Este artículo fue publicado originalmente en nuestra revista Jot Down Smart número 33
Hay gente que tiene talento y hay gente que no, les supongo al corriente de esta vulgar obviedad. O quizá no, quizá discrepen. Al fin y al cabo, Doris Lessing consideraba que el talento era algo bastante común a la raza humana y lo escaso era la constancia. En sintonía con el pensamiento de Charles Darwin: «Salvo los tontos, los hombres no nos diferenciamos mucho en cuanto a intelecto, solo en ahínco y trabajo duro», decía.
Hola, Charles, Doris: soy 2018. Vengo a advertiros que, involuntariamente, habéis sido padres de un monstruo. Se enmascara de optimismo, de motivación luminosa, pero no es más que execrable palabrería. Gracias a él, hablar de compositores que alumbran sinfonías a los tiernos cuatro años, maestros de ajedrez prepúberes o carteros cincuentones con extraordinarias capacidades literarias equivale a dibujarse una diana en el pecho. Porque implica conceder que todos ellos —Mozart, Bobby Fischer o Bukowski— gozaban de una capacidad innata que les fue negada a sus congéneres, convirtiéndoles ya no en ejemplares únicos, sino en paladines de la injusticia de una genética caprichosa. Reconocer que existen los «mejor dotados», agraciados con algo mejor que el resto, no deja de ser un espaldarazo a eso de que la vida es una tómbola que rifa dones al buen tuntún.
Aunque se trata de un debate ancestral (el de la genética versus esfuerzo, el talento que se tiene o se consigue), en los últimos tiempos la discusión ha tomado sus derivas más estúpidas. Todo comenzó, o eso nos parece, con unos tipos llamados Anders Ericsson y Robert Pool a principios de los noventa. Con la honorable intención de establecer empíricamente si existía o no el talento innato, los psicólogos iniciaron una investigación de referencia en la Academia de Música de Berlín. Como cualquier compañía aérea hace durante el embarque con sus pasajeros, dividieron a los violinistas en tres grupos: los de mayor potencial, los que estaban en tierra de nadie y los considerados menos virtuosos. Estudiaron el número de horas invertidas en la práctica del instrumento de cada uno de ellos, poniendo bajo la lupa el esfuerzo respectivo. El sociólogo y periodista Malcolm Gladwell divulgó en el libro Fuera de serie (Taurus) las conclusiones, originando lo que se llamaría posteriormente «la regla de las diez mil horas». Esta sostiene que lo único que distinguía a un virtuoso de un mediocre era el esfuerzo invertido en practicar la disciplina. El talento quedó atrapado en un simplón promedio: si practicas más, mejor serás. En lo que sea. Sin distingos de materia o especialidad, como cualquier receta mágica. Talento igual a perseverancia.
Gladwell, reconvertido en gurú del éxito, no sorteó la provocativa enseñanza que se derivaba de aquello, sino que la abrazó con gusto: «Lo único que te separa de ser Bill Gates o The Beatles es una década de práctica intensa». Ya está. Ericsson se cargó de un zarpazo la razonable obviedad con la que comenzábamos el texto: «Pensar que hay gente con un don natural para algo y gente que no lo tiene puede generar diferencias desde un principio. Sin darnos cuenta, animaremos a los talentosos y desalentaremos a los que no lo son, logrando que se cumpla la profecía autorrealizada», afirmó. Tabula rasa a la humanidad.
Con el terreno abonado de tanta teoría de buen corazón, el monstruo no tardó en aparecer. En hablar. En cobrar por decir lo que decía y hacerlo con un entusiasmo grimoso: «¡Querer es poder!», bramaba, subido a un escenario. «¡Eres capaz de todo!», decía a propios y extraños. «¡Que nada impida conseguir tus sueños!», «¡Puedes ser todo lo que te propongas!», «¡No dejes que nadie te diga lo que no puedes ser!», «¡No te des por vencido!»… Un bombardeo de proclamas que no pronunciaban émulos de un Ratoncito Pérez para adultos, sino adultos. Coaches. Gentes que ayudan a «llenar el vacío entre lo que se es y lo que se desea ser». Profesionales del optimismo sentimentaloide, de la motivación a granel, de las sonrisas empaquetadas y de las patrañas. Vendehúmos creadores y cebadores de una mitología majadera que nos ha arrastrado hasta donde estamos. En un momento de la historia en la que osar decirle a alguien «no, no tienes talento para la música/la escritura/equis deporte» te convierte instantáneamente en un ogro cínico, errado e irrespetuoso. Una era en la que, paradójicamente, hay más formatos televisivos volcados en la búsqueda de individuos con vistosas capacidades que nunca conviviendo con la mayor cota de intolerancia a ser excluido del vagón de los «talentosos». Autoindulgencia a borbotones.
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Por alguna razón, la poesía ha sido la disciplina más rápidamente devorada y bastardeada por este coaching de lo artístico. Para ella no hacía falta tener talento innato, sino, simplemente, practicar. Según expone el crítico y novelista Ben Lerner en El odio a la poesía (Alpha Decay), esto podría deberse a que desde pequeños se nos dice que todos somos poetas por el mero hecho de ser humanos. Porque la poesía es, en última instancia, eso: sentimientos. ¿Y quién carece de ellos? ¿Por qué no hacer pinitos?
De los hombros
Me salen brazos
Y de ellos
Manos
[…]
Me pidió que le regalara
una poesía
bonita.
Entonces,
le di un espejo.
¿Lo ven? Sentimiento en bruto. Versos libérrimos, efervescentes, liberados del corsé formal de la métrica. Expulsen de inmediato la palabra «poetastro», les dirá un coach. Se trata de alguien buscando «la mejor versión de sí mismo», al que solo le hacen falta unas cuantas horas más de práctica para convertirse en un genio, si acaso no lo es ya.
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Como muchas, la revista polaca Vida Literaria recibía decenas de manuscritos de sus lectores, aspirantes a escritores. En 1960 optaron por capitalizar todo ese material. A partir de entonces los redactores se encargaron de responder, públicamente, a los poemas de los lectores, ofreciéndoles consejo y valoración en la sección «Correo Literario». La que décadas después se convertiría en Premio Nobel de Literatura, Wislawa Szymborska, era una de las encargadas de atender las dudas que corroían a los aspirantes, junto a Wlodzimierz Maciag. «Mi novio dice que soy demasiado guapa para escribir buena poesía. ¿Qué piensan de los versos que adjunto?», preguntó una lectora. «Creemos que es usted, efectivamente, una chica muy guapa», respondió Szymborska, que no escatimó jamás en audacia ni en ingenio. Solo en contemplaciones.
En cuanto a la dicotomía talento-esfuerzo, ella se alineaba más con Oscar Wilde —«Lo que no te dé la naturaleza, no se puede aprender»— que con Darwin o Lessing. Su paciente y prolongada pedagogía poética era contraria a dinamitar la clásica distinción entre Mozart y Salieri. El segundo, disciplinado y metódico, invirtió más horas y sudor entre partituras que el primero, quien, a pesar de todo, era claramente superior. ¿Por qué? Szymborska lo tenía claro: porque el talento existía. Y, aunque era complejo de definir o delimitar en un «dícese», era tan innegable su existencia como esperpéntico tratar de esconderlo. «Es un concepto difícil de definir científicamente. Pero eso todavía no significa que algo que cuesta definir no exista», contó en una entrevista, recogida en Correo Literario (Nórdica). «El talento… algunos lo tienen, y otros no lo tendrán nunca», reflexionaba. Eso no significaba, en modo alguno, que desalentara la práctica, el estudio o la disciplina de galeote. Al contrario. Impelía a leer con voracidad, a buscar (otros) talentos si el de las letras fallaba. Y lo hacía con jarrazos de agua fría.
Szymborska empezó siendo una mala poeta, del mismo modo que Flaubert — confesaba él—empezó siendo un pésimo escritor. Charlotte, Emily y Anne Brontë se dedicaron, durante sus inicios, a replicar libros de época con mediocres resultados. Despertaron, domesticaron, encauzaron esa chispa talentosa: «Ninguna clase magistral, por mucha atención que uno ponga, puede ayudar a crear talento. En el mejor de los casos puede ayudar a ese talento, en caso de que ya exista, claro», respondió la poeta polaca en otra ocasión. Si hablaba o no de las charlas TED es un extremo que no estamos en posición de desmentir.
Como idea, la meritocracia del talento posee un incalculable atractivo. Pensar que prosperarán aquellos que más sudor inviertan se parece bastante a la (idea de) justicia que manejamos. Y para eso también tiene respuesta Szymborska: «En verdad, sería justo y admirable que la intensidad del sentimiento por sí sola determinara el valor artístico del poema». Parece que está hablando de poesía, pero no solo.
Estaba lanzando al futuro otras reflexiones, si cabe, mucho más valiosas: que no todo se consigue a base de esfuerzo. Que uno puede esforzarse mal. No todos valemos para todo. A veces hay que rendirse y no pasa nada. Soñar es sano, no poner límite a lo que crees que puedes lograr, no. Probablemente no seas especial. Ser crítico con uno mismo es una obligación. Hasta el verso libre tiene reglas.
«Utilizas el verso libre como si su libertad fuera absoluta. Pero la poesía (a pesar de lo que pueda decirse) es, era y será un juego. Y, como todos los niños saben, los juegos tienen reglas. ¿Por qué lo olvidan los adultos?», se preguntaba. Y, como en todas sus interrogaciones, deslizaba un par de certezas:
Escribir frases
Bonitas
Con saltos de línea
No es poesía
Tampoco es poesía que se vuelva loco el botón de Intro o que encadenes un par de ripios cuya estima no sobrepasará la de un pie de foto bañado en pretensión. «En la prosa puede haber de todo, hasta poesía. En la poesía tiene que haber solo poesía», reza otra de sus píldoras de sabiduría.
La ciencia, por cierto, está emprendiendo el camino de regreso hacia Szymborska, corriendo en dirección contraria al coaching. Al menos, en este campo. El propio Gladwell, aunque continúa desdeñando la idea de talento innato, ha introducido matices a su razonamiento inicial de que diez años de práctica se convalidan con virtuosismo en cualquier materia. Admite que existen algunas (especialmente las deportivas) donde la edad de inicio o las condiciones físicas tienen una importancia igual o superior en la ecuación. «Podría jugar al ajedrez durante cien años y nunca me hará ser un gran maestro», ha admitido. Zach Hambrick, uno de los discípulos de Ericsson, pasó años creyendo que si no se había convertido en un talentoso golfista era porque se rindió demasiado rápido. Hasta que el razonamiento empezó a hacer aguas. Acabó dirigiendo su propia investigación al respecto, esta vez cambiando el instrumento y abriendo el espectro de las profesiones. Las conclusiones harían palidecer a cualquier coach porque no solo refutaban la teoría de las diez mil horas, sino también la tesis de que cualquier éxito está al alcance de nuestra mano.
Tras la publicación de los resultados, Hambrick se lamentó de cómo muchos se le echaron encima, acusándole de «matar sueños» y aspiraciones. Había demostrado al mundo que no importa cuántas horas pase frente al tablero: es difícil que se convierta en Fischer. ¿Imposible? No, poco probable, en términos relativos. A veces la historia que nos cuenta la ciencia es la historia que queremos escuchar. Para eso están los coach, reconozcámosles el talento.
Para todo lo demás, está la poesía.
La creatividad no es un talento, es una manera de trabajar.
John Cleese
Todos ya lo sabemos.
Me gusta cómo te expresas. Tu lengua mordaz. El hablar de forma directa. Lástima que estés tan desinformada del tema. Un coach de verdad, no un cantamañanas aprovechado, jamás te dirá que puedes lograr todo lo que te propongas. Te animará a que inicies el camino de aprendizaje. Que disfrutes de este camino en todo momento y que, si llegado el caso, fracasas en tu objetivo, aprendas de este fracaso, antes de iniciar el siguiente proceso. Si alguien te dice que puedes lograr todo lo que te propongas, no es un coach, es un estafador.
Firmado: Un coach ontológico y social.
Ya tuvo que saltar el ontologico…… El que se pica ya sabes…… manzanas traigo…… para todo lo demas dosis inmensas de poesía que ya se sabe que la poesía no admite curiosos….. desinformado estas tu de la realidad que existe FUERA del coaching que tu no eres humano…. eres coaching….. búscate una personalidad y luego vuelves a opinar desde tu condición de humano …….
Te agradezco el esfuerzo de opinar sobre mí con la única información derivada de mi texto, aunque siempre he pensado que este tipo de comentarios definen más a quien los hace.
Que seas feliz.
jajajaa tu texto es clavado al que leo muchas veces sobre homeópatas.
«es que hay homeópatas y estafadores, un homeópata nunca te dira que con las píldoras se te curara el cáncer, te recomendara un doctor oncólogo primero y de refuerzo…»
Traducción: Los otros te esquilman, nosotros te robamos poquito. Pues aplicar al cuento del coaching
Me encanta el artículo! Soy psicóloga y no te quito ni una coma. Solo un detalle: todo lo que has descrito de refiere al talento para la creación artística en su máximo esplendor (¡y coincido que todos no lo tenemos! ). Pero seriamente: hay distintos tipos de talentos. Y así lo trabajamos desde la psicología aplicada a la innovación. Gracias a ello el ser humano ha sido capaz de adaptarse, de crear profesiones únicas a lo largo de la historia en las que requiere uno o varios talentos para seguir generando cultura y conocimiento. Así que por favor no caigamos en el rollo que nos han vendido de que tener talento es ser artista y además, mejor si es reconocido/a. Y mejor aún, si tienes unos miles de followers. ¡Esa definición se ha quedado realmente anticuada y honestamente, no hace justicia a los talentos que el ser humano ha sido capaz de mostrar durante milenios!
Lo que propone Ericsson no es practicar 10.000 horas a lo loco, sino hacer la práctica deliberada, que es practicar elementos muy específicos de una displicina, hasta que los dominas. Precisamente por eso, criticó a Gladwell en «Número uno», quien simplificaba el proceso y decía que para ser maestro en cualquier cosa, con estar 10.000 horas practicando bastaba, lo cual no es cierto.
Mozart no hubiera sido nadie (ni niño prodigio ni leches) si no hubiera tenido al padre profesor de música que tuvo. Y por lo visto, no empezó a componer grandes obras hasta que no se metió en la veintena y ya llevaba unos cuantos años practicando (las obras que compuso de niño se sospecha que estaban retocadas por su padre).
Otra cosa es que después hiciera genialidades que superaran a Salieri.
Bobby Fischer necesitó 9 años de práctica deliberada para volverse gran maestro.
En el caso de la escritura de novelas, se necesita escribir y leer muchísimo durante años. Hay que analizar los textos propios y ajenos, para identificar y corregir errores, y saber identificar aciertos, para poder repetirlos. En toda la historia de la literatura, no hay genios innatos que escribieran obras maestras de la noche a la mañana. (En el mundo editorial existen los editores que pueden retocar obras de supuestos genios espontáneos, y lo que leemos es una obra reescrita por un editor profesional).
Esto lo digo por experiencia propia, que soy escritor y profesor de escritura creativa.
Un coach no es eso; un coach es lo que dice Fernando.
El gusto personal cuenta muchísimo, y tener una predisposición hacia ciertas disciplinas, también. Nadie puede ser bueno en todo. Pero sin práctica, en la que prestas mucha atención a lo que haces, no logras nada.
Tiendo a estar de acuerdo con lo que se expone en el artículo, pero… ¿y el experimento del sr. Polgar con sus hijas? Creo que hasta tuvo artículo en Jot Down.
Todos somos, por nacimiento traumático,
poetas pésimos, pero no obstante esto
poetas, sin más y sin menos,
solo que ignoramos llevar ese peso,
ligero, sobre hombros de hombres y hembras
con hambre que no fueron nuestros.
Estos, generalmente, están todos muertos,
o en el peor de los casos in-natos,
y es más grave en los supuestos que,
muertos, irreales o por llegar, sean mujeres,
y es aquí donde el desmadre
de las emociones abre las válvulas
de nuestra ignorancia pariendo
con el sudor de tu pecho dolores,
dudas, certezas en contramano perenne…
tragicomedias ficticias que duelen…
y maldigo a esas autoras/autores
que lograron… hacerme… llorar,
(A veces, el velo masculino no basta)
Pero qué haría sin ellas, sean musas
o escribas de Constituciones en las cuales
somos todos iguales, de frente y espalda
a la ley, hermanos, con sed de justicia,
constructores de sueños, en definitiva, humanos…
(Perdonen este desliz de prosa prosaica,
ya que solo quería hablar del existir,
y de sus fines, en nuestro caso nacer,
vivir con decoro y al final morir,
todo sumado, lógico, sensato, casi banal,
pero los dinosaurios, tan opulentos, torpes,
pesados, inmensos, monstruosos, inútiles,
superfluos y para colmo ovíparos…
Por qué tuvieron que nacer?
“Todo se resume en una sentencia sencilla: existen buenas y malas maneras de hacer las cosas. Usted puede practicar el tiro 8 horas diarias, pero si la técnica es errónea, sólo se convertirá en un individuo que es bueno para tirar mal”.
– Michael Jordan
El problema es que a muchos que si tienen talento les han dicho que no lo tienen. Y eso si que es indignante. El propio Gabriel García Márquez contó que en sus inicios, un editor no solo le rechazó una de sus obras sino que le hizo llegar una carta donde le aconsejaba que se dedicara a una actividad diferente. Y como este, hay una infinidad de ejemplos. Entonces, la conclusión es evidente. No puedes decirle a alguien, y menos a un niño: «no sirves para eso», «eres un burro». Se debe tener mucha prudencia, y en todo caso lo mejor es que cada uno descubra su talento, que cada uno sepa para qué sirve y qué es lo que lo apasiona de verdad en la vida.
El invento del siglo, o del milenio, sería un método para saber con toda certeza cuál es el talento de cada individuo. El día que cada uno de nosotros se dedique, desde bien temprano en la vida, a cultivar su talento, a trabajar en lo que le apasiona de verdad, ese día el mundo comenzará a cambiar para bien, el mundo empezaría a ser mas armónico y mas feliz.
Yo la verdad es que lo entiendo. El tejido industrial se desmantela, muchos procesos realizados por personas pasan a ser hechos por máquinas y claro, de algo hay que comer. Y mejor será vender humo que andar delinquiendo por ahí.
El problema es que la realidad es tozuda y por mucho coaching ( es que hasta el nombre resulta ridículo) que te metan por la oreja, si mides 1,90 y pesas 100 kgs tienes un chasis cojonudo para jugar al rugby, por mucho que tu sueño sea ser jockey….
El talento innato o la perseverancia profunda son solo dos (importantes) factores en el desarrollo de las habilidades de cada cual. En esta categoría cabrían el azar o la motivación generada por la autosatisfaccion entre muchos otros.
El problema, queridos psicólogos o coachers, es vuestro deseo de sistematizar, de detectar patrones y establecer métodos de aplicación general para el desarrollo individual. A mi humilde entender somos demasiado complejos para tamaña simplificación.
Si quieres vender una botella con un liquido dentro tienes que ponerle una etiqueta. El coaching es eso: una etiqueta para vender algo. Y el producto lo financia quién tiene interés en el resultado principal de este timo, a saber: culpabilizar y hacer responsable a cada individuo de todo aquello que le pase, de modo que no se puedan exigir responsabilidades sobre nada a ninguna instancia superior. También trata de desactivar la acción colectiva y cualquier mecanismo de corresponsabilidad o solidaridad.
Lo positivo es que da trabajo a un montón de ex-deportistas sin estudios ni oficio que, de lo contrario, a los treinta y pico no tendrían donde caerse muertos.
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