Hay series televisivas que marcan un antes y un después. Perdidos supuso un giro inesperado a las comedias, haciendo un chiste de 121 capítulos, que duró desde 2004 a 2010 y del que todavía nadie se ha reído porque nadie lo ha terminado de entender; Twin Peaks disparó el consumo de tarta de cerezas y el ansia de decorar en rojo vivo. Seinfeld es una de esas series.
Emitida entre 1989 y 1998, con 180 episodios filmados y 76 millones de televidentes, nunca nadie debió pensar que algo que se definía como «una serie sobre la nada» —y así calzado y explicado en uno de los episodios en un delirio de autorreferencia― llegara a convertirse en un fenómeno televisivo.
Sus cuatro personajes (un humorista, su mejor amigo ―inspirado en Larry David, coguionista de la serie― su vecino y su exnovia) con el paisaje neoyorquino de fondo, forman una pandilla tan extravagante, obtusa, cruel, superficial y maniática que nos recuerda a nuestros propios amigos. Nada es heroico, sino que tiende a la mezquindad ―suave, pero sin que deje de serlo― posiblemente, porque la vida es así. Los diálogos son ocurrentes, pero cotidianos. Yada, yada, yada.
The Soup Nazi es el título del capítulo número 116 de la serie, sexto episodio de su séptima temporada, emitido el 2 de noviembre de 1995 en Estados Unidos. En ella, Jerry Seinfeld, Constanza y Elaine hacen cola y se someten a los excéntricos dictados del propietario de un famoso restaurante especializado en sopa, hasta el punto de ser castigados sin sopa («No soup for you») por saltarse alguna de las arbitrarias reglas que rigen ese establecimiento.
El restaurante existía en la época en la que el capítulo se emitió (de hecho, ya era famoso antes) y el propietario se regía por las mismas reglas tiránicas ―y no sé si arbitrarias― que aparecen en el episodio. De hecho, son las mismas estrictas órdenes que el restaurante refiere en su web, incluso traducidas, no vaya a ser que un turista sueco despistado se encuentre de cara con una cola de gente esperando paciente y recogidamente y decida probar la sopa a lo loco.
Este comportamiento ―asumir un maltrato por parte del prestador de servicios o del vendedor a cambio de la promesa de recibir algo― es significativo en la restauración, y entiendo que causa desesperación entre aquellos restauradores que se esmeran en un ambiente agradable, una detallista atención al cliente, una cuidada elección y elaboración de platos, y que sin embargo, comprueban que establecimientos que hacen todo lo contrario tienen idéntico o mayor éxito que ellos.
Sorprende también al gourmand frío, que no se deja tentar con facilidad y que lee con estupor como, en algunas críticas o comentarios, a conclusión del silogismo gastronómico es, per se aberrante. Un ejemplo: en la referencia a un restaurante de moda en Londres, un pop-up de carácter no permanente, el cronista advierte que el establecimiento carece de licencia para la venta de bebidas alcohólicas, por lo que la tiene usted que traer de casa; describe el servicio como exasperante en su lentitud y añade que, para animar la espera, un grupo de música toca a un nivel en el que es difícil atender los propios pensamientos; se pasea por la comanda dejando como hitos los términos «insulsas», «mejorables», «falto de originalidad» o «apresurada»; finalmente, describe el asiento como un potro de tortura ideado para que la comida no se prolongue más allá de 30 minutos, momento en el que se empieza a perder la sensibilidad en las piernas. La conclusión lógica sería: «No vayan allí ni aunque se lo prescriba el médico». Sin embargo, la recomendación es la contraria: «Hay que ir. Fue una experiencia».
¿Cómo es posible? ¿Es el marketing, el antimarketing o el sadomarketing el que consigue esa alteración? Muchos restaurantes se vanaglorian de un maltrato expreso y sistemático al cliente. El Masoch Café de Lviv (Ucrania), en el que se sigue el camino de Leopold von Sacher-Masoch, las camareras afirman que obtienen más propinas de sus sometidos clientes cuanto más latigazos les aplican; en Mugaritz, ya advertían de que te esperaban «150 minutos para incomodarte, alterarte, impacientarte, 150 minutos para padecer», si elegías la opción «Rebélate». Otros, una mayoría a mi juicio, aplican ese desdén con sutileza, de manera que el cliente sabe que lo han maltratado, pero no podría indicar cómo. Pero sale maltratado y satisfecho, porque, en resumidas cuentas, era lo que estaba buscando.
Porque la gastronomía ya no es un simple deleite en la alimentación, que decía Brillat-Savarin, como respuesta a la necesidad animal de saciar el apetito, sino que se trata de una experiencia que, en muchos casos, hace buena la frase de Baudelaire: «En lo aberrante encontramos deleite y placer en lo más detestable».
Todo es ya una experiencia, si se trata de pagar por encima de lo que el bien o servicio de que se trate puede valer objetivamente, incluso a los ojos de un pródigo. Para que una camiseta, una tablet, un curso de esquí, un bolso o una cena sea pagada sin que tiemble la Visa, hay que envolverla en una experiencia, que puede suponer música atronadora, dependientes semidesnudos bailando con un hula-hop, establecimientos de dimensiones catedralicias, olores inquietantes o la nada absoluta, con la finalidad de desconcertar y aturdir al cliente quien, catártico y con la bolsa en la mano tras haber pagado, no puede más que afirmar que ha vivido una «experiencia», sea lo que fuere que haya ocurrido.
Convertir el hecho gastronómico en esa experiencia ha supuesto la culminación de un diabólico plan con el que algún poder oscuro quiere doblegar la voluntad y el bolsillo de los habitantes de la Tierra, posiblemente resultado de la unión de complicados análisis de expertos en neuromarketing y la natural tendencia al deslumbramiento del ser humano. «La cena ha tenido que ser deliciosa, porque el camarero ni ha pestañeado cuando he comentado que el vino no estaba a temperatura y la tempura estaba flácida».
¿Sólo se da este fenómeno en restaurantes con cien advertencias de «imprescindible» en las páginas de estilo y coolhunting de los suplementos dominicales? Definitivamente, no. Chiringuitos ―incluso infames que parecen refugios de contrabandistas― varios, bares de copas, denostables gastrotecas o establecimientos «cargados de tipismo» generan esa extraordinaria e irracional atracción que lleva a los clientes a estar y pasar con lugares incómodos, reservas imposibles, personal altivo y faltón y desatenciones varias, incluso aceptando que sean delicias lo que se ponga en mesa.
La pregunta trascendente se la harán los buenos restauradores, los que cuidan con mimo todas esas cuestiones, que sin duda integran el placer de la res culinaria: «¿Debería mejorar la oferta de mi competencia añadiendo un par de bofetadas después del café yemení?».
La respuesta: aprenda de las compañías telefónicas, no deje de darlas con voluntad de atención al cliente y siempre con la mano abierta.
La Bicha en el barrio Húmedo de León. Sobre todo si dices que eres de Valladolid.
En muchos antros de Gerona capital si intuyen que eres de Barcelona. Les corroe la envidia del pueblerino para con el urbanita y encima, el resquemor de subsistir gracias a las oleadas de forasteros llegados de la capital de la provincia colindante. O sea que en todas partes cuecen habas…
Bueno, esto acabaría si los clientes fueran igual de déspotas e incluso llegaran a liarse a hostias con el personal. Yo incluso, me pondría de acuerdo con varios grupos que iríamos por separado a sentarnos en varias mesas. Cuando viéramos que los matones del restaurante se encaraban con unos de nuestro grupo, nos levantaríamos quince o veinte y les daríamos una paliza que no los reconocería ni su madre. Luego, aprovechando el caos reinante y que los demás clientes habrían huido despavoridos, destrozaríamos el mobiliario y todas las botellas del mostrador como si estuviéramos en una peli de Terence Hill y Bud Spencer. Así se acabarían las tonterías.
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