Jot Down para Roca Editorial
Giuliani, aparentemente borracho, llegó al avión justo a tiempo, antes de que despegara camino del debate de San Luis. Se sentó junto a Trump, que estaba en su sitio, con las gafas para leer. Miró al exalcalde.
—¡Rudy, eres un niñato! —exclamó Trump en voz alta—. Nunca en mi vida me han defendido peor. Te dejaron en pelotas. Eres como un bebé al que hay que cambiar el pañal. ¿Cuándo vas a ser un hombre?
A sus setenta y cinco años, Bob Woodward, el periodista que destapó el escándalo Watergate que acabó con la presidencia de Nixon, ha vuelto a hacer gala de una generosa agenda de «gargantas profundas» para retratar los primeros años en la Casa Blanca de Donald Trump. Un trabajo periodístico que ha venido a romper la tendencia a situar en la red la información capital e influyente sobre política. En su primera semana, Miedo: Trump en la casa blanca vendió más de un millón de ejemplares en Estados Unidos.
La presidencia de Trump, al margen de todas las extravagancias del personaje y su cuenta de Twitter, supone un punto y aparte en la historia de Estados Unidos. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial un gobierno estadounidense ha puesto en duda el papel de su país como garante de la seguridad mundial, o su orden mundial, y los fundamentos del libre comercio internacional que han traído la era de la globalización.
Lo curioso de todo ello es que, como revela el extenso reportaje de Woodward, estas decisiones no han venido precedidas de debates analíticos. Los pasos que está dando Estados Unidos en este sentido han venido motivados por los impulsos de su presidente, con un calendario caótico e improvisado y muy fundamentado en la opinión de los que pasaban por allí, dado que el presidente se fiaba más de los puntos de vista de la gente de a pie que de los altos cargos de los que se rodea.
Al mismo tiempo, los pasos que no se han dado se han debido a que parte del equipo del presidente se ha puesto de acuerdo en ocultarle cosas, esconderle papeles y escurrir el bulto en determinadas situaciones para evitar que tenga presentes ciertos asuntos y no actúe en consecuencia.
Sobre la globalización Trump sostuvo durante su campaña que los acuerdos comerciales suscritos por Estados Unidos introducían en el país productos extranjeros más baratos que los nacionales, lo que hacía aumentar el paro entre estadounidenses. Todo por culpa de unos políticos que se habían olvidado del verdadero patriotismo: «Nuestros políticos les han arrebatado a los ciudadanos la manera de ganarse la vida y dar sustento a sus familias, desplazando nuestros puestos de trabajo, nuestro dinero y nuestras fábricas a México y otros países extranjeros», proclamó.
Gary Cohn, su principal consejero económico, le tuvo que explicar que la llegada de bienes procedentes de México, Canadá o China con precios competitivos servía para que los estadounidenses gastaran menos y, o bien pudieran gastar en otros productos o servicios de la economía de su país, o bien podían ahorrar. Peter Navarro, también asesor económico de Trump, tenía argumentos en contra y de peso. Se quejaba de que el déficit comercial se debía a la explotación laboral en terceros países y al robo de propiedad intelectual, pero zanjó la discusión llamando a Cohn «idiota del grupo de poder de Wall Street». Los debates duraban poco.
Trump estaba de acuerdo con romper el NAFTA, Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y poner aranceles al acero para defender al sector industrial. Cohn, cuando esta solución se puso encima de la mesa del despacho oval, les contestó a ambos: «Si os callaseis la puta boca y escuchaseis podríais aprender algo».
A continuación le explicó al presidente, a gritos, que la economía de Estados Unidos actualmente se basa en un 80% del PIB en el sector servicios: «Piénsalo, presidente, piensa cómo es andar por una calle de Manhattan hoy en día comparado con cómo era hace veinte o treinta años (…) verás centros de lavandería, restaurantes, Starbucks y salones de belleza. Ya no están ahí las ferreterías de toda la vida. No están esas tiendas de ropa de toda la vida».
En otra ocasión le advirtió de que si China quisiera destruirles no tenía más que dejar de comerciar con antibióticos. El 96,6% de los que se consumen en Estados Unidos son de fabricación china, penicilina incluida.
Sin embargo el presidente no atendía a razones. Solo se guiaba por sus ojos. Había ido a Pensilvania y fue testigo de la desindustrialización de la siderurgia. El desmantelamiento industrial había dejado la zona devastada. Estaba empecinado en retirarse o renegociar todos los tratados de comercio, en especial el NAFTA. Le explicaron que quien más perdería sin ese acuerdo serían los agricultores estadounidenses y ellos eran, precisamente, un sector que le había votado. Le dio igual, exigió que le redactasen una carta que anunciase al NAFTA una salida de Estados Unidos en ciento ochenta días.
Desesperados, Rob Porter, secretario de Trump, y Cohn se pusieron de acuerdo para evitar lo que sería una catástrofe. Así reproduce Woodward la conversación:
—¿Por qué coño vas dándome largas? —le soltó Trump a Porter—. ¿Por qué no terminas lo que te pedí? Haz tu trabajo.
En lugar de tocarme las narices, toca las teclas del ordenador y escribe. Quiero hacer esto. El presidente iba en serio otra vez. Porter redactó una carta que, una vez firmada por Trump, serviría para notificar la rescisión de Estados Unidos del NAFTA en ciento ochenta días.
Porter estaba cada vez más convencido de que aquello podría desencadenar una crisis económica y de relaciones exteriores con Canadá y México. Fue a ver a Cohn.
—Puedo hacer algo para detener esto —dijo Cohn a Porter—. Simplemente quitaré la carta de su mesa antes de irme —y así lo hizo, más tarde—. Si quiere firmarla, necesitará otra.
—Retrasaremos al máximo el momento de dársela, otra vez —prometió Porter.
Cohn sabía, por supuesto, que el presidente podía pedir fácilmente una copia, pero si el documento no estaba frente a él probablemente lo olvidaría. Ojos que no ven, corazón que no siente. Porter estuvo de acuerdo. La memoria de Trump funcionaba a base de impulsos externos: algo sobre su escritorio, algo que leyó en el periódico o vio en la televisión… O Peter Navarro presentándose de nuevo en el Despacho Oval. Sin algo o alguien que activase su memoria, podían pasar horas, o días, o incluso semanas antes de que pensara: «Un momento, íbamos a retirarnos de eso, ¿por qué no lo hemos hecho?». Y sin un detonante externo, podría ser que nunca se le pasara por la cabeza.
Ocurrió algo parecido con el Korus, el tratado comercial con Corea del Sur. Al menos en dos ocasiones, asegura el periodista, elaboraron cartas de salida de estos acuerdos comerciales y al menos en otras dos los hurtaron de su mesa sin que se diera cuenta para que no los viera y se olvidase. Además, había un hecho en la trayectoria de Trump que les daba verdadero pánico. Se había declarado en bancarrota seis veces. No le tenía miedo. Claro que una situación así en un país sería sensiblemente distinta.
El libro, profundizando en esos miedos mutuos y propios, llega a rizar el rizo cuando pone de manifiesto que el aspecto más temido del presidente es su miedo a la debilidad. Fue a raíz de los incidentes de Charlottesville. Un enfrentamiento entre supremacistas blancos y antifascistas en el que falleció una persona arrollada por un vehículo que embistió contra los manifestantes antirracistas. Trump, cuando tuvo que condenar los sucesos, hizo unas declaraciones muy polémicas; hizo referencia a la violencia que venía de «muchas partes», como si nazis y antifascistas fuesen iguales. Le llovieron críticas, sobre todo de su propio partido y de políticos que habían perdido familiares en la Segunda Guerra Mundial luchando contra el III Reich. Trump, por lo que fuera, no tuvo arrestos de culpar a los radicales del suceso, aunque uno de ellos condujera el coche homicida. Para muchas personas y analistas políticos esa fue la prueba palmaria de que en realidad Trump siempre había albergado simpatías por el supremacismo blanco.
Sus colaboradores y altos cargos montaron en cólera. Intentaron convencerle de que su papel debía ser tranquilizador. Tener posturas constructivas. El presidente, ya en el Air Force One, puso mala cara ante lo que estaba oyendo de sus consejeros. No le gustaba la idea de que pareciera que se rendía a la corrección política.
Rob Porter, ahora con Sarah Huckabee Sanders, secretaria de prensa, se había aliado para formar un frente unido entre el personal de la Casa Blanca para convencer al presidente de mostrar otra cara y dar un discurso radicalmente distinto.
«No quiere ser percibido como le están percibiendo ahora. Tiene que unir al país. No hay ninguna ventaja en no condenar directamente a los neonazis y a los que se mueven por odio racial. Hay una brecha enorme en el país», le insistió Porter.
Pero cuando Trump vio el borrador del discurso que le habían preparado no le gustaba. No le atraía la idea de que pareciera que se disculpaba. No obstante, obedeció. Se puso ante las cámaras y sus palabras fueron contra la violencia racista. Un alegato a favor de la fraternidad entre razas bajo las mismas leyes y «la misma gran bandera». Calificó de «malvado» al racismo y de «neonazis» a los miembros del KKK y grupos similares. Abogó por proteger «los derechos sagrados de todos los norteamericanos» para «seguir los sueños de sus corazones».
Para Woodward ese discurso lo podía haber hecho Obama. Todos le felicitaron. Cohn le dijo que había sido uno de sus mejores momentos como presidente. Trump les dejó sin entusiasmo y se fue a hacer su actividad favorita, como se repite a lo largo del libro, que es ver la televisión. En la Fox, Rob O’Neill dijo unas palabras sobre su speech que se le clavaron como puñales: «Es casi como admitir «Vale, me he equivocado»». Otro periodista de la cadena, Kevin Corke, añadió: «ha corregido el rumbo». Trump estalló.
Es el puto error más grande que he cometido jamás —le dijo a Porter—. Nunca hay que hacer esas concesiones. Nunca hay que disculparse. Para empezar, no he hecho nada malo. ¿Por qué parecer débil? (…) No puedo creer que me obligaran a hacer esto —dijo Trump, al parecer todavía sin culpar a Porter pero desahogándose directamente con él—. Es el peor discurso que he dado jamás. No voy a volver a hacer nada parecido.
Atrevido y arrogante solo como la ignorancia puede serlo. El presidente es tan impulsivo y confía tanto en sí mismo que, según remata una de las confesiones de la obra, a uno de sus colaboradores le da la impresión de que incluso le molesta ir preparado a una reunión. Cree tanto en lo que improvise, en la salida que se le ocurra sobre la marcha, que estudiar un tema le hace sentir encorsetado.
La conclusión fundamental de Miedo: Trump en la Casa Blanca es que no habrá coherencia en el rumbo que tome Washington durante al menos esta legislatura. Estados Unidos se debate entre dos modelos. El del país triunfador de la Segunda Guerra Mundial que se convirtió en árbitro de la globalización o el de uno que puede apostar por el proteccionismo, obstaculizar el libre comercio internacional y retirarse militarmente de las amplias zonas que controlaba. Si se mantiene en la primera opción o se dirige inequívocamente hacia la segunda no parece que vaya a responder a una meditada estrategia nacional.
El presidente retratado por los gargantas profundas de Woodward es de los que van al derecho por el hecho y no le gusta que le intenten convencer de nada, prefiere buscarse opiniones, cualquiera que sean estas, con tal de que confirmen sus instintos. Lo que ocurra tiene visos de que será provisional, siempre y cuando no sea catastrófico, lo que no es descartable.
Esperemos que, con paciencia y obstinación, se devore a si mismo. Todos los políticos que no saben administrar su egocentrismo terminan destruídos y olvidados, no por la presencia sino por la carencia de contradicciones psicológicas.. Lástima que su busto estará en el Panteónn Sagrado de los presidentes de los EEUU.
énsalo, presidente, piensa cómo es andar por una calle de Manhattan hoy en día comparado con cómo era hace veinte o treinta años (…) verás centros de lavandería, restaurantes, Starbucks y salones de belleza. Ya no están ahí las ferreterías de toda la vida. No están esas tiendas de ropa de toda la vida»
Que gran alegato contra la globalización. Bueno, primero que este hombre solo ha salido de Tribeca y.el Village para ir a los Hamptons, el resto de NY y por supuesto el resto de EEUU le importan bien poco.
Lo segundo que los comercios que menciona son o franquiias o cadenas, es decir, que se está creando una sociedad capitalista sin propietarios (muy pocos) lo que es una contradicción en si misma, y encima inostenible.
Y tercero, eso de que la competencia de manufacturas baratas hace que los americanos puedan ahorrar o gastar en otras actividades…..lo de gastar en otras actividades se lo compro, más por cambios tecnológicos y culturares que otra cosa, pero…..ahorrar? Si la deuda privada de empresas y particulares esta disparada desde los 90!!!!
Pues yo estoy absolutamente convencido de que volverá a ganar, y si no, volverá a ganar uno similar a él en las próximas, aunque Trump es único en su especie. Y digo esto por una razón muy sencilla: La gente esta harta de hipócritas, de políticos veleta y que no tienen credibilidad ninguna. Trump, con todos sus defectos, que los tiene, es coherente con su discurso. Por eso para él fue una humillación retractarse, ya que considera que caer en la corrección política y en la debilidad es el mayor error de todo líder en esta época de redes sociales y hemerotecas que al segundo muestran la declaración contrario que hiciste en aquel momento, y eso te hace quedar a la altura del betún. Todo el mundo conoce a Trump, es transparente, sabemos como va a reaccionar, es identificable y auténtico. Y encontrar a alguien así al otro lado que le haga frente, coherente con su vida y su discurso al 100%, tal como se requiere a día de hoy, es prácticamente imposible.
¿De verdad crees que el hecho de que las gorras con la frase “make America great again” fueran fabricadas en China es una muestra de coherencia?
Pues a mí me dan muchísimo más miedo estos Cohn y Porter que Trump… No quiero nunca más un mundo unipolar imperialista donde los yanquis se crean los “líderes del mundo libre” y los “defensores” de la verdad, la justicia y la democracia mientras cometen todo tipo de violaciones internacionales impunemente… Que mejor para todos que retiren sus militares, cierren sus fronteras y dejen de meterse en los asuntos de los demás