El terror siempre ha sido el género cinematográfico más rentable. Si consideramos el balance entre los costes de una película y sus posibles beneficios (y excluyendo, claro, la pornografía como género cinematográfico), la ecuación está clara: Miedo = $.
El público del terror es poco exigente. Existen los sibaritas del género, claro, pero son una minoría. En términos comerciales el terror cinematográfico no necesita calidad para triunfar. En los últimos veinte años hemos sido testigos del encumbramiento comercial del terror más facilón imaginable. En 1999, El proyecto de la bruja de Blair recaudó unos doscientos cincuenta millones de dólares con un presupuesto de sesenta mil, mucho menos de lo que cuesta un único episodio de una serie de televisión normalita. En 2007, Paranormal Activity, cuyo rodaje costó lo mismo que un utilitario, recaudó doscientos millones, convirtiéndose en la película más rentable de toda la historia del cine.
Estaremos de acuerdo en que ninguna de las dos es El resplandor, pero demostraron hasta qué punto es fácil ganar dinero dando sustos sin pensar demasiado en el guion. El subgénero del found footage, el «metraje encontrado», ni siquiera requiere calidad de imagen, que en tiempos era el mínimo exigible a una película. Títulos con secuencias «anticinematográficas» que antes no hubiesen sido proyectadas ni en festivales domingueros para aficionados disponen ahora de buena distribución en las cadenas de cines (aunque cabe admitir que se han hecho cosas interesantes en ese formato, como la española REC o la primera entrega de Cloverfield). Las seis atroces películas de la saga Paranormal Activity han costado poco más de treinta millones de dólares entre todas y han recaudado casi mil millones. Eso es un beneficio mayor que un éxito de Marvel o de Star Wars.
Con estos y otros precedentes, no parece haber motivo lógico para que alguien se esfuerce en producir terror de calidad. Y, sin embargo, en los últimos años se está haciendo. El terror ha dejado de ser un género contemplado con desdén por los críticos y se ha convertido en una constante fuente de sorpresas.
El momento en que quedó sellado este renacimiento fue la nominación como candidata a mejor película de Déjame salir, la pesadilla racial escrita y dirigida por Jordan Peele, en los Óscar de 2018. No ganó, pero dio mucho que hablar porque es rarísimo que un largometraje de terror sea nominado en esa categoría; solo ha sucedido seis veces a lo largo de la historia y para llegar a ese número hay que incluir títulos que quizá encajarían mejor dentro del thriller psicológico. Las otras cinco nominadas fueron El exorcista (1974), Tiburón (1976), El silencio de los corderos (1991), El sexto sentido (2000) y El cisne negro (2011). Un par de ellas, como ven, las estamos incluyendo en el género con calzador.
La nominación de Déjame salir supuso el reconocimiento académico de lo que todos ya sabíamos: que el terror lleva varios años generando pequeñas joyas hechas casi siempre con presupuestos modestos. El cómo y el porqué de esto que algunos llaman la «nueva edad dorada del terror» parecen ir en contra de lo que pensamos acerca de la manera en que funciona la industria del cine: «Si las películas de terror tienen mucho público aunque sean malas, y si a veces tienen mucho público especialmente cuando son malas, ¿para qué esforzarse en hacer películas de terror buenas?». Bien; como muchas otras cosas, esto es el resultado de un proceso histórico y de que algunos productores han aprendido de las cosas que sucedieron en el pasado.
De Hammer al VHS: de cómo la serie B se convirtió en serie A
Siempre ha habido buen cine de terror hecho con poco dinero, sí, pero constituía la excepción. Si usted confecciona una lista histórica de clásicos me dirá: «¡Eh, ha habido muchas buenas películas de terror de serie B!». Sí, pero estaría olvidando la ingente cantidad de morralla barata que se estrenaba al mismo tiempo. Es fácil romantizar el pasado. Y esto se lo dice un firme partidario del «cualquier tiempo pasado fue mejor», pero es que me he sometido a algunas sesiones de terror de serie B que no se las deseo a mi peor enemigo. Ha habido mucha, mucha basura en la historia de la serie B. A veces es basura divertida y entrañable, pero muchas otras veces no.
Las excepciones eran eso: excepciones. El terror vivió su época dorada durante buena parte de los años treinta, cuando Bela Lugosi y Boris Karloff reinaban en la pantalla, pero pronto quedó relegado a las sesiones matinales para chavales. Con pequeños presupuestos podía ser rentable, pero los grandes estudios lo consideraban un género menor, como la ciencia ficción, y los grandes directores rara vez querían acercarse a un género que tenía público limitado y mala reputación entre los críticos. Eso fue así en los cuarenta y los cincuenta.
Alfred Hitchcock fue una de las grandes excepciones y un pionero. Hizo por el terror lo que Stanley Kubrick por la ciencia ficción: devolverle su prestigio perdido. En 1960 Hitchcock se sacó de la manga Psicosis, el primer slasher moderno, como llaman al subgénero de los psicópatas sangrientos. Fue el primero moderno porque rompió moldes transgrediendo varios tabúes del cine comercial de su tiempo. De hecho, Paramount Pictures se negó a financiarla por considerarla un proyecto aberrante, hasta que Hitchcock ofreció hacerla por muy poco dinero, rodándola en blanco y negro, usando el equipo técnico de su serie de televisión Alfred Hitchcock Presenta (algo arriesgadísimo: la desigualdad técnica que había entonces entre cine y TV era descomunal). El resultado fue un gran éxito. Eso le permitió a Hitchcock repetir en el género con Los pájaros, estrenada en 1963. La visión del terror cambió. El terror de Hitchcock influyó a los cineastas europeos. Estos, a su vez, influyeron en Hollywood. En 1969, por ejemplo, la misma Paramount que se había negado a financiar Psicosis produjo La semilla del diablo, dirigida por un polaco, Roman Polanski.
En los sesenta hubo cuatro grandes focos de influencia que marcarían el terror de las siguientes décadas: las mencionadas películas de Hitchcock y Polanski, el terror gótico de la productora británica Hammer y un largometraje casi amateur dirigido por un desconocido que se había dedicado a rodar anuncios antes de revolucionar por sí solo el subgénero de los zombis. Hablo, claro, de Night of the Living Dead de George A. Romero.
Las distintas corrientes que surgieron sufrieron diversas suertes. La Hammer fue aplastada por la sobresaturación. El terror barato era un recurso tan fácil para cualquier pequeño productor que terminaba siendo usado por muchos otros pequeños productores. Eso provocó una feroz competencia. Europa produjo cantidades ingentes de pequeñas producciones y España, sin ir más lejos, se convirtió en una de las Mecas del género. La Hammer, que había dominado el terror europeo durante los sesenta con aquellas películas de horror gótico en las que podíamos ver a Christopher Lee y Peter Cushing, fue víctima de una avalancha de imitaciones que devaluaron su producto.
Los grandes estudios estadounidenses decidieron seguir el camino de La semilla del diablo, produciendo un horror atmosférico y sobrenatural con fuerte carga psicológica: El exorcista, Amenaza en la sombra, Carrie, La profecía, etc. Esta corriente predominó en las grandes producciones de los setenta y se despidió a lo grande con dos películas de 1980: El resplandor de Stanley Kubrick y Al final de la escalera de Peter Medak. Quizá no les suene el nombre, pero Medak terminó dirigiendo episodios en series como The Wire, Breaking Bad, Hannibal, Sexo en Nueva York o House. Aunque la película de Kubrick es la más recordada, Al final de la escalera fue, irónicamente, la que más marcó el cine de terror posterior.
La alargada sombra de Hitchcock dejó su influencia en los setenta por dos vías casi opuestas entre sí. La primera fue un terror abstracto marcado por la sugestión; en este campo, el alumno más aventajado fue Steven Spielberg con El diablo sobre ruedas y Tiburón. Era un terror muy cercano al thriller, género en el que la influencia hitchcockiana era omnipresente. La segunda vía fue el camino abierto por Psicosis, el slasher, que con el fin de la censura se volvió mucho más cafre. Aparecieron películas con gran carga de violencia explícita como La última casa a la izquierda, La matanza de Texas o el subgénero de las festividades sangrientas: Halloween, Navidades negras o Noche de paz, noche de muerte. Los pequeños productores optaron en masa por este subgénero, en el que no necesitaban una aproximación cinematográfica refinada para impactar al espectador.
Esta segunda corriente no era lo que Hitchcock había pretendido crear con Psicosis, desde luego, pero es lo que tienen los grandes, que no siempre influyen de la manera en que habían previsto. La serie B se llenó de sangre, barata y efectiva. La aparición del vídeo doméstico agudizó esta tendencia y los videoclubs de los años ochenta se convirtieron en museos de la víscera, repletos de decenas, centenares de filmes de horror con portadas impactantes y, por lo general, poco o nulo valor artístico. El terror «de clase media» al estilo Hammer, también barato pero hecho con cuidado artístico, quedó condenado al ostracismo frente al fast food cinematográfico. Incluso durante los noventa el género quedó estancado en tópicos que se repetían en títulos como Scream o Sé lo que hicisteis el último verano. Las mejores películas de la época, las interesantes de verdad, solían inspirarse en el terror de los setenta, aunque tendían a alejarse de lo sobrenatural y entraban más en el terreno del thriller criminal con toques hitchcockianos: El silencio de los corderos, Misery, Seven, etc.
La revolución de fin de siglo
Hacia finales de siglo XX, en poco más de veinte meses, el cine de terror experimentó una completa revolución.
A mediados de los noventa ya había precedentes que habían demostrado que existía una creciente demanda de un horror más elaborado. En 1997, por ejemplo, la canadiense Cube pilló por sorpresa al público y, aunque no todos los críticos la vieron con buenos ojos, sí hubo consenso en reconocer que constituía un soplo de aire fresco. Pero aquel soplo era solo el anticipo del ventarrón. Fueron 1998 y 1999 los años que lo cambiaron todo. Por efecto, en especial, de tres películas.
Una fue Ringu. Ya saben, la que nos demostró que en Japón se estaba cultivando un terror atmosférico basado en la acumulación de suspense que, si bien debía mucho al cine estadounidense de los setenta, era capaz de renovar el género con matices completamente inesperados. El muy peculiar concepto japonés del horror gótico era un barniz novedoso para un producto conocido. Ringu contenía escenas que ya son historia del cine, como aquella de la chica que emergía de un televisor (que, estoy convencido, está inspirada en otra escena de una película más antigua que vi hace años y cuyo título no consigo recordar ni a tiros, ¡ya me acordaré!). Los japoneses hacían un terror muy minimalista, desprovisto de parafernalia, que apelaba a miedos muy básicos y muy infantiles que el público adulto creía olvidados. Ringu causó tal impacto que, además de propiciar la preceptiva —y prescindible— versión estadounidense, hizo que Hollywood se pasara años intentando imitar, casi siempre sin acierto, el inquietante terror japonés. Dos de los grandes estudios nipones, Toho y Toei (responsable de la también muy influyente Ju-on), estuvieron sentando cátedra mientras los americanos anotaban cosas en su cuaderno todo lo deprisa que podían.
En 1999 llegaron las otras dos películas revolucionarias. El sexto sentido encumbró a M. Night Shyamalan, aunque no era muy novedosa y contenía secuencias enteras que estaban inspiradas, o diría que copiadas, de Al final de la escalera. Lo más comentado entonces fue el uso que Shyamalan hacía de la sorpresa final —increíblemente, la gente de aquella época feliz en la que no existía Twitter era muy respetuosa con los spoilers—, pero lo más decisivo a medio plazo fue que El sexto sentido devolvía el terror atmosférico sobrenatural típico de los setenta a la primera línea, de manera paralela a como lo estaban haciendo los japoneses, aunque con un empaque mucho más familiar.
Aún más influyente fue El proyecto de la bruja de Blair, también de 1999. No era tan buena como Ringu o El sexto sentido, claro, pero sí iba a ser más importante a largo plazo. El temblor sísmico que produjo en el género del terror aún se siente hoy; su influencia no se ha extinguido y es posible que no se extinga jamás. Su poder radicó en demostrar que, pese a los cambios en la industria, la serie B podía ser más rentable que nunca. Me explico: es difícil y caro imitar El sexto sentido; hubo títulos que triunfaron siguiendo esa línea, como Los otros de Alejandro Amenábar (otra que le debía mucho, pero mucho, a Al final de la escalera) o El espinazo del diablo de Guillermo del Toro. Pero no fueron muchos, porque cuestan dinero y requieren talento. En cambio, una película de found footage al estilo de El proyecto de la bruja de Blair apenas requiere inversión ni imaginación para recaudar.
No me resisto a comentar una hipótesis reciente sobre el terror estadounidense de entonces que me ha sorprendido. Sabemos que el suceso clave en el cambio de siglo fueron los atentados del 11 de septiembre del 2001. Pues bien, desde hace algunos años están apareciendo análisis sobre la supuesta influencia que el 11-S tuvo sobre el cine de terror estadounidense y, por ende, sobre el cine del resto del mundo. Hay incluso algún libro publicado que se dedica enteramente a analizar esta cuestión. Pero verán, en mi humilde opinión, aquellos atentados, pese a lo que algunos parecen querer teorizar ahora, no tuvieron influencia alguna sobre el cine de terror que Estados Unidos produjo entre 2001 y 2006. El motivo es simple: después de la caída de las Torres Gemelas, los Estados Unidos estuvieron dominados por una atmósfera patriotera en la que cualquier referencia a los atentados debía limitarse a condenar el terrorismo y mostrar apoyo incondicional a las aventuras bélicas de la administración. Recuerden, por ejemplo, la que le cayó a Michael Moore por estrenar Fahrenheit 9/11 en el año 2004 o, aún peor, la furiosa campaña en contra de las Dixie Chicks, un famosísimo trío de música country cuyas integrantes se atrevieron a condenar la invasión de Irak que el Gobierno de George W. Bush vendía como una cruzada.
Durante un lustro largo, la creatividad estadounidense estuvo cercenada por ese ambiente tóxico y los estudios evitaban con mucho cuidado que sus películas pudiesen ser tachadas de «antipatrióticas». Y antipatriótica podría haber sido cualquier película de terror que hubiese recordado vagamente al 11-S y que habría sido acusada de no tener sensibilidad con las víctimas. Fue justo después de El proyecto de la bruja de Blair y El sexto sentido cuando se produjeron los atentados y lo cierto es que durante los siguientes años fueron las películas del resto del mundo, no las estadounidenses, las que más contribuyeron al avance del terror.
2002-2009: Cuando los estadounidenses duermen, asiáticos y europeos bailan
El siguiente año importante fue el 2002. Primero, por el estreno de la película británica 28 días después, quizá la que más hizo por revivir el subgénero zombi, que solamente ahora (¡tres lustros después!) está empezando a dar muestras de desgaste. En aquel mismo año comenzó también la progresiva popularización del «cine extremo», que buscaba situar al espectador en un estado emocional desagradable mediante historias muy, muy truculentas. Provenía sobre todo de Francia: Alta tensión, En mi piel, À l’intérieur o Mártires, la única película que me costó esfuerzo terminar de ver en toda mi vida y no porque no me pareciese buena, sino porque me pilló de sorpresa y me pareció abrumadoramente desagradable. No sé qué impresión producirá vista hoy, pero en su día esta clase de cosas tenían verdadero impacto.
Esto que tan bien hacían en Francia tenía dos problemas a la hora de crear escuela. Uno, requiere de un enfoque inteligente o corre el riesgo de degenerar fácilmente en ejercicios de épater le bourgeois. En Mártires, por ejemplo, existía una buena razón argumental que justificaba las increíbles dosis de brutalidad sin sentido que se nos muestran en pantalla y que al final quedan explicadas (aunque la explicación no lo deja a uno más tranquilo sino que lo hace todo ¡todavía más desagradable!). El segundo problema de este cine extremo es que te deja exhausto; ves una película así y, aunque te guste desde el punto de vista cinematográfico, te quedan pocas ganas de ver otra parecida en mucho tiempo. El tercer problema es que no es un cine que pueda obtener una calificación de apto para adolescentes, principal público del género de terror. Todo eso limita su potencial comercial a largo plazo. Con todo, de vez en cuando siguen apareciendo largometrajes influidos por esa corriente que algunos llaman torture porn, para quien guste de arruinarse el día.
Mención aparte merece el terror escandinavo. La película más famosa, y seguramente la mejor, que ha surgido de la región en todo lo que llevamos del siglo XXI es la sueca Déjame entrar, cuya poderosísima visión romántica del vampirismo hace que la saga Crepúsculo parezca concebida por preescolares (valga la redundancia). No creo que haga falta recordar que Déjame entrar es una obra maestra del género. Estrenada en 2008, puso el terror escandinavo en primera fila, pero no fueron los suecos quienes más aprovecharon el tirón, sino sus vecinos noruegos con películas como Thale, El placer de la caza, Skjult, Zombis nazis, Babycall, etc. Quizá la más llamativa del lote noruego es Troll Hunter, que le da una peculiarísima vuelta al falso documental con una historia basada en el folclore local; aunque empieza con cierta lentitud, merece la pena solo por las secuencias en que aparecen los susodichos trolls. En cualquier caso, los noruegos han hecho un poco de todo y para todos los gustos, y con bastante olfato comercial.
Hacia finales de la década de los dos mil, el terror estadounidense parecía haber cedido el trono al terror internacional: Japón, Reino Unido, Corea, Francia, España, Australia, Noruega y Suecia habían tomado la delantera creativa. Lo de Corea merece incluso artículo aparte, porque los coreanos se han convertido casi en el nuevo Hollywood y no solo en el género del terror. Ya hablaremos de ello.
Taquilla Paranormal: Blumhouse y la fábrica de hacer billetes
Hollywood empezó a desperezarse, aunque con lentitud, en el 2007. Dos buenas muestras fueron la relectura de I Am Legend protagonizada por Will Smith, una película irregular con algunos aciertos grandes y errores igualmente grandes, pero que al menos daba muestras de ambición. Y, cómo no, la nunca bastante ponderada La niebla. Aunque era la adaptación de una novela de Stephen King que se había publicado mucho antes del 11-S, esta era una película que podía ser interpretada —si uno quería, claro— como una alegoría de la Norteamérica cansada del ambiente paranoide y que estaba empezando a recuperar la cordura (Bush aún era presidente, pero muchos estadounidenses ya estaban hartos de sus políticas). En todo caso, mostraba que la serie B americana estaba sacudiéndose el óxido.
El salto cuántico se produjo en 2009 con el bombazo de Paranormal Activity, que puede considerarse un fenómeno inesperado. La moda del found footage que había comenzado diez años antes con El proyecto de la bruja de Blair parecía haber tocado techo, pero Paranormal Activity pulverizó ese techo y todas las teorías al respecto. Con un presupuesto irrisorio de quince mil míseros dólares recaudó más de doscientos millones. Aquello puso en el mapa a su pequeña productora, Blumhouse, que ha convertido la explotación comercial del terror barato y facilón en un verdadero arte. Sus películas suelen ser malas, sí, pero también son asombrosamente rentables: Insidious costó menos de dos millones de dólares y recaudó de más de cien; Sinister costó tres y recaudó ochenta; Ouija costó cinco y recaudó cien; Truth or Dare costó cuatro y recaudó noventa y cinco; Unfriended costó un millón y recaudó sesenta y cinco. La típica película de Blumhouse es barata de hacer, no requiere muchas ideas ni grandes acumulaciones de talento, y tiene un público poco exigente que busca la repetición de las mismas fórmulas. Éxito seguro.
Es un esquema fácil cuyo problema potencial reside, precisamente, en lo fácil que es de imitar. Además, el terror barato no tiene por qué ser una herramienta exclusiva de las pequeñas compañías que imitan a otras pequeñas compañías. Los grandes estudios también pueden copiar esa táctica, produciendo películas pequeñas con la ventaja de disponer de mucho más dinero para sus campañas publicitarias. Para que se oiga hablar de una película se requiere mucho dinero. El éxito de El proyecto de la bruja de Blair y Paranormal Activity se explica en parte porque ambas estuvieron precedidas de campañas «virales» que suplían la escasez de recursos con una imaginativa manera de conseguir que el propio público se convirtiese en herramienta publicitaria. La habladuría (tonta, pero efectiva) de que estaban basadas en la realidad era lo que provocó que esas películas fuesen de boca en boca. Pero ese es un recurso de mercadotecnia que se basa en la sorpresa y que, por definición, no se puede emplear con el mismo efecto repetidas veces.
Otro gran recurso es la adquisición de marcas conocidas para hacer remakes o reboots. Es una táctica que funciona —véase el enorme éxito de la nueva versión de It—, pero para la que también se requiere dinero. Las marcas hay que pagarlas. Los grandes estudios, pese al éxito de Blumhouse, siguen teniendo ventaja en ese terreno.
En Blumhouse habrán producido algunas de las películas de terror más estúpidas de los últimos años, pero no son nada tontos. Aunque su fórmula da muchísimo dinero saben que puede conducir al mismo fenómeno de proliferación masiva de imitaciones que mató por agotamiento a modas como la épica histórica, el eurowestern y, cómo no, al terror gótico de Hammer. La sobresaturación podría producirse en cualquier momento. La diferencia que hay entre las productoras independientes de décadas pasadas y Blumhouse es que esta conoce los peligros potenciales de su forma de trabajar. En otras palabras: Blumhouse no es Cannon Films, no está dirigida por oportunistas cuyas tácticas bordean la estafa piramidal, sino por individuos que tienen criterio empresarial y una buena perspectiva de la historia del cine. Ha llegado el día en que los de Blumhouse han decidido que necesitan empezar a cambiar.
El contraataque artístico del terror estadounidense
Ante los peligros de la repetición mortífera de fórmulas, a las empresas pequeñas solo les queda otra alternativa: obtener resonancia crítica. Y esto es algo que, desde hace cinco o seis años, están sabiendo explotar con gran habilidad algunas productoras. Piensen ustedes que muchos críticos ven películas más como gaje profesional que como verdadero divertimento y están hartos de tragarse un estreno cutre detrás de otro. Un crítico se entusiasma cuando sale de un cine habiendo visto algo distinto y estimulante. Hablará bien de eso que acaba de ver y la gente que se fía del criterio de ese crítico querrá verlo también. Si muchos críticos se ponen de acuerdo en elogiar una película, quizá habrá un público. Es verdad que el consenso crítico no arrastra multitudes a los cines ni es tan efectivo como la publicidad masiva comprada con dinero, pero sí crea un público fiel hacia determinados cineastas o productoras. Es la táctica con la que A24, la productora independiente a la que resulta inevitable mencionar cuando hablamos de cine actual, ha revolucionado Hollywood. Cuando se estrena un largometraje de A24 sabes que hay una probabilidad razonablemente alta de que contenga buenos valores artísticos. Sus películas rara vez son bombazos, pero también es raro que decepcionen. Por lo tanto su base de seguidores, aunque pequeña, es fiel y crece poco a poco.
A24, al contrario que Blumhouse, no se especializa en terror y este género es solamente una pequeña parte de su producto, pero ellos han sido los que han roto la hucha de la calidad y han empezado a repartirla por doquier: Hereditary, It Comes at Night, Under the Skin, La habitación verde o mi película de terror favorita de los últimos años, la extraordinaria The Witch. En A24 jamás han intentado competir por el mismo público de Blumhouse. De hecho saben perfectamente que una parte amplia de los aficionados al terror palomitero de Blumhouse no captan su manera de hacer las cosas (aunque, todo hay que decirlo, los tráilers de terror de A24 suelen ser engañosos y venden sus películas de terror, casi siempre lentas y atmosféricas, como si fuesen del estilo Blumhouse; esto es la única mancha que le pondría a la estrategia comercial de A24). Apuntan a otro público que conoce a la productora por películas de otro tipo. Dicho de otra manera: si no es usted aficionado al terror, pero le gustaron The Florida Project, El año más violento, Lady Bird, Ex Machina o Moonlight, hay muchas posibilidades de que le gusten también The Witch o Hereditary. La cuestión es que la crítica bebe de la mano de A24 porque A24 hace las cosas bien. Entre los críticos y los cinéfilos, la imagen de marca del terror producido o distribuido por A24 es impecable. Sus películas de terror no recaudan tanto como las de Blumhouse, pero provienen de cineastas con distintas visiones que cuentan historias diferentes y es más difícil que cansen o pierdan relevancia ante una avalancha de imitaciones.
Blumhouse ha observado esto y ha decidido empezar a utilizar la misma táctica para curarse en salud. Últimamente se han descolgado con Split, la primera película de M. Night Shyamalan que ha convencido a la crítica desde tiempos inmemoriales. Y con Déjame salir, la que ha conseguido el hito de la nominación a los Óscar. Una vez Blumhouse se ha subido al carro de la calidad, está claro que el buen cine de terror seguirá llegando desde Hollywood por algunos años más. Porque, insisto, en Blumhouse saben hacer las cosas bien cuando se lo proponen. Pueden alternar películas tontas y taquilleras con otras de calidad. La vieja táctica con la que Clint Eastwood consiguió independencia para rodar rarezas que nadie esperaba de él como Bird o Cazador blanco, corazón negro.
Lo que Blumhouse y A24 tienen en común, además, es la moderación presupuestaria. El terror más elaborado y dirigido a un público más exigente no obtendrá beneficios estratosféricos, pero permite que una empresa bien llevada resulte rentable sin grandes riesgos. Una superproducción de gran estudio, sumando costes materiales y publicidad, cuesta un promedio de cien millones. Pero las películas de Blumhouse y A24 rara vez cuestan más de diez millones de dólares y muchas no llegan ni a los cinco, lo que garantiza beneficios a poco que reúnan un poco de público en los Estados Unidos (mientras tanto, los grandes estudios están obsesionados con seducir al público chino, cuyo nivel de exigencia está unos veinte años por detrás del occidental; de ahí que la calidad media de Hollywood se haya desplomado). Otros productores de terror que aspiraban a obtener taquillazos al estilo Blumhouse también se han dado cuenta de que la apuesta por la calidad de A24 es el camino a seguir. En el fondo, es la misma política que siguieron el terror europeo y asiático desde finales de los noventa: como no podían competir con el terror estadounidense en cuanto a medios, lo hicieron con imaginación y ofreciendo nuevas perspectivas.
La táctica comercial y el estilo: el huevo y la gallina
La distinción entre esas dos tácticas comerciales conlleva una distinción también en lo artístico. El horror palomitero de los últimos veinte años, el típico de Blumhouse, se basa en dos elementos: el shock y el susto. Es decir, en mostrar cosas grotescas y sangrientas, o en hacer saltar al espectador en su butaca. Ha sido así durante tanto tiempo que muchos aficionados al terror creen que el género debe limitarse a que los repugnen o los asusten. Esto no implica, debo decir, que no puedan hacerse buenas películas basadas en esos elementos. El problema es que, además de ser tan fácil de hacer que promueve el exceso de oferta, repele y aburre a otro sector del público. En el cine de terror tradicional las películas podían contener uno o dos momentos en los que un ruido o una súbita aparición te hacían brincar en la butaca. Esto no da miedo (a mí, de hecho, me fastidia más que otra cosa), pero es verdad que sirve para activar el sistema nervioso del espectador, para ponerlo en alerta y que las siguientes secuencias —las que de verdad son de terror— resulten más efectivas. Hagan la prueba: vean una película de terror antigua y cuenten los sustos; rara vez hay más de dos o tres en noventa minutos. Por el contrario, muchas películas de terror palomiteras actuales usan el susto no como recurso aislado sino como mecanismo recurrente y repetitivo. Algo cuyo atractivo no entiendo; si alguien quiere que lo asusten todo el rato que se ahorre el dinero de la entrada e invite a cervezas a un amigo para que lo persiga por casa explotando globos, que seguro que le sale más barato. Pero bueno, ese terror facilón está ahí y da dinero porque hay gente que, por motivos que se me escapan, paga por verlo.
La nueva oleada de cine de terror huye de eso y está floreciendo con un mecanismo que es, paradójicamente, bastante antiguo: la tensión creciente construida mediante la anticipación de lo terrorífico y no tanto por lo terrorífico en sí mismo. En una palabra: atmósfera. Estas películas pequeñas que están captando el interés de los críticos y, cada vez más, también del público, se basan en el terror atmosférico y el psicológico. Apenas contienen sustos; los mínimos para poner al espectador en alerta como se hacía en el cine antiguo (a veces, como en A quiet place, el silencio es incluso el protagonista). El horror no está en lo que se muestra tanto como en lo que se sugiere.
Esto se puede hacer por poco dinero, pero requiere talento. La suerte es que el talento ya no está tan domesticado por las corporaciones. Tradicionalmente el talento estaba atado por los grandes estudios, pero hay algo que ha cambiado respecto a épocas pasadas: hoy el talento está en la televisión y las plataformas digitales. El talento está en las series. Hay tantas series que el problema ya no es quitarle el talento a los grandes estudios, porque ahora es el cine el que quiere llevarse talentos de la televisión. Y muchos talentos de la televisión desean probar suerte en el cine. Algunos lo desean porque los grandes estudios pagan muy bien y, si se rompe con el estudio, seguirá habiendo mucho trabajo en las series. Pero otros quieren probar con el cine sencillamente porque el cine, pese a todo, aún es la Atenas de las artes audiovisuales. Las series están bien, pero un largometraje sigue siendo la obra audiovisual por antonomasia y mucha gente que se dedica a ello todavía lo ve así.
Con todos los pronósticos negativos que pueden hacerse para el futuro inmediato del cine, creo que el terror será uno de los géneros que saldrá más beneficiado en lo artístico. Confío en no equivocarme, pero creo que nos esperan varios años más de buen cine de terror. Tiene un público más estable que la ciencia ficción y es, incluso cuando se apuesta por la calidad, más barato. Y los creadores, sobre todo, lo ven como una magnífica manera de darse a conocer en un género que tiene buena repercusión. Tal vez los superhéroes sigan reinando, pero qué demonios, al menos podremos refugiarnos en alguna casa encantada.
Ojalá aciertes con tus predicciones; el género del terror es uno de los que mejores momentos me ha dado en una sala de cine, aunque también he de confesar que las que más me suelen gustan son hibridaciones que no encajan del todo con la etiqueta del terror.
En lo único que difiero de todo el artículo es en la valoración de Insidious. Creo que James Wan, aun moviéndose siempre dentro del mainstream, es una figura infravalorada a reivindicar.
It follows (2014) también asusta bien para lo modesta que es.
A mí me han gustado mucho últimamente «The divide», «Mandy» y «Beyond the Black rainbow», «Under the Skin y «The Septic Man».
Imperdonable que no hayas mencionado como precursor del gore a Darío Argento.
Muy buena entrada. Faltó mencionar la excelente “Buenas noches, mamá” (2015).
Gracias por el artículo,me ha gustado,pero he echado en falta una mas que buena película : La serpiente y el Arco Iris,de Wes Craven
Vamos a ver, la senda narrativa de Ring es Poltergeist, aunque the ring no sea una reflexion tan meta sobre la casa y la television y el abandono de la infancia a estos dos trampas (una fisica y la otra intellectual).
Expediente Warren (2013) es otra gran película del género, que, sin aportar nada nuevo (difícil tarea), conseguía impactar y acongojar a partes iguales. Igualmente, se menciona M. Night Shyamalan y la magnífica «Split» (2016), pero antes de esta, creo que «la visita» (2015), poco valorada por la crítica en general, también supuso una revisión de algunos de los más destacados clásicos del cine de terror con distintos homenajes bien ejecutados a el resplandor, psicosis o la bruja de Blair.
Echo de menos Suspense(The Innocents)(1961) de Jack Clayton.Fantástica,impecable y cinematográficamente perfecta adaptación de la novela Otra vuelta de tuerca,de Henry James,de la que bebe notablemente Los otros de Amenabar.
Excelente artículo.
Ups, en la historiografía del horror ha habido como una elípsis 70-80, de la que sólo se ha salvado casi Romero: Tobe Hooper, Carpenter, Wes Craven (mi favorita: la fábula urbana «People under the stairs», el «grial» del que chupa el 90% del cine de uillermo Del Toro: el otro 10% es Tim Burton) han sido puntales del horror de aquella época (sin olvidar a Dan O’Bannon como director efímero, pero guionista de «Alien»).
Se agradece el apartado dedicado al cine oriental (la terrorifica «Audition», de Takashi Miike, que lo es más para los hombres que para las mujeres). Hoy está ya «franquiciado» Wayne Wang, un poco el sucesor de Shyamalan, que nos había dejado las excelentes «dead Silence» y sobre todo la primera «Insidious».
La última en fecha realmente buena para mi ha sido Ghostland.
Quizás hubiera que dividir horror en pelis «gore», las de sicópatas y fiambres y las pelis de demonios, casas encantadas, fantasmas y presencias… (prefiero estas últimas por lo general, aunque verán que cito sobre todo de las otras).
Mientras haya crisis, incertidumbres laborales, políticas y de futuro, habrá miedos que el cine de horror podrá explotar metafóricamente, creo que el filón se halla allí. Los efectos especiales actuales tienden a compensar en exceso la ausencia de buenos guiones (donde excelen los asiáticos) pero entre tanta oferta siempre cae alguna realmente decente.
Mis preferidas (no en orden, de siempre):
People under the stairs / las 2 primeras «of the dead» de Romero / The shining/Alien 1&2/ la trilogía Hostel (perfecta metáfora de la Shoah) / Vacancy / Insidious (la primera) /Repulsion /Audition / Texas Chainsaw massacre/ Hills have eyes (las dos secuelas) /Prisonners/ Daemoni 1&2 (aunque hayan envejecido, culto-pop ochentero)/ Dead Lake /The thing (Carpenter)/ The Orphan/ Mum& Dad (3008, la de steven sheil) y las dos «The descent», concentrado de todos los miedos. Hay muchas. Añadiría las españolas (qué edad de oro!) Para entrar a vivir/ La habitación del niño / las dos primeras REC/ la polanskiana e inquietante El habitante incierto/ La hora fría / El rey de la montaña.
Ojo, hay buen cine de miedo escandinavo, canadiense y belga, países que no «destacan» a priori en éste género. Corto… Y gracias!
Nada da mas miedo que Sadako saliendo de la tele, o como una hora y media de construir tensión dan como resultado que te cagues en los pantalones (Samara Morgan es una aficionada y Gore Verbinski es un exhibicionista comparado con el original japonés). Me encantó «Haute Tension» de Aja, pero esa nueva ola francesa era bestial y agotadora. De los últimos años lo que más me ha gustado ha sido «Babadook», «Hereditary», «Lights out» y sobre todas «La autopsia de Jane Doe».
Por otra parte decir que «Lake Mungo» es el resultado de decirle a un hipster-gafapasta que haga una de terror y hace ESO (como pedirle que te haga una magdalena y te hace un muffin con crema de arándanos, se parecen en que tienen papel, pero demuestra que no tiene ni idea). «La bruja» es interesante pero perdí toda capacidad de asustarme (y empecé a descojonarme) cuando escuché a la cabra decir «¿Quieres mantequilla?».
Por último aprovecho para reivindicar una peli tan atípica pero de atmósfera asfixiante como es «Berverian sound studio».
Buen artículo. Y aunque no son de mi gusto, creo que la saga Saw también habrá tenido su influencia en estos años.
No es por ponerme cañí, pero Verónica está al nivel de cualquiera de las mejores películas de terror de los últimos 5 años que menciona el artículo. Me alegré infinito cuando la nominaron al Goya a mejor película, debió haberlo ganado.
Me parece injusto meter a Insidious y Sinister en el carro de las malas. Ni son innovadoras, ni son artísticas, pero sí bastante dignas. Las podemos dejar en el carro de las aceptables.
¿Podrías mencionar bibliografía en la que te hayas basado? Me parece muy interesante todo este tema y no encuentro bibliografía académica que explique esta evolución tan bien como tú, me harías un favor si me dijeses tus referentes, es para un trabajo.