Música

Bernard Herrmann: Banda sonora para provocar escalofríos

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Alfred Hitchcock y Bernard Hermann durante el rodaje de Vértigo, 1958. Fotografía: Universal Pictures.

Hay una anécdota prácticamente insuperable sobre el auge de la música de cine con la llegada de las películas sonoras. A finales de los años treinta, Bette Davis estaba rodando Amarga victoria (1939) con el director Edmund Goulding. En la escena culminante de la película tenía que subir unas escaleras. Bette recelaba. Quería todo el protagonismo para ella y preguntó al director sobre quién iba a componer la banda sonora del largometraje, y por tanto, quién pondría música a aquel importante momento. «Max Steiner», respondió Goulding. Davis debió pensar que era la peor respuesta posible. El compositor de la terrorífica y ya sonora King Kong (1933) era una estrella en ciernes. Por ello, la actriz espetó a Goulding: «Pues o subo yo esas escaleras o las sube Max Steiner, pero los dos juntos, no». El desenlace fue salomónico: ambos obtuvieron la nominación al Óscar.

El trabajo de Steiner, el gran compositor del sinfonismo clásico de Hollywood, fue el primer ejemplo de que la música de cine podía provocar verdadero terror en la gran pantalla. No simple inquietud: terror. Es probable que sin los acordes de Steiner aquel mono de juguete en lo alto de una maqueta del Empire State no hubiera dado tanto miedo. A partir de 1930 declinaron, en fin, aquellas películas mudas con músicos al lado interpretando, por ejemplo, la Sinfonía n.º 40 de Mozart, bello y sugerente acompañamiento pero que no dejaba de ser un simple apéndice de lo que pasaba en la pantalla, única protagonista. La nueva arma del cine era el poder de conmoción de la música en calculada síntesis con la imagen.

En realidad, estas pianolas y orquestillas en las primeras salas de proyección, como una banda que da ambiente a un bar mientras la gente consume otra cosa, es el antecedente exacto de las bandas sonoras. Al hablar de música de cine, la distinción entre música diegética y extradiegética es muy oportuna. La diegética se encuentra dentro de la película, en el tocadiscos de una habitación o el teléfono móvil de un personaje; tanto ellos como los espectadores la escuchamos de la misma manera. Por su parte, la extradiegética no parte de ningún artefacto sonoro contenido en la puesta en escena, sino que se agrega externamente a las imágenes para darle soporte narrativo o dramático. Es lo que se conoce comúnmente como banda sonora.

En El hombre que sabía demasiado (1956) hay un ejemplo grandioso, casi absoluto, de música diegética. En una escena culminante de la película, la Orquesta Sinfónica de Londres toca en el auditorio Albert Hall una versión de la cantata de Arthur Benjamin Storm Clouds. La interpretación de esa cantata será completamente determinante en el desarrollo de los hechos, pues hay un asesino entre el público que espera un momento concreto de la pieza para disparar a su víctima. ¿Saben quién dirige la orquesta? Bernard Herrmann, responsable de la banda sonora del film, y por una vez, de cuerpo presente en las imágenes. Fue un bonito homenaje de Hitchcock a su gran socio, pero si hablamos de presencias, Herrmann ya llevaba algunos años llenando las películas del director de Londres sin necesidad de que le viéramos la cara.

La importancia del acorde en séptima

En Bernard Herrmann culminan, probablemente, dos modernidades distintas, tanto la de las bandas sonoras (un sinfonismo definitivamente emancipado de la utilización meramente coreográfica de la música de cine, de la simple orquestación de golpes, caídas y momentos, así como de coloridos leitmotivs para cada aparición de personajes) como la de los scores de miedo como género, si es que existe realmente tal cosa. Antes de glosar la obra concreta del gran compositor americano, altavoz fundamental del desasosiego hitchcockiano, un paseo por el terror y algunas de sus claves sonoras resulta estimulante.

El compositor Pino Donaggio define en dos principios básicos la composición de la música de miedo: ambigüedad y disonancia. La inquietud de las composiciones nace de sonidos velados, de sentimientos mezclados y de progresión incierta y, según las reglas de la armonía musical, sonidos que el oído identifica como desagradables (no piensen en un juicio del gusto; es algo inevitable para todas las orejas). Existen importantes antecedentes de este displacer musical.

Marco Bellano, profesor de la Universidad de Padua, explica que a finales del Renacimiento Claudio Monteverdi echó en falta una mayor variedad sentimental en la música de la época. Por entonces tenía bastante fortuna la idea de que en tiempos clásicos las tragedias de Sófocles, Esquilo y Eurípides, y todos sus antecedentes y continuadores, habían conseguido un grado de exploración sonora más que completo. Como dijo Aristóteles en su libro VIII de la Política: «Ritmos y melodías pueden representar, con un alto grado de semejanza con el modelo natural, la ira y la mansedumbre, el valor y la templanza y sus opuestos, y en general todos los otros polos de la vida moral».

La cuestión es que Monteverdi pensó que faltaban colores importantes en la todavía rudimentaria paleta musical de aquel tiempo. «Los más extremos sentimientos del alma», en palabras de Marco Bellano. La excitación o la ira se darían cita en un nuevo estilo llamado concitato o estilo agitado, «una figuración a base de notas breves repetidas de forma rápida, resultado de dividir la duración de una redonda en dieciséis semicorcheas que repiten obstinadamente una sola nota sin renunciar en ningún momentos a la claridad en el pulso». Monteverdi lo pondría en práctica en varias piezas propias y es, en parte, lo que posteriormente se llamaría ostinato. Estábamos, por lo demás, asistiendo a los inicios de la ópera en la transición al Barroco musical.

Por su parte, el musicólogo Luigi Dallapiccola (sí, otro italiano) afirma que en el siglo xix se observa una fórmula recurrente para expresar ciertas emociones límite. «Cada choque, cada horror, cada violación y secuestro, cada sorpresa, toda maldición —y las invocaciones a veces incluso desesperadas— se expresaban mediante el acorde de séptima disminuida». Dicho acorde en séptima se fue instalando en el subconsciente colectivo del público como fórmula habitual de lo inquietante.

Es interesante pensar, por ejemplo, en el cine expresionista alemán de los años veinte de haber florecido en la época del sonoro. No fue así, pero como antes decíamos, por necesidades puramente espectaculares, pues el público del siglo XIX y del XX nunca concibió un espectáculo realmente mudo, siempre se acompañaban de alguna música. En concreto, este cine de sombras y decorados torcidos se adornaba con sonatas a piano de Beethoven, Chopin o piezas románticas y tardorrománticas de tintes más lúgubres.

No obstante, cintas de culto como Nosferatu (1921) o Fausto (1926) utilizaron partituras de acompañamiento de similares resonancias pero compuestas ex profeso. Muchas de ellas estuvieron perdidas durante años y hasta hace algunas décadas no consiguieron ser recuperadas como verdaderas reliquias de la primitiva música de cine. En cualquier caso, una máxima suele estar siempre presente en todas estas composiciones: ambigüedad, disonancia y el mencionado acorde en séptima, artífice de estas sensaciones.

El sonido de la oscuridad

Si comparamos la música de las películas de Alfred Hitchcock con la de mitos como La novia de Frankenstein (1935), Planeta prohibido (1956) o las cintas de John Carpenter, sin duda estamos hablando de algo muy diferente. Bernard Herrmann no busca aterrorizar expresamente sino puede que algo peor: sugerirnos un miedo y que nosotros mismos nos internemos en él cada uno a nuestra manera. Junto a Hitchcock, ambos nos enseñaron a temer a una ducha, a una cornisa o a un horno de la República Democrática Alemana. Como aquella cítara de Anton Karas nos mostró el peligro de las cloacas de Viena.

Herrmann trabajó con Welles, Mankiewicz o Truffaut, pero con ningún director tuvo una colaboración más continuada (ocho películas completas) que con Hitchcock. El profesor de la Universidad de Sevilla Carlos Colón afirma que «la clave más profunda de este entendimiento hay que buscarla en la visualidad radical del estilo de Hitchcock, que siempre limitó lo verbal (y criticó duramente la verbalización de Hollywood tras el sonoro), y en la visualidad (que no descriptivismo) de la música de Herrmann». De este matrimonio afín, ambos dos flemáticos pero temperamentales de gusto preciso y gran inteligencia expresiva uno con la partitura y el otro con la cámara, brota ese celebrado cine denominado de suspense. Una etiqueta que, aunque reformulada bajo fórmulas posmodernas como el thriller, tan imprescindible, da la impresión de que habría que inventarla si no existiera.

Pero hablemos de Herrmann. Es importante decir que Bernard, chico de conservatorio y formación clásica, se hizo en la radio. Trabajó desde los años treinta en la emisora CBS de Nueva York musicalizando más de mil doscientos programas dramáticos; pasos, golpes, puertas que se abren, mecheros en la noche. Había que estrujarse el cerebro para imaginar, por ejemplo, cómo suena en la radio un fajo de billetes. O una invasión alienígena. Porque efectivamente, Herrmann fue uno de los compositores detrás de la célebre La guerra de los mundos. Allí, en esos estudios de la CBS, según recoge la escritora Concha Barral, «se empezó a decir que ese músico sabía cómo sonaba la oscuridad».

Tras estrenarse en el mundo de las bandas sonoras con nada más y nada menos que el score de Ciudadano Kane (1941), Herrmann hizo prácticamente de todo hasta que llegó su gran momento. Ganó un Óscar en 1941 por El hombre que vendió su alma, fue nominado dos veces más y compuso para prácticamente todo tipo de cine, valga Jane Eyre (1944), El fantasma y la señora Muir (1947) o Ultimátum a la tierra (1951). Según otra vez palabras de Concha Barral, «Benny ya había madurado y, cuando empezó a trabajar con Hitchcock, ya había decidido que los instrumentos de cuerda guardaban toda la gama de color que necesitaba para dar misterio, suspense, romanticismo y humor». No siempre cumpliría tan severo precepto de austeridad instrumental. Ni falta que le hizo.

El propio Herrmann declaró su primer mandamiento para una película como Psicosis (1960): «El complemento de la fotografía en blanco y negro es el sonido en blanco y negro: una orquesta formada solo con cuerdas». Dicho y hecho. «Violines, violas, chelos, contrabajos, arpas…» para dar vida a una de las partituras más escalofriantes de la historia del cine, afilada pero llena de matices y texturas, tridimensional en ese sinfonismo moderno que Herrmann elevó a la categoría de música rotunda y verdadero icono contemporáneo. Pueden escuchar el «Preludio», por ejemplo.

Como afirma más en detalle Joaquín López González, profesor de la Universidad de Granada, «para transmitir la sensación de inseguridad, Herrmann utiliza fundamentalmente un lenguaje armónico disonante que evita desembocar en armonías familiares, incluso al final de fragmentos largos». Música ambigua, irregular y apoyada en el acorde séptimo (a veces también noveno) y ese famoso ostinato de notas cortas, cortantes como un cuchillo.

La historia, por cierto, es bastante conocida, pero no está de más repetirla: Herrmann salvó con su música la escena de la ducha porque hasta entonces Hitchcock no había conseguido hacerla funcionar en la sala de montaje. Como escribió el crítico de cine Béla Bálazs: «La música hace aceptar la imagen de la pantalla como una verdadera imagen de la realidad viviente. La música cesa… todo aparece liso… sombras privadas de carne».

De entre los muertos

Jamás Herrmann ni Hitchcock provocaron tanto miedo como en Psicosis (1960), y es probable que haya bastante consenso en esto, pero la cumbre cinematográfica y musical que supone Vértigo (1958) merece comentario aparte. Para la partitura de, para muchos, la mejor película de Hitch (incluso la mejor de la historia del cine para la revista Sight & Sound según un polémico ranking de 2012), encontramos al Herrmann más neorromántico, de gran finura expresiva pero de una turbulencia sentimental digna de los tonos más sombríos del tándem de realizador e instrumentista.

El profesor Carlos Colón advierte de la intensa influencia wagneriana en Vértigo, ese magnetismo hacia el abismo que siente el acrofóbico protagonista (James Stewart) hacia su amada (Kim Novak), o en muchos casos hacia el trampantojo de su amada. No hay que olvidar que el argumento, basado en un libro de Pierre Boileau y Thomas Narcejac, De entre los muertos, procede del mito de Tristán e Isolda, relato medieval sobre amor desesperado y mujeres que se parecen a otras mujeres (como el Hitchcock que buscaba obsesivamente a Grace Kelly en todas las señoritas rubias) que Wagner adaptaría, con acento romántico, en una de las óperas más memorables del siglo XIX. «Esta trama de errores de amor conforman el panorama más desesperadamente trágico y romántico de todo el cine de Hitchcock», afirma Colón.

Bernard Herrmann está en perfecta sintonía con las intenciones del director y firma una partitura tempestuosa y febril, en la estela de la imaginería tan decimonónica de la película (el cementerio, el bosque, la iglesia, la torre, la muerte) y de sus vertiginosos temas. El profesor británico Royal S. Brown habla de «un motivo musical ascendente-descendente», según cuenta Fernando Vargas-Machuca, en el «Preludio» de Vértigo, que es un reflejo del «doble y contradictorio movimiento de atracción y rechazo que causa el abismo sobre el protagonista».

En su famoso ensayo sobre la película, Eugenio Trías dice muy elocuentemente que «sorprende en este film la partitura musical de Bernard Herrmann hasta el punto de que no se sabe muy bien si la película es una evocación de esa prodigiosa banda musical o esta constituye el entramado fílmico y melódico que concede al film su verdadero armazón». En suma, la música de Vértigo es una prueba de madurez de las composiciones para cine, resulta una inteligente exploración sobre formas más sutiles de temor y obsesión y, además, una rica convergencia entre sinfonismos clásicos, corrientes románticas y la gran espesura psicológica de la obra de Hitchcock. Un compendio de emociones más que cinéfilas.

La última colaboración entre músico y director fue en 1966 con Cortina rasgada, un coitus interruptus en toda regla ya que Herrmann abandonó la producción en mitad de ella. La presión de los estudios (Hitchcock, autor innegociable, siempre mimó su relación con los productores) desaconsejó la banda sonora que Benny había compuesto originalmente (de corte más o menos clásico) para impulsar los más modernos sonidos de John Addison. La pelea entre compositor y cineasta (con Paul Newman de por medio) fue realmente sonada y terminó con una relación que duró más de diez años, la más prolongada que el director londinense mantuvo jamás y que incluye títulos como Con la muerte en los talones (1959) o Los pájaros (1963). El mejor epitafio lo firmó el músico sin empacho alguno: «Hitchcock sin mí no sería Hitchcock».

Curiosamente, en 1975, la última banda sonora que Herrmann compuso tenía esos tintes innovadores (con órganos y sintetizadores, que hasta entonces solo había usado de forma muy ocasional) que rechazó hacer para Cortina rasgada una década antes. Hablamos de la música de Taxi Driver. El día de Nochebuena de dicho año, con la película aún por estrenar y tras una estresante jornada de grabación en los estudios de la Universal en Los Ángeles, Herrmann volvió a su hotel, se fue a la cama y no volvió a levantarse. Sufrió un infarto aquella noche. Tenía sesenta y cuatro años y muchas escaleras por subir todavía.

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6 Comentarios

  1. Gonzalo Franco Revilla

    Un músico completo y grande, cuyas composiciones cinematográficas le sitúan en un lugar preminente. No hay más que escuchar las distintas bandas sonoras escritas por él, obras maestras. «Taxi Driver» su trabajo póstumo es un ejercicio de vanguardia que suma aún más la valía de la película.

  2. Muy buena nota, músico genial.

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