¿Cómo se imaginan su cadáver? ¿Se parecerá su muerto a usted? ¿Cuánto le deformará ya no los años, sino la muerte? Caroline Lamarche se pregunta algo parecido cuando divisa, bajo un barranco, una muerta. Reposa sobre un lecho de hojas extrañamente familiar.
La muerta está en una grieta, en la misma soledad que todos los muertos. Lleva allí veinte años. No dice nada, pero incita: la viva empieza a hablar.
Ese es el punto de partida de La memoria del aire (Editorial Tránsito), un monólogo de la escritora belga, que es la viva y también la muerta, cuyo arranque formal desafía una de las reglas no escritas de la literatura: que los sueños de otros rara vez resultan interesantes. Salvo que seas David Lynch, a los sueños les queda una mínima potencia lírica. Son un artefacto tan peligroso como una metáfora, como un chaleco de explosivos que deja supervivientes.
Fue Borges quien se percató de que cuando uno cuenta un sueño está contando la memoria de un sueño, no el sueño tal cual fue, porque el tiempo de un sueño es muy extraño. Escribirlos es tentador, leerlos es tedioso. Lamarche parece saberlo, y por eso la muerta y el sueño funcionan. Porque no son un pretexto para deslumbrar ni elucubrar significados, sino un descorchador de su propia historia, que empieza a brotar ahí mismo: conversando con el cuerpo rígido del barranco.
Lo que sigue es un monólogo frío, más perturbador que desgarrador. Huyendo de la afectación, Lamarche se repliega sobre sí misma como un calcetín, exponiendo su envés. Los defectos de alguien que lucha por acomodarse a los demás, a una madre, a una pareja, a un clima: «Viviendo al borde de una misma», dice, «superviviente de ningún lugar». Salta de recuerdo en recuerdo, sin tristeza, como escenas biográficas que podría ser la de cualquiera que no quiera ponerse a sí mismo siempre en el mejor lugar. Sus tragedias no la definen. El lector da la mano a la muerta y escucha cómo eran los días junto a aquel hombre, al que no pone nombre, junto al que gimió y leyó con gemela ferocidad. No es esta la historia de un desamor, de un fracaso o de una desdicha sentimental. Es una reflexión de en quién nos convertimos, a veces, amando a los demás. Lamarche es una eperia, una araña de jardín que mastica ceniza de un cigarrillo ajeno. Noche tras noche, sin cuestionar el sustento.
Hasta que un día el amor deja de hacer las veces de todo, y la presión se mide en toneladas. Cuando la viva se cansa de preguntarse «¿Hasta cuándo nos sostendrán los libros, el amor?», exhausta de ser una «pequeña madre», atina al radiografiar la toxicidad que cocina la violencia. Ahí, dice el informe médico, la viva presenta ya una equimosis de buen tamaño en el brazo. Y la muerta, lanzando un libro, empieza a despertar.
Son cien páginas que obligan a tragarlas de un tirón, un camino en zigzag para reunir a la viva y a la muerta. Por el camino, estallan reflexiones incómodas, feas incluso, sobre el amor con moratones: «Una no presenta una denuncia contra el hombre que ama», «Nada como el miedo para atarse a alguien». Particularmente cuando un desconocido pone un cuchillo sobre su carótida a plena luz del día. En este sentido, la reflexión de Lamarche se integra en las exploraciones recientes de autoras que abordan la violación más allá del trauma, como el Fóllame de Despentes (Mondadori), No es para tanto de Roxane Gay (Capitán Swing), o Te encontraré de Joanna Connors (Errata Naturae), por citar algunos. Roto el silencio sobre el asunto, La memoria del aire aporta los matices de la digestión, ese suministro equilibrado entre culpabilidad y gratitud. Por seguir viva, por no ser la muerta. Esa violación, sobre un lecho de hojas, es la suya. Solo le pertenece a quien la ha vivido. «Ni al violador, ni al médico ni al comisario, ni siquiera al marido o al amante que de repente se encuentran allí como personajes cuya importancia se mide por el papel que les ha tocado en una historia que no les pertenece», dice. Lamarche, como un punzón, despacha con cuatro palabras lo que acostumbra a exponerse con cuarenta. Que al final, todo se trata de una cosa: poder.
De nuevo, Borges: es cierto que el tiempo de los sueños transcurre de una forma extraña. Cuando duermes, parece que han transcurrido veinte años, y en realidad solo han pasado cien páginas. Por eso solo queda la memoria. La del aire, que conserva todas las historias. También las de las muertas que sobrevivieron a la mortaja.
Tengo que admitir que desde que leí La Azotea, el primero que publicó esta editorial, dejé espacio en mi estante para llenarlo de todos los libros que Tránsito se arriesgue a editar, estoy segura que ninguna será la excepción. Gran artículo. Buscaré las otras recomendaciones que habéis citado.
Gracias, muy buena reseña, la lectura me gustò.