Este artículo fue publicado originalmente en nuestra revista Jot Down Smart número 32.
«Hay cosas de las que no te protege una jaula». Lo piensa mientras las puertas automáticas se cierran a su espalda y el tren acelera. Se sienta, porque aún hay bancas libres. A esta hora siempre las hay. Está (lo sabe) abandonando la zona núbil en un descenso irrevocable hacia la invisibilidad. La publicidad ha dejado de cortejar comercialmente su atención y la televisión rara vez expone a alguien con sus mismas canas. Las que tienen su edad intentan que no lo parezca.
Pero —al menos— dos veces al día vuelven a interpelarla, prorrogando su obsolescencia. «Si eres mujer, protégete: utiliza al vagón segregado», recomiendan los carteles de la estación, adornados por ilustraciones de colegialas sonrientes que se ponen a salvo de una amenaza no dibujada. Es la hora punta del acoso en Osaka, Tokio, Nagoya. Ella supera los treinta, más de cuarenta o quizá cincuenta años. Va o vuelve del trabajo. Y, aunque apenas hay peligro porque está fuera de plazo — lo dicen las estadísticas (1)—, escoge subir al vagón del letrero rosa. «Solo mujeres», indica el apeadero.
Allí todas hablan el mismo idioma: el joseigo o fujingo. Un dialecto propio, compuesto por palabras intrínsecamente femeninas (onna kotoba) parecidas a las que utilizó hace mil años Sei Shōnagon para escribir el hoy venerado Libro de la almohada. Entonces eran solo apuntes sin importancia sobre las cosas que para ellas tenían importancia: lo común, lo cotidiano, lo doméstico. Asuntos sin estatus suficiente para ocupar asiento en el vocabulario oficial nipón. Se valieron de palabras vernáculas y vocablos prestados para referirse a aquello que la mitad masculina escogía ignorar. Así opera el pensamiento mágico, quién lo niega: si no se nombra, no existe.
El caso es que no existe cosa tal como la Real Academia del joseigo, ni un diccionario oficial —u oficioso— que recopile los términos y giros lingüísticos de la lengua de las japonesas. Quizá porque carece de carácter secreto y/o excluyente (los varones, si quisieran, podrían entenderlo. Pero no quieren, claro), nadie reclama ni reivindica su capital identitario. De lo que no hay duda es de que supone un dialecto en constante ampliación. Su repertorio aumenta por momentos, con nuevos términos que hablan de realidades no siempre novedosas. Ni mucho menos populares.
Esa esfera ha sido conquistada, léxicamente, por lo otaku, lo kawaii, el hentai, el anime, los sudoku, las geishas y los samuráis. El sushi, el ramen, el umami o la filosofía wabi-sabi. Haikus y retretes sofisticados. Los cerezos en flor. Sayonara. Kamikazes, origamis, sumo y otro puñado de términos tan conocidos e inocuos que los respetablemente occidentales exhibimos como souvenirs del orientalismo de postal. Añadido a la extraordinaria capacidad del idioma para confinar la belleza en un solo término (dos ejemplos: komorebi significa ‘la luz que se filtra a través de las hojas de los árboles’ y gaman, la ‘capacidad de luchar cuando se cree que todo está perdido’), la lengua japonesa podría considerarse como una verdadera sucursal de lo guay.
Probablemente no haya razones para esbozar un glosario con los otros términos, los menos vistosos y más encapotados. Tampoco necesidad de otro sucinto repertorio de japonés, existiendo ya los cruciales, anexados a las guías Michelin o Lonely Planet, que no compilan términos en joseigo, del argot femenino o coloquial, pero cuya utilidad es evidente.
Y, aun así, aquí está. Otro inútil diccionario de japonés.
Baishun. Tal y como aparece definido en la ley de 1956, baishun consiste en ‘poner a la venta la primavera o juventud’. Es la florida y eufemística manera que los japoneses utilizan para referirse a la prostitución, una práctica declarada ilegal que en realidad se acomoda más a las hechuras de lo alegal. Para hacer compatible esta legislación (aprobada durante la ocupación estadounidense) con los burdeles, los barrios rojos y, en general, el pingüe negocio del sexo, la propia norma proporciona el truco: solo la penetración se considera relación sexual. Con el resto de prácticas puede comerciarse libremente sin que planee la sombra del delito. Así surgieron los pink salons, lugares donde solo se practican felaciones; los telekura, clubes donde se abona un precio astronómico por una llamada telefónica con una chica con la que se concierta una cita (las relaciones son gratis [sic]), o los imekura, burdeles temáticos en los que —de nuevo— se abona todo, menos la eventual relación. En distritos como Tobita Shinchi (Osaka) o Yoshiwara (Tokio) las jóvenes retan al potencial cliente mirándole directamente desde los escaparates acristalados a pie de calle. A su lado, sentada también en cuclillas pero de espaldas al público, espera una mujer de más edad, la mama-san. Ella se encargará de cobrar las masturbaciones, masajes o sexo oral dispensados por la joven. La penetración —de producirse— no tiene coste alguno.
Chikan express: Traducido significa ‘tren perverso’ o ‘tren pervertido’. Durante los años noventa comenzó a llamarse así a la línea Midōsuji de la ciudad de Osaka, debido al descomunal número de abusos sexuales que sufrían las chicas que viajaban en él. Japón fue el primer país del mundo en crear los vagones solo para mujeres, en respuesta a la expansión incontrolada de los chikan, que —cada vez de formas más sofisticadas— aprovechan el anonimato de la muchedumbre para excederse con sus compañeras de trayecto. Actualmente existen vagones de mujeres solo en las horas punta o durante toda la jornada, dependiendo del trayecto, la compañía y la localidad. Aun así, más de cien mil mujeres al año son víctimas de este comportamiento depredador. Una cifra como otra cualquiera: en realidad podría tratarse del doble, o incluso el triple (2).
Chikan: No es equivalente a ‘pervertido’, como podría deducirse del punto anterior. En realidad, describe un acto, literalmente el de ‘buscar a tientas’, aunque abarca una nutrida colección de verbos: estrujar, sobar, manosear… a las mujeres sin su consentimiento. No se consideró infracción hasta que en 1990 —forzados por un par de casos que ofuscaron la atención internacional— se incluyó como delito en el artículo 176 del Código Penal, con lo que meter la mano bajo las faldas dejó de ser una pícara travesura: «Ser chikan es ilegal. No te dejes llevar por el impulso del momento», recuerdan, aún, los carteles en las más bulliciosas estaciones de Japón.
Tchikan: Es, digamos, el término «afrancesado» para la misma realidad. Empezó a extenderse el pasado año, cuando se publicó en Francia el libro homónimo que narra la experiencia real de la japonesa Kumi Sasaki. Con la ayuda del editor Thierry Marchaisse, la joven desentierra los abusos sufridos a diario, de los doce a los dieciocho años, en el metro de Tokio. El volumen aún no ha sido traducido al japonés, ni cabe esperar que lo sea en un futuro próximo. La acogida que tuvo el testimonio de Sasaki en su país natal no fue exactamente cálida.
Sha mail, o su abreviatura Sha mae: Se refiere a los correos electrónicos con imágenes adjuntas que se envían directamente desde el dispositivo con el que se toma la fotografía. Desde que a inicios de los 2000 se popularizaron los teléfonos con cámara incorporada, Japón ha tenido que modificar el software de modelos tan populares con el iPhone. El país vivió una proliferación de webs dedicadas a recopilar fotografías up skirt (‘por debajo de la falda’) tomadas furtivamente en el transporte público. El término sha mail llegó a asociarse con este tipo de perversión y desde 2001 es imposible silenciar la cámara de cualquier smartphone adquirido en el país. El loable objetivo es que el chasquido alerte a las mujeres y disuada al depravado, aunque cualquier otra aplicación fotográfica ajena al sistema operativo del teléfono sirve de alternativa a quien se empeñe.
Sekuhara: Una palabra joven, aún en la veintena, que vino al mundo más de tres décadas después que su análoga estadounidense. Significa ‘acoso sexual’, aunque antes de 1989 no significaba nada. Al hostigamiento de esta índole no hacía falta referirse, porque no existía [sic]. Hasta que una mujer en Fukuoka demandó a su jefe y sufrió un verdadero calvario. Él no la había tocado, pero sí había intentado que renunciara a su puesto (después de que ella exigiera cobrar el mismo salario que sus compañeros de departamento por idéntica responsabilidad) a través de constantes comentarios sexuales. Tras un largo proceso, a ella la indemnizaron y sekuhara se convirtió en la palabra del año, aunque la mayoría desconoce aún cómo usarla.
Matahara: Término que se acuñó, como quien dice, hace tres días. Es una contracción de las voces inglesas de maternity (‘maternidad’) y harassment (‘acoso’), consistente en hostigar laboralmente a las mujeres que se quedan embarazadas. Un problema social acuciante (más del 40 % de las trabajadoras que se quedaron embarazadas aseguran haberlo sufrido y el riesgo al que somete a las gestantes es inestimable), pero aún carente de respaldo o definición legal.
Yobai: Antes de bautizarse como sekuhara, al acoso sexual adoptaba muchos otros vocablos, al menos desde la perspectiva actual. Entre otros, el yobai, considerada una milenaria técnica de cortejo. Literalmente significa ‘arrastrarse por la noche’ y hasta el siglo XIX fue una práctica habitual en el Japón rural: el hombre se colaba por la noche en el dormitorio de la mujer de su gusto para mantener relaciones sexuales. Cada zona tenía sus particularidades en el «arte» del yobai. En algunos lugares solo los habitantes de la localidad tenían derecho a «arrastrarse» por las alcobas ajenas, en otros exclusivamente podía visitarse a viudas o casadas. El estado civil de ellos, en la mayoría de los casos, carecía de importancia.
Joshi kosei osampo: Textualmente ‘paseos honorables con chicas de secundaria’. Los centros neurálgicos de las ciudades japonesas están plagados de JK Cafes (siglas de joshi kosei, ‘colegiala’) donde los hombres desembolsan fortunas para que chicas muy jóvenes —en turbia ambigüedad con la edad real y la figurada— les lean la fortuna, hablen o paseen con ellos. Los dueños de estos negocios se aferran a la ley: técnicamente, la chica no oferta servicios sexuales. Si tras el paseo opta por acabar la velada en un love hotel, lo hará (alegan) sin contrapartida económica. Una sordidez prácticamente ilimitada, pero con gradación. Se han desarticulado JK Cafes en los que los clientes pagaban para ver a menores hacer grullas de papiroflexia con las manos dentro de la ropa interior (inspirado en una especie de leyenda popular (3)), mientras que en zonas tan turísticas como Akihabara los extranjeros son insistentemente interceptados por jóvenes ataviadas como criadas sexies para llevarlos a los maid cafes, que son exactamente lo que parecen. Allí les dispensan trato de senseis a cambio de que ellos las conviden a una cena, unas copas, una noche en el karaoke o un bolso de marca. Los precios en las puertas de los cafés tasan el coste del tiempo de cada joven. Por hora.
Nadeshiko Sushi: Comercio ubicado en Akihabara, la zona zero de la cultura geek de Tokio. Encajado entre estos locales maids y JK, Nadeshiko suele pasar desapercibido como uno más. Pero no lo es. El letrero de su puerta advierte que está prohibido tocar o fotografiar a las cocineras, esperarlas a la salida de su jornada o pedirles el teléfono. Son mujeres y chefs de sushi, una combinación insólita. Este es el único establecimiento, de los treinta y cinco mil dedicados al sushi en todo Japón, con una mujer —Yuki Chizui— al frente de la cocina. Las escuelas gastronómicas niponas vetan a las estudiantes que pretenden dedicarse a esta especialidad (un entrenamiento de casi diez años) debido a arraigadas creencias sobre las manos femeninas. A saber: que sus extremidades están más cálidas que las de los hombres —y eso estropea la temperatura del arroz y el pescado—, que son demasiado pequeña… Aunque la explicación más frecuente la proporcionó Yoshikazu Ono, hijo del chef Jiro Ono, una auténtica celebridad del firmamento Michelin: «Las mujeres no pueden cocinar sushi porque menstrúan. Es necesario tener un paladar muy equilibrado, y el periodo provoca desequilibrios en la percepción del gusto». El local no difiere mucho de cualquier otro establecimiento de sushi de la ciudad, salvo, quizás, en la distribución de sexos: la mayor parte de los clientes son hombres y la totalidad de empleadas mujeres, que visten con un yukata (versión más ligera de un kimono) y no con el tradicional uniforme blanco de los chefs de sushi. Chizui explica que comenzaron respetando el atuendo clásico, pero nadie acudía al local. Su lema es «fresh and kawaii», algo así como ‘fresco y cuqui’. El propietario e ideólogo, por cierto, es un hombre.
Takako Tonooka: En puridad, se trata de un juego de palabras sin demasiado intríngulis, un seudónimo que cumplió su cometido (como si dijéramos Pepa Pérez) de mantener en el anonimato a una joven que se percató de que el manoseo que sufría habitualmente en el metro de improviso comenzó a tomar un cariz diferente: no era arbitrario. Los hombres que aprovechaban los zarandeos del trayecto para frotarse contra ella y desabrocharle la ropa la escogían entre el resto de pasajeras. La buscaban. Acabó descubriendo que una expareja había publicado en una web de chikan su itinerario y horarios semanales, animando al resto de pervertidos a abusar de ella como venganza. La madre de una compañera de Takako Tonooka reaccionó con una campaña de crowdfunding para financiar un proyecto de disuasión. Consistía en unas chapas con dibujos y mensajes anti-chikan, que las jóvenes colocarían a la vista en bolsos y abrigos. La policía ferroviaria de Saitama también distribuyó en 2016 unas pegatinas antiabusos. Su lema era «No me toques» y, si el tocón persistía, la pegatina incluía en su reverso una especie de parche de tinta negra con el que podía marcar al agresor. Tanto las chapas como los sellos son inencontrables.
Juken jigoku: Término empleado para referirse a los exámenes de la selectividad japonesa o, más concretamente, al estrés que generan. Traducido al inglés sería algo así como ‘examination hell’. Es, digamos, el infierno más evidente. Pero dentro de ese averno palpita otro más, exclusivamente femenino. En esas fechas, las líneas de metro que conducen a los centros de exámenes se atestan de chikan y pervertidos. Es su particular carnaval, porque las jóvenes apenas oponen resistencia a los manoseos, una auténtica barra libre. Si alertaran del abuso, tendrían que abandonar el vagón, avisar a las autoridades de la estación y acudir a la policía. Perderían la posibilidad de examinarse por incomparecencia o retraso y deberían esperar otro año entero para repetir la prueba. Los acosadores lo saben y explotan la tesitura para organizarse con eficacia militar a través de internet. Ellas —aconsejadas por los folletos que se reparten durante las jornadas de concienciación anti-chikan— se arman con alfileres para defenderse de las manos anónimas que las toquetean con impunidad.
NANPA o Nampa: La imagen es cotidiana: una jauría de jóvenes heterosexuales bien vestidos se abalanza sobre una chica (o un grupo de ellas, aunque es menos común) en una zona peatonal especialmente populosa. El NANPA se define como técnica de cortejo, aunque tiene más de caza mayor por la violencia de su acometida. Lo prueban, además, las páginas dedicadas a desentrañar sus trucos, que aconsejan fijar objetivos en chicas concretas, especialmente aquellas que vayan solas, lleven el pelo teñido o vistan de colores claros. Después de que en espacios tan concurridos como Shibuya se hayan producido secuestros y otros delitos que alegaban ser inofensivas técnicas de NANPA, algunas discotecas, karaokes o bares de copas desalientan su práctica. No muy concienzudamente, también es cierto: «Se desaconseja practicar un excesivo NANPA», puede leerse en algunos rótulos.
Black Box: En inglés significa ‘caja negra’ y la policía nipona utiliza el término para referirse a los casos que creen que jamás serán aclarados. Podría, además, tener una connotación extra: deshonra. Eso es lo que ha sufrido la periodista Shiori Ito por decidirse a denunciar una violación ante la policía. La historia completa tiene mal resumen: Ito presentó pruebas (grabaciones de cámaras de seguridad, informes médicos…) de que el también periodista, y biógrafo del primer ministro japonés, Noriyuki Yamaguchi abusó sexualmente de ella en un hotel de Tokio, el 3 de abril de 2015. Los acontecimientos que se produjeron a continuación condensan la actitud del país hacia este tipo de conductas: el primer ministro paralizó personalmente la detención de Yamaguchi, se dio carpetazo a la investigación e Ito se convirtió en una apestada. No hubo alboroto social por la evidente corrupción e injerencia política, ni tampoco escándalo por las flagrantes evidencias de la violación. Tras rocambolescas desestimaciones fiscales, batallas legales y callejones sin salida, el pasado octubre Shiori Ito lanzó su libro Black Box. La casualidad quiso que coincidiera con el estallido del caso Weinstein y la sensibilización internacional ante los crímenes sexuales… pero ni por esas. Japón volvió a ignorar a Ito y, con ello, las estadísticas que esta incluyó en su obra: si una mujer se emborracha, el 35 % de los japoneses considera que está dando vía libre, sexualmente hablando. Si cena o bebe con alguien a solas, el 23 % considerará que está dando su aprobación a un coito posterior. Cuando a finales de marzo varias periodistas denunciaron que habían sufrido acoso sexual por parte del viceministro de Finanzas, Junichi Fukuda, la reacción fue similar. Nulo escándalo y aceptación silenciosa. No le hizo falta siquiera negarlo. Su jefe, el líder del ministerio Tarō Asō, dijo que no despediría a su segundo porque estimaba que estaba «suficientemente arrepentido» por lo sucedido.
Concluimos este glosario constatando su absoluta inutilidad: no hemos dado con la traducción de un término que haría de corolario, y que quizá palpite en la motivación misma del compendio. En japonés no existe nada llamado «consentimiento sexual». Las leyes de violación ni lo mencionan. Si se preguntan cuál es el término jurídico para definir el acto de forzar a alguien a mantener relaciones sexuales aprovechándose de su falta de conciencia o incapacidad para resistirse, se lo decimos: Quasi-rape. Es decir: ‘cuasi violación’.
***
«Hay cosas de las que no te protege una jaula», se repite. Pueden mirarte a través de los barrotes, como si te masticaran. Desde el vagón vecino pueden fotografiarte, señalarte, poner en ti una diana. Ignorarte o esperarte a la salida. Esclavizarte y —como si fueran Huxley— convencerte de tu buena suerte de esclava. Pero seguirás sin una palabra en joseigo para definir lo que hermana al archipiélago de Japón y a este mismo vagón: la sensación de verse cercado y a la vez protegido por el mar.
______________________________
(1) El rango de edad de las japonesas que sufren acoso en los trenes no deja lugar a dudas: según los datos de la ONU-Mujeres, el 70 % de las menores de treinta años ha sufrido tocamientos indeseados en el transporte público. De los cuarenta a los cincuenta años, el porcentaje se rebaja hasta el 8 %. Además, el 30 % de las mujeres que lo sufren son menores de edad.
(2) Según los informes de la Policía Ferroviaria y la Agencia Nacional de Policía, el 89,1 % de las mujeres que sufrieron abuso no reportaron el incidente.
(3) Se dice que Sadako Sasaki fue una niña de doce años que vivía en Hiroshima cuando cayó la bomba atómica. Enfermó de leucemia debido a la radiación y se propuso hacer diez mil grullas de celulosa para conseguir sanar. Murió antes de llegar a las novecientas.
Magnífico diccionario del horror y del abuso.
Es detestable, animalesco. Pero, qué culpa tenemos por nacer varones? Ni la educación más exhaustiva puede neutralizar el instinto sexual. Cuando la humanidad se femenize culturalmente tendríamos que merecer los altares por haber sido víctimas de la naturaleza ciega.
El ser hunano se caracteriza por usar la razon por encima del instinto. No es tu culpa el nacer hombre, pero si tu instinto de abusar no puede ser controlado, tienes razón: Es detestable y animalesco.
Fdo: un hombre que, a pesar de ello, nunca ha hecho nada parecido a lo que dice este articulo.
Ole, muy bien expresado. No es cuestion de genero, es cuestion de respetar al vecino (o vecina).
Gran artículo.
Cuando me dispongo a escribir lo que pienso trato siempre de tener presente una máxima de la cual no recuerdo el autor: Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Pero a veces es necesario explayarse un poco más. Leyendo su última frase -que considero inútil ya que nadie puede decir si es cierto o no lo que afirma-, me he dado cuenta que tendría que haber escrito usando la primera persona al plural para tomar, en lo posible, la defensa si bien extrema de mi género. Especialmente de frente a las mujeres (dicho sea de paso jamás han molestado, o violado a sus compañeros) que, por lo que escucho y no son pocas, parece que desconocen nuestra constitución bio-psíquica. La culpa de ser ávidos, o egoístas o indiferentes -que son manifestaciones debidas al entorno social-, y sus consecuencias, no es igual a los motivos que empujan al hombre a cometer esos agravios vergonzosos. Nadie viola o acosa porque lo aprendió. Y por supuesto que merecen la adecuada condena. Solo quería decir que es un castigo nacer hombre con o sin cultura.
Japón sigue siendo un país terriblemente machista y racista. Apenas admiten inmigrantes y ya vemos el respeto que tienen por sus mujeres compatriotas. Si esto pasa en el s.XXI en su propio país, ya nos imaginamos lo que hacían con las naciones invadidas durante la Segunda Guerra Mundial. Cientos de miles de esclavas sexuales coreanas y las mujeres violadas en Nankin lo certifican.
Pingback: La rebelión de las lolitas y la involución sexual | sephatrad
Uno de los mejores artículos para ilustrar la historia de Japón en relación a lo cultural. Gracias por ilustrarnos un poco de ello. Saludos.
Pingback: COPA DEL NEGOCIADO MUNDO 2022 OCTAVOS DE FINAL – La hora Barba!!!
Pingback: ¿Eres capaz de responder diez preguntas sobre la cultura japonesa? - Jot Down Cultural Magazine