Ciencias

El detective que bebía whisky con hielo

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Fotografía: Pxhere.

Este artículo ha recibido el primer premio del concurso DIPC de divulgación del evento Ciencia Jot Down 2018

Martín Bucareli no vestía gabardinas color caqui ni se peinaba como Bogart en El halcón maltés. Pidió un whiskey con hielo. Tampoco bebía destilados a palo seco. Martín Bucareli no era un detective como los demás.

Acabó el vaso de un trago y se quedó mirando los hielos como si le ocultasen el secreto para resolver su último caso. Para cuando sacó el informe del portafolio el barman ya los había puesto de nuevo a flote. Leyó por enésima vez los resultados de aquella particular autopsia: carmín, plomo, lapislázuli. Martín Bucareli no investigaba asesinatos, secuestros o maridos infieles. Solo investigaba cuadros.

El encargo que había recibido se le antojaba sencillo. ¡Nada más y nada menos que un supuesto óleo sobre tabla del Maestro de Flémalle! Como si una obra de uno de los primitivos pintores flamencos apareciese todos los días… No tardaría en demostrar que la atribución era incorrecta. Bucareli siempre decía que toda buena falsificación necesitaba cumplir tres condiciones: una factura técnica a la altura del supuesto creador, una aparición verosímil y un experto lo suficientemente imbécil para dejarse engañar. Él no estaba dispuesto a que la última se cumpliese. La pintura en cuestión era una representación de la crucifixión de Cristo en presencia de la Virgen y san Juan, un conjunto iconográfico habitual en el siglo XV. Además, había sido encontrada de modo fortuito en una abadía semiabandonada de Valonia, a escasos kilómetros de Tournai, donde el Maestro de Flémalle estableció su taller. En ese puzle todas las piezas encajaban bien. Su instinto le decía que demasiado.

El presunto autor del óleo era uno de los pintores más enigmáticos de la historia del arte. De hecho su figura no se comenzó a esclarecer hasta el siglo XIX, cuando se le atribuyeron tres paneles encontrados en la localidad belga de la Flémalle, a la que debía su nombre. A partir de ahí se unió su identidad con la de Robert Campin y se le concedió el mérito de ser el pionero del arte flamenco. El artista que había roto con el canon establecido y había abierto las puertas a un estilo realista y detallista que llevarían a su máximo esplendor su discípulo Rogier van der Weyden y, por encima de todos, Jan van Eyck. Todo ello le convertía en un blanco perfecto para una imitación, ya que su estilo en transición no estaba del todo definido y ninguna de las escasas obras que se le atribuían llevaba su firma. La aparición de una nueva era un caramelo irresistible para el panorama artístico.

Cuando Bucareli vio la pintura en persona por primera vez se preguntó si su instinto le había fallado. La factura técnica era excelente y el estilo encajaba con el de los primeros pintores flamencos. Pero tampoco sería la primera vez que el análisis estilístico le traicionaba. Afortunadamente contaba con una herramienta poderosa y complementaria que le ayudaría a esclarecer la verdad: la ciencia.

Empezó por realizar un análisis que le ofrecería resultados rápidos y fiables. Para ello ni siquiera necesitaba mirar la pintura. Se dirigió directamente a los laterales de las tablas y tomó medidas microscópicas de los anillos que habían dejado los árboles al crecer. Como todo el mundo sabe, cada anillo que contamos en un tronco cortado equivale a un año de vida de su difunto propietario. Este conocimiento, tan arraigado en la sabiduría popular, es la base de una disciplina científica: la dendrocronología. Pero esta disciplina va mucho más allá de esclarecer la edad de la madera. De hecho puede hasta detallar las condiciones climáticas acaecidas hace varios siglos. Dado que el desarrollo de los árboles depende del clima de las estaciones de crecimiento, unos anillos más anchos indican primaveras y veranos más benignos. Es más, al estar expuestos a las mismas condiciones, todos los árboles coetáneos de una misma zona forman patrones de crecimiento similares. En cierto modo es como si compartiesen un mismo código de barras. En otro alarde de la búsqueda del conocimiento del ser humano existen bases de datos donde se almacenan esos patrones característicos. Así, con un poco de suerte se podrá saber el origen y la época de la madera empleada en una obra de arte. Esta suerte no le fue esquiva a Bucareli, si bien no obtuvo la respuesta que esperaba. Las tablas sobre las que estaba pintada la supuesta pintura flamenca eran de roble báltico, madera muy estimada por los artistas de la época. Pero lo más sorprendente es que, de acuerdo con su patrón de crecimiento, habían sido cortadas, como muy tarde, en 1420. Perfectamente pudieron haber sido usadas por Robert Campin, cuya única obra datada es de 1438. El resultado no contrarió en exceso a Bucareli; tampoco sería la primera vez que un falsificador reusaba tablas de una obra de menor valor para realizar una falsificación.

Su siguiente recurso fue estudiar las radiografías y fotografías de infrarrojos que había puesto a su disposición la casa de subastas que le había contratado. Como si fuese un médico que estudia un tobillo fracturado, pudo ver lo que se escondía tras la última capa de pintura al óleo. Observó que a lo largo del proceso creativo el pintor había realizado cambios en la composición, algo poco habitual en una obra fraudulenta en la que el perpetrador tiene establecido de antemano el aspecto final.

Todas las técnicas no destructivas empleadas hasta el momento habían resultado estériles o, por lo menos, no le daban la razón a su instinto. Era el momento de ir un poco más allá y pedir que se realizase un análisis estratigráfico. Tras insistir una y otra vez, consiguió que enviasen al laboratorio un par de fragmentos transversales de pintura de menos de un milímetro cuadrado que se recogieron de los lugares menos visibles del óleo. ¡Tampoco quería pasar a la historia por destruir un original de Campin en caso de estar equivocado! Gracias al análisis de esas muestras diminutas podría observar las diferentes capas que yacían sobre la tabla y conocer su composición química.

Precisamente esos eran los resultados que Bucareli releía entre sorbo y sorbo de whiskey. Las estratigrafías mostraban que las tablas habían sido cubiertas con un aparejo a base de carbonato cálcico y cola de conejo que ofrecía al artista una superficie blanca y uniforme sobre la que trabajar. Para desazón de Martín, todo seguía encajando con la manera de trabajar de los gremios flamencos del siglo XV. Sobre esta primera capa se habían identificado una gran cantidad de pigmentos: albayalde o blanco de plomo, laca de kermes en forma de veladura sobre rojo bermellón, azul ultramar obtenido de lapislázulis afganos… Martín había fracasado en su intento de encontrar un compuesto anacrónico. Ni un miserable rastro, que sé yo, de blanco de titanio o de azul cobalto, descubiertos cientos de años después de la muerte de Campin y que hubiesen refutado su autoría con total certeza. Ni siquiera la última capa de la obra le daría la razón. El barniz que protegía la pintura no era una sustancia polimérica moderna, sino una resina natural, posiblemente almáciga exportada de la isla de Quíos.

Era el momento de encajar la derrota. Admitir que no tenía pruebas de que la obra no fuese del siglo XV. Pensándolo bien, como amante del arte, la idea de haber tenido entre sus manos una obra del Maestro de Flémalle le empezaba a resultar atractiva. Mandaría el informe a la casa de subastas y que la experta en arte flamenco decretase si la obra había surgido de los pinceles del propio Campin o de algún aprendiz con menor pericia. Tomó el penúltimo trago de whiskey y, de repente, se activó algún tipo de resorte que le empujó a golpear la barra con tal ímpetu que todas las miradas se dirigieron a él.

Había experimentado uno de esos momentos de clarividencia que solo llegan instantes antes de dormir y de los que no queda rastro alguno a la mañana siguiente. Como la amante que abandona el lecho antes de que llegue el alba. En un curso de formación en análisis forense le habían hablado de un procedimiento para detectar whiskeys fraudulentos gracias al estudio isotópico. Tal vez él pudiese hacer algo similar. Martín sabía que los isótopos eran átomos de un mismo elemento químico que se distinguen por tener diferente número de neutrones. Lo que desconocía es que la abundancia de estos isótopos puede variar ligeramente de un lugar a otro. Gracias a ello un grupo de investigadores había logrado distinguir el Scotch Whisky de whiskeys fraudulentos. El procedimiento se basaba en comparar las concentraciones de isótopos en las bebidas, ya que variaba en función del origen del agua empleada. ¿Podría usar alguno de esos pigmentos que su mente repetía sin descanso con el mismo propósito?

Tiró de la madeja y encontró la respuesta que ansiaba en el pigmento blanco. Sea quien fuera la mano tras el pincel, había empleado albayalde en los hábitos de la Virgen y en el perizonium que cubría las vergüenzas de Cristo. A Bucareli le resultó paradójico que el pigmento empleado para tan purísimo propósito se obtuviese poniendo láminas de plomo sobre vinagre en un recipiente cerámico que se cubría con estiércol. Pero tampoco estaba para reflexiones de este orden. A él lo que le interesaba era el plomo o, más bien, uno de sus isótopos radiactivos: el plomo-210. Este isótopo no es estable y tiene una vida media de 22,3 años. Eso significa que, pasado ese tiempo, la cantidad original se reduce a la mitad. Pero, ¿cómo es posible que siga existiendo ese isótopo en la Tierra si esta tiene miles de millones de años? ¿No debería haberse agotado prácticamente en su totalidad si cada dos décadas su concentración se reduce a la mitad? La respuesta es sencilla: se genera continuamente por la desintegración de otros átomos radioactivos de mayor tamaño.

Llegados a este punto, entra en juego la manufactura del albayalde. Cuando se encuentra una mena de plomo se realiza un refinado para obtener el metal lo más puro posible. En dicho proceso se elimina la mayor parte de los isótopos radioactivos que pueden llegar a producir plomo-210, por lo que desde ese momento en adelante la cantidad del isótopo sí que mengua con el paso de los años. Así, el albayalde empleado en el siglo XV tendrá una cantidad mucho menor de plomo-210 que el producido en épocas más recientes. Eso es todo lo que necesitaba saber Bucareli para seguir en su cruzada contra el fraude artístico.

Una semana después recibió un sobre con los resultados de los nuevos análisis que había solicitado. Leyó el informe en diagonal en busca del único número que le interesaba. La cantidad de plomo-210 era excesivamente alta para ser una obra del siglo XV, incluso tomando los valores más bajos del intervalo de confianza que le ofrecía el laboratorio. La Crucifixión se había elaborado en algún momento dentro de las últimas seis décadas.

Una vez descubierta la verdad se rompieron las cadenas que le habían impedido disfrutar de aquella falsificación. Por primera vez observó el tríptico como si fuese una auténtica obra de arte. Pensó en el delicado trabajo que se escondía tras aquel fraude. Alguien había recogido tablas de obras del siglo XV, había quitado la pintura y las había vuelto a unir sin usar ningún tipo de material contemporáneo. Había puesto una preparación blanca para lograr una superficie homogénea sobre la que trabajar siguiendo exactamente los pasos que empleaban los reputados artesanos flamencos. Había realizado un dibujo a carboncillo sobre el que aplicó diferentes capas de pinturas, preocupándose de que todos los pigmentos existiesen en dicha época. Por último, había empleado un barniz natural y, de alguna manera, había conseguido que la obra envejeciese a un ritmo acelerado. El óleo estaba perfectamente seco y se observaban craqueladuras naturales y rastros de suciedad que bien podrían ser el fruto de cientos de años de exposición. Pero un miserable átomo radiactivo había delatado que esa pintura no podía ser tan antigua. Bucareli pensó que por ese pequeño detalle una obra de arte que hubiese recibido millones de visitas pasaba a valer menos que el polvo con la que la había cubierto. Guardó el informe en un sobre lacrado y dudó si prenderle fuego o encaminarse hacia la oficina de Correos más cercana. Tampoco para eso era un detective como los demás.

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Un comentario

  1. Vaya qué historia! Genial. Gracias por la emocionante lectura.

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