Fotografía: Alberto Gamazo
A lo largo de la historia de los cómics son muchos los autores que han terminado ligados de forma indefectible a una creación. Desde Manuel Gago a Ambrós e incluso Francisco Ibáñez, la potencia de sus creaciones ha llegado ser tan grande que fagocitaba todo lo que tenían a su alrededor. Es posible que Kim (Joaquim Aubert, Barcelona, 1941) estuviera destinado a ser recordado siempre como el creador de Martínez el Facha, una de las series fundacionales y más longevas de la revista El Jueves. Sin embargo, tras casi cuarenta años dedicado al personaje, todo cambió cuando se cruzó en su camino el guionista Antonio Altarriba, que le ofreció dibujar la historia de su padre. El arte de volar (Edicions de Ponent, 2009) se convirtió en una de las novelas gráficas más premiadas y reconocidas del cómic español moderno, abriendo un nuevo camino al autor que se consolidó con El ala rota (Norma, 2016), con el mismo guionista, y que le animó a contar su propia historia en Nieve en los bolsillos (Norma, 2018).
Empecemos por el principio, por ese primer momento en que coges los lápices ¿Tenías influencias artísticas en tu familia?
Mi padre era médico, pero tenía muchos blocs de dibujo, le gustaba mucho el dibujo. Me animaba mucho de niño a dibujar. Íbamos con mi padre al cine, todos los domingos a ver una película. Y cuando llegaba a casa dibujaba la película, casi siempre, escenas de la película. Y nunca pensé en hacer otra cosa. Cuando vine a Barcelona no sabía muy bien lo que había, si Bellas Artes, también estaba aquí La Massana. Estuve en Llotja, en el círculo artístico de Sant Lluc. Y estudié dos cursos de Bellas Artes, pero era un rollo. Mi padre murió y mi madre se vino a vivir a Barcelona. Yo ya estaba, teníamos un piso aquí que habíamos guardado de la posguerra, alquilado. Surgió entonces lo de ir a Alemania, porque dejé los estudios y mi madre me daba el coñazo cada día: «Tienes que hacer algo, tienes que trabajar». Y yo decidí irme a Alemania. Yo ya había hecho en aquella época un viaje a Suecia, en el 62 o 61, era un crío, fuimos cuatro amigos en autostop y vi que se podía trabajar, que se enrollaban mucho.
Antes de que las suecas vinieran fuisteis vosotros. Cuando te vas a Alemania, ¿tienes pensando trabajar de artista?
No, ni en broma, tenía diecinueve años, era un crío. Yo llegué allí en autobús, no en autostop como explico en el libro. Pero explicar lo del autobús no era tan divertido y quería explicarles a los jóvenes lo que era el autostop, muy romántico, solo en la carretera.
¿Cuánto tiempo estuviste en Alemania?
Casi un año, no llegó.
Pero entre que vuelves y comienzas a trabajar en la revista Vibraciones en el 76 pasa bastante tiempo.
Primero me fui a la mili. Ya casi ni me acuerdo. Empecé a pintar y me salió un trabajo de pintar cuadros para tiendas de muebles, de esos baratos. Con otro tío que pintaba bien cogimos un estudio pequeño en el Barrio Chino y teníamos todo el trabajo que queríamos. Podíamos hacer veinte cuadros a la semana. Te daban las telas y tu podías hacer un cuadro en una hora. No se pagaba bien, pero al final como teníamos mucho trabajo ganábamos bastante dinero. Y cuando venían los amigos se metían con nosotros: «Esto no es arte, os habéis prostituido». «¡Pues claro que no es arte! ¿Pero a mí que me cuentas?». Yo lo pasé muy bien y estuve como cinco años haciendo esto.
Entonces, a un amigo que había estudiado dibujo y pintura, que trabajaba en el Strong, le pillaron para compaginar Vibraciones. Y me dijo: «¿Tú no te atreverías a hacer un cómic moderno?». Era una revista muy moderna, a color, casi de lujo. La mejor revista de música que se iba a hacer en España. Y a mí siempre me había gustado el cómic, yo compraba cómics. Y mi hermano, que era médico, se fue a Estados Unidos en aquella época con cuatro o cinco del curso para hacer la especialidad y trabajar allí. La cuestión es que se fue y me mandaba cómics underground. Y cuando vi aquello, tías en pelotas, gente follando… Me aficioné mucho (risas).
¿Eras lector de cómic antes?
Sí, sí, yo coleccionaba El pequeño Sheriff y mi hermano El Cachorro. Nat el grumete, ¿te acuerdas de estas series? Eran italianos, buenísimos. Suchai era un chaval después de la guerra con los americanos, que también me gustaba mucho.
¿No hacías tebeos cuando eras niño?
Es que ni se me ocurrió que podía dibujar tebeos. El otro día Beà me contaba que comenzó a trabajar con dieciséis años y yo alucinaba y le dije: «Te debiste volver loco». Y me decía que cuando cobró tres mil pesetas y volvió a casa, las puso encima de la mesa y su padre le dijo: «Esto no puede ser un trabajo decente, ganas el doble que yo, cómo es posible». Yo fui a ver a los de Vibraciones y les hice unas pruebas, pero les pedí que me hicieran los guiones, porque yo no sabía. Me hicieron dos o tres pero no me gustaron nada, así que luego ya me enrollé yo a hacer los guiones…Y bueno, me lo pasé muy bien.
Cuando empiezas con Vibraciones no haces humor, haces algunas cosas paródicas, como la historia sobre las punks o sobre Bob Dylan, pero no estrictamente humor. De hecho, estas primeras historietas son muy estilo Warren, muy de ciencia ficción, apocalípticas…
Yo leía el Creepy, que me gustaba y le doy mucho el toque Creepy. Es que no soy humorista. Un chiste cuesta mucho hacerlo. El Manel (Ferrer) estaba también allí y ese sí que tenía ideas buenas.
Sorprende que tienes ya un estilo muy definido para ser las primeras historias que haces.
¿Tú crees?
Para ser las primeras cosas que haces en cómic, sí, la verdad.
Es que me lo pasaba muy bien haciéndolo (risas). Iba a la redacción y lo hacía allí mismo. Empecé a hacerlo con un estilo más suelto.
Y, tras Vibraciones, comienzas a colaborar simultáneamente en muchas revistas.
Muere Franco y de golpe comienzan a salir revistas como setas. Zeta compraba fotos de tías. ¡Te podías hacer millonario en un año! ¡El Lib tiraba un millón a la semana! Y me llamaron de todas las revistas, de Matarratos, de Por Favor, y tenía que decir que no. Yo viajaba bastante y comencé con El Jueves. Aparece el jueves y me convencieron el Tom y el Romeu, porque me pareció que el proyecto era muy serio, que estaba muy bien. Empecé a picar en todos los sitios, y comenzaba El Víbora, que me llamaron también. Me hubiera encantado colaborar en El Víbora, pero no podía. Y supongo que debían pagar, porque yo trabajaba en El Jueves y Por Favor y ganaba dinero. Y entré en el mundo de la historieta, divertidísimo comparado con el de la pintura, que era un rollo de cuidado, no veas.
Da la sensación de que fueron años muy convulsos y el cómic fue un boom total. ¿Cómo lo viviste?
Compraba todo lo que salía y tenía que comprar diez revistas a la semana, mirabas y luego salían los libros, Y decías, «coño, podía haber comprado el álbum». Pero es que en esa época el cómic era una ventana increíble, solo tenías dos canales en la tele.
Hablemos de El Jueves, donde entras directamente con el personaje de Martínez El Facha. ¿Cómo nace?
Lo he contado muchas veces: se hicieron una serie de personajes, pero yo estaba de viaje y cuando volví me dijeron: «Te han dejado el mejor personaje». Se ve que todos habían escogido y me quedó el que no quería nadie: un facha. Hostia, un facha, justo cuando acababan de poner la bomba en El Papus. Y no sabía que hacer, no quería hacer un hijo de puta que fuera poniendo bombas, y se me ocurrió hacer un tío al que todo le salía mal. El Tom y el Romeu me dijeron que me ayudarían en el guion. Y lo hicieron en el primero, en el que Martínez le pega una bronca al yerno porque está fumando un porro, y se va a tomar el coñac y acaba borracho. Pero llegaba un día que tenía que entregar y estaban cerrando y no me podían hacer los guiones, decidí que tenía que hacerlo yo. Y como no era humorista tenía que poner mucho texto para que tuvieran gracia, tipo La Escopeta Nacional de Berlanga, salvando las distancias.
Resulta curioso que hagas esa referencia, porque la imagen de Martínez el Facha siempre ha estado ligado al Sazatornil de La escopeta nacional.
No, no lo pensé, al principio no se parece tanto, pero se le fue alargando la nariz y mucha gente me empezó a decir que era Saza. Y recuerdo que viendo una película, Espérame en el cielo, me dije, «hostia, es clavado». Hubo muchos proyectos de hacer películas, cinco, imagínate durante tantos años. Lo del cine es que es increíble, te vienen con toda la ilusión, reuniones en Madrid, con Azcona una vez, con García Sánchez, que iba a hacer una película. Y Azcona me decía que no se lo había leído. Pero la gente se reía, y cuando firmaba libros de Martínez El facha podía ver cómo la gente se reía mucho con el personaje.
Lo curioso es que al principio la serie no sigue la actualidad, es atemporal.
Es que no había actualidad…
¿No había o era complicado poner la actualidad? Porque nace justo en pleno inicio de la transición, con un franquismo todavía activo que luchaba contra la democracia.
Y estaba Blas Piñar y toda esta gente. Yo intenté pasar un poco de puntillas porque al principio llegaron cartas de amenaza, varias, pero muchas tenían unas faltas tan gordas que pensé: «No puede ser que esto lo haga un grupo». Pero lo curioso es que, enseguida, los fachas le cogieron simpatía al personaje, quizás todos no, pero me venía mucha gente que me decía: «Es que mi padre es muy facha y es igual que él». Yo tenía que leer el ABC para enterarme de lo que pensaban…
¿Te llegó algún comentario de algún político de derechas al que le gustara la serie?
Creo que no, déjame pensar… No, creo que no, pero le hice un dibujo a un diputado del PP en Madrid, Fernández Díaz, que me pidió un dibujo del facha. La verdad es que no estoy enterado de la política. La primera vez que fuimos a firmar, en Andalucía, no sé si en Sevilla o en Granada, y me vinieron dos tíos y me dijeron: «Somos falangistas, y nos reímos mucho con tu serie. Todo lo que cuentas es verdad, todos los jefes han cambiado de chaqueta y a los currantes nos han dejado tirados, todo nos sale mal, como al facha, y nos quedamos como idiotas. Dedícamelo, por favor». Ha venido mucha gente que es del PP y me dice cosas parecidas.
¿Cómo trabajabais en aquella época? ¿Estabais todos en la redacción?
¿Tú has visto Mad Men? Cuando lo vi me dije: «Esto es como El Jueves, pero sin trajes». Todo el mundo fumaba, pero con unos ceniceros llenos. Fer se fumaba cuatro paquetes diarios de Rothsman, una marca sudafricana. Y después de comer, a las dos, volvíamos a las cinco o las seis porque jugábamos al dominó. Y siempre había whisky, Oscar bebía champan, que siempre tenía una botella, nos tomábamos una copa, y estábamos hasta las nueve de la noche. En aquella época, que la gente cenaba a las diez o diez y media. Pero era muy divertido, nos reíamos mucho. Ahora voy a la redacción y beben agua o Coca-Cola y están cara al ordenador con los cascos. Ya no hay dibujantes allí, están en su casa, es todo muy diferente.
¿Como nacían las historias de Martínez el Facha? ¿Tenías algún método para inventar un tema cada semana?
Al principio me costaba bastante, pero aprendes una mecánica. Mentalmente no podía hacer un guion, tenía que coger el lápiz y dibujarlo, y me salía casi de golpe al final. Incluso hoy lo sigo haciendo así.
Hay una evolución en la propia dinámica de la historieta, porque hay un momento donde adoptas el típico final de las historietas de Bruguera, con todos los personajes corriendo y persiguiéndose.
¡Es que yo leía Bruguera! Para mí, en una historieta de cómic, el final tenía que ser todos corriendo. Y me di cuenta de que nadie lo hacía en El Jueves y me puse a hacerlo yo. Y lo sigo haciendo. Es un homenaje a esos cómics y que yo entendía así la historieta. Nunca he estado muy orgulloso del facha. Durante cuatro o cinco años la gente no sabía que yo hacía Martínez el Facha. Y me di cuenta de que había una simpatía, que me reconocían en un restaurante y me venía alguien y me decía «¿Tu eres Kim? ¿Me puedes hacer un dibujo?».
Pero en un momento dado sí que empiezas a tocas temas de actualidad en la serie.
Es que se me acabaron los temas. A mí me gustan más temas costumbristas que la actualidad, pero al final tenía que hacerlo. He estado un par de años sin hacer la serie y ahora que he vuelto he tenido que volver a la actualidad.
De hecho, en marzo del 2015 lo mandas a Venezuela y dejas la serie.
Poco a poco fueron cambiando los autores en la revista, y llegó un momento en que no salía bien parado en las encuestas de la revista y tuve que presentar otras series y pasé a hacer chistes de una página. Después pasó todo lo de la portada del rey y, cuando Fer se encargó de la revista, me pidió que volviera a hacer el facha. El Fer es uno de esos tíos insólitos e increíbles, con unos huevos cuadrados.
Has dicho que no le tenías cariño al personaje, pero después de tantos años haciéndolo, ¿qué pensaste cuando lo dejaste?
Hombre, le tienes un cariño especial, pero sobre todo le tengo que dar las gracias porque he vivido muchos años gracias a él.
Tú no te reconoces a ti mismo como humorista, sin embargo prácticamente toda tu trayectoria está ligada al humor.
Son estas cosas de la vida. Yo siempre he sido de dejarme llevar, he sido incapaz de crear otro personaje. Me dejo llevar y lo que pasa es que me cambió todo cuando me llamó Altarriba. Yo no lo conocía de nada, se ve que cenamos en Getxo un día, uno delante del otro, y hablamos y él no se atrevió a decírmelo. Y, cuando me llamó, yo le dije: «Pero oye, que yo hago humor». Pensé que no me conocía, pero él me dijo: «Ya lo sé, ya lo sé, conozco todo lo que has hecho».
Claro, los aficionados al cómic conocíamos bien tu trayectoria paralela, como por ejemplo con aquella historieta del primer número de la revista Rambla.
Es curioso, todo el mundo se acuerda, no te puedes imaginar la cantidad de gente que me había hablado de esa historieta…
Es que impactaba mucho, con un estilo más definido, con tramas, muy diferente a todo lo que hacías.
Sí, de esas que se pegaban. Pero era un estilo que me obligaba a estar muchas horas trabajando. Yo tenía otro estilo de vida, salía mucho, con muchas novias, no como hago ahora (risas). Y me sorprendí mucho y le dije a Altarriba: «¿Pero tú crees que lo puedo hacer?». Me gustó que alguien se acordara de mí, con eso de que estás ya en la recta final de todo prácticamente, e hice unas pruebas y vino el pobre Paco Camarasa y un tío tan majo… Me ha sabido muy mal que se muriera, lo quería mucho.
El arte de volar fue un cambio radical para los lectores que conocían solo el Kim de Martínez el Facha, aunque en El jueves hacías otras cosas como las parodias de películas o portadas, donde se veía que tenías otros registros.
A mí me gustaba hacer otras cosas, sí. Al principio, cuando me llegó el guion de El arte de volar, que era un tocho, les dije que lo único es que no me metieran prisa. Fíjate, yo pensaba que había estado dos años dibujando y fueron cuatro, un día hablando lo comenté y Altarriba me dijo: «No, no cuatro años». «Cuatro años, ¡no me jodas!». Lo hacía a ratos, tenía mucho trabajo. Y lo hice sin leerme el guion completo, a medida que iba a llegando.
Sorprende un poco que un guion de esa envergadura lo fueras haciendo sin saber hacia dónde se dirigía, ¿no?
Es como leer una novela, sin saber qué es lo que va ocurrir en los siguientes capítulos, yo creo que está bien. Yo lo iba haciendo así. Cuando llega lo del asilo, por ejemplo, pensaba «¿qué va a hacer ahora en el asilo?». Era tan divertido que me lo pasaba muy bien dibujando.
Para ese trabajo tenías que perder el registro caricaturesco para ser más realista.
Mucha gente me dice que le gusta que ponga un poco más de humor. Pero yo no lo pretendía… Es que las caras serias me cuestan mucho, es de las cosas que más me cuestan. Mucha gente me decía que las caras tienen humor. No me daba cuenta, pero no, creo que cuando haces una cosa distinta ya te mentalizas y haces algo diferente. Cuando me iba releyendo el guion después de dibujar veía que funcionaba, pero faltaba alguna cosa. Y como trabajo a la antigua si me falta una viñeta tengo que cortar todas y despegarlas, lo tuve que hacer dos o tres veces…lo podía haber hecho con ordenador.
Cuando haces El arte de volar estas dibujando una parte de la historia de España que casi es la que tú has vivido, de la posguerra. Sin embargo no es tu historia, es la del padre de Antonio. ¿Cómo evitas entrar en esos recuerdos desde una perspectiva más personal?
La guerra no la viví, pero la posguerra sí. Lo intentas evitar, pero entras, no puedes evitar entrar. Por ejemplo, pongo muchos detalles que tenía en casa: si tenía que poner unas sillas, copiaba las sillas que tenía en casa. Pero a nivel personal yo no me involucré, nunca me sentí en la historia, era la de Antonio. Ni en El arte de volar ni en El ala rota. Es muy cómodo, solo tienes que dibujar y yo me divierto dibujando. Otros no, están hasta los cojones de dibujar, pero yo sí.
¿Cómo trabajabas con Antonio, le ibas mandando las páginas que hacías?
Al principio no le mandé nada, se tomaron muy en serio lo de no molestarme. Pero no era por eso, porque lo peor para mí era tener una fecha de entrega y eso es lo que realmente les dije, que no puedo tener una fecha de entrega, que me pego un tiro. Antonio un día me llama, al cabo de dos o tres meses, y le digo que tenía treinta páginas dibujadas y se sorprendió y se las mandé. Yo lo veo todo muy distinto a como lo ve él, supongo que se imagina una cosa y yo otra muy distinta. Le pregunté un día: «¿Te lo imaginabas así?». Y me dijo que no, que de una manera completamente diferente. Pero nunca me dijo nada, le iba mandando páginas y me decía que le gustaba mucho. El padre no se parecía a las fotos que me había mandado, pero como lo empecé a hacer de niño el personaje toma su propia vida. Es como la mujer, su madre, empecé a hacerla de niña y me salió una tía que fue cogiendo forma. Al principio sale de abuela, de vieja, y cuando acabé, la abuela que me salió desde la niña era completamente diferente a la del inicio y tuve que cambiarla, porque no se parecían en nada. Esto sale sin querer, por lo menos a mí. No soy de coger un personaje y trabajarlo, me sale sobre la marcha.
Trabajas también mucho la documentación, aunque es algo que ha sido una constante en toda tu obra.
Es que yo, cuando era pequeño, si veía una pistola que estaba mal dibujada en un tebeo me fijaba, y luego veía un coche en un tebeo americano y que todo estaba bien. Cuando me puse a dibujar todo tenía que ser de verdad. Antes era muy difícil buscar un modelo de los años cincuenta de coche, y ahora en internet es muy fácil.
Cuando Altarriba ve las primeras páginas ¿qué reacción tuvo? Porque, claro, por primera vez ve dibujados sus sentimientos. ¿Te pidió cambiar algo?
Me dijo que le gustó. Y no me pidió cambiar nada. Le fui mandando cosas y creo que estaba contento. Y eso que algunas historias que se imaginaba, como la máquina de coser que se vuelve un avión, eran muy difíciles de dibujar. Recuerdo un trozo de una galleta que quedó ridículo.
Era tu primera obra larga, un gran esfuerzo de años… ¿Cuál fue tu sensación al ver el libro publicado?
Hicimos el libro, grande, me acuerdo que se publicaron mil ejemplares que se vendieron en una semana. Yo me empeñé en que lo sacara en grande. Luego hizo el pequeño, igual que en Francia, y allí no lo han cambiado y han vendido cincuenta mil. El caso es que sale el libro y fui al FNAC y no lo encontraba, estaba en un rincón y pensé: «Esto no se va a vender nada, dos mil máximo, si van bien». Y Antonio me mandaba críticas y yo le decía: «Pero esto son amigos tuyos, no?»; y él me decía: «¡Qué coño! Son críticos importantes». Entonces empezó a sonar: primero el premio Cálamo, luego el del Salón y luego el Nacional. Yo no sabía ni lo que era.
¿La concesión del Premio Nacional supone un cambio radical para tu trayectoria?
Es que esta época no me enteré muy bien, vino tan de golpe que casi no sabía lo que pasaba. El nacional era medio desconocido y yo no sabía ni lo que era y que era tanto dinero.
Tuviste hasta audiencia con el rey… ¡De todo!
La entrega fue con el príncipe en aquel momento. Yo fui a comer y Altarriba no quería ir, que él es más serio, pero como a mí me da igual, fui. Lo conté en El Jueves y lo conté en tres páginas: el traje que no me iba, que llegué a pie, y arriba no encontraba el salón donde estaba todo el mundo. Me senté al lado de un famoso escritor en la comida y una escritora de Mallorca me dijo «cámbiate, que este es un facha» y yo le dije: «Precisamente, quiero conocerle». Y empezamos a hablar de tías y de follar mientras toda la mesa estaba haciendo discursos. Él me explicó que se había separado, que estaba en un pozo en el que no podía salir, que no podía escribir. Fue muy curioso, porque cogí una mierda espectacular. Y cuando se empieza a levantar todo el mundo pregunto: «¿No hay café?». Y me dicen que había que ir al Salón del Café. En esta época era ministra de cultura Ángeles González-Sinde, que la conocía y precisamente me pidió que le presentara al escritor con el que había estado hablando.
El arte de volar ha sido editado en diecisiete países, hasta en Corea. ¿Cómo ha sido esa experiencia?
A mí me hizo mucha ilusión venderlo a Francia. Antonio es el que llegó a ir a Corea, yo he ido a Portugal y Francia, sobre todo. Ahora me han invitado a Alemania, también, pero allí hemos vendido muy poco.
¿Cómo te quedaste cuando Altarriba te pidió que hicieras también la historia de su madre?
Antonio me decía que teníamos que hacer más cosas, pero como se puso a trabajar con Keko yo ya casi me olvidé, hasta que me llama y me dice que tenemos que hacer la historia de su madre. Y yo le dije: «Pero, tu madre, ¿en novela gráfica?». Porque había indagado y entonces me contó cuatro o cinco cosas, lo del brazo, lo de los militares y me gustó mucho la idea. Este sí que lo dibujé rápido, en un año y medio. Me pude dedicar a él en exclusiva.
Hay cambios importantes de uno a otro libro, como en la planificación de página…
Lo hice en grande, a la americana, porque la vista ya no me da. Pero no es lo primero que hago tras El arte de volar, antes comienzo a trabajar en otro álbum sobre mi vida en Alemania.
¿Nieve en los bolsillos es anterior en concepción a El ala rota?
Cuando en El Jueves ya no dibujaba el Facha pensé que tenía que hacer algo. Habíamos ido a Angoulême, Antonio y yo, y en un bar nos encontramos con Max y un alemán, dibujante, y comenzamos a hablar y le dije que estuve en Alemania, en Remscheid, un sitio industrial horrible. Y le conté que estuve trabajando de lo que pude, sacado nieve en las carreteras. Me fue preguntando y me dijo: «Esto es una novela gráfica. Tienes que hacer una novela gráfica». Y yo le dije: «¿Pero a quién le interesa esto?». Y me dijo que «en Alemania nadie se acuerda de estos españoles que vinieron, recuerdo a mi padre hablar de esto, pero aquí nadie lo sabe y, en España, tampoco». Ni mis amigos conocían esta historia de Alemania, la tenía en el baúl de los recuerdos.
Cuando volví miré en internet y no había nada, solo lo de la película Vente a Alemania, Pepe. Y la semana siguiente, por casualidad, la secretaria de El jueves me dijo que había llamado un señor preguntando si yo era el Kim que estuvo en Alemania en los años sesenra. «¡¿Qué dices?!», le dije. Y como dejó el número le llamé y pregunté por él, por Emilio. Me quedé alucinado, fíjate, cincuenta y pico años después. Fue tal la alegría que vino con su mujer desde Pamplona y estuvo unos días en el pueblo conmigo. Y le dije: «Mira, que nos hayamos encontrado me fuerza a hacer una historia de lo que pasó allí». Y me dijo: «Vale, pero a mí no me saques», porque él se escapó porque su padre quería que fuera militar.
Al volver a Barcelona busqué los blocs, que no los había visto en treinta años, y me empecé a acordar de historias, como la del paracaidista, y pensé que podría ser una novela gráfica. El problema es que no tenía a nadie con quien hablar de todo aquello. Se me encendió una bombilla y empecé a dibujar la página del autoestopista en la autopista, porque era una forma de viajar fantástica y ahora nadie sabe lo que es. Yo no tengo ningún mal recuerdo de aquello, y empecé a dibujar. Sin guion ni nada: empezaba una historia, cogía viñetas sueltas, en el tren, e iba haciendo historias y las cerraba. Y cuando llegué a lo del albergue me di cuenta de que con mis historias no tenía suficiente para armar un libro. Pensé que podía sacar las historias de la gente que estaba en ese albergue, que no salía nunca, que siempre estaban los domingos oyendo la radio, todos hablando de cosas de España. No había muchas amistades. Al ir escribiendo me di cuenta de que no se hablaba de política, y eso que lo odiaba todo el mundo. Con los más jóvenes teníamos más ganas de vivir… los otros eran casi muertos en vida, era muy duro.
Un albergue donde comienzas a trabajar de artista.
Yo quería explicar la historia del tío del albergue, porque perdió la pierna en Stalingrado, se le oía venir desde un kilómetro de distancia. Pero era un tío superencantandor, muy buena persona: cuando alguien se quedaba sin trabajo le dejaba que se quedara. Era como un padre. Yo creo que, si alguien se acuerda de Uber al leer el libro, pensará lo mismo que yo. Me dejó la llave del aula de manualidades porque hacía diez años que no se usaba esa zona del albergue, que había sido para niños de la guerra. La sala de manualidades quedó cerrada y me dejó que trabajara en esa sala y empecé a hacerle los cuadros. Ya allí montábamos hasta fiestas. Lo del piano, cuando lo dibujaba, pensaba: «No se va a creer nadie que lo sacamos, que hubo un tío que lo afinó…». Y todo es real, tengo todavía una parte del letrero de «La Cueva del Arte». Hicieron fotos cuando vino el arzobispo de Colonia y llegó a salir en un periódico, les hacía mucha ilusión y estaban muy orgullosos.
¿Cómo ibas escogiendo las historias que conformarían el libro?
Las iba dibujando y luego las perdía, las volvía a hacer, las encontraba y casi eran iguales, pero me gustaba más una que otra. Y lo releí muchísimas veces. La primera historia que metí, la del andaluz que escribe las cartas, la historia no era exactamente igual, pero lo adapté: lo de las cartas y la hija preñada era verdad, no recuerdo si me lo explicó él. Y pensé: «No sé si esto va a rechinar dentro de la historia», y se lo dejé a leer a una amiga que me dijo que estaba muy bien. Otra me dijo que la del paracaidista era muy larga, pero era totalmente real. Muchas son reales, aunque no de las que viví en Alemania. La del gay es un tío que conocí en la Costa Brava, en verano iba a un sitio de flamenco que se llamaba El Mimbre, y él se sentaba siempre con nosotros. Este tío contaba sus historias y había estado en Alemania, y cuando había llegado a Barcelona desde el pueblo lo primero que hizo fue ir a El Molino… Y pensé, «meto esta historia». La historia de los falangistas no la viví, pero leí a un tío que la contaba. Quería hablar de política, pero no podía, nunca se hablaba de política porque nadie se atrevía, porque si ponías mal a Franco delante de alguien luego ese llegaba a España y te podía denunciar. En los setenta ya empezaron a llegar los sindicatos, pero esta historia de los falangistas me fue perfecta. Y se me ocurrió también lo de los Beatles.
De hecho haces un pequeño barrido de las causas de la emigración en aquella época: políticas, sexuales, económicas, maltrato a las mujeres…
Lo hice al principio sin darme cuenta, pero luego resulta que toqué toda esa España negra, como la historia del valenciano al que trajo un coche de mafiosos. Iba vestido superlegante, con abrigo de pelo de camello y un maletín de ejecutivo. Y no había nada en el albergue, empecé a hablar con él y me contó que necesitaba trabajar porque venía de Valencia. Al cabo de dos días nevó y podías ir a trabajar, ibas al ayuntamiento, te apuntabas y no hacían falta papeles y pagaban muy bien. Y me contó su historia: se había casado con la hija de un famoso político falangista, pero luego el tío se lió con la secretaria y cuando el padre se enteró mandó a sus guardaespaldas para que le dieran una paliza. Uno de los guardaespaldas era amigo suyo y le dijo que cogiera el pasaporte y se largara. Cogió un taxi hasta Barcelona y se vino a Alemania, no sacó ni el dinero del banco porque le esperaban. Fuimos a la nieve a trabajar y yo he puesto que le busqué unas polainas de goma, pero no es cierto, vino con sus zapatos italianos. Y pensé: «Esto no se lo creerá la gente, a diez grados bajo cero» y lo cambié. Llamó a un amigo suyo en Ámsterdam que trabajaba con el embajador y se despidió y no sé si volvió a Valencia.
Una historia que no se hace rara en la actual tradición valenciana de corruptelas, desde luego… Nieve en los bolsillos habla de algo que todo el mundo conoce, la emigración española, pero de la que nunca se ha hablado y de la que existen muchas leyendas, como que fue ordenada y legal, como nos han vendido desde diferentes tribunas.
No, no, el cincuenta por ciento iba por su cuenta. El que no sabía leer o escribir iba por el sindicato. Yo tenía carnet de estudiante, pero en el autobús hacían volver a mucha gente. Miraban si tenían dinero y con quinientas pesetas solo no podían pasar. Decían que eran turistas, pero les pillaban. La gente de los pueblos venía con los sindicatos, con todo arreglado y creo que cobraban en España pero el Estado se quedaba algo. Si lo comparas con lo que pasa ahora… Allí no te podía pasar nada, no te ahogabas en el mar.
Es curioso que la historia de los emigrantes no se haya contado más allá de la anécdota graciosa, que no se haya escrito nada sobre por qué emigraron los españoles, sobre la necesidad que les empujó.
Yo miré en internet y no hay nada, los emigrantes españoles del franquismo están completamente olvidados. Y fueron un millón entre Suiza, Alemania, Bélgica o Francia. En aquella época debían ganar quinientas o seiscientas pesetas, y en Alemania hasta cuatro mil. Yo iba a sacar nieve y me pagaban treinta marcos, que era una fortuna, te podías pasar una semana de juerga con eso en España. Los españoles no gastaban nada. Bueno, los más jóvenes sí, yo cuento algunas, aunque no fueran muy extraordinarias, pero la gente de treinta y cinco para arriba estaban casados, tenían hijos, y no salían. Yo me fui enterando de la vida de la gente porque solo tenías que preguntarle: «¿Tú por qué has venido a Alemania?», y enseguida te contaban su vida. Me daban el dinero para ir a Correos, a mandar giros a España, y me contaban sus historias… Recuerdo que el primer día que fui sentí un olor maravilloso y era un sitio que hacían pollos a l’ast. Y cada vez que iba pasaba por delante y me quedaba pasmado, hasta que pude probarlos porque vendí un cuadro o algo así. El caso es que cuando volví a Barcelona le dije a mis amigos: «Hay una cosa maravillosa en Alemania, los pollos a l’ast» y me dijeron: «Pero si de esos ya hay un par aquí». Y yo ni me había enterado…
Hay un episodio realmente curioso, el del sótano lleno de maletas. ¿Fue como lo cuentas en el libro?
Lo de las maletas es totalmente verdad. No me acuerdo si la habitación estaba cerrada, pero sí que parecía que hacía treinta años que no había entrado nadie, llena de polvo y telarañas. Había unas cien maletas, todas llenas. Ahora pienso que podían ser de judíos y las maletas podían haberse quedado allí. Yo cada día bajaba y abría cuatro o cinco… Me llevé unos zapatos y una camisa. Casi todo era ropa muy modesta. No sé lo que era, y era exacto como lo he dibujado. Quizás había ciento cincuenta. No dije nada a nadie, ni a los alemanes. También encontré un tambor con la cruz gamada y no dije nada.
¿Cómo te documentaste para esta obra? ¿Tenías fotos?
Muy pocas, tenía algunas fotos, pero me robaron la cámara un año antes. Busqué en internet el albergue y no lo encontré, creo que deben de haberlo derribado. La ciudad era muy pequeña. Tampoco había mucha documentación: la ciudad, letreros, marcas de cerveza… Yo intento cuidarlo.
Hay cierta continuidad entre las obras que haces con Altarriba y Nieve en los bolsillos, aunque como dices es anterior.
Ya, me lo han dicho. Como te dije, hice Nieve en los bolsillos, que primero era Nieve en los zapatos, pero resulta que hay una película con título muy parecido y pensé: «Ya me han jodido el título». No sé cómo se me ocurrió el título, supongo que por lo de tanta nieve. Yo llevaba treinta páginas cuando Antonio me dijo que había empezado lo de su madre. Yo no se lo había dicho a nadie, lo había comentado solo a algunas personas, pero los de Norma se enteraron y me lo pidieron. Y no se lo traje hasta que tuve cincuenta páginas o así. Se lo llevé y me dijeron que les interesaba, y todos lo que lo leyeron me dijeron que estaba muy bien. Y así me metí. Pero antes que a nadie se lo mandé a Antonio, y lo primero que me dijo es que lo tenía que hacer en primera persona, porque inicialmente lo había hecho en segunda persona y me dijo que se notaba mucho que era yo.
Es un relato personal y se nota un tono diferente. El arte de volar y El ala rota son más dramáticos, Nieve en los bolsillos tiene una lectura más amable. ¿Has visto el trabajo de Altarriba desde otra perspectiva cuando has hecho tu propio relato?
He visto lo distintos que somos. Él se considera un anarquista y cuando habla de esto se pone muy serio. Él las pasó muy putas y todo lo que yo he vivido de diversiones, de viajes a París a Estados Unidos… Yo soy hijo de burgueses, era hijo de médico, mi posguerra fue muy distinta, nunca me faltó de nada y he podido hacer cosas que él no pudo hacer. Me he dado cuenta de lo diferente que es la forma de ver la vida entre los dos. Te marca la juventud, como lo de vivir en una carbonera. Le pregunté: «¿Pero esto es verdad?». Es muy fuerte… ¿Cómo voy a hablar yo de un pantalón vaquero de una marca determinada después de eso? Y pensé yo soy así, siempre he sido así, por qué no voy a hacerlo. He sido un burgués… Lo más importante para nosotros era la ropa, las chicas, la chaqueta de ante. Era cierto, la tuve hasta hace diez años, que se la regalé a una chica que se enamoró de mí.
Después de El arte de volar y El ala rota, que dejaron el listón muy alto, ¿no tuviste miedo a que se viera como aprovechar el momento y hacer más de lo mismo?
No lo pensé, yo lo hice como terapia personal. Vas haciendo años, estás solo, tenía menos trabajo en El Jueves y muchas horas libres. Y lo hice, pero si no lo vendía no pasaba nada. Es tan distinto que, en el fondo, no es tan distinto. La verdad es que fue un poco terapia porque era fantástico, te quitas todos los demonios, ya verás cuando te hagas más mayor. Te despertabas y te ponías a trabajar. Lo hice muy rápido, en un año y medio. Y luego tuve problemas de vista y el médico me dijo: claro, los ojos se cansan y a tu edad si estás ocho horas diarias es normal.
¿Has tenido más contactos con los protagonistas de la obra?
He intentado contactar con Floreal, uno que era tuno gallego, muy simpático y majo, que me mandaba cartas, pero dejamos de escribirnos. Intenté localizarlo por internet porque mantenían la tuna, pero no he conseguido encontrarlo. Pensaba acabar contando lo que había sido de los personajes… Pero tampoco lo sé. Sé que al cura lo asesinaron, parece ser que fue un novio de una de las chicas… El gay terminó bailando en la Costa Brava. Pero tampoco podía explicar nada de lo que habían hecho en la vida. Y cuando llegó el final me dije: «Se acaba así, en el autobús». Ya me han dicho que tendría que seguir… Pero es un ejercicio que funciona porque te vas a dormir y se te van todos los fantasmas, todos estos rollos que aparecen por la noche.
¡Ay, pero qué hombre más guapo! ¿Me regalarías algún abriguito que te sobre, ahora que vamos de cara al frío?
Una gran entrevista, ¡Muchas gracias!