titulado exactamente igual: Halloween, a secas. Que se hayan estrenado tres largometrajes con el mismo título dentro de un mismo universo cinematográfico es una buena pista de que dicho universo es un completo caos. La saga Halloween está repleta de secuelas, pseudo-remakes y reboots que casi nunca han respetado la tradición anterior y que hacen que Star Wars parezca un modelo de continuidad. La única información que usted necesita conocer sobre la saga Halloween es que casi ninguna de esas películas merece la pena. La imprescindible, la que debe ver si aún no la ha visto, es la primera. La Halloween de 1978 es prácticamente perfecta. El resto se las puede ahorrar.
La Halloween de 2018 no es la gran película que algunos críticos nos han querido hacer creer que es, pero está bien y, dentro de lo que han podido, sí han respetado el espíritu de la original. Es un producto tan digno como convencional que está por encima de la media de calidad a la que nos tiene acostumbrados la productora Blumhouse, pero que carece de la inteligencia de la película original. Si no luciese la marca comercial que luce y si no estuviese en ella Jamie Lee Curtis, esta nueva entrega no habría dado mucho que hablar. La publicidad es importante; piensen en cómo se ha vendido el retorno de Curtis al personaje de Laurie Strode cuando la actriz, en realidad, ya lo había retomado en tres secuelas anteriores. Pero bueno, todos respetamos a Curtis y siempre es bonito verla ahí. Ella ha sido, con mucho, lo mejor del nuevo largometraje.
No estoy aquí, sin embargo, para hablar de Halloween edición 2018. Me apetece más recordar algunos detalles de la película original. Habrá spoilers sobre ella, desde luego, así que véanla si todavía no lo han hecho. Y vean también Black Christmas (en España, Navidades negras) de la que es imprescindible hablar para entender de dónde salió Halloween.
Uno de los motivos por los que ninguna de sus secuelas se parece a la Halloween original de 1978 es que su manera de narrar es casi imposible de replicar sin que el resultado parezca una fotocopia. Cuenta una historia muy sencilla: un niño de seis años llamado Michael Myers asesina a su hermana mayor sin razón aparente. Es encerrado en una institución mental durante quince años, hasta que escapa y retorna a su pueblo para matar a más gente, de nuevo sin que sepamos por qué. Y eso es todo. El argumento es minimalista.
En ese sentido, Halloween se parece mucho a Alien. Ambas son películas sencillas sobre un ente maligno cuyas intenciones no conocemos ni comprendemos. Ambas tomaron ese elemento central de Tiburón directa o indirectamente. En Alien nunca se nos deja clara la naturaleza concreta del «xenomorfo», lo cual inspira parecidas preguntas que en Tiburón (¿Es inteligente? ¿Por qué ataca, arriesgándose a que quieran matarlo, si no parece devorar a sus víctimas? ¿Acaso es malvado?). Lo mismo sucede en Halloween, donde Michael Myers no dice una palabra en todo el metraje. Ni siquiera vemos su rostro, oculto detrás de una máscara (salvo por unos segundos, cuando es un niño). La información que poseemos sobre él es nula. No hay explicación racional para su conducta. No vemos que provenga de una familia disfuncional, ni lo vemos poseído por el demonio. No sabemos nada. Y eso hace que Michael Myers llegue a parecer un ente sobrenatural, algo que escapa al orden establecido de las cosas, como el alienígena de la nave Nostromo y como el tiburón blanco de las playas de Amity Island. La película de Spielberg era mucho menos lineal. En Halloween, la acción (o el núcleo de ella) tiene lugar en una sola calle. Están poco marcados los tres actos tradicionales del drama, apenas hay subidas y bajadas, y toda la película es como un continuo crescendo.
La despersonalización de Michael Myers para convertirlo en un ente «no humano» y otros recursos narrativos de Halloween provenían de una película estrenada cuatro años antes, en 1974: Navidades negras. Había sido producida en Canadá, pero estaba dirigida por un estadounidense, Bob Clark (sí, el mismo que estaba a punto de rodar Asesinato por decreto y Porky’s). En realidad, Halloween era como una secuela extraoficial de Navidades negras, casi podríamos decir que puro fan fiction.
Navidades negras está ambientada en una residencia universitaria femenina cuyas habitantes empiezan a recibir llamadas obscenas. Una de las chicas desaparece, pero las demás desconocen que ha sido asesinada y el suspense radica en el hecho de que el espectador sí sabe que está muerta y que el asesino todavía merodea por la casa. El reparto es bastante llamativo y vemos a intérpretes que son mucho más famosos por otras películas de la época. Está Keir Dullea, el astronauta Dave Bowman de 2001: Una odisea del espacio, pero en un papel muy distinto, el de neurótico estudiante de piano. Está la bellísima Olivia Hussey, musa de Franco Zeffirelli, a la que ustedes recordarán como Julieta Capuleto en Romeo y Julieta y como la virgen María más sexy de todos los tiempos en la esplendorosa miniserie Jesús de Nazaret, ambas dirigidas por el mencionado Zeffirelli. Está Andrea Martin, no tan conocida en el cine, pero respetadísima en la comedia y el teatro estadounidenses. Y está Margot Kidder en el papel de estudiante bebedora e insolente; viendo cómo Kidder derrocha personalidad a borbotones en Navidades negras sin apenas esforzarse, apenas sorprende que la contrataran para hacer de Lois Lane en Superman: The Movie. Por supuesto, está por nacer quien la supere en ese papel.
Ni el reparto ni las inspiradas técnicas narrativas de Navidades negras evitaron que obtuviese críticas desiguales en su día. Incluso es curioso que algunos la acusaran de ser «demasiado sangrienta» cuando, en realidad, los asesinatos son pocos y casi no se ve sangre. En cualquier caso, para mi gusto aguanta bastante bien el paso del tiempo y, por más que mi opinión sea subjetiva, sí es innegable que ejerció una enorme influencia en otros cineastas.
El propio John Carpenter quedó tan impactado por Navidades negras que empezó a darle vueltas a la posibilidad de continuar él mismo la historia. Habló con Bob Clark para saber si este pensaba rodar una secuela; Clark respondió que estaba cansado del género del terror, que estaba a punto de abandonar (una decisión acertada en lo financiero, porque iba a ganar un dineral con Porky’s). Entonces Carpenter le preguntó: «Si rodases una secuela de Navidades negras, ¿cómo sería?». Clark le describió un argumento general: el asesino de Navidades negras habría sido capturado y encerrado en una institución mental; tras escapar, volvería a asesinar, pero ya no en torno a las navidades, sino en la festividad de Halloween.
John Carpenter obtuvo así la idea su película y, en cierto modo, el beneplácito de Bob Clark. Esto no significa que podamos hablar de una secuela oficial porque legalmente no lo era. No son películas que pertenezcan a una misma saga. Sin embargo, salvo la diferencia de que el asesino de Halloween ya no habla ni hace llamadas obscenas, la película de Carpenter podría ser vista como una continuación de Navidades negras. Hablamos de dos cineastas con estilos diferenciados, pero Carpenter imitó muchísimos mecanismos narrativos de Bob Clark, hasta el punto de que Clark es tan responsable como Carpenter, o más, de la configuración del slasher moderno. Vamos a verlo con ejemplos.
El primer elemento es la despersonalización del asesino. En el terror tradicional, el asesino es un criminal con una personalidad que se supone debe contribuir a aterrarnos. Es una tradición cinematográfica que se suele basar en casos criminales reales y se remonta a M, el vampiro de Düsseldorf, en donde el personaje de Peter Lorre estaba impulsado por la pedofilia. El Norman Bates de Psicosis sufre un delirio relacionado con su madre y, como el Dick Blaney de Frenesí, parece responder a algún tipo de pulsión sexual enfermiza.
El asesino de Navidades negras nunca muestra su rostro y lo que dice en sus llamadas telefónicas es demasiado extraño como para que nos podamos hacer una idea de su carácter. Es verdad que de esas llamadas se puede deducir algún tipo de trasfondo sexual en sus crímenes, como del hecho de que sus víctimas sean (casi todas ellas) chicas jóvenes, pero el elemento sexual no es tan explícito como en los otros largometrajes que acabamos de mencionar. Y lo que es más importante, el director subraya esta despersonalización con el trabajo de cámara. Al principio de la película vemos el punto de vista subjetivo del asesino, que merodea en torno a la residencia universitaria, acercando y alejando la mirada, mientras oímos su respiración. Aún no sabemos nada sobre la trama que está empezando, pero ya entendemos que es la mirada del depredador. Lo que debe producir inquietud es su mera presencia, no su rostro ni su personalidad. No importa qué aspecto tiene. Es una amenaza y cada espectador imaginará unos rasgos concretos para esa amenaza.
El desplazamiento del asesino alrededor de la casa cumple otra función. Casi todo el argumento de Navidades negras sucede en la residencia; la cámara subjetiva permite que el espectador se haga una idea de la distribución física de la casa cuando ve cómo el asesino entra por una ventana o abre una puerta. Como la imagen cinematográfica es plana y bidimensional, una toma fija apenas le proporciona información espacial al espectador. Sin embargo, aquí la cámara explora el entorno para que este adquiera cierta profundidad tridimensional. Eso permite que el espectador pueda sentirse dentro de la casa en vez de estar contemplando, por así decir, una fotografía en movimiento. Esto es importante porque más adelante el espectador ha de tener la sensación de que el asesino puede emerger de cualquier rincón, lo cual es uno de los elementos fundamentales del suspense en esta historia. También hay planos que no responden exactamente a la mirada del asesino, pero que ayudan a situarnos: la chica hablando por teléfono en el piso de abajo y la trampilla por la que se accede al desván en un rincón del techo, por donde entrará el asesino, son mostrados en un mismo plano continuo.
Justo a continuación volvemos a ver la trampilla, pero desde la perspectiva del asesino. La abre. Desciende al mismo espacio en donde acabamos de ver a la chica hablando por teléfono. Ahora vemos todo ese espacio en su magnitud. Sabemos dónde está ella y sabemos de dónde viene él porque ya hemos visitado el jardín y el desván. Empezamos a conocer también el interior de la casa desde una falsa, pero efectiva, perspectiva tridimensional.
Llegado este punto, si nos llevasen a la casa y nos pidieran que entrásemos sin abrir la puerta principal, sabríamos por dónde escalar al desván y dónde está la trampilla para descender. Sabríamos que desde la planta inferior no nos verían, pero nosotros a ellos sí. Sabríamos hacia dónde se extiende la primera planta. Han transcurrido solamente los cinco primeros minutos de película; lo que duran los títulos de crédito y un poco más, pero ya conocemos la casa. De hecho, la conocemos mejor que a los personajes, a quienes todavía no nos han presentado. Con todo, lo importante no es tanto que tengamos un plano de la casa en la cabeza, sino que nuestra mente se familiarice con el entorno físico para que lo hagamos nuestro.
Durante los dos minutos siguientes, en un prodigio de exposición, se nos presentará a las tres chicas protagonistas. Apenas unos planos y unas líneas de diálogo nos servirán para distinguir sus diferentes personalidades, estableciendo «la pandilla», algo que han imitado decenas de películas de terror desde entonces (aunque más por imitación de Halloween, que a su vez imitó a esta). Vemos al instante que Margot Kidder es la líder: lleva un atuendo atrevido, la blusa abierta y un pañuelo al cuello (estamos en 1974, recuerden), y es la que lleva la batuta entre sus compañeras, pero también deducimos por su expresión facial que ejerce ese papel con desgana, porque es una joven peculiar que en el entorno reglado de la universidad se siente como pez fuera del agua. Vemos que Olivia Hussey es una chica tímida y sensible, que escapa con delicadeza de las aproximaciones de Andrea Martin, de quien comprendemos al instante que es lesbiana. En un abrir y cerrar de ojos sabemos quién es cada una de ellas e intuimos cómo se relacionan. Conocerlas ayudará a que el espectador se preocupe por ellas en cuanto el asesino empiece a hacer de las suyas.
Casi al instante, pasados unos siete minutos de película, se produce la primera llamada del psicópata (la primera de la que es testigo el espectador, aunque en el contexto de la historia ellas han recibido otras). Vemos cómo reacciona cada una de las chicas, lo cual nos sigue ayudando a conocerlas mejor. Olivia Hussey parece asustada y confusa; Margot Kidder se lo toma a pitorreo; Andrea Martin parece más intrigada que asustada. Así, tenemos a la introvertida que trata de disimular su miedo, a la extrovertida que lo convierte en burla y a la cerebral que parece querer entender lo que está sucediendo. Queda claro también que Margot Kidder está en un plano distinto a las otras chicas, porque tiene más mundo y se empeña en demostrarlo con chulería («Esto es una residencia para chicas, no un convento», «No se puede violar a una chica de ciudad»). La «jerarquía» entre las chicas es un engaño para el espectador porque no se desarrollará una trama dramática derivada de esa jerarquía como cabría esperar en 1974. La película pronto establecerá una jerarquía distinta: la de un mal abstracto y sin rostro, que será el que domine la acción, y en un nivel de poder inferior, las chicas.
Han transcurrido menos de ocho minutos de película, incluyendo los créditos, y ya están todas las cartas sobre la mesa. Después aparecerán más personajes y sucederán más cosas, pero tenemos los elementos fundamentales de los que hablaba Godard: tenemos el cuchillo y tenemos a las chicas. Toda la película será una prolongación de esta presentación. Para crear suspense y terror lo mejor es la sencillez y esta es una de las grandes lecciones que John Carpenter absorbió de Navidades negras.
Otra característica de Navidades negras es que la atmósfera criminal no tiene respiro ni siquiera cuando la cámara abandona la casa. Hay algún alivio cómico en forma de personaje, como la maravillosa Maria Waldman en el papel de la mujer alcohólica que regenta la residencia, pero la historia no tendrá una trama paralela que dé un respiro del tema central. Para trasladar la sensación claustrofóbica de la casa a otras localizaciones, cada vez que una escena sucede en el exterior está relacionada también con los crímenes: por ejemplo, un padre que busca a su hija desaparecida. Incluso la discusión de pareja que mantienen Olvia Hussey y Keir Dullea en una sala del conservatorio nos refiere mentalmente a la casa, porque antes ella ha discutido con él en el mismo teléfono donde se reciben las llamadas obscenas. El conservatorio se convierte así en otra sala de la casa. Hay que alejarse lo menos posible del núcleo del suspense, del área donde se mueve el asesino, y cuando la trama requiere alejarse, el espectador debe recordar las sensaciones que obtuvo en el escenario principal.
La asociación entre la casa, el teléfono y la sala del conservatorio no es gratuita. Hussey y Dullea discuten porque ella está embarazada y quiere abortar; él no quiere que ella aborte e intenta imponerle su voluntad. De repente, ella ve a su novio con un aire ligeramente amenazante. Es como si de repente no lo conociera. El director muestra esa despersonalización llevando a Dullea al fondo de un plano profundo; de repente ya no tiene rostro, es un ser lejano y desconocido que trata de imponer su voluntad a Hussey (la distancia como proceso de despersonalización la veremos también en Halloween). En la mente de ella, como en la del espectador, se traza un primer paralelismo entre este ejercicio de poder y el otro ejercicio de poder que lleva a cabo el autor de las llamadas obscenas. Es una primera pista falsa para llevarnos al engaño de hacernos pensar que Dullea podría ser el asesino, porque tiene rasgos neuróticos que lo harían encajar en ese papel.
Otra escena que sucede en esa misma sala es un examen de piano donde Dullea parece fuera de sí mientras toca, ante la mirada poco convencida de sus profesores, que lo juzgan de manera desfavorable, al igual que lo juzga de manera desfavorable el espectador.
Resumiendo, Bob Clark ha construido el planteamiento de su película atendiendo a varios principios que cumple a rajatabla:
-Un asesino despersonalizado, presentado mediante cámara subjetiva que denota su alienación.
-Un escenario reducido, explorado por la cámara para que el espectador se familiarice con su distribución tridimensional y se sienta «dentro».
-No se abandona ese escenario salvo para mostrar derivaciones de la trama criminal, ya sean directas o indirectas.
-Se desarrolla la personalidad de las potenciales víctimas, las chicas, para que el espectador se preocupe por su destino. Se crea una jerarquía entre ellas para producir la falsa impresión de que eso tendrá importancia en la trama.
-La jerarquía, además, produce la impresión de que las chicas, como agentes de su propio drama, tendrán algún tipo de poder sobre su destino dentro de la historia. Así, cuando las veamos perder ese poder, sentiremos su indefensión de manera aún más intensa.
Todo esto ha sido desarrollado en la primera media hora de película, justo un tercio del metraje, durante un primer acto en el que el trabajo de exposición y planteamiento ha sido soberbio. Veamos ahora cómo John Carpenter adaptó todo esto a Halloween.
Halloween empieza de manera idéntica. Vemos una casa desde fuera. Todavía no conocemos a ningún personaje; antes conoceremos la casa. El asesino se acerca y va recorriendo el exterior. Mira arriba y abajo, a los lados, gira esquinas, permitiéndonos ver dónde está la puerta, dónde está cada ventana. Entra, avanza de una estancia a otra, enciende luces. El propósito, de nuevo, es que todo nos parezca tridimensional. Que el espectador sienta que está ahí. Que compruebe además que el asesino es «invisible» (hay una pareja en la casa y el chico se marcha sin notar la presencia del asesino) como sucedía al principio de Navidades negras. Esto tiene un gran efecto, sobre todo en pantalla grande.
El asesino se pone una máscara y seguiremos viendo la casa a través de esa máscara. Veremos cómo el asesino mata y cómo sale de nuevo al exterior. Veremos cómo le quitan la máscara. Será la única vez que le veamos el rostro, porque es necesario que el espectador sepa —para su sorpresa y horror— que el asesino es un niño de seis años que acaba de matar a su propia hermana. Nunca sabremos por qué.
Como en Navidades negras, se insinúa que pueda haber algún tipo de motivación sexual, pero la insinuación es tan suave que bien podemos ignorarla. La ambigüedad está justificada: es importante que el asesino no tenga una motivación clara y concreta porque eso lo hace más impredecible e inhumano. El niño, Michael Myers, nunca será retratado como un personaje humano a lo largo de la película. Es una máquina de matar sin conciencia ni sentimientos, como el escualo de Tiburón o el xenomorfo de Alien.
El único motivo por el que se insinúa levemente una motivación afectiva o sexual es, como en Navidades negras, justificar que el asesino sintiera predilección por chicas jóvenes. Si Michael Myers persiguiera a fornidos leñadores no sentiríamos que están del todo indefensos, pero si persiguiera a niños sería demasiado tétrico. Las chicas jóvenes son el punto medio; las víctimas ideales desde un punto de vista argumental, porque están indefensas pero, al contrario que los niños, tienen cierta capacidad de maniobra que permita crear incertidumbre. Esto sería imitado por muchas otras películas, lo cual haría célebre la figura de la scream queen o «la última chica»; la protagonista vulnerable que se enfrenta, con sus pocas fuerzas, al monstruo.
Las siguientes ocasiones en que veamos a Michael Myers será adulto y ya no tendrá rostro. Estará medio oculto en la secuencia donde escapa del psiquiátrico. O lo veremos a contraluz, mientras contempla por primera vez a Laurie Strode, a la que también nosotros acabamos de conocer.
A partir de aquí empieza un juego de perspectivas entre Michael y Laurie. Será la primera novedad con respecto a Navidades negras, donde el asesino nunca dejaba de estar oculto. En Halloween, Michael Myers se paseará por el pueblo a plena luz del día sin que nadie parezca reparar en su presencia. Es como un fantasma y así aparece retratado. Además, el trabajo de cámara será la recreación enfermiza del intercambio de perspectivas típico de una historia de amor a distancia. Cuando Michael mira a Laurie, nosotros la vemos también desde su perspectiva. Él la vigila, está cerca de ella y se nos hace partícipes de esa inquietante cercanía. Cuando es Laurie quien ve a Michael, por el contrario, lo vemos en la distancia.
Mientras Bob Clark prefería mantener oculto al asesino, John Carpenter lo muestra a pleno día, pero todavía desde muy lejos. Ni siquiera vemos con claridad, todavía, que tiene puesta una máscara. Otro detalle: llevamos ya quince minutos de metraje y aún no se nos ha presentado a las amigas de Laurie. En Halloween todo es más lento que en Navidades negras, pero porque la estructura es distinta. En Navidades negras estaban muy marcados los clásicos tres actos. En Halloween es como si hubiera un único acto; el suspense se cuece a fuego muy lento.
Uno de los motivos por los que Carpenter no puede ocultar al asesino es porque ya no es un cazador oportunista que mata a la persona que encuentra desprevenida (aunque Michael Myers también hace esto si se presenta la ocasión). Hay un nuevo componente: la fijación de Michael con Laurie, que es su objetivo final. Es importante que Laurie lo vea para que más adelante, llegado el clímax de la historia, ella entienda que la ha estado vigilando, que no es un asesino aleatorio, que va a ir a por ella. También es importante que el espectador vea el intercambio de miradas.
Una vez establecida la «relación» entre Michael y Laurie, por fin conocemos a sus amigas y se establece una jerarquía entre ellas. Como en Navidades negras, es el momento de establecer la pandilla. En este caso, las dos amigas de Laurie son más extrovertidas y festivas, mientras que Laurie es estudiosa y cerebral («Los chicos piensan que soy demasiado inteligente»), de una timidez casi enfermiza, hasta el punto de no querer una cita con el chico que le gusta pese a saber que ella también le gusta a él. La diferencia con Navidades negras reside en que allí las tres chicas compartían protagonismo; en Halloween, sin embargo, Laurie es la protagonista absoluta por encima de las otras dos. Lo cual es un acierto, sobre todo porque Jamie Lee Curtis, hasta entonces solamente «la hija de Janet Leigh y Tony Curtis», demostró en su debut cinematográfico que tenía un enorme talento. La película, con todos sus méritos narrativos, hubiese sido otra sin ella.
Mientras tanto, continúa desarrollándose ante nuestros ojos la extraña relación de «intimidad» (narrativa, se entiende) entre Laurie y Michael. Algo que, insisto, no se producía en Navidades negras y que tiene un efecto fundamental sobre la manera de filmar una historia que, en lo básico, es una readaptación de aquella. Es uno de los motivos por los que Halloween consigue más impacto: el espectador ve al asesino. Es decir, lo ve y no lo ve. Ve su figura y su máscara con relativa claridad, pero no su rostro. Y no se oye su voz. Eso tiene un efecto más poderoso que las llamadas telefónicas de la anterior película. Uno de los grandes aciertos de Halloween es el completo silencio de Michael Myers.
Por lo demás, Carpenter sigue los mandamientos de Navidades negras en casi todo. El núcleo de la acción no se sitúa en una sola casa, pero sí, al menos en buena parte, en una sola calle. Cada vez que la acción se aleja de esa calle es también por un asunto relacionado con los crímenes, como cuando vemos a Donald Pleasance, el psiquiatra del ahora fugado Michael Mayers, siguiendo su rastro. Tampoco en esta película se abandona el ámbito del asesino o de sus potenciales víctimas salvo para seguir hablando del asesino y sus potenciales víctimas.
En el segundo acto se hace de noche. Es la noche de Halloween. Michael deja de ser un fantasma y se convierte en el bogeyman (algo así como «el hombre del saco»), y es de esa manera como se nos presenta de nuevo, esta vez a ojos de un niño. Por supuesto es el niño para el que Laurie está haciendo de canguro, porque las apariciones fantasmales y lejanas de Michael han de estar relacionadas con ella.
El tercer acto transcurre en esa misma noche y será, como es lógico, el del clímax final. Como en Navidades negras, los asesinatos son escasos y relativamente poco sangrientos. No es la violencia lo que provoca terror, sino la anticipación de esa violencia. La película ha pasado una hora entera preparándonos para este momento. Hemos visto a Michael Myers pasearse como un espectro durante el día o como el boogeyman durante la noche; ahora, en el tercer acto, es momento de verlo en acción como lo que realmente es: un despiadado asesino.
Como tal asesino dejará de aparecer en la distancia o desplazado en el plano de cámara. Dejará de ser fantasmal y se convertirá en alguien de carne y hueso. Ahora lo veremos desde cerca porque va a matar. Se ha transformado en el mismo asesino de Navidades negras, solo que aquí, llevando una máscara, su figura puede ser mostrada. No tiene rostro porque no tiene alma. Donald Pleasance, el psiquiatra, insiste en referirse a Michael como it («ello», «eso») en vez de como he («él»), y todo el trabajo de cámara de John Carpenter ha ido subrayando esa inhumanidad.
Cuando por fin vemos a Michael en acción y se lo enfoca de cerca, ya se nos ha convencido de que no es un ser humano. Es de carne y hueso, bien, pero no es humano. Sin embargo, tampoco es un monstruo. Los monstruos tienen cara. Michael Myers es más bien como un alienígena maligno, como un robot fuera de control, como un tiburón frío que no siente nada. No se lo puede comprender bajo los criterios convencionales que se emplean para un villano humano. Incluso cuando viste su propio disfraz de Halloween (una sábana) nos resulta un gesto incomprensible. No sabemos si lo hace como una broma que solo entiende él, o como parte de un juego sádico, o porque recuerda que cuando asesinó de niño iba disfrazado, o por qué demonios lo hace. Es un completo enigma para nosotros.
Este es, quizá, el principal descubrimiento de Halloween respecto a Navidades negras, donde podía al menos sospecharse, gracias a las llamadas telefónicas y algún otro momento, que el asesino era humano y que estaba trastornado. Aquí no sabemos si Michael está trastornado o es que sencillamente nació así. Ninguna pista.
Acercándonos al final de Halloween se produce una de mis secuencias favoritas. Es una nueva recreación de las técnicas de Navidades negras: una exploración del espacio físico, pero ya no con la mirada del asesino, sino con la mirada de Laurie.
Sale a la calle preocupada por sus amigos, sin saber lo que le aguarda a ella misma. Es el camino del asesino al principio de Navidades negras, pero a la inversa. Ya no es el asesino quien se acerca a la víctima, sino la víctima quien va hacia el asesino. Laurie baja las escaleras, va hacia la puerta, sale, camina por la calle mientras la cámara se desplaza y de nuevo hace un recorrido tridimensional de los espacios. Parece una mera secuencia de preparación del clímax, pero es mucho más: el espectador la está acompañando casi físicamente hacia su posible ejecución. Nuestro cerebro así lo interpreta porque su entorno se mueve de manera tridimensional, como si nosotros también estuviésemos caminando por esa calle junto a Laurie.
Por descontado, al final de esta angustiosa caminata Laurie descubre lo que le ha sucedido a sus amigas: han sido asesinadas. Y todavía le queda una última sorpresa: Michael está detrás de ella. El recorrido por el escenario físico donde sucede el terror ha terminado en el encuentro con el terror mismo.
Al toparse con Michael, Laurie consigue huir y desanda el camino físico hacia la otra casa, pero esta vez el espectador ya conoce esos espacios, así que no hace falta que la cámara se recree una vez más. La huida sucede a toda velocidad. Como el momento de clímax requiere.
Y, por descontado, todo nos lleva a una de las secuencias más célebres (y más copiadas) en la historia del cine de terror: el momento en que Laurie se encierra en un armario tratando de ocultarse de Michael. Después de toda la exploración del espacio físico, después de que la hayamos acompañado desde una casa a la otra cruzando la calle y después de desandar el camino durante la huida, nos quedamos encerrados en el armario junto a ella. Como hemos recorrido la casa, sabemos dónde estamos y por dónde podría haber huido Laurie… pero el espacio físico ha sido reducido al mínimo. De ahí la importancia de que Carpenter, a imitación de Clark, pero con muchas más insistencia, haya trabajado una y otra vez en la exploración tridimensional de los espacios. Cuando de repente nos quedamos en un espacio minúsculo, sin salida, y con Michael Myers a punto de asesinarnos, el impacto es mucho mayor que si hubiésemos llegado a este momento sin un recorrido tan meticuloso del entorno físico.
Después de esta secuencia viene el breve desenlace, la resolución, pero a efectos narrativos todo ha culminado con el instante en que Michael atraviesa la frágil puerta del armario, el último espacio «privado» que compartían Laurie y el espectador. Aunque no es de naturaleza sexual, la escena del armario sí es como una violación colectiva a los espectadores que están en sus butacas. Se ha violado su espacio. Se los ha llevado a una trampa sin escapatoria y se los ha hecho sentir indefensos junto a la protagonista; la película ha dedicado una parte sustancial de su hora y media anterior a configurar los espacios y a despersonalizar al asesino para conseguir este efecto final.
En este punto, volvamos al final de Navidades negras. Si el clímax de Halloween es una reducción súbita de los espacios, el de Navidades negras es un abandono de los mismos. Olivia Hussey ha matado a su novio creyendo que él era el asesino. Los policías la dejan durmiendo completamente sedada mientras uno de ellos vigila la entrada de la calle. Pero se supone que ya no hay peligro.
Los cadáveres de otras víctimas no han sido encontrados. Pero el espectador sabe que están en el desván. Y sabe que el asesino sigue en la casa. La película va a tener un desenlace abierto: Olivia Hussey está sola e indefensa. El asesino está a pocos metros de ella. ¿Cómo narrar este desenlace abierto? La respuesta es imitando una de las más célebres secuencias de Frenesí, en la que Hitchcock realiza una magistral elipsis para no mostrar un asesinato. El asesino conoce una mujer, la lleva a casa. Entran en el portal, suben la escalera, entran en el apartamento… y en vez de entrar con ellos, la cámara empieza a retroceder. Vuelve a bajar las escaleras, sale a la calle. Muestra el exterior del edificio, donde los ruidos de la ciudad tapan la tragedia que está sucediendo en el interior. La víctima ha sido abandonada a su suerte. Vean el magistral momento:
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En Navidades negras se reproduce esa técnica: primero vemos a Olivia Hussey en la cama. Después, la cámara se aleja y va recorriendo el camino hacia el exterior: la trampilla, el desván donde aún están los cadáveres. Después se aleja también de la casa. Como en Frenesí, intuimos que se va a producir un asesinato. En Halloween se reducían los espacios para un final cerrado (al menos cerrado en cuanto a que la protagonista se salva), mientras que en Navidades negras se amplían primero y se abandonan después para un final abierto.
Dos maneras de terminar dos historias que han sido contadas con técnicas muy similares, aunque con estructuras ligeramente distintas. En ninguna de las dos abundan los sustos y ambas son, de hecho, bastante «lentas». No pretenden que el espectador salte en su butaca y libere su tensión, sino que se encoja en el asiento y vaya acumulando esa tensión. Por desgracia, no todas las películas slasher que imitaron a estas dos respetaron siempre los mismos principios, pero siempre nos quedarán Navidades negras y Halloween como modelos enciclopédicos de la manera de conseguir que un asesino se pasee entre la gente normal sin ser visto… pero sin que el espectador pueda quitárselo de la cabeza.
Todas las imágenes de Halloween pertenecen a Compass International Pictures y Aquarius Releasing.
Todas las imágenes de Black Christmas pertenecen a Ambassador Films y Warner Bros.
Interesante artículo. No conocía esta película, aunque yo también añadiría a la terna las películas setenteras de Darío Argento, que por estilo, música…etc se parecen bastante a la película de Carpenter.