I grew up in the valley, every neighbor a friend
Until the modern world started creeping in
One day came the lawyers, with cash in hand
They swore that our village would light up the land
La estrategia del alcalde de Matiora parecía incuestionable. «¿Por qué tenemos los ojos en la parte delantera de nuestras cabezas y no atrás? Para mirar hacia delante. ¡Hacia delante, no hacia atrás!», dijo a los vecinos de la isla que estaba a punto de quedar sumergida. A ellos no les resultó convincente. Le miraron en silencio y con la expresión del que no está dispuesto a ceder. Algunos gestos, aferrarse a una pala clavada en la tierra, por ejemplo, no necesitan palabras.
Matiora nunca existió. O sí.
Quien tiene que dejar su casa a la fuerza no puede olvidarla nunca, por más que la haga añicos antes de partir. Así se despiden a menudo los desterrados de sus casas. Unos las echan abajo o las queman, otros las dejan listas para las visitas que nunca recibirán, y los hay todavía más optimistas: se llevan, con la esperanza de regresar algún día, las llaves que guardarán de por vida y heredarán sus hijos. Algunos se convierten en escritores y hacen de esos lugares desaparecidos su propio universo literario. De manera simbólica o evidente, varios escritores han hecho de su escritura un ejercicio de memoria con el que tratan de hacer resurgir su pueblo de las aguas que lo cubrieron. Poco importa si es Vegamián, Mequinenza o Atalanka. Porque todos esos nombres representan lo mismo: el dolor de una minoría en pos del progreso, que los arrastra en silencio.
La primera escena de La forma del agua, de Guillermo del Toro, o el videoclip de «Sargento de hierro», de Morgan, disparan una pregunta: ¿qué sentirán al ver esto los que tienen su casa bajo un embalse? En Fresas Salvajes, de Ingmar Bergman, el profesor Borg se detiene al ver la casa en la que pasó los veranos de su infancia y donde se enamoró por primera vez. Mientras fluyen los recuerdos habla de una tristeza «asociada a los lugares en los que jugué de pequeño». Lo que siente es evidente en su caso, pero ¿qué emoción ocupa el espacio que deja el lugar asociado a la infancia cuando desaparece?
El matricidio
«Soy de las filas de los ahogados», dijo Valentin Rasputin. Matiora, aquella aldea, aquella isla rusa, en la que ambientó su novela El adiós a Matiora representaba el pueblo en el que creció y que ya no existe. Rasputin, pionero del ecologismo ruso, nació el 15 de marzo de 1937 en Ust-Udá, en Siberia. Cuando era un bebé de solo dos años su familia se mudó a Atalanka, un pueblo que fue inundado en los años sesenta para construir el embalse de una central eléctrica.
Los vecinos reconstruyeron Atalanka en otro lugar, con el mismo nombre. Como la madre, como el padre, da al hijo recién nacido el nombre del que murió. Para resucitarlo. A veces nos engañamos así.
Pero la memoria no siempre trabaja igual; no siempre se alía con los nombres: «Durante los cuarenta y cinco años que han pasado desde el día en el que, con la casa a cuestas, abandonamos estas montañas camino de la llanura, Domingo nunca volvió a hablar del pueblo, como tampoco lo hizo de Valentín, el pobre hijo que se nos murió tan pronto. Domingo prefería olvidarse del pasado y para eso lo mejor, pensaba, era no nombrarlo», escribió Julio Llamazares en Distintas formas de mirar el agua. Esta actitud, que responde a una cuestión personal, es cultural en otros lugares en los que la ausencia dolorosa altera idiomas porque no se puede nombrar lo muerto.
A Rasputin no le bastó aquel decorado y, como nunca pudo volver a la verdadera Atalanka, tuvo que revivirla a través de sus libros. En su obra más conocida, el lugar se convirtió en protagonista. Mientras escribía, el autor pensaba en Atalanka, pero decidió que el pueblo, como la isla en la que se ubicaba, se llamará Matiora, un topónimo que deriva de madre. Las construcciones de presas que proliferaron en los años sesenta en Rusia para él eran un «matricidio nacional». Matiora también era la tierra.
Mortaja de fango
En Mequinenza (Zaragoza) todo había tenido una pátina negra por el carbón hasta los años cincuenta. Pero desde el cierre de las minas que eran el sustento del pueblo y las primeras demoliciones, previas a la inundación, todo había adquirido un tono blanquecino. «A la mañana siguiente, el salón daba pena. La primera muestra del polvo que se convertiría en la obsesión del vecindario a partir de la demolición de la casa de Llorenç de Veriu lo había rebozado de una película blanquecina de apariencia espectral», escribió Jesús Moncada en Camí de sirga.
Algo parecido ocurrió a una de las protagonistas de la novela, Carlota de Torres, a quien, «a fuerza de palidecer, la piel se le volvió casi transparente». Era tan real lo que Moncada había escrito bajo la máscara de la ficción que un día en su pueblo murió una mujer y a él le dieron el pésame. Acababa de morir una de las protagonistas de la novela. Para todos era Carlota de Torres, aunque en la vida real tuviera otro nombre.
Para varios escritores la inundación de sus pueblos, de sus escenarios de infancia, se convirtió en leit motiv de su obra. No siempre fueron tan evidentes e insistentes como Jesús Moncada, que ambientó allí casi la totalidad de su obra. Aquel anhelo, a menudo, se convertía en memoria, en escenario épico y mítico o en personajes arrastrados por el desarrollismo que protagonizaban escenas con cierto componente mágico. En el caso de Moncada, se ponía en la piel de un barquero ante la inminente construcción de un puente o en la de un afilador preocupado por el futuro de su trabajo mientras sus vecinos discutían la llegada del hombre a la luna.
También daba personalidad al río. Decía que habían dejado Mequinenza «bien muerta» y con «mortaja de fango» para siempre. Del río aseguró que le dolían «las barreras que lo cortan». El Ebro se convirtió en un personaje más de sus historias. En la memoria oral local ocurre igual: los mequinenzanos hablan del Ebro como de un personaje. Agresivo, incontrolable, ahora muerto a ratos pero siempre recordado con cariño, como un abuelo tempestuoso que aporta más de lo que quita. Y a su lado, los vecinos aprendieron a convivir en armonía con su temperamento.
A Rasputin, que hizo de su pueblo símbolo de un «matricidio nacional» también le dolían los ríos. Tanto que dejó de escribir o, al menos, no publicó nada durante una época: estaba plenamente volcado en el activismo y eso era lo que se esperaba de un artista ruso comprometido.
Mientras, Julio Llamazares retrataba al hombre que se quedó solo en el pueblo del que todos se habían ido (La lluvia amarilla) y a la familia que volvió al pueblo, que es ya agua, para esparcir las cenizas del familiar que habría preferido que lo enterraran.
¿Dónde descansaremos?
Llamazares reflejó en Distintas formas de mirar el agua una de las grandes preocupaciones de los ancianos afectados por la construcción de embalses: ¿cómo descansar donde nacieron? ¿Cómo compartir tumba con los padres? La única solución, inconcebible para muchos, era la cremación. No había otra forma de volver. También Moncada acudió a ella para regresar a su vieja Mequinenza y pidió que lanzaran sus cenizas al Ebro, aunque estas se resistieron a hundirse. «Al fin y al cabo, lo importante es regresar, no para qué ni cómo», escribió Llamazares. Trataba de curarse la misma herida: Vegamián, el pueblo de su infancia, desapareció bajo el agua cuando aún era un niño.
Quizá porque todos vivieron lo mismo, separados por cientos o miles de kilómetros, a veces parece que los libros de estos autores los haya escrito la misma persona: asombra cómo coinciden las preocupaciones, las emociones y las dudas de todos sus personajes. Todos tienen algo en común, más allá del destierro. A pesar de la amenaza prolongada durante años, a veces décadas, nadie creyó, no quiso creer, que el proyecto saliera adelante; que los fueran a echar de sus casas. No es casual. Es el sentimiento de quienes vivieron esta situación; un drama que no se puede cuantificar, que nunca se compensó de verdad y que jamás podrá resarcirse.
No hay indemnización posible cuando te quitan el escenario de la infancia y no queda opción de volver a verlo ni a lo lejos.
Es una herida que nunca cicatriza.
Lo que peor llevó Domingo, protagonista de Distintas formas de mirar el agua, fue separarse de sus vecinos de siempre. Es un lamento común entre personas que en la realidad han sufrido la expropiación en idénticas circunstancias. No fue así con otros vecinos de Domingo, que después de dejar Ferreras aprendieron a fortalecer el vínculo con los nuevos vecinos porque a todos los unía el destierro.
Desde que lo echaron de su pueblo, no quiso volver ni cuando la sequía mostraba los esqueletos de las casas. Pero pidió a su mujer, a pesar de que aún veía la muerte a lo lejos, que lanzara sus cenizas al pantano. ¿Quién sabe si Domingo no iría a escondidas de su familia a reencontrarse con el pueblo sumergido? Esas cosas es mejor verlas a solas o no verlas. Sobre eso reflexiona Rasputin en El adiós a Matiora: «Suele ser así: por mucha gente que presencie un acontecimiento desagradable o vergonzoso, cada persona, sin fijarse en los demás, procura quedarse sola».
Como quien no quiere que sus hijos lo vean morir.
Muerte en primavera
En primavera arrancan tanto El adiós a Matiora como Camí de sirga. Dos formas casi idénticas de contar el mismo dolor en la época del año que más celebra la vida. Aquella primavera, la del primer párrafo de las dos novelas, era la última para Matiora y para Mequinenza. Con las flores, aparecieron las primeras muestras de abandono en la aldea rusa: las ortigas habían empezado a hacerse con el pueblo, las ventanas parecían cerradas y, las puertas de los patios, abiertas.
Siempre los hay que se van antes de que sea demasiado tarde. Una actitud que a menudo genera tensiones y divide el pueblo entre los que se van y los que se quedan hasta el final. Los últimos, a menudo, ven a los primeros como traidores que aceptaron una indemnización y no resistieron. Con esa división juegan quienes construyen grandes obras: sin dejar de ser el objetivo de la ira de muchos, logran pasar a un segundo plano.
Como los vecinos de Mequinenza temían juntos en los bares, así hacían los de Matiora: «Se reunían por las noches y conversaban en voz baja. Siempre sobre lo mismo: lo que iba a pasar. Suspiraban a menudo, profundamente, y contemplaban con temor la ribera derecha del Angará, donde se construía una nueva colonia», escribió Rasputin.
Matiora había sobrevivido a todo tipo de embates. A veces, el río Angará le robaba terreno. En los años treinta le llegó a quitar hasta treinta verstas. Mequinenza, el pueblo real, había sido escenario incluso de guerras y hasta Napoleón grabó su nombre en el arco del triunfo de París junto a un reducido número de ciudades.
A veces no queda más remedio que creer en el destino y suponerlo cruel. En la vieja Mequinenza, hoy inundada, existía el rumor de que a los pies del pueblo había una antigua ciudad sumergida que Julio César llamó Octogesa y de la que nadie ha encontrado evidencia alguna. La realidad y la ficción, en estos pueblos que inspiraron libros, siempre fueron de la mano y sus límites tienden a ser difusos. Todos ellos parecían, o así lo creían los vecinos, lugares que nunca dejarían de estar. La historia de Matiora, pueblo resistente a la violencia del río, hizo que todo pareciera «tan sólido, tan eterno, que de ninguna manera podía creerse ni en el traslado, ni en la inundación ni en la separación».
En Matiora una anciana enlutada reza a los árboles, habla a la tierra y a sus muertos y resiste hasta la inundación. Ella es una alegoría y también una heroína improbable. «Haré un cementerio nuevo, pero ¿quién me va a perdonar?», pregunta a la tierra mientras la araña, cuando se despide de sus antepasados.
Quien inventó (o recordó) a esta anciana escribió que la vida «se adapta a todo: a la piedra lisa y al inestable pantano, y si es preciso, incluso al terreno subacuático». Pero aquel engaño estaba alimentado por la esperanza de quien hubiera estado dispuesto a todo con tal de ver en pie los muros de sus recuerdos. La cruda realidad la describió Thoreau en Walden: «Una rana esta hecha para vivir en un pantano, pero un hombre no está hecho para vivir en un pantano».
Elem Klimov llevó la historia de Rasputin al cine y la llamó Proschanie, que a España llegó traducida con un título casi idéntico al libro en el que se basó: Adiós a Matiora. En una de las escenas más impactantes, la anciana parece fundirse y quemarse junto al árbol que une Matiora con el cielo, con la eternidad. Ella era la naturaleza rindiéndose y ahora guardaba su propio luto. ¿Hasta cuándo se puede resistir?
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