Los ojos cerrados. El esternón mirando al cielo. Los brazos en éxtasis como si hubiera un dios al que adorar. Los tirantes que siempre se niegan a quedarse en su sitio. Los músculos palpitando. Manos surgidas de la nada para completar un giro que anticipa giros más allá. El ritual siempre es el mismo aunque ya nada sea igual. Aunque haga casi cuarenta años desde la última canción de verdad. Pero los labios todavía se abren para reclamar un bocado de aire o para corear una letra con un orgasmo sincronizado en el que solo queda el grito y se evapora el placer. Porque el placer es una promesa implícita en el movimiento de cientos de seres que se buscan. Los que siguen bailando bajo la bola del Jane.
La bola es un tótem. Un homenaje a los días de la fiesta sin fin de la vieja Nueva York. Cuenta la leyenda que ese objeto hipnótico que gira sobre la pista del Jane estuvo un día en Studio 54. Los que aletean bajo su órbita son otros. Pero quieren creer que queda algo del embrujo original. Del caleidoscopio de pecados capitales del que fue testigo esa esfera de cristal. La lujuria, claro. La envidia de la carne enredada en otra carne. La soberbia de las piernas infinitas bajo las faldas mínimas. La gula saciando adicciones en el baño. La pereza del voyeur con la mano en el bolsillo. La avaricia del que quiere poseer un cuerpo evanescente. La ira del que no lo llega a alcanzar. Las caras previas al éxtasis de los que desesperan por un capítulo más.
Todo aquello estaba en Studio 54. El pecado y la redención. Pero había algo más. «Es el club del futuro —decía Truman Capote—. Absolutamente democrático. Los chicos con los chicos. Las chicas con las chicas. Blancos y negros. Capitalistas y marxistas. Chinos, unos, otros, en una mezcla hermosísima». Capote había pasado por el escalpelo de sus ojos aquel fenómeno único. Un local en el 254 oeste de la calle 54 que no era solo para famosos y millonarios. Era el epicentro de lo extraordinario. De lo peculiar. De lo bello. Porque así lo quiso uno de sus dueños. Steve Rubell soñaba con un club donde todos bailaran con todos, donde se juntaran un político, un semental del Bronx, Rollerena, los transexuales más espléndidos y Disco Sally, una abogada septuagenaria que contoneaba todas las noches su baqueteado esqueleto, la matriarca de la diversión.
Rubell había entrado en el negocio de las discotecas con su amigo Ian Schrager. En su primer local, The Enchanted Garden, estaba el espíritu de lo que fundarían después. El Garden solo tenía un problema. Estaba en Queens. Y esa era una barrera que un genuino espécimen de Manhattan nunca se permitía cruzar. Si querían tener el mejor club de la historia, se tendrían que mudar.
Encontraron un lugar de proporciones fabulosas, un antiguo estudio de la CBS cerca del Carnegie Hall. Desembolsaron, según recuerdan algunos, setecientos mil dólares y dejaron que dos de los mejores escenógrafos de Broadway hicieran lo demás. Estaban inventando otro planeta, una crisálida de extravagancia donde podían refugiarse los que querían sobreponerse a la América del Watergate y del Vietnam. Un lugar donde la única norma era la libertad. Y la música. Y la epidermis. Y dejarse llevar. Un reducto donde el Bob Fosse de Cabaret podría haber gritado aquello de «la vida es bella, las chicas son bellas, hasta la orquesta es bella». Porque en Studio 54 todos eran hermosos por un momento mientras bailaban o miraban o se pavoneaban o se drogaban o hacían el amor. Eran los tiempos del hedonismo, de cantarle al propio cuerpo, de enterrar la fantasía de los hippies que creían que podían cambiar el mundo con una canción.
Aquel 26 de abril de 1977, el Daily News le dedicaba un titular irónico a la nueva apertura: «Studio 54, ¿dónde estás?». El tabloide llevaba una rigurosa clasificación de locales que abrían para inmediatamente fracasar. Pero Rubell y Schrager tenían una aliada fundamental, Carmen D’Alessio, la mujer que había conseguido aparecer en la primera del Wall Street Journal por la escandalosa cantidad de dinero que generaban sus fiestas. Su lista de invitados merecía una alfombra roja. Studio 54 había descubierto una nueva forma de deseo. La obsesión por un lugar. Un lugar que convertía a sus fieles en sumos sacerdotes de algo especial.
No lo parecía en el primer momento. En el exacto primer momento en el que todo empezó. Nikki Haskell era una autoridad en el mundo de la noche neoyorquina. Conocía a todo el que merecía la pena conocer. Bailaba con todo el mundo. No hacía nada que no se pudiera hacer con zapatos de tacón. Aquel día había quedado a cenar pronto con una pareja de amigos recién casados en Elaine’s. «Tengo una entrada para el club que inauguran hoy. ¿Por qué no vamos?». Y cruzaron la ciudad hasta la calle 54. Pero cuando llegaron, las puertas estaban cerradas. Esperaron junto a media docena de personas hasta que por fin aquello abrió. Todavía estaban terminando de ajustar las luces y sonaba la primera canción, «Devil’s Gun». El amigo de Haskell era un joven emprendedor poco conocido, pero con experiencia en expandir sus relaciones sociales en las discotecas de moda. Un joven de Queens que quería conquistar Manhattan —eso que los verdaderos patricios llamaban despectivamente bridge-and-tunnel—. No terminaba de gustarle aquel sitio todavía desangelado. Estaba acostumbrado a la efervescencia de Le Club. Pero le convencieron para que se quedara. Y se quedó. Y repitió. Y volvió. Aquel treintañero se llamaba Donald Trump.
Llegó la media noche y el local se llenó. Y había más gente esperando fuera. Cientos de personas agolpadas en la puerta. Frank Sinatra, agazapado en su coche porque no podía pasar. Warren Beatty, al que se le congeló la mueca para siempre porque no consiguió entrar. El titular del Daily News había resultado ser un reclamo excepcional. Dentro, Cher bailaba con Margaux Hemingway. Capote pedía algo de beber. Brooke Shields resplandecía como una promesa de eterna juventud. Mick Jagger y Bianca jugaban a ser el centro de atención. Junto a ellos se paseaba una modelo que después tendría algo que decir, Jerry Hall. Liza Minnelli había encontrado el final del arco iris que buscaba mamá. Halston, que no acostumbraba a trasnochar, entró aquel día en Studio 54 y parece que nunca volvió a salir.
Pero a Steve Rubell no le bastaba con las celebridades. Quería gente de verdad. Gente que llevara sobre su piel el magnetismo de la ciudad. Desde el primer día se puso en la puerta decidiendo quién podía entrar. «You’re in» eran las palabras mágicas que daban acceso a Oz. Los aspirantes se agolpaban dejando ver sus caras como en los viejos tiempos cuando los obreros alargaban sus cuellos hambrientos ante el capataz. Y con la varita mágica de su dedo, aquel rey Midas convertía en oro a cada uno de los que señalaba. La puerta del Edén estaba ahí. Y en el Edén, Steve Rubell mezclaba lo que llamaba la ensalada: los que tenían nombre y los anónimos, los que eran todo y los que aspiraban a serlo, los que sabían que eran hermosos y los que no se habían dado cuenta, los que se quedaban despiertos por la noche porque solo así podían soñar. «Nunca habría dejado entrar a Steve Rubell en mi discoteca», decía el propio Steve. Sonaba a excusa para justificar la frontera de la cinta de terciopelo rojo que había que franquear. Era el casting más exigente de Nueva York.
Si la pista era pura democracia, la entrada parecía más una dictadura. Una versión extrema de la selección natural. Andy Warhol, tan asiduo que parecía parte de la decoración, llegó a hacer una lista con los mejores trucos para pasar el corte.
- Ve siempre con Halston o de Halston.
- Llega muy pronto o muy tarde.
- Aparece en una limo o en un helicóptero.
- No uses nada de poliéster. Ni la ropa interior.
- No menciones mi nombre (Andy Warhol).
Warhol estaba en el grupo de los mirones. Halston también. Y otro diseñador, Calvin Klein. Se sentaban y observaban. Se emborrachaban con el frenesí de aquella Capilla Sixtina de la música disco: con sus santos laicos y sus demonios sulfurosos, con sus camareros entre arcángeles y Ganímedes y sus falsas vírgenes como odaliscas sinuosas. Observando recargaban su creatividad. Aunque había formas mucho más explícitas de saciar los apetitos. Allí todo se podía conseguir. Por supuesto había Absolut y marihuana. Y quaaludes, como caramelos, en botellas de Dom Pérignon. La metacualona era un sedante perfecto que mezclado con el alcohol disparaba el deseo y suprimía el recuerdo. La administración Reagan lo terminaría declarando ilegal, pero a finales de los setenta era el oxígeno subterráneo del 54. Cuando sonaba Village People era la hora del popper. Y cualquier momento era bueno para la coca. No hacía falta ni ir al baño. La gente se la metía, blanca y resplandeciente, bajo los reflejos de la bola que años después giraría en el Jane.
Y mil personas bailaban. Y se dejaban ver. Y se entregaban al ritual del placer. Nadie iba a desinhibirse. Se iba desinhibido ya. Se iba a sudar. A dejar el rastro que seguiría otro animal de la noche. A danzar como el que levanta testimonio de hasta dónde se puede mover. Fuera, en las calles, las mentes biempensantes lo veían como una metáfora de la depravación, del libertinaje de la era Carter. Había que acabar con aquel antro de perversión.
Costaría un poco. Del más rico al más pobre, todos querían traspasar el umbral de la percepción. Hasta la madre del presidente, Lillian Carter, pisó aquella pista. Para una cena de homenaje de UNICEF. Cuando salió no sabía cómo describirlo. «No sé si he estado en el cielo o en el infierno. Pero me lo he pasado bien».
Aquella noche un fotógrafo que trabaja para el Village Voice descubrió el verdadero secreto de Studio 54. Bill Bernstein estaba acreditado para cubrir el evento de lady Carter. Nunca había conseguido entrar. Y lo que se encontró le fascinó. «Estar en aquella sala ya producía un subidón». Cuando terminó de hacer las fotos de Lillian, comprendió que se tenía que quedar. Que la verdadera fiesta comenzaba allí. Allí donde bailaban los que nunca aparecerían en las páginas del periódico. El ejército luminoso al que amaba Steve Rubell. Salió a la puerta y compró diez carretes de película Tri-X a los paparazzi que se agolpaban sin poder pasar. Volvió y empezó a disparar. Durante las siguientes seis horas le pareció que el universo había sufrido una metamorfosis. ¿Estaba en el presente, en el pasado o en el futuro? Había algo de cabaret berlinés, de las escenas de Brassaï en Pigalle, de la Nueva York sucia de Diane Arbus. Algo incontenible que se había convertido en una forma de vivir. Cuando ya muy entrada la madrugada sonaba «Last Dance» de Donna Summer, la gente lloraba. Si había lágrimas y sudor es que el DJ había hecho bien su trabajo. Los fluidos habían corrido como tenían que correr.
Y el dinero corría de las cajas registradoras a la oficina de Steve. No tenía que haber presumido de su éxito. Pero no lo pudo evitar. «Solo la mafia hace más dinero», dijo en una entrevista. Y era verdad. Tan verdad que las autoridades dieron con el camino perfecto para acabar con la tierra prometida del libertinaje.
A las nueve y media de la noche del 14 de diciembre de 1978, los agentes federales entraron en la discoteca. Encontraron seiscientos mil dólares en bolsas de basura en el falso techo de la oficina, cocaína por valor de tres mil dólares para agasajar a los VIP en la fiesta de Navidad y suficientes quaaludes para narcotizar a toda la isla. El todopoderoso abogado Roy Cohn, amigo personal de aquel joven llamado Donald Trump, no pudo evitar que Rubell y Schrager fueran condenados a tres años y medio de cárcel. Pero antes de ir a prisión dieron su última gran fiesta. «El final de la Gomorra de nuestro tiempo». Y quizá no llegaron a comprender hasta qué punto estaban firmando el acta de defunción de una época que no iba a volver.
Steve Rubell subió a la cabina del DJ acompañado de Diana Ross. Estaba tan conmocionada y tan borracha que terminó perdiendo un zapato. Él no andaba mucho mejor. Cantó «My way» con un fedora que había sido de Sinatra. Con tanto énfasis que acabó colgado de los tobillos sobre la multitud gimoteante. Sylvester Stallone pagó la última ronda. «Estaré feliz si seguís viniendo mientras yo esté fuera», dijo Rubell para despedirse. Parecía entonces que la fiesta podía continuar. Pero no continuó.
El 3 de julio de 1981 un artículo del New York Times caía como una lápida sobre la era disco. Hablaba de un misterioso tipo de cáncer que estaba afectando cada vez a más homosexuales en San Francisco y Nueva York. Era fulminante. Ni siquiera se mencionaba un nombre para aquella enfermedad. La misma que se llevaría a Steve Rubell ocho años después. Aunque para aquel entonces, las cuatro letras de la palabra sida tenían ya su significado y su estigma, su pánico y su interminable elegía de caídos.
El mundo había cambiado. Ya nadie descubriría una brizna de purpurina en el pelo de un ejecutivo que llegaba por la mañana a la oficina. La madre de Justin Trudeau había dejado de revolotear en la pista sin ropa interior. No se había vuelto a ver al jefe de gabinete de Carter y a su secretario de prensa esnifando en el sótano de Gomorra. Donald Trump le había dicho a Oprah que ganaría unas elecciones porque él había nacido para ganar. Bianca ya no estaba con Mick. Warhol había fallecido en el lugar que más temía, un hospital. Halston moriría un año después. Reagan había dejado la Casa Blanca para que llegara Bush. Ed Koch seguía siendo alcalde de Nueva York, pero Disney había sustituido a la lujuria en Times Square. Ian Schrager abría hoteles con Philippe Starck. La gente bailaba hip hop. Y sola como un fantasma, alimentando el recuerdo de pecados pasados, la bola de Studio 54 gira obstinada en el Jane. Aunque bajo su órbita haya cambiado la frecuencia de la oscilación.
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Moraleja todo lo que tocan los diseñadores europeos lo joden, lo digo por The Broadway y sus autours, perdón Fiorucci y Fiorella
https://www.youtube.com/watch?v=xBwrObC9xbw
No sé si estoy enamorao’ de ti.
Un saludo para Damian Garcia Puig y toda la gente del studio 54 de Barcelona.
Me quedo con las bailantas a puro chamamé, cerveza, caña y paso doble, allá por las tierras de Entre Rios, en la sociedad de fomento De Chiripa. Muy buena lectura. (Chiripa: expresión gauchesca para señalar el uso de un bien que no nos cuesta nada: comer de chiripa, vivir de chiripa. Probablemente derive del «Chiripá», el humilde calzón de entrepiernas que usaban los gauchos.
chiripa significa que es de casualidad, de suerte, por ejemplo metió un gol de chiripa, no significa que no cueste
En Studio 54 tal vez hubiera conocido a Edie Sedgwick.
No lo creo porque murió en el 71 y la discoteca abrió en el 77…