Arte y Letras Historia

Royal con queso

The great cheese lever de Benjamin Perley Moore (1886).

En el quinto episodio de la serie El ala oeste de la Casa Blanca, un capítulo escrito por Aaron Sorkin y titulado «The Crackpots and These Women», el jefe de gabinete de la Casa Blanca, Leo McGarry (John Spencer), decide instaurar el «Big block of cheese day». Un día durante el cual la residencia presidencial abrirá sus puertas para reunirse con asociaciones que normalmente no suele  recibir bajo su techo. Para intentar convencer a los miembros de su equipo, aquellos que habían rebautizado la propuesta como la «Jornada de puertas abiertas para recibir a personas de las que no nos podríamos preocupar menos», McGarry se preparó un discursito que recurría a dos de los grandes iconos del ciudadano americano: el presidente de los EE. UU. y los alimentos en formato super-size. El jefe de gabinete evocó la figura de Andrew Jackson, séptimo presidente de los Estados Unidos, y relató cómo durante su mandato aquel hombre alojó bajo el mismísimo techo de la Casa Blanca un gigantesco bloque de queso «de dos toneladas» mientras dejaba la puerta abierta para que cualquier ciudadano hambriento pudiese pasar a recoger un pedazo que llevarse a la boca. Con aquella historia, McGarry trataba de justificar su decisión de abrirse al pueblo estadounidense, y el novedoso «Big block of cheese day» conllevaba a lo largo del episodio situaciones cómicas para unos empleados gubernamentales obligados a reunirse con ufólogos o gente que pretendía construir autopistas para que los lobos correteasen por el país. Lo más interesante era que la historia que narraba McGarry era real aunque no del todo cierta: Andrew Jackson sí que tuvo un queso colosal instalado en el interior de la residencia presidencial, pero ni aquel pesaba dos toneladas ni se había plantado en el lugar para que los vecinos tuviesen tapeo por la cara. En realidad, Jackson ni siquiera había sido el pionero en eso de alojar comida XXXXXL en el ala este de la Casa Blanca porque Thomas Jefferson ya lo había hecho antes, concretamente en el año 1800.

Mamut

Thomas Jefferson heredó, cuando tan solo contaba con catorce abriles, más de medio centenar de esclavos y una extensa plantación tras la muerte de su padre, Peter Jefferson. Sobre aquel terreno, el primogénito levantaría su residencia oficial para el resto de su vida, Monticelo, y generaría suficientes bienes como para pagarse los estudios de derecho, ciencia, filosofía e historia en el College of William and Mary. Jefferson tuvo media docena de hijos con su mujer Martha Wayles Skelton, de los cuales tan solo dos llegaron a alcanzar la edad adulta por caprichos de los tiempos. Y supuestamente también tuvo otros seis hijos más (no está del todo claro) con Sally Hemmings, una esclava de su posesión, medio hermana de Wayles, con la que se dedicó a encamarse tras la muerte de su esposa.

A los veintiséis años la Asamblea de Virgina encargó a Jefferson la tremenda responsabilidad de redactar la Declaración de la Independencia. En los años posteriores ejerció de gobernador de Virginia durante la guerra de Independencia, de embajador en Francia, fue primer secretario de Estado y vicepresidente de los Estados Unidos y acabó encaramándose al trono de la presidencia del país durante unas elecciones, las de 1800, tremendamente movidas. Tanto como para que Alexander Hamilton y Aaron Blurr, dos de las personas implicadas en los tejemanejes internos de dichas elecciones, acabasen decidiendo arreglar sus diferencias algunos años más tarde con un duelo a muerte, para desgracia del primero.

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Thomas Jefferson iba por ahí diciendo que lo del esclavismo le parecía malfatalpeor y al mismo tiempo tenía a centenares de esclavos deslomándose a sus órdenes. Retrato de Rembrandt Peale (1800).

En el pueblecito de Cheshire, en Massachusetts, comenzaron a temerse que el nuevo presidente de la nación, un hombre que apostaba por el republicanismo y la lucha contra el imperialismo británico, acabase dinamitando los intereses religiosos de sus habitantes. Pero un pastor del lugar, John Leland, que se había hecho coleguilla de Jefferson durante su estancia en Virginia, no solo salió a defenderle (durante las elecciones hizo campaña a su favor), sino que además se dedicó a rendirle tributo: convenció a todo el pueblo para elaborar un regalo único al presidente, una ofrenda con la que caerle en gracia con más facilidad, un queso titánico: el queso mamut.

El queso mamut de Cheshire fue creado a partir de la leche de más de noventa vacas orgullosamente republicanas (el propio Leland anunció que no aceptaría leche de vacas federalistas porque «dejaban un sabor desagradable») y prensado en un lagar de sidra de dimensiones ridículamente optimistas mientras los presentes cantaban himnos del lugar. Una vez cuajada y asentada la leche, se obtuvo como resultado un hermoso queso que lucía vanidoso su metro y pico de ancho, su medio metro de altura y sus gráciles quinientos sesenta kilos de peso. Como detalle final se talló sobre su lomo el lema «La rebelión contra los tiranos es la obediencia hacia Dios». La pieza viajó en un trineo tirado por bueyes hasta una embarcación en el río Hudson, un velero que la portaría río abajo hasta Nueva York para montarla en un carro y encaminar el trecho final hasta Washington. Una yincana transportista convertida en todo un evento social para unas gentes que consideraban fascinante asomarse al balcón y celebrar que un queso gordo atravesaba su pueblo. El viaje, de ochocientos kilómetros en total, se extendió a lo largo de tres semanas hasta que el regalo se aparcó en Washington el 29 de diciembre de 1801. El propio Leland remitió junto al obsequio una carta donde aclaraba que aquel queso era fruto «del trabajo de granjeros libres y con la ayuda voluntaria de sus esposas y mujeres, sin la necesidad de echar mano de ni siquiera un esclavo». Unas palabras que probablemente fueron recibidas con una sonrisa bastante forzada por un Thomas Jefferson que, recordemos, tenía varias decenas de personas esclavizadas a su servicio y se iba a la cama frecuentemente con una de ellas, una a la que le sacaba treinta años.

Aquel queso recibió popularmente el nombre de Queso mamut de Cheshire, y tuvo el honor de ser el primer objeto calificado con el adjetivo «mamut», porque la propia palabra era totalmente novedosa para el mundo: durante aquellos días, los paleontólogos aún le estaban quitando el polvo a lo que parecía un esqueleto completo de mamut (aunque finalmente se descubriría que se trataba de un mastodonte) en los alrededores de Newsburgh, en Nueva York. La noticia se extendió rápidamente y convirtió la propia palabra en una moda para denominar cosas de dimensiones espectaculares: un panadero de Filadelfia comenzó a producir «pan tamaño mamut» como reclamo publicitario, un neoyorquino cultivó un rábano de nueve kilos y lo bautizó como «rábano mamut» y en Washington un señor que no tenía nada mejor que hacer que comerse cuarenta y dos huevos en diez minutos se autodenominó campeón mundial de comerse cuarenta y dos huevos en diez minutos y se colocó la medalla de «tragón mamut».

El queso mamut fue instalado en el este de la Casa Blanca, en una habitación que en la actualidad se destina a las recepciones pero que por entonces estaba hecha un cristo, una zona del edificio que pasó a denominarse popularmente como la «habitación mamut». La tontería acaparó la atención de los visitantes curiosos y el poeta Thomas Kennedy llegó incluso a regalar a la humanidad un buen montón de versos en su honor, la Ode to the Mammoth Cheese (Oda al queso mamut).

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Oda al queso mamut, Thomas Kennedy.

El destino del queso gigante de Jefferson no está del todo claro, aunque se sabe que residió en la Casa Blanca durante más de dos años, pues está confirmado que formó parte del catering de una cena durante el Día de la Independencia de 1803. La teoría más probable baraja que los invitados a la Casa Blanca acabaron zampándoselo por completo o llevándoselo a casa en el equivalente del tupperware que tuviesen en la época. Y también hubo quien apuntó que, en cierto momento, un Jefferson hasta las pelotas de tener aquello en la salita ordenó a su equipo arrojar los restos que nadie había querido comerse al río Potomac. En la Marina estadounidense, algo celosillos de los aires de superioridad cocinera de las gentes de Cheshire, decidieron regalarle a Jefferson una rebanada de pan tamaño mamut unos cuantos años después, por si aún le quedaba queso en casa para picotear.

Royal cheese with a vengeance

Andrew Jackson era un hijo de inmigrantes irlandeses que a los trece años ya se encontraba ejerciendo de mensajero para ayudar a la milicia durante la guerra de Independencia de los Estados Unidos. Una labor durante la cual fue capturado y maltratado por soldados ingleses. A lo largo de su vida ejerció como abogado, se cargó a otro hombre defendiendo el honor de su señora, sirvió en la Cámara de Representantes y en el Senado de los Estados Unidos, fue juez en la Corte Suprema de Tennessee y se convirtió en el séptimo presidente de su país tras derrotar a John Quincy Adams en las elecciones de 1828. En 1835 alguien le regaló un queso gigante y no supo qué cojones hacer con él.

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Retrato de Andrew Jackson a cargo de Thomas Sully (1824)

La historia del gigantesco queso de Cheshire regalado a Jefferson se repetiría años más tarde cuando uno de los numerosos fans de Jackson decidió que su presidente se merecía todos los honores recibidos por los Gobiernos anteriores. El caballero en cuestión era el coronel Thomas S. Meacham, un granjero de Sandy Creek, en Nueva York, que un buen día convirtió la leche de ciento cincuenta vacas en un descomunal bloque de queso de seiscientos treinta kilos de peso. La criatura del Coronel Meacham viajó en barco hasta Oswego, para ser expuesta en una celebración patriótica junto a otros quesos ilustres elaborados por el granjero, y a continuación se encaminó a su dirección de entrega definitiva: el 1600 de la Pennsylvania Avenue, la mismísima Casa Blanca. Meacham tuvo el detalle de enviar otros quesos más pequeños, de trescientos cuarenta kilos cada uno, al vicepresidente Martin Van Buren, al gobernador de Nueva York, William L. Marcy, al político Daniel Webster, a la legislatura estatal de Nueva York y también al Congreso de los Estados Unidos. A la morada de Jackson la pieza llegó el primer día de 1836 empaquetada en un envoltorio patriótico que incluía un busto del presidente y una cadena representando a los veinticuatro estados unidos entre sí. Jackson envió a Meacham unas cuantas botellas de vino como agradecimiento, y actuó siguiendo el protocolo no escrito que obligaba a plantar los quesos gigantes en la habitación este de la Casa Blanca (aunque hay quien dice que en realidad el queso se asentó en el vestíbulo del edificio). En el fondo el presidente reaccionó del mismo modo en el que lo haría cualquier gobierno del mundo a la hora de lidiar con una cuestión pesada y apestosa: dejándola en algún rincón y esperando a que se la coma otro.

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Mapa de la Casa Blanca. En amarillo la habitación donde históricamente ha habitado el pestazo. Un tufo confirmado oficialmente en 1801 y en 1836. Imagen: Wikipedia.

Jackson intentó repartir pedazos del queso coloso entre sus amigos y conocidos pero la bestia no parecía resentirse demasiado y sus cercanos acabaron hartos de tanta merienda con lactosa. En 1837, cuando el segundo mandato del presidente se acercaba a su fin, el queso seguía allí, ocupando el lugar en el que se suele acomodar el elefante de la habitación. Para librarse definitivamente del incordio, a Jackson se le ocurrió externalizar la tarea convirtiendo el queso de las narices en la estrella de su última recepción pública en la Casa Blanca e invitó a todo el mundo a arrimarse por el lugar durante el cumpleaños de George Washington para agarrar un pedazo por la cara. El truco funcionó, y más de diez mil personas guiadas por el espíritu de la pitanza gratis dieron cuenta de la rueda de queso sin demasiados problemas en unas dos horas. En realidad los problemas vinieron después, en forma de fantasmas.

Cualquiera que haya tenido un queso en la nevera durante más de un par de días puede llegar a intuir lo que supone para el olfato (y el alma) el tener seiscientos kilos de queso estacionados durante dos años en la misma habitación. El tufo que durante aquellos meses emanó de la residencia presidencial probablemente fue lo más cerca que ha estado el ser humano de descubrir a qué huele el infierno, y los propios habitantes de Washington lo definieron como «una peste maléfica» que se extendía por las calles de los alrededores. En el Diario de la Casa Blanca escrito por Henrietta Nesbitt, un ama de llaves de la residencia presidencial, la propia Nesbitt narraba las desgracias que conllevó aparcar aquel pedazo de Babybel en el interior del domicilio: «Alguien le envió un queso de cuatrocientos kilos al presidente y él lo instaló en la sala este para cortarlo y repartirlo durante una recepción. Tendría que haberle dicho a «Old Hickory” [el apodo popular de Jackson] que hasta las personas mejor educadas acaban tirando y pisoteando la comida por el suelo durante estas recepciones. Y, naturalmente, como el queso presidencial fue pisoteado sobre las alfombras, el olor no salió durante meses. Siempre he considerado que el queso de Jackson fue el responsable de atraer muchas de las plagas que sufrió la Casa Blanca». Los posteriores habitantes de la Casa Blanca lo tuvieron bastante jodido a la hora de lidiar con unos fantasmas en forma de peste pegajosa: en 1838, Las Publicaciones de la sociedad colonial de Massachusetts, Volumen 13, recogían una carta de Eliza Davis, mujer del senador John Davis, donde se exponía lo agresivo de la huella dejada por el bloque de queso: «La Casa Blanca ha sido puesta en orden y mejorada considerablemente por su nuevo ocupante. Van Buren [octavo presidente de los Estados Unidos] dice que la parte más dura ha sido librarse del olor del queso, especialmente en la habitación donde la pieza fue cortada. Por lo visto fue necesario airear la alfombra durante varios días, tirar las cortinas y limpiar y pintarlo todo de nuevo antes de proclamar la victoria total. El mismo Van Buren afirma que también tiene otro queso similar al del presidente Jackson y que no sabe qué va a hacer con él. Hay que ser idiota para hacerle un regalo semejante a cualquier persona». Supuestamente Van Buren logró deshacerse de su problema de trescientos kilos tirando de subasta benéfica un par de años después.

Big block of cheese day

Leo McGarry no fue la única persona que encontró la inspiración en la leyenda de una montaña de queso. En 2014, el Gobierno de Barack Obama decidió instituir el 29 de enero como el Big block of cheese day virtual de la Casa Blanca. Una jornada, inspirada tanto por la historia de Andrew Jackson como por la serie de Sorkin, durante la que diversos cargos del Gobierno estadounidense responderían, a través de las redes sociales, a todo tipo de preguntas lanzadas por los internautas. El éxito de la propuesta se prolongó en años posteriores, en 2016 la web de la propia Casa Blanca lo anunció de manera maravillosa con un «It’s that time of gruyère again», y para promocionar el asunto la Administración Obama tuvo a bien invitar a quienes dirigieron los Estados Unidos desde otro mundo paralelo al nuestro: el reparto de El ala oeste de la Casa Blanca.

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El ala oeste de la Casa Blanca. Imagen: NBC.

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7 Comments

  1. Viendo los pocos lectores de este estrepitoso artículo, pienso que las ofertas de JD vayan mucho más allá de la demanda y cree un atolladero con tantos buenos trabajos de investigación y divulgación. A veces me encuentro leyendo velozmente, con todos sus efectos negativos, con tal de leerlos a todos antes que desaparezcan.

  2. @eduardo roberto: ¿Cómo sabes el número de lectores? Yo lo he leído y no hubiese comentado nada si no fuese por la curiosidad que me despierta tu comentario.
    El artículo muy bien, por cierto.

  3. Cecilia

    Muy interesante este artículo. Me encantó

  4. Tardazor

    Dos observaciones a este interesante articulo:
    1) Yo también he sufrido con los lácteos, al igual que jackson: en mi caso fue haber tirado una agua de horchata (que contiene una parte de leche) dentro de mi carro, y sufrir el olor a queso podrido en el mismo, aunque lo haya limpiado varias veces. Tras llevarlo con un profesional, y con algo de desodorante, logre triunfar sobre el tufo.
    2) Hablando de Jackson, me sorprende lo longevo que fué: Participó en la Guerra de independencia, en 1835 le regalaron un quesote, venció a John Q. Adams en 1928 y en 1987 termino su mandato presidencial. Todo un crack.

  5. Estuvo un día entero, o quizás más, con un lector (hay un rectángulo pequeño, al lado de los iconos de fb,etc, con la cantidad, o me equivoco?) y viendo la calidad del contenido, me pareció indaudito, y pensé que uno de los motivos era ese que transmití. Ahora veo 28 que, según mi parecer, continua a ser exiguo. Talvez sea por el título, ya que no a todos nos gusta el queso. A mi sí. Gracias y buen divertimiento por el año que comienza, y sobre todo Buena Lectura!

    • Tardazor

      Creo que es más bien la cantidad de veces que el artículo ha sido compartido por fb.

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