Me encanta que los planes salgan bien. (Hannibal Smith, El equipo A)
No puede decirse que el desarrollo del campeonato mundial de ajedrez haya constituido una sorpresa. Antes de que comenzase la primera partida ya había gente que anticipaba algo muy parecido a lo que ha terminado sucediendo. Es decir: que iba a haber mucha igualdad en las doce partidas de formato clásico y que el defensor de la corona, el noruego Magnus Carlsen, intentaría por todos los medios llegar al desempate. Porque el desempate se efectuaría mediante partidas rápidas y relámpago, formatos en los que Carlsen se sentía muy superior al aspirante, el estadounidense Fabiano Caruana.
Abracadabra, dicho y hecho. Magnus Carlsen ni siquiera ha necesitado llegar al formato relámpago. Hubo doce empates en las doce partidas clásicas, demostrando que el campeón no está en su absoluto mejor momento de forma y que Caruana había venido al match con mucha fuerza. El noruego tenía motivos para temer, como así ha sido, que en el ajedrez clásico no iba a gozar de la superioridad a la que estaba acostumbrado. Sin embargo, en las partidas rápidas ha obtenido un 3-0 verdaderamente aplastante.
Los dos rivales tenían puntos fuertes y débiles bien conocidos por todos. Magnus Carlsen posee una superior visión del tablero en cada momento dado, piensa más rápido y su intuición es mucho más certera, pero no prepara mucho la teoría y sus resultados anteriores inspiraban ciertas dudas. Fabiano Caruana tiene una mejor preparación teórica y más capacidad para realizar cálculos con mayor profundidad, aunque eso le requiere tiempo y podía plantearle problemas de reloj durante las partidas. Las doce primeras partidas han demostrado que, aun enfrentándose dos ajedrecistas con conjuntos de cualidades dispares, en ajedrez clásico jugaban a un nivel idéntico. Un nivel altísimo, además. Tan alto que ha llevado a empates muy técnicos, sin grandes errores que faciliten maniobras sorprendentes sobre el tablero. Además, como ambos contendientes sabían de la fuerza del otro, han evitado cuidadosamente el aventurarse en terrenos espinosos.
Magnus Carlsen —ahora se ve con claridad que los augurios de los que hablaba eran acertados—, había analizado sus propios puntos fuertes y débiles, también los del aspirante, y con toda esa información había trazado su hoja de ruta: jugar al empate las doce primeras partidas para decidirlo todo en el tie break. Haciendo esto, el noruego no ha retenido el título de la manera más espectacular, ni la más emocionante para los aficionados, ni la más bonita en términos estéticos, ni la más memorable en términos históricos. Pero su plan era muy inteligente y era, además, el plan que le convenía. Lo ha ejecutado casi a la perfección y se ha llevado el gato al agua.
Esto ha molestado a quienes esperaban otra cosa del enfrentamiento, pero esto no es culpa de Carlsen. Ni siquiera en la duodécima y última partida clásica, cuando Fabiano Caruana se encontraba en una posición inferior y con problemas de tiempo en su reloj. En tal circunstancia, el match parecía prometer un desenlace dramático, con Carlsen presionando para tratar de obtener la victoria antes del desempate. Para disgusto de quienes deseaban contemplar ese drama, Carlsen se abstuvo de apretar las tuercas y ofreció unas prematuras tablas al rival. El campeón prefirió no aprovechar la presión sobre el aspirante para pelear por el punto, sino para arrancarle el duodécimo empate, justo lo que necesitaba para llegar a la muerte súbita. Esto despertó una oleada de críticas. Unas críticas que puedo comprender, pero que no comparto.
Por mucho que en esa duodécima partida Caruana estuviese apurado y por mucho que las máquinas, en su frío análisis, le diesen la ventaja al campeón, cabe recordar que los ajedrecistas no son máquinas. Ni siquiera Carlsen es una máquina. En esa partida sabía bien que el nivel de Caruana en ajedrez clásico es ahora mismo idéntico al suyo y que un único error en una única jugada podía bastar para que el estadounidense encontrara una salida y, quién sabe, incluso darle la vuelta a la partida. ¿Era probable que Caruana le diera la vuelta a la partida? No, no era lo más probable, de hecho era difícil, pero al menos entraba dentro de lo posible. La ventaja del campeón no era tan grande. Una máquina puede resolver una ventaja mínima con solvencia, pero un ser humano no siempre tiene la energía o inspiración para hacerlo. Carlsen debió de pensar que no tenía un cien por cien de probabilidades de conseguir el punto decisivo. Y por algo lo pensaría. Recordemos que él es, de entre toda la élite, el jugador de élite cuyo estilo más se caracteriza por apurar una exigua ventaja hasta que sus rivales cometen alguna imprecisión o caen por puro agotamiento.
Tal vez se veía con poca energía; tal vez estaba ya tan inmerso en su plan de llegar al desempate que no se veía capaz de cambiar de marcha. Todo el mundo coincide en que Carlsen no ha estado del todo cómodo en el match clásico y que Caruana parecía gozar de mayor entereza anímica. Esto redunda aún más en favor de concluir que la estrategia del campeón, consistente en amarrar, tenía sentido. El posterior 3-0 de las rápidas le ha dado toda la razón y supongo que su abrumador despliegue de superioridad en el desempate ha hecho cambiar de opinión a más de uno.
Carlsen, pues, sabía muy bien lo que hacía. Y ha hecho lo que convenía a sus intereses deportivos, aunque no lo que convenía al espectáculo. Pero me parece bien por su parte. La mercantilización del ajedrez no es responsabilidad de Carlsen, que bastante tenía con defender su título frente a un rival peligrosísimo. La mercantilización del ajedrez es una responsabilidad de los organizadores.
El noruego, recordemos, era el campeón. Era de esperar que amarrase. Su estilo no es agresivo como el de Garry Kaspárov, ni asfixiante como el de Bobby Fischer. Correspondía a Caruana aparecer con un arsenal capaz de desequilibrar la balanza en las partidas clásicas, y no lo pudo hacer. Quizá, quién sabe, hubiese podido si se hubiesen jugado más partidas. Quizá Carlsen se hubiese cansado o hubiese tenido más dudas. Caruana ha jugado muy bien, ha sido el rival más duro que Carlsen ha tenido hasta la fecha, dicho por el propio Carlsen. Pero Caruana tampoco ha asumido todos los riesgos posibles. Llegando al desempate se arriesgaba a que sucediese lo que ha sucedido. Había quien confiaba en que la igualdad se trasladase al terreno de las rápidas, pero el pronóstico más realista no era esperanzador para el aspirante. La realidad ha sido menos esperanzadora todavía. Esto no es una crítica a Caruana; no es fácil, ni sensato, asumir riesgos frente a Carlsen. Por eso sigue siendo el campeón.
Otra cosa es que esta manera de resolver una final, mediante un desempate celebrado en formatos que no son ajedrez clásico, nos guste o no. A mí, aclaro, no me gusta; preferiría alguna otra manera de hacerlo. El campeonato mundial de ajedrez clásico debería determinar quién es el mejor jugando exclusivamente en esa modalidad, porque ya existen títulos mundiales para las otras modalidades. Esta final no ha aclarado quién ha sido el mejor ajedrecista clásico, porque ha habido igualdad total en partidas clásicas. Y no se han dado las condiciones para romper esa igualdad.
Carlsen, como era quizá de esperar, ha dicho en la conferencia de prensa final que no le parece «irrazonable» que el ajedrez rápido y el relámpago formen parte de una final mundial, puesto que, según sus palabras, ayudan mejor a demostrar que «eres mejor que tu oponente». Pero ese «mejor» se refiere al conjunto de las tres modalidades, no solo al ajedrez clásico. Carlsen también reconoció que «en ajedrez clásico, Fabiano tenía tantas oportunidades de ganar como yo, aunque me digan el mejor del mundo». Lo que a algunos o muchos nos hubiera gustado ver es cómo se dilucidaba esa cuestión de quién es mejor en el formato clásico… jugando únicamente en formato clásico. Una vez más, esto es opinable y habrá opiniones para todos los gustos.
Lo que es innegable es que las doce tablas en doce partidas clásicas han sido un resultado lógico dado el nivel de los rivales y las condiciones de juego. Pero no es la clase de puntuación que satisface a los aficionados. No es la mejor manera de vender la competición suprema del ajedrez. Aunque no es cierto que esto equivalga a resolver un partido de fútbol «por penaltis», porque no es comparable. Pero sí puede dejar la sensación de que algo ha faltado, de que algo no se ha terminado de resolver. En el anterior mundial entre Carlsen y Karjakin, celebrado con el mismo formato, pasó casi lo mismo, pero hubo dos partidas clásicas con resultado decisivo y eso maquilló un poco la cuestión.
Aclaro de nuevo: creo que el resultado ha sido justo, porque tal y como estaba planteada la competición, Carlsen ha ganado con una estrategia no bonita, pero legítima. Sin embargo, como dijo el Gran Maestro Alexander Grischuk durante las retransmisiones, «quien quiera ver un ajedrez de máximo nivel que mire partidas entre máquinas». El ajedrez actual entre jugadores de élite quizá es difícil de seguir durante una retransmisión por su profundidad y sutileza, pero hay algo que todos los aficionados entienden: las victorias y las derrotas. También entienden que siempre hubo mayoría de empates en los campeonatos mundiales, pero que, en otros tiempos, los contendientes tenían que buscar la manera de desequilibrar y de romper esa dinámica.
Nadie, supongo, quiere ver más finales cuyas partidas clásicas acaben todas en tablas. No porque las tablas no puedan ser intensas o bonitas, que lo pueden ser. Sino porque en cualquier competición, en cualquier deporte, el ideal consiste en evitar las igualdades irrompibles. Por eso existen los jueces en boxeo. Insisto en que la solución, que pasará por elegir otra reglamentación para las finales, no es fácil. Hay que encontrar un equilibrio entre el respetar que el ajedrez clásico siga siendo clásico y que en las partidas clásicas haya, no obstante, más probabilidades de error (y, por tanto, más probabilidades de lucha abierta, de emoción y de una belleza que el espectador pueda captar). ¿Cómo conseguirlo? Supongo que se aportarán muchas ideas al respecto. Ya se están aportando, de hecho.
En resumen, Carlsen ha sido el justo vencedor y merece todos los elogios y felicitaciones por ello. Es un genio, nadie lo duda. Ha conservado el título de manera legítima e incontestable. Es uno de los más grandes ajedrecistas de todos los tiempos. Baste decir que, durante una de las retransmisiones, tres Grandes Maestros nombraron a los cinco jugadores que consideraban más grandes; los tres coincidieron en incluir una terna formada por Kaspárov, Carlsen y Fischer.
Carlsen es tan bueno que, ahora mismo, con este tipo de final, se necesitaría casi un milagro para destronarlo. Pero el ajedrez no debería necesitar de milagros. En el pasado, las finales eran luchas más largas y cruentas, agotadoras incluso, pero aquello no desvió la atención de los aficionados (¿quién no recuerda las finales Kaspárov-Kárpov?) y, lo que es más importante, no despertó comentarios escépticos sobre el valor del ajedrez como espectáculo. Que lo tiene, y mucho.
Buen artículo, muy razonable y compartible. A diferencia del autor no me parece tan fuera de lugar la comparación de las rápidas con los penaltis. Ambas son formas legítimas de dilucidar un encuentro, pero que de alguna forma “rebajan” el valor del triunfo.
Para mí el análisis de AlphaZero, la IA de Google, sobre la primera partida define perfectamente el match: Caruana empata porque no es capaz de adelantar el peón de a para impedir el enroque en el flanco de dama. Dicho de otra forma, Caruana estaba un paso por detrás de Carlsen. Ahora bien, ¿Carlsen al nivel de Fischer y Kasparov? Partida 12 >> tablas, no, por mucho que me vendan al chico, está un paso por detrás.