En el terreno del entretenimiento audiovisual un plátano (o banana) solo puede estar destinado a cumplir cuatro funciones posibles: ser utilizado como bolígrafo oficial por Batman, convertirse en parte del atrezo activo del cine pornográfico (o de Ciudad de Dios), adornar la cabeza de cualquier personaje que haya aterrizado en un contenedor de basura o ejercer de herramienta para elaborar un gag cómico clásico. En el último caso ni siquiera se requiere el plátano completo, basta con la cáscara.
Existen ciertos escenarios y acciones que se han vuelto cómicos por defecto, a base de años y años de ser reutilizados en todo tipo de medios. Gags que resultan divertidos por culpa de su herencia, porque a ciertas alturas ya es difícil dejar de ser gracioso cuando has representado la esencia del slapstick durante tantas generaciones. Los tartazos inesperados en la cara y el resbalón con una piel de plátano abandonada son dos de esos sketches inmortales. Escenarios que, pese a ser tremendamente evidentes (cualquier espectador sabe qué va a ocurrir a continuación cuando aparece una cáscara de plátano en pantalla), nunca han pasado realmente de moda.
New York, New York
A principios del siglo XIX, algunos marineros comenzaron a empacar bananas en los puertos de Sudamérica para sacarse un sobresueldo vendiendo la fruta a los habitantes de unas urbes norteamericanas que encontraban el manjar muy exótico. Pero la banana no se asentaría realmente en aquellos estómagos estadounidenses hasta 1866. El año en el que a un caballero llamado Carl B. Frank se le ocurrió comenzar a importarla en grandes cantidades desde los territorios norteños de Panamá, intuyendo que aquel alimento desconocido podría convertirse en un producto de éxito entre la población de Nueva York. Tenía toda la razón, durante la Exposición Universal de Filadelfia de 1876 las bananas se convirtieron en un aperitivo llamativo y exitoso que se presentaba envuelto en papel de aluminio. Y unos cuantos meses más tarde, la fruta había tomado las calles neoyorquinas a modo de popular refrigerio. Eran bananas de la variedad Gros Michel en lugar de la Cavendish que se consume en la actualidad, porque en aquella época la enfermedad de Panamá todavía no se había cepillado los cultivos bananeros.
Desgraciadamente, la mayor parte de la población urbanita era bastante cochina y optaba por arrojar la cáscara de la banana al suelo en lugar de encestarla en una papelera, una acción que acabaría considerándose peligrosa: al pudrirse, la piel de aquella fruta se convertía en una trampa muy resbaladiza para los viandantes despistados. Pronto, comenzaron a registrarse accidentes importantes tras pisar cáscaras de banana descompuestas y el asunto se convirtió en un problema muy serio. La revista Harper’s Weekly calificó de irresponsables a todos aquellos que tenían la costumbre de abandonar el envoltorio natural sobre la acera acusándolos de ser culpables de percances que habían degenerado en huesos rotos y, en ocasiones, en fracturas tan graves como para requerir de amputaciones médicas. A principios del siglo XX, el drama con los restos de plátanos y otras frutas se convirtió en algo tan grave que algunas localidades consideraron delito arrojar la pieles de los aperitivos al suelo, en los colegios se advirtió de lo conveniente de mirar al suelo para no deslomarse pisando pudin orgánico y las metrópolis se vieron obligadas a buscar métodos alternativos para eliminar tanto residuo. En algunas ciudades se permitió que varios cerdos asalvajados trotasen libremente por las calles devorando la basura orgánica durante sus paseos, pero la población resultó ser más cerda que los propios porcinos y estos acabaron empachados antes de abrillantar las aceras. En Nueva York optaron por las estrategias militares y ficharon al coronel George E. Waring Jr. para hacerse cargo de la limpieza callejera. Waring organizó y comandó batidas de basureros, vestidos con uniformes blancos y apodados White Wings, que asearon las vías de manera muy eficaz en la que se conoce como la primera operación de reciclaje a gran escala llevada a cabo en Estados Unidos.
En el imaginario popular la piel de la banana se había convertido en una resbaladiza trampa callejera que aseguraba la hostia, y por extensión en una situación cómica: contemplar a alguien patinar sobre el pavimento no era demasiado extraño y, como suele ocurrir con todo trompazo ajeno, resultaba gracioso de ver. Pero lo cierto es que por aquella época las cáscaras de banana no estaban solas a la hora de establecer una fricción cómica. Porque los caballos eran un transporte habitual en las grandes ciudades, y sus deposiciones con forma de pastel decoraban el suelo con frecuencia, convirtiéndose en un peligro potencial (y muy resbaladizo) para las suelas de los viandantes.
Obviamente, un hombre resbalando con una mierda de caballo era tan gracioso para el espectador casual como alguien que hiciese lo propio con una piel de plátano. Pero sobre los escenarios, en las comedias de golpe y porrazo, los payasos decidieron optar por las cáscaras como detonantes de los porrazos en lugar de por las plastas equinas por razones prácticas: por un lado, el color amarillo de los plátanos y bananas era bastante llamativo e identificable en la escena y, por otro, siempre es preferible que tu material de trabajo sea fruta en lugar de caca.
Let me entertain you
A principios del siglo XX, el cine aún se estaba acomodando como posible forma de ocio (las salas de cine en Estados Unidos comenzaron a aparecer a partir de 1902, seis años más tarde que en Europa) y lo que realmente lo petaba entre el pueblo llano era el vodevil. Números teatrales que combinaban el burlesque y la comedia física y se anunciaban con títulos tan fascinantes como «The girls from happy land starring “Sliding Billy Watson”». Entre ellos, aquel Billy Watson que se anunciaba resbaladizo se hizo especialmente famoso gracias a las pieles de plátano: su actuación, y por extensión toda su carrera, se basaba en resbalar o cruzar el escenario deslizándose sobre restos de fruta. Watson fue el primer artista que incorporó la banana resbaladiza como herramienta cómica, y contaba que la inspiración le había llegado en la calle al ver a un pobre hombre deshuevarse tras pisar un pellejo descompuesto de plátano. El éxito del gag propició que otros profesionales del trompazo, como Cal Stewart, comenzasen a patinar sobre pieles de frutas para regocijo del público.
Charles Chaplin fue el primero en pisar una cáscara de plátano en la gran pantalla. Lo hizo en 1915 en la película Charlot en la playa, una aventurilla costera que se había lanzado a rodar por su cuenta en el sur de California mientras esperaba a tener un estudio disponible en Los Ángeles para rodar otras producciones. En la versión de Chaplin el gag era autosuficiente: el propio personaje arrojaba al suelo los restos de su merienda con los que patinaría segundos después.
Charlot en la playa 1915.
Harold Lloyd arrojó una piel de plátano que derribó a un camarero en The Flirt (1917) y resbaló con otra mientras trataba de aferrarse a la parte delantera de un autobús en marcha en Ay, mi madre. Lloyd Hamilton utilizaba en Waiting los restos de la fruta a modo de trampa con la que librarse de sus perseguidores. A Buster Keaton en El guardaespaldas se le ocurrió torear las expectativas del público al encaminarse hacia una piel de plátano y caminar sobre ella sin pisarla, pero tres años después el propio Keaton patinaría con otra, que él mismo había arrojado al suelo, en El moderno Sherlock Holmes. Chaplin complicaría la payasada acrobática hasta el exceso en El circo al hacer que su protagonista resbalase sobre una cuerda de equilibrista con una cáscara abandonada en el lugar por un mono cabroncete. En The Battle of the Century, Oliver Hardy y Stan Laurel hicieron un combo épico encadenando gags clásicos: con una cáscara de plátano provocaron un traspié en la puerta de una pastelería que acabó transformándose en una multitudinaria y espectacular guerra de tartazos. Harpo Marx utilizó un arsenal de vainas bananeras para tumbar a todo el equipo rival durante el partido de fútbol americano que servía de clímax a Plumas de caballo. En El dormilón, Woody Allen era incapaz de mantener el equilibrio sobre una gigantesca piel de plátano hidropónico. En la comedia disparatada ¡Vaya un fugitivo!, protagonizada por Leslie Nielsen, era un autobús repleto de prisioneros el que patinaba por culpa de una corteza de banana. El mundo está loco, loco, loco, loco, Anastasia y Los dioses deben de estar locos también utilizaban deslices bananeros para hacer la broma. Y en Shaolin Soccer, una película que tiene más de un resbalón accidental causado por cáscaras, Stephen Chow disfrutaba mucho de lo hilarante de cierto patinazo:
Poca gente ha celebrado mejor en pantalla el dolor ajeno.
Los videojuegos también saben del potencial ofensivo que ofrece el forro de las bananas: en la saga Mario Kart son un arma temible. Entre tanto, los dibujos animados parece que han adoptado la piel de plátano más como un requisito que como un recurso: Danger Mouse, Las supernenas, Futurama, Tom y Jerry, Ed, Edd and Eddy, Popeye, Bob Esponja, Los Picapiedra, Teen Titans Go!, El asombroso mundo de Gumball y, especialmente, los Looney Tunes están sembrados de residuos orgánicos amarillos con intención de provocar costalazos. En un caso concreto el plátano formó parte del trasfondo oficial de un personaje sin que la mayoría del público lo supiese: una carta coleccionable oficial del Inspector Gadget revelaba que el héroe en realidad «era solo un policía ordinario que en cierto momento sufrió un accidente casi mortal al resbalar con una piel de plátano. Requirió de cirugía y tras la operación su cuerpo se despertó equipado con trece mil gadgets para luchar contra el crimen».
La banana y el plátano también se convirtieron en trampas recurrentes en el mundo de las viñetas y bocadillos: Garfield las utilizaba con frecuencia, Anacleto se las encontró en las cornisas de los edificios y tanto los Pitufos como Zipi y Zape, Tintín o el mismísimo Batman las sufrieron. Aunque en la liga de los superhéroes el caso más espectacular es el de Flash: un villano le tendió una trampa al hacerle resbalar sobre una «piel de plátano atómica» y el patinazo resultante propulsó al héroe hasta el espacio exterior.
La hostia perfecta
En cierta ocasión, el guionista Charles MacArthur (Cumbres borrascosas, Esta mujer es mía) le preguntó a Chaplin cuál era la forma ideal de lograr que el gag de la piel de plátano siguiese resultando gracioso: «¿Cómo puedo hacer que el personaje de una señora gorda, que camina por la Quinta Avenida, resbale con una cáscara de plátano y resulte gracioso? Teniendo en cuenta que eso ya se ha hecho un millón de veces, ¿cuál sería el mejor modo de enfocarlo? ¿Debería de mostrar primero la cáscara de plátano, después a la mujer oronda acercándose y después el resbalón? ¿O muestro primero a la mujer, después la cáscara y después la hago resbalar?». Dudas ante las que Chaplin contestó rápidamente con un «De ninguna de esas dos maneras. Primero tienes que mostrar la cáscara de plátano, después a la mujer acercándose, después la cáscara de plátano y a la mujer en la misma escena. Y, finalmente, a la mujer evitando pisar la cáscara de plátano y cayéndose por el agujero de una alcantarilla justo después».
Fricción
Las fricciones en la ficción siempre utilizan como herramienta una cáscara de plátano fresca y colorida, pero en el mundo real las vainas de dicha fruta sobre una acera solo se pueden considerar verdaderamente peligrosas cuando se han descompuesto hasta convertirse en una sustancia pastosa. Adam Savage y Jamie Hyneman intentaron verificar en su famoso MythBusters (un programa dedicado a comprobar científicamente si algunos mitos populares son ciertos) las propiedades de la banana como patín orgánico. Y llegaron a una conclusión intermedia: una piel por sí sola no parecía ofrecer demasiado riesgo para el pisotón incauto, pero un suelo completamente recubierto de restos de plátanos era una superficie sobre la que el viandante no debería de presentarse con muchas ilusiones de mantener la verticalidad.
En 2014, un grupo de científicos japoneses formado por Kiyoshi Mabuchi, Rina Sakai, Mika Honna y Daichi Uchijima de la Universidad Kitasato en la prefectura de Kanagawa decidieron dedicar sus esfuerzos y su tiempo a comprobar científicamente si las bananas eran tan resbaladizas como sentenciaba la leyenda. Un trabajo (que los curiosos se pueden descargar aquí) en el que se analizaron rozamientos, mucosidades, polímeros y funículos para concluir que las cáscaras de aquella fruta sobre el pavimento tenían un coeficiente de fricción mayor que el de los esquíes sobre la nieve, pero menor que el del cuero sobre el suelo. Aquella soberbia dedicación por algo tan banal ayudó a que Mabuchi y compañía fueran galardonados con uno de los Ig Nobel de dicho año (concretamente el de física), unos premios poco prestigiosos pero extremadamente jocosos que funcionan como una parodia de los Nobel al centrarse en reconocer aquellas investigaciones científicas que resultan muy triviales o absurdas. Mabuchi y su equipo actuaron con verdadera elegancia al ser premiados: aceptaron el galardón, lo recogieron y desde entonces fardan de ello siempre que pueden.
En el mundo del séptimo arte tenía que ser una película del insufrible Adam Sandler la única que tuviese en cuenta el factor descomposición en los resbalones con plátanos: en cierto momento de la tontorrona comedia Billy Madison, un conductor de autobús (Chris Farley) arroja sobre la carretera una piel de plátano. Una cáscara que reposa pudriéndose en el asfalto durante toda la película hasta que sus restos descompuestos provocan, durante el desenlace de la historia, que un coche repleto de gente odiosa derrape y se despeñe por un acantilado.
El único fruto del dolor
En 1911, un hombre sufrió un accidente en una estación por culpa de los restos podridos («negros y sin amarillo a la vista») de un plátano que se encontraban en el andén, tal y como se acredita en el resumen del caso Anjou vs. Boston Elevated Railway Co. En 2002, el periódico británico The Guardian hizo constar que a lo largo del año anterior llegaron a registrarse más de trescientos accidentes en los que una banana estaba implicada, «la mayoría de ellos por culpa de gente que había patinado con ellas». En 2010 una mujer se resbaló con una piel de plátano en una tienda de California y demandó al local por daños tras rechazar un acuerdo de más de cuarenta mil dólares. En 2013, un hombre cayó sobre las vías del metro en Staten Island tras derrapar sobre los restos de una banana. Y existen documentos irrefutables, en forma de certificado de defunción, que prueban que las bananas tienen entre sus antecedentes una muerte confirmada, la de un hombre de setenta y cuatro años de Tennessee que en algún momento de 1927 puso el pie sobre lo que no debía.
Bobby Leach (1858-1926) fue un temerario stuntman cuya carrera comenzó bajó la carpa de un circo realizando saltos increíbles sobre una piscina, continuó en las alturas arrojándose desde globos aerostáticos o colgándose de aeroplanos en ascenso y adquirió estatus de leyenda cuando decidió pilotar un supositorio gigante y lanzarse por la catarata del Niágara. Una hazaña (que no era el primero en realizar, Annie Taylor se le adelantó en dicha locura) que se saldó con una mandíbula, dos rodillas y varias costillas rotas. A principios de 1926, con sesenta y nueve años sobre el lomo y tras haberse pasado media vida haciendo el cafre de manera arriesgada, Leach paseaba tranquilamente por Queen Street cuando resbaló con una piel de naranja y se rompió la pierna durante una aparatosa caída. Las complicaciones del accidente hicieron que la pierna se infectase y gangrenase, obligando a los médicos a amputarla por completo. Pero aquella operación extrema no logró salvar la vida de un Leach que falleció dos meses después de haber resbalado con una piel de fruta por la calle. Y no le hizo ni puta gracia.
Una buena riega instantánea de cáscaras en las veredas causaría un espectáculo fantástico y aleccionador: miles de maniaco-compulsivos del móvil despatarrándose por los aires, y gracias a las omnipresentes cámaras de seguridad, un subsiguiente víedeo en la red, muy divertido y seguido, con tantos «foll….», o como diablos se llamen sus admiradores.
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