Este artículo fue publicado originalmente en nuestra revista trimestral número 7
Nessrin El Hachlaf Bensaid tiene veintisiete años y trabaja como abogada en el Tribunal Constitucional. Nessrin nació en España, lee el Corán y no usa velo. «Soy árabe, musulmana y española». Lo tiene claro. Más que la mayoría.
En el mundo académico existe un término que no gusta nada en el ámbito del trabajo social: «inmigrantes de segunda generación». El concepto se refiere a los hijos de los inmigrantes que ya han nacido en el país al que llegaron sus padres. En opinión de no pocos trabajadores sociales la etiqueta perpetúa la condición de inmigrante en personas que han nacido en España. Es decir, califica como inmigrantes a españoles. Álvaro Freire es antropólogo y docente en un centro específico para jóvenes con problemas derivados de su extracción social, el aula de compensación educativa de Tetuán, en Madrid. Álvaro es crítico con el hecho de etiquetar al segmento poblacional de los hijos de inmigrantes e incluso se muestra contrario a la idea de institucionalizar un apoyo específico para ellos. «Tratar a los hijos de inmigrantes como un colectivo que precisa apoyo especial puede suponer un problema. La inmigración no es un problema, la inmigración es, sin más. Yo trabajo en un centro de apoyo educativo a personas vulnerables. Hay inmigrantes e hijos de inmigrantes porque son más vulnerables ante los vaivenes. Y hay que garantizar su igualdad de oportunidades. Que tengan costumbres y lenguas diferentes suponen obstáculos a la hora de integrarse en un tipo de discurso que tiende a ser único y estricto. La inmensa mayoría de familias que han llegado a España lo han hecho en malas condiciones y tienen desventajas económicas. Los menores que nacen de estas familias tienden a un mayor riesgo de exclusión social». Es decir, Álvaro da soporte a personas vulnerables. Si son de familias inmigrantes o no viene después, como consecuencia, no como motivo. Por ello se opone a términos como «inmigrantes de segunda generación».
Rosa Aparicio es una de las personas que más sabe de fenómenos migratorios en España. Es socióloga y está especializada en hijos de inmigrantes. Comprende la posición de los trabajadores sociales, pero defiende el uso de la acepción. «En España, a veces, proveniente de organizaciones sociales, se toma este término en un sentido negativo, como si se quisiera hacer que perdurara la condición de inmigrante aunque hayan nacido aquí. Desde el lado académico no hay esa intención. El concepto llega para intentar entender si estas personas con padres de origen extranjeros tienen las mismas oportunidades que los hijos de las personas autóctonas. El sentido es positivo, es decir, queremos que los hijos de los extranjeros puedan tener las mismas posibilidades que otros, pero hay que comprobar si se produce».
En todo buen asunto que se trate, siempre hay un debate conceptual como acto de presentación.
Sea cual sea el nombre que se le dé, incluso sea la posibilidad de no darle nombre, existe un grupo social en España que reúne unas características concretas: jóvenes nacidos en España cuyos padres son inmigrantes de culturas diferentes a la española. Su identidad genera desconcierto para el espectador. Ellos son la punta de lanza que rompe con una idea, más o menos preconcebida (un mito), de lo que es ser español. O, para evitar controversias internas de identidad, de lo que es ser hispano. En una reducción burlesca, la figura del hispano en nuestro imaginario es la de un tipo moreno, más bien bajito, con costumbres no demasiado europeas y católico. Tal afirmación invita a un millón de réplicas (la primera por qué un tipo y no una tipa), pero se trata de hacer un dibujo esquemático que nos permita entender de qué estamos hablando. Hagámoslo de otro modo: si van ustedes por la calle y entre la marea de gente ven a un chico negro, una señora con velo y un vendedor de ojos rasgados, probablemente asimilen sin maldad ni intención que no son españoles. No se fustiguen por ello. Hasta hace nada el paisaje en España era homogéneo. Sin embargo, tras casi veinte años de inmigración, puede que esas personas sí sean españolas. Y es en este punto donde se genera el desconcierto. Ojo, desconcierto no significa rechazo, significa novedad. Nadie (cuando digo nadie, me refiero a mí) está moviéndose en el ámbito de poner en duda que son tan españoles (o hispanos) como el que más. Otra cosa es la diversidad de opiniones del resto de la sociedad, de lo que hablaremos enseguida. El planteamiento, de momento, pretende presentar a estos nuevos españoles. El artículo quiere mostrar el nuevo concepto de ser español. Se acabó (o se va a acabar) la caricatura hecha antes. Se desmonta el mito: ser español ahora trasciende de bajito, blanco y católico. Ahora hay españoles que leen el Corán, hay españoles que tienen los ojos rasgados o la tez negra. Hay españolas que usan velo. Son hechos.
Las preguntas que vienen a la mente, una vez presentado este grupo social, son, ¿qué se sienten ellos? ¿Estos chicos y chicas se consideran más españoles o más del lugar de donde es su familia? ¿Qué cultura y costumbres predominan en ellos? ¿Prevalecen las tradiciones familiares que tienen en casa o las sociales que se encuentran en el colegio y la calle? ¿O ambas? ¿Padecen crisis de identidad? Desde una perspectiva periodística, o simplemente desde la curiosidad sociológica, estas cuestiones son formuladas con ansia. Existe la necesidad de comprender qué sienten exactamente estos chicos, cómo definen su identidad. Con qué se identifican. Por desgracia —o por fortuna— sus respuestas muestran que no hay aclaraciones absolutas ni académicas para estas preguntas. La identidad no es un todo, no es un tótem inamovible que escupe respuestas automatizadas y aplicables al conjunto. Cada individuo tiene su historia y sus factores que moldean sus respuestas identitarias. Las moldean y también las cambian. Hoy un chaval se siente marroquí y tras su adolescencia, español. En general la identidad se forma por oposición y por ello es voluble, es cambiante y permeable a los factores externos. Y eso es algo que, en una sociedad obsesionada por etiquetar y comprender a través de la conceptualización, perturba. «A veces se cae en el tópico de que están entre dos culturas, de que padecen una crisis de identidad», explica Rosa Aparicio. «En realidad todos los adolescentes tienen en algún momento estas reflexiones y no nos hemos encontrado que esto sea algo acusado en los hijos de inmigrantes. Cuando lo tienen, no es nada dramático, viven entre dos culturas. La identidad es algo fluido. En un contexto viven una cosa y en otro, otra. No le dan tanta importancia como a veces se la damos desde fuera. Se identifican con las dos culturas. Se sienten bien con los dos contextos». Álvaro Freire está de acuerdo con la flexibilidad de la identidad y su dependencia de factores externos. En su opinión, uno de los estos factores que más peso tiene es la calidad y nivel de vida. «Es habitual que el hijo de latino se considere latino y el de marroquí se considere marroquí si hay problemas económicos. Si la cosa va bien no se plantea tantas cosas, se plantea que es una persona y punto. Pero cuando hay problemas de dinero, hay problemas de integración y si hay problemas de integración, hay problemas de identidad».
En paralelo a la pregunta de qué se sienten ellos está la de cómo los ve el resto de la sociedad española. ¿Para la mayoría, los hijos de inmigrantes son un español más o son un español sí pero? La respuesta —una vez más— no es clara, porque todavía hay gente que los ve como españoles con asterisco, ya que no responden al estereotipo histórico, al mito. Aún hay gente —como veremos enseguida— que sigue asociando la pertenencia a un Estado con determinadas características religiosas, costumbristas y hasta raciales. Y no concibe o admite nuevos modelos de conciudadanos. Esta percepción es un problema ya que rebota contra los hijos de inmigrantes y hasta puede definir su identidad. «Cuando estos chicos se cuestionan su identidad es porque se han sentido en algún momento rechazados. En cambio, cuando no se lo plantean es que no han sido presionados y por tanto no necesitan oponerse a un grupo. No necesitan reafirmarse o refugiarse en otra colectividad. Uno utiliza su identidad como un arma cuando está presionado. No hay que otorgarle demasiada importancia. Lo preocupante es cuando un joven se identifica con un colectivo ajeno a lo español porque se ve rechazado por España. Y es más preocupante aún si ese joven es español de nacimiento». Si se impusiese la visión de que no son españoles «de pura cepa» (por llamarlo de algún modo), estaríamos ante un paisaje en el que habría diferentes grados de españoles, de españolidad si lo prefieren. Sin tintes políticos y para que se entienda mejor: si los hijos de inmigrantes son «españoles pero», nos encontramos ante niveles distintos de ciudadanía. Nos encontramos ante una fragmentación social.
Para comprenderlo desde dentro hay que dejar atrás las explicaciones académicas y alcanzar a los propios protagonistas. Estas son las respuestas de Nessrin, Nicolás Gabriel, Susana, Julia y David a las cuestiones que atañen a su identidad y a su relación con el resto de la sociedad española:
Nessrin El Hachlaf Bensaid. Sus padres son marroquíes.
Nessrin trabaja en el Tribunal Constitucional, después de haber logrado una plaza entre miles de candidatos. No usa velo, aunque lee el Corán casi tanto como la Ley de la Seguridad Social. Sus padres llegaron hace casi tres décadas a España, en una época en la que apenas había inmigrantes.
«A muchos no les encaja, pero sí: soy árabe, musulmana y española. Tan española o más que cualquier otro».
«Cuando alguien me dice que no soy española de pura cepa por ser árabe y musulmana me callo. Por mi profesión y mi vida formo más parte de la nación española que quien me lo dice, pero no discuto esas cosas. Es un tema que preocupa más a la gente que a mí. Yo no estoy pensando todo el tiempo si soy una cosa u otra. Soy Nessrim. Y punto».
«Me siento más extraña en Marruecos que aquí, porque no uso velo y porque mi educación es occidental».
Nicolás Gabriel. Hijo de argentino y dominicana.
Nicolás es un apasionado del hip-hop. Está plenamente convencido de que triunfará con ello y por eso pone todo su empeño. Además, estudia Sonido y se saca algún dinero como técnico.
«Cuando en el colegio alguno me decía vete a tu país yo le decía, “ya estoy en mi país”».
«Nunca he tenido dudas de que soy español, pero también me siento dominicano. Para mí eso es ser afortunado, tengo suerte».
Susana Ye Sun. Madrileña de padres chinos.
Cuando termine el instituto quiere ir a la universidad y ser abogada para trabajar en la asesoría de sus padres. «Ellos solo piensan en el dinero, son chinos», se ríe.
«Si digo que soy china miento, si digo que soy española, también. Soy las dos cosas, estoy en medio y estoy muy orgullosa».
«Me molesta que me digan que no soy española porque lo soy, pero todavía me molesta más que se metan con los chinos».
«Mis padres son budistas y mis amigas católicas. Yo solo creo en mí».
Julia Maria Matei. Hija de rumanos.
Julia lo pasó mal en el colegio. Sufrió acoso por ser hija de extranjeros. «Crecí en un pueblo pequeño y eso se nota». En cuanto pudo, se mudó a Madrid, donde reside y se gana la vida como camarera.
«¿Española o rumana? Las dos cosas y depende: cuando España ganó el Mundial era la más española del mundo; cuando me recuerdan que soy hija de rumanos como si eso fuera un defecto, soy la más rumana del mundo».
«Por lo que veo, la gente va a tardar mucho en asimilar que la sociedad española va a ser una mezcla de nacionalidades y religiones».
«Me hace sentir orgullosa el hecho de ser de un país donde conviven muchas culturas. La diversidad que comienza a haber aquí me hace estar orgullosa de ser española».
David Andrade. Sus padres son ecuatorianos.
Actor, es un rostro conocido, ya que trabajó en la serie Hospital Central. Ha vivido toda su vida en España y asegura que nunca ha tenido conflictos raciales.
«Tengo cosas más importantes que discutir con alguien si soy español o ecuatoriano».
«La gente joven está más abierta a cambiar el concepto “español”, por eso todavía falta tiempo para que suceda».
«A veces existe una obsesión con la identidad y muchos no entienden que a algunos nos dé igual este asunto».
El fenómeno es, en cierta manera, nuevo en España: los hijos de los primeros inmigrantes llegados comienzan ahora a hacerse adultos y a tener voz y presencia en la sociedad española. En otros países están de vuelta, Alemania, Francia o el Reino Unido ya contienen terceras y cuartas generaciones de inmigrantes. Y con distintos resultados. En Francia, por ejemplo, existen casos de chicos magrebíes, hijos e incluso nietos de magrebíes ya nacidos en Francia, que siguen sin sentirse franceses. El modelo migratorio francés se basa —sobre el papel— en la asimilación de valores y comportamientos de la república. Una asimilación que, en el caso de fracasar, deja un vacío identitario. A día de hoy existen guetos en los alrededores de la legendaria París en los que los chavales bisnietos de argelinos siguen sin verse ni iguales, ni fraternales, ni libres. En el Reino Unido, siguiendo un modelo anglosajón, se basan en la multiculturalidad. Este principio llama a respetar a todos los colectivos y preservar sus costumbres y tradiciones. Casi lo opuesto a Francia. Los resultados, sin embargo, son igual de regulares. En el esfuerzo por diferenciar se crean colectivos aislados entre sí y del Estado, impidiendo el reconocimiento de la igualdad. Insistir en el respeto a la diferenciación puede crear un permanente recordatorio de que son grupos distintos incluso a ojos del Estado, los derechos y la ley. Y ahí aparecen los problemas. Rosa Aparicio se refiere a ello tras haber sido testigo de ciertos comportamientos en docentes: «En ocasiones los profesores, queriendo respetar las culturas, refuerzan la diferencia, incidiendo sobre el origen de algunos alumnos. Ese refuerzo de lo distinto lleva a identificar al sujeto como algo distinto y a veces pasa que los hijos se cierran más a la cultura de origen que a la española. Es una reacción. Los padres esperan ser rechazados y no le dan importancia, pero los hijos nacieron aquí y no se esperan el rechazo».
Estados Unidos puede ser la bola de cristal a la que asomarse para reconocer Europa dentro de algunas décadas. Si bien la mentalidad de base es otra, al otro lado del Atlántico ya hay gobernadores hispanos, alcaldes chinos y hasta —agárrense— presidentes negros. En España, de momento, debemos esperar para ver un policía chino poniéndonos una multa o un diputado musulmán saltándose el pleno del Congreso.
Es cierto que Europa parece más celosa de su identidad histórica. En algunos países se percibe un miedo al cambio de paisaje. Son todavía muchos los que luchan por seguir vinculando su Estado con determinadas costumbres, culturas y religiones, asociando las demás alternativas al concepto de extranjería. Esta posición no admite que un Estado pueda albergar distintas realidades religiosas y hasta nacionales. La idea de grupo homogéneo basada en un estereotipo histórico que no admite intrusiones ni novedades. Es una postura similar a la de poner puertas al campo. Un Estado democrático no puede —al menos no debería— regular costumbres, culturas ni religiones. Si lo hace, deja de ser democrático. De ahí la poca higiene democrática que desprenden los discursos identitarios homogéneos que ligan, por ejemplo, Estado y religión. O incluso, por qué no, Estado y nación. La base para la convivencia es clara: la ley. «Hay que tener clara una cosa. La ley va por un lado, como elemento integrador de todos los ciudadanos. Al margen de ellas están las creencias, las identidades o las culturas. Es compatible. La ley lo ampara. Todo lo que choque con el código civil, penal o con la Constitución está en otro nivel. Es la base», opina Álvaro Freire.
Todavía quedan algunos años para comprobar qué resultado dan en los hijos de inmigrantes las políticas de integración que está llevando a cabo España. En nuestro caso se trata de una pequeña mezcla entre lo aplicado por Francia y Reino Unido, un respeto legal por la cultura pero sin la obligación de verse asimilados (excepto en enajenaciones transitorias como el intento de aplicar un contrato de integración). En general, y hasta la fecha, los resultados de las políticas de integración migratoria en España no son del todo malos teniendo en cuenta la rapidez y el volumen del fenómeno en la Península. «En España no se puede decir que haya un modelo claro. Aquí hay un modelo de Autonomías por lo que puede haber tantos modelos como Autonomías. España está cogiendo cosas de aquí y de allí y de momento está funcionando», explica Rosa Aparicio. Y de paso, con su explicación, Rosa pone el dedo en la llaga. La llaga de la identidad española. ¿Qué es ser español? ¿En qué elementos está representada la cultura y tradiciones españolas? Ese es otro tema, otro mito que, como mínimo, merece un artículo propio.
muy muy interesante y revelador
Hacen falta reflexiones de este tipo. Muy acertado.
Mi respuesta a la última pregunta. Viviendo en el extranjero salta evidente un elemento cultural que solo existe en España y que es común a todas sus comunidades. Es el bar español. El bar en el que puede estar toda la familia y en el que también se toma alcohol, el bar que es el punto de reunión para cualquier ocasión, el bar que abre desde primera hora de la mañana para el desayuno hasta después de medianoche en verano. Y no solo el bar sino «ir de bares» y el correspondiente picoteo o tapeo. Cambia la ración de pulpo, por el pescaito frito o el plato de bravas, pero es igual en Galicia, Andalucía, Madrid o Euskadi. Cuando explicas como funciona el bar español a un inglés, un ruso o un chileno no lo entienden porque solo existe en España. Me contó un día un malagueño su teoría del «bar de enfrente»: si te llevan con los ojos cerrados a cualquier lugar del mundo, sabes si es España si hay un bar enfrente. Y, a propósito, aplicando esta teoría no hay duda de que Euskadi, e incluso Cataluña, son España.
¿Y cómo es de diferente respecto a un bar inglés o a un italiano?. Pregunto por curiosidad,sin acritud,me parece una reflexión muy interesante. Muchas gracias por el artículo!
Un bar espanol es para la familia entera durante todo el dia. Un bar ingles es una cosa para obreros (y hoy dia para obreras tambien) y para beber alcohol.
De los personajes elegidos para ilustrar el artículo, solo uno se aleja del patrón del grupo que se intenta representar.
Sería interesante que los musulmanes de segunda generación estuvieran bien representados con Nessrin, pero es evidente que no es así.
Resulta por eso un artículo demasiado largo para no hablar del único problema serio de integración que afronta ahora España. El mismo que ha resultado en fracaso más al norte de Europa.
Soy inmigrante, española en un país europeo. Soy hija de inmigrantes, sorianos, en Mallorca. Luego soy mallorquina. Pero en casa hablábamos castellano y con los amigos mallorquín. Comíamos cocina soriana pero ahora cocino mallorquina para mis amigos. Mis hijas tienen dos orígenes y muchas culturas así como lenguas.
Nunca había pensado como «española» que tuviéramos, en general, prejuicios. Es más siempre pensé que éramos muy tolerantes, respetuosos y atentos. Pero eso era antes de que nos radicalizáramos buscando una identidad que ya teníamos.
Si en lugar de aprender inglés o francés en la escuela hubiera aprendido vasco o gallego tendría un horizonte aún más abierto.
Me encanta saber que una mujer lee el Corán por si misma, sin filtros. Me encanta hablar con personas con rasgos diferentes a los míos, me gusta la diversidad. Pero eso no es exótico, ya éramos diferentes antes. Siempre lo hemos sido.
El problema de acceso a un bienestar económico y social es el que busca en las diferencias las causas. Si se es «español» la culpa de que no tenga eso es de los «inmigrantes» y si se es «inmigrante» de los prejuicios de los «españoles».
Si todos pudiéramos por fin ser iguales no habría mujeres u hombres, nacionales o no nacionales, ricos o pobres, ciudadanos de primera o de segunda. Todos podríamos disfrutar de una sociedad rica en diversidad.
Hola, es un artículo muy interesante por el hecho que recoge uno de los desafíos que hasta hace poco parecían no existir, o se estaban horneando, o no existía tales ideas o habíamos sido impermeables a ellas hasta hace poco, al menos al público ciudadano medio, el vox populi. Lo que lleva a pensar sobre el posible efecto sobre la población de los conceptos académicos cuando se materializan en la sociedad, como expresaba en su duda Álvaro Freire al expresar que quizá es mejor no clasificarlos como de segunda, tercera o cuarta generación. ¿ Ponemos en marcha la maquinaría cuando clasificamos, influye en los resultados nuestra interacción ideológica ?. ¿Acaso el tema de la raza no ha venido por nuestro determinismo biológico desde la Ilustración ?, ¿ de qué forma afecta las estructuras de la sociedad por el simple hecho de pesarlas e imaginarlas de una forma u otra ?.
En mi experiencia y trato con personas que se han desplazado a convivir en España, y que vinieron hace años, no reconozco diferencia alguna con cualquier otro español, o no más que con otra española que me hablara de las peculiaridades de su gastronomía o costumbres de su comunidad autónoma. La diferencia, quizá, ha venido al conocer a los hijos jóvenes de personas como las anteriormente retratadas. Expondré el caso de jóvenes musulmanes. Hablo de diferencia con el caso anterior porque la religión era lo único distintivo, algo que puede llamarnos la atención por la novedad en un país que en su construcción como nación y en contraste con el ‘otro’ se ha definido exclusivamente católico. Pero tan sólo es una faceta de la identidad de una persona que es compleja y múltiple, por ello, por ejemplo, podemos tener más afinidad y vínculo con una persona musulmana que sea compañera científica, de nuestro equipo de fútbol, apasionada del jazz, esté descubriendo la maternidad o paternidad en nuestro grupo, o infinidad de casos que un correligionario que apoye cierta intervención bélica, ideología, o sea mas de basket, etc.. Así por ejemplo había fuertes vínculos de compañerismo entre músicos alemanes, fueran o no judíos, durante la persecución en el régimen Nazi. Hasta tal punto las identidades no son monolíticas ni pueden estar asentadas en una sola distinción aplicada desde el exterior, como la política y los estados.
Yo creo que el quid de la cuestión es que nos estamos replanteando ahora nuestra identidad y nuestras estructuras de valores, como sociedad, particular y global, adaptándolas a la nuevas circunstancias. Quizá el discurso más conservador observa esto como una ‘traición’ a ‘nuestra’ identidad que es tomada por ‘el otro’, como si esta identidad nacional fuera natural a nosotros, en vez de haber sido construida continuamente, con las mismas resistencias que los que se oponen ahora. Sencillamente son nuevos factores en un desarrollo cultural, como pudo ser el feminismo, el colectivo LGTB, los derechos humanos, etc… . Hay tal multiplicidad de identidades en juego, y nos influimos todos, que veo difícil que el mensaje que esgrimen ciertas ideologías sea real, el de una invasión islámica por ejemplo. Hay muchos colectivos, muchas identidades que entran en la ecuación, también el conservadurismo que tiene su papel en el juego de fuerzas.
Cuando el artículo comenta sobre la bola de cristal que puede ser Estados Unidos, me parece ver una diferencia notable, todas esas identidades tenían algo en común, estaban colonizando juntas y dando forma a una nueva nación, aunque hay que decir que se impondría la anglosajona como superior en la jerarquía racial en la que se construyó : irlandeses, judíos, italianos, polacos y del este, eran diferenciados de los caucásicos blancos anglosajones protestantes por ejemplo, aunque más tarde, esta identidad racial los aglutinara en blancos, algo que nunca pasó con indios o negros, donde una madre blanca puede dar un bebé negro, pero una madre negra nunca dará un bebé blanco. La raza, es un constructo cultural, y es utilizada juntos a otros rasgos identitarios para clasificar, así que el tema de cuanto influimos cuando damos etiquetas creo que es importante al menos tenerlo en cuenta, si bien cómo puede ser utilizado por quien posé el poder simbólico de generar identidades, es decir el estado, y cómo puede ser útil para ayudar a crear sociedades con múltiples identidades y fluidas. En un mundo global, al menos económicamente, donde las migraciones están al orden del día, cabría revisar las implicaciones de la catalogación de seres humanos como ‘inmigrantes’, o los mecanismos que hacen que estos tengan una suerte u otra por su condición de ser clasificados como tal.
Un saludo.
De acuerdo, no obstante: posee, no «posé».
Hola,
No se puede comparar de ninguna manera la inmigración en Estados Unidos con la europea.
Estados Unidos es y ha sido, desde el principio de su fundación como país, un país de inmigrantes. En Europa, y más concretamente en España, hay una identidad histórica de la que los Estados Unidos carecen, porque son y han sido siempre una amalgama de diferentes culturas, dominada, bien es verdad, por la anglosajona, pero conformada por muchas más. No son pues un espejo al que mirar o un entorno con el que poder hacer comparaciones.
Por lo demás, un artículo excelente.