Fotografía: Lupe de la Vallina
La publicación en 1973 de la novela Cuando 900 mil Mach aprox convirtió a Mariano Antolín Rato (Gijón, 1943) en el primer escritor underground de este país. Descrita por su amigo Eduardo Haro Ibars como «la mejor representación literaria que he leído de un viaje en ácido», la obra se alzó con el Premio de la Nueva Crítica, galardón hasta entonces otorgado a Jorge Luis Borges y Juan Benet.
Todo apuntaba a que nuestra narrativa iba por fin a abrazar ciertos aires de cambio, aires surgidos de una forma de vida que, por más que sorprenda, existió en España durante el franquismo tardío, y de la que Antolín Rato participó muy activamente, también de la mano de su entonces inseparable compañero Antonio Escohotado, ambos pioneros en el consumo de drogas alucinógenas.
Si Escohotado ha sido nuestro Timothy Leary, desarrollando a partir de sus experiencias lisérgicas todo un entramado teórico-filosófico, Antolín Rato tomó el camino de Ken Kesey, al transformar en material literario todas sus vivencias, estancias incluidas en el hospital psiquiátrico penitenciario.
A Antolín Rato le debemos también el haber sido traductor pionero de la obra de los principales autores de la generación beat, así como de tantos otros escritores asociados a la contracultura, que comenzaron a ver la luz en España a lo largo de la década de 1970 en editoriales tan atrevidas como Azanca, Júcar o Anagrama.
En su día fue el más moderno de la clase. Hoy, incluso habiendo recibido el Premio Nacional a la Obra de un Traductor, continúa siendo uno de los pocos raros auténticos de nuestras letras.
Se acaban de cumplir cincuenta años del Mayo del 68, un periodo que tú viviste intensamente. ¿Qué había que celebrar?
Por regla general no soy nada partidario de las celebraciones de ningún tipo y para colmo 1968 no me gustó nada, porque, como decía aquella famosa canción cubana que me pone los pelos de punta, fue cuando «se acabó la diversión».
El 68 supuso la politización extrema de ciertas actitudes. Daba como miedo expresar opiniones que se apartaran de ese «la tierra será un paraíso» que proclamaba «La Internacional». En los años previos claro que la música y el modo de vivir de ciertas personas expresaban la rebeldía y la resistencia a lo que había, pero no por ello se exigía militar en un partido maoísta o similar. Por más que yo participara indirectamente de los acontecimientos, como todo joven que vivió aquellos años, lo cierto es que nunca lo hice con demasiado entusiasmo. Y eso que algunos de los eslóganes difundidos, hoy ya tópicos, me siguen pareciendo muy logrados.
Pero ¿erais conscientes de lo que estaba pasando?
Lo que estaba pasando ya había pasado en realidad antes, al menos en mi caso. El 68 viene de algún modo a integrarse en una serie de acontecimientos que unos cuantos estábamos ya viviendo. Uno de ellos fue la llegada del LSD, que probé por primera vez en 1966. Cuando el 68 llegó vendiéndonos the other side en versión política, a mí eso ya me venía dado. Por otro lado, en España lo más estrictamente sesentayochista que pasó fue cuando tiraron aquel crucifijo por una ventana de la Facultad de Filosofía y Letras, en Madrid. Así estaban las cosas.
María Calonje, con la que llevo viviendo medio siglo por lo menos, sí estaba en París cuando los événements de Mayo del 68, porque entonces trabajaba en una empresa francesa. Aquello le pareció emocionante, claro, pero siempre dice, con no poca sorna, que recuerda perfectamente a la famosa pareja besándose en una barricada con la bandera roja detrás, aunque no sabe si es porque lo vivió en persona o por las veces que circuló luego aquella fotografía. Según recuerda, puede que aquella fuera, probablemente, una de las pocas veces en las que apareció públicamente una mujer durante aquellos días de revueltas.
Sin duda aquel periodo tan convulso ha llegado a nuestros días envuelto en una estética pop muy atractiva.
Estoy convencido de que en California se lo pasaron muy bien en 1967, pero si las hippies no hubieran sido tan guapas no creo que aquel movimiento se hubiera publicitado tanto. Me acuerdo de que estando en Londres fui a ver una película británica en la que trataban de imitar todo este ambiente contracultural californiano y, la verdad, solo la diferencia del color de piel… [risas].
Aun así, te digo que cuando estuve en San Francisco, a principios de los ochenta, lo primero que hice nada más llegar fue coger un taxi e ir a Haight-Ashbury. Iba con Eduardo Chamorro. Aquello era ya totalmente distinto, pero después bajé hasta el puerto, recorrí la zona y, aunque ya no quedaba nada de lo de antaño, sí que me dio la impresión de que la ciudad tenía algo especial. La gente allí era muy amable, la verdad, y no creo que fuera solo por la marihuana.
Recuerdo que estando en el hotel se me acabó el papel de fumar. Como quería hacerme un canuto salí a la calle y fui al estanco, bueno, más bien era una tienda tipo 7-Eleven que había enfrente, y al entrar estaba aquello lleno de policías tomando cervezas. ¿Qué quieres que te diga? La policía es mi enemiga. Si la tengo cerca, todavía ahora, me entra la paranoia. No puedo evitarlo. Así que dudé. Compré primero un paquete de tabaco, para disimular, pero al final ya me lancé y pedí papel de fumar. Y, lógicamente, nadie me prestó la más mínima atención. Los de la pasma estaban allí tan tranquilos tomando sus cervezas, me imagino que porque habrían acabado el servicio, y veías eso, que en la calle la gente se trataba de otra forma. Había sin duda un ambiente curioso, relajado, easy.
Ahora parece que esté de moda desmitificar los años sesenta, incluso desde dentro. La escritora Jenny Diski, por ejemplo, se culpaba de no haber pensado más en el futuro, de haber sido en el fondo muy individualista. ¿Tienes la misma percepción?
Me viene a la cabeza una frase muy acertada de Tony Judt, que era más o menos de mi edad, en la que decía que en los sesenta la de Occidente fue una generación afortunada, porque no cambiamos el mundo sino que el mundo cambió para nosotros. Dedicamos nuestras energías a hablar de lo que no funcionaba y de cómo mejorarlo. Quizá hayamos sido una generación revolucionaria, pero, desgraciadamente, nos perdimos la revolución.
En mi opinión, la única rebeldía que ha quedado de aquella época es el feminismo. Ya sé que antes estuvieron las sufragistas y tal, pero en los sesenta el feminismo fue uno de los movimientos más importantes y populares. Tengo muchas amigas con las que me encanta estar y hablar, y puedo ver que en ellas se ha mantenido esa rebeldía. Lo estamos además viendo últimamente con campañas como la del #MeToo. Las mujeres siempre han estado luchando para que haya un cambio, y su espíritu hoy es muy similar al de antes.
Sin embargo, de la cultura de la droga, por ejemplo, no queda casi nada. Es más, si tú lees las informaciones oficiales que se siguen dando al respecto, parecen escritas en los años cincuenta. Te diría incluso que en estos asuntos se ha dado un paso atrás.
Probablemente sea cierto eso que dice Diski, pero date cuenta de que en España fuimos cuatro gatos los que nos movimos en esos ambientes. El resto siguió estudiando sus oposiciones, hasta el punto de que muchos de los progres de entonces acabaron en el Gobierno, de ministros y mandando mucho. Hay otra cosa, además: la mayoría de los políticos y jueces que ahora se niegan a legalizar las drogas sacaron las oposiciones tomando anfetas. Quiero decir, que ellos sí podrían haber hecho algo para cambiar las cosas.
Tampoco sé hasta qué punto se puede criticar a nuestra generación por no pensar en el futuro, cuando el presente que teníamos estaba representado por Nixon allí y por Franco aquí. En este sentido, hay que ser conscientes de que nuestra realidad era la que era. Lo único que uno podía reclamar entonces eran las más básicas libertades civiles. Que cuando fueras a coger un taxi no te echaran por tener el pelo largo, como me pasó a mí más de una vez. Teníamos también a la Brigada de Estupefacientes todo el rato detrás, lo que era una paranoia constante porque a veces te mandaban a casa policías disfrazados de hippies. Así que lo único en lo que yo pensaba era en verdad en irme de España. En cuanto conseguía reunir algo de dinero, salía corriendo.
Por otro lado, la cultura en la que me movía no era la española. Los periodistas a veces se extrañan porque creen que todo el mundo sabe de todo lo que pasó en su momento, pero hay cosas de la cultura española de las que no tengo ni la más remota idea. Por más que se vendieran trescientos mil discos o los que fueran de Manolo Escobar, para mí ese hombre no existía. Mi mundo se movía en otras coordenadas. A mí me gustaba la Incredible String Band, así que me iba a Ámsterdam a buscar sus discos. O a ver tocar en directo a John Coltrane, como hice una vez. Luego, estando en España trataba con gente que estaba en mi onda, con la que intercambiaba discos, libros y revistas, y cada uno vivía en su mundo. Un mundo muy acosado, no te digo que no, porque al final acabábamos todos, más o menos tiempo, metidos en la cárcel.
¿Tú también?
Sí, una vez, por consumo de drogas. Me aplicaron la Ley de Peligrosidad Social, hasta hacía poco llamada Ley de Vagos y Maleantes. En realidad no me metieron en la cárcel, sino en lo que se llamaba Hospital Psiquiátrico Penitenciario, que era un edificio anexo a la cárcel de Carabanchel. Allí coincidí con muchos conocidos, como Iván Zulueta o Rafa Aracil, un buen guitarrista de blues que tocó primero en Los Estudiantes y luego, para ganarse la vida, con Juan y Junior, y que me dijo nada más verme entrar: «Aquí se está estupendo, Mariano. Aquí ya no se tiene paranoia» [risas]. Claro, ¡si ya te había caído toda la paranoia encima, qué más iba a haber! Pero era verdad, a mí siempre me pareció que estar allí dentro no era muy distinto a estar en la calle, siempre y cuando tuvieras algo de pasta, claro.
Mi estancia en el hospital psiquiátrico fue cómoda, porque no hacía vida carcelaria. Me dejaban estar en la celda, y allí leía y traducía, y encima después los conocidos nos reuníamos para merendar. El jefe de galería era un practicante al que habían cogido realizando abortos clandestinos. Aunque estaba también preso podía salir del hospital, así que le di la dirección de María Calonje y ella le pasó unos Playboy. Y el tío se forró vendiendo las páginas sueltas dentro de la cárcel. Con algunos de los detenidos me enrollé luego mucho. Tengo cuadernos de notas con lo que hablé con ellos, y algunas de esas notas las utilicé en novelas. Había un sujeto del País Vasco que se había prendido fuego y se había tirado contra Franco en un frontón. El rey del psiquiátrico, por otro lado, era un atracador francés al que le habían pegado unos tiros y estaba allí curándose. Era un tipo muy guapete, con dinero, así que tenía a todo el mundo a su alrededor, porque la mayoría eran unos pobres miserables.
María Calonje se acuerda siempre de la vez que fue al hospital a verme con su padre, y yo aparecí con unos pantalones color rosa que me habían prestado porque me encerraron con lo puesto, no tenía más ropa. Recuerdo que estando ante el juez, que se llamaba Carnicero Espino, este me dijo, como dando a entender que iba drogado y por tanto tenía que encerrarme: «Le están a usted temblando las manos». Y le dije: «Normal. Si está usted decidiendo si voy a la cárcel o no».
¿Cuánto tiempo estuviste allí dentro?
Me condenaron a cuatro meses, pero justo antes de que me encerraran pude contactar con Rafael Llopis, un médico al que había conocido unos meses antes de una forma muy curiosa y que era amigo del director del hospital. Él consiguió que me rebajaran la pena a dos meses.
A Llopis lo conocí hacia 1972 a raíz de publicar junto a Alfredo Embid un libro llamado Introducción al budismo zen. Cuando se escribió aquel libro estaba yo con hepatitis en la cama, como consecuencia de pincharme, así que mi parte se la tuve que ir dictando a Alfredo. Cuando se lo presentamos a la editorial, como no tenían ni idea de lo que era el budismo zen, le pasaron el texto a Llopis para que diera su visto bueno. Llopis en realidad era especialista en literatura de terror. Fue de hecho quien introdujo a Lovecraft en España. No sé por qué le pasaron a él nuestro texto. Debieron pensar que el zen tenía ver con aquellas cuestiones [risas]. Hace ya muchos años que no veo a Llopis. Me imagino que estará ya jubilado, así que no creo que le importe que cuente esto: a mi salida, como nos hicimos amigos, estuvimos los dos tomando, durante varios años, Delysid de Sandoz, que era ácido purísimo que él tenía por cuestiones médicas. Todavía conservo el prospecto original. Lo tengo enmarcado y todo.
¿Tiene algo que ver tu interés por el budismo zen con tus experiencias lisérgicas?
Mi interés por el budismo nace de una cuestión estética. A mí me ha gustado siempre mucho todo lo relacionado con la literatura y el arte del Japón. Estuve, de hecho, tres años estudiando japonés. También practico la meditación zen, aunque no tanto como quisiera. Luego es cierto que traduje para mí y para mis amigos El libro tibetano de los muertos de Timothy Leary, adaptado para los viajes de ácido, y ahí sí se unieron ambos mundos.
¿De dónde nace entonces todo este interés tuyo por la filosofía trascendental? Me consta que eres un gran lector.
Mi interés por la filosofía se lo debo claramente a Gustavo Bueno, que fue una persona decisiva en mi formación, no ya solo en cuestiones académicas sino a nivel personal. Más tarde, por razones diversas, mantuvo posturas que nunca compartí. Cuando cumplió noventa años se le hizo un libro de homenaje y me pidieron que le dedicara un texto y ahí ya hablé de todo esto, incluso de aquello con lo que no estaba en absoluto de acuerdo. Pero, vamos, ha sido una figura fundamental en mi vida.
Lo conocí en Oviedo, donde estudié los dos primeros cursos de Filosofía y Letras y él era catedrático de Filosofía. De Gijón, donde nací y me crie, supe pronto que me tenía que ir, porque un día me metí en una manifestación, no recuerdo muy bien a favor de qué era, creo que de los kurdos, pues en Gijón siempre se protestaba por todo, y en un momento dado se me acercó una señora y me dijo: «¡Si te viera tu abuelo!» [risas]. Mi abuelo era un mandamás franquista, todo un prohombre en Gijón. Me llevaba muy bien con él, ¿eh? Mi primera máquina de escribir me la regaló él cuando cumplí los catorce. Pero en aquel momento me di cuenta de que no podía seguir viviendo en Gijón, porque allí nos conocíamos todos y así no había forma de poder hacer nada.
Desde el primer momento, nada más llegar a Oviedo, don Gustavo, al que siempre llamé así aunque nos tuteáramos, me prestó una gran atención. Yo solo había leído tres novelas, seis tebeos y visto cuatro obras de teatro, como quien dice, y él me enseñó todo tipo de libros. Le gustaba mucho Samuel Beckett, y por aquel entonces dirigí algunas obras de teatro, fui actor incluso. Con él estudié también lógica matemática y a los positivistas. También a Heidegger, que no tenía nada que ver con sus intereses. A Heidegger lo sigo leyendo de hecho periódicamente, porque me lleva a espacios mentales tan insospechados como a los que me hace despegar cierta poesía.
Por culpa de don Gustavo empecé también a estudiar la especialidad de Filosofía Pura, que la recuerdo en verdad con horror, porque los profesores eran malísimos. Muchos eran tomistas, otros medio curas. No había forma de razonar con ellos. Lo único bueno que tuvo escoger Filosofía Pura es que me permitió irme a Madrid a estudiar, porque Oviedo se me agotó muy pronto. Allí, con dieciocho años, me hicieron jefe de la sección de cultura del SEU, así que fui el encargado de organizar muchos de los eventos culturales de la ciudad. Y llegó un momento en que aquello no dio más de sí.
¿Qué ocurrió en Radio Asturias en 1963?
En Radio Asturias hacíamos un programa que se llamaba Fenestra Universitaria. Era un programa de humor. Se daban noticias serias pero en plan de broma, con mucho más cuidado que el que se tiene ahora, claro, porque tampoco se podía uno salir del tiesto. También se ponía mucha música. Juan Cueto era quien lo llevaba. Yo solo colaboraba a veces, porque en verdad no era muy fan del formato. El humor que practicaban era un poco chusco, como de colegio mayor, las cosas como son. El caso es que un día entraron en la radio unos falangistas, pistola en mano, al grito de «¡Los del 36 somos los del 63!», pensando que nos iban a pillar allí a todos, pero el programa se emitía grabado, así que solo se encontraron con el técnico que ponía la cinta. Por lo visto le dijeron que pusiera el «Cara al Sol», pero como no lo tenía se decidieron ellos a cantarla por el micrófono. Yo estaba en mi casa escuchando el programa, y cuando oí lo que estaba pasando salí corriendo y me fui para la emisora, en un arrebato un poco idiota, la verdad, porque me podían haber pegado un tiro, no sé. Para cuando llegué ya se habían ido a la cafetería de enfrente. Los vi allí, celebrándolo, muy contentos. ¡Ya ves tú lo que habían hecho! [risas].
Al poco de llegar a Madrid entras en contacto con Antonio Escohotado y con Eduardo Haro Ibars, dos personas muy importantes en tu biografía.
Sí, pero cada uno pertenecía a un grupo distinto. A Madrid me fui con José Avello, un amigo al que conocía desde el colegio y que llegó a publicar un par de buenas novelas. Murió, el pobre, el año pasado. En Oviedo estuvimos viviendo juntos en pensiones, pero en Madrid, a través de Kiko Cortina, un amigo ingeniero algo mayor que nosotros, nos salió a los dos un trabajo por las tardes en la editorial Salvat, y como teníamos dinero pudimos alquilar un piso en la calle Sancho Dávila por el que pasaba todo el que quería. En aquel piso ocurrió de todo. Había que hacer turno para usar las camas, sin distinción de género. Tuvimos incluso ladillas [risas]. Fue allí donde empecé a fumar marihuana y donde conocí un día a Eduardo Haro, que terminó siendo, en efecto, muy amigo mío.
En aquel piso organizamos también unos seminarios filosóficos que llevaba en realidad otro amigo mío, Santiago Noriega, a los que empezó a ir Tono Escohotado. Lo cierto es que a Tono nunca le cayó bien Eduardo, hasta el punto de que cuando J. Benito Fernández escribió su biografía, Los pasos del caído, Tono no quiso participar, porque a él nunca le gustó esa postura promuerte que tenía Eduardo.
El caso es que, cuando llegó el verano, tuve que dejar el piso temporalmente para hacer las milicias universitarias, así que lo subarrendé a unos tipos que me hicieron una jugarreta, porque nunca llegaron a pagar el alquiler. Un día que pasé por allí para vestirme e irme al campamento me cogieron por banda los dueños del piso y me obligaron a firmar un papel comprometiéndome a devolverles todo lo que no habían pagado aquellos. Como Tono era abogado, lo llamé y él me dijo: «No te preocupes, yo te ayudo. Y mientras no tengas sitio donde quedarte, aquí tienes mi casa». Y eso hice. Estuve un año entero viviendo con él. Fue allí también donde, en un Playboy, descubrimos el famoso artículo de Timothy Leary en el que contaba que el LSD era el mayor afrodisíaco del mundo. Tono, que ya había publicado un artículo sobre el LSD en Revista de Occidente antes de tomarlo, se puso entonces a buscarlo como un loco por Madrid. Se lo terminamos comprando a unos americanos que se dedicaban a montar las bolas esas de espejos que había en las discotecas. El contacto nos lo consiguió, curiosamente, Eduardo Haro, porque él iba mucho a una discoteca que se llamaba Stones. Iba porque le pagaban, vamos. Como siempre vestía así tan moderno, le pagaban para que fuera allí por las noches a dar ambiente. Los americanos a los que les compramos el LSD lo habían adquirido a su vez de Owsley Stanley, un químico de San Francisco, amigo de Ken Kesey y los Grateful Dead, que fue el primero en fabricar LSD en grandes cantidades. Así que, imagínate, era un ácido extraordinario.
Por aquella época María Calonje y yo estábamos a punto de casarnos. Con los regalos de boda terminamos reuniendo unas cien mil pesetas, y nos gastamos todo el dinero en ácido [risas].
¿Cómo lo comprabas entonces? ¿Líquido o en pastillas?
En pastillas. La primera tanda que tuvimos, la que le compramos a los americanos, nos duró muchísimo tiempo. Luego tuve acceso al Delysid que comercializaba Sandoz y del que te hablé antes.
Las pastillas, de mil gammas, costaban en aquella época mil pesetas. A la gente, para empezar, le dábamos doscientas cincuenta gammas. Una vez Tono y yo tomamos mil, pero no lo recomiendo [risas]. Tomábamos ácido todas las semanas y al mismo tiempo seguíamos con el seminario de filosofía. Fernando Savater era otro de los asiduos a estos seminarios, en los que se seguía estudiando a Husserl, Hegel, Marcuse, Freud… alternándolo todo, claro, con viajes de ácido. Con Savater, no obstante, no coincidí mucho, porque aquello sucedió sobre todo durante una temporada en que Tono y yo estuvimos distanciados.
El caso es que la gente que frecuentaba mi antigua casa empezó entonces a ir a la de Tono todos los días y al final tuvimos que poner un cartel en la puerta diciendo: «Os queremos mucho, pero, por favor, venid solo los sábados y los domingos. Entre semana aquí también se trabaja» [risas].
Me imagino que tus primeros viajes en ácido resultarían de lo más impactantes.
Sí, claro. Salir a la calle estando en ácido es alucinante, porque ves a la gente de un modo… Bueno, esto me pasa ahora incluso sin tomar ácido [risas]. Yo, que me considero un tipo de lo más normal, veo que la gente cada día es más anormal, y en ácido esta sensación se agudiza bastante.
También tuve algunos viajes terroríficos, ¿eh? Sobre todo al principio, pero a la larga son los que más agradezco, porque me templaron, me ayudaron mucho a saber que en realidad no pasaba nada malo. El poder pararte y decirte a ti mismo, en un momento determinado, «estoy en ácido, no te preocupes» es fundamental. Yo he tenido siempre una gran capacidad para desdoblarme, incluso en mi trabajo habitual, como escritor y traductor.
Me acuerdo de una vez que me intoxiqué con Romilar, unas pastillas para la tos a las que luego se les añadía otra dosis de Deseril, que contenía alcaloides ergotamínicos. Tomábamos aquellas pastillas cuando no conseguíamos ácido porque producían un efecto no ya parecido al LSD, pero sí que te metían en otro mundo, uno de color pardo pero interesante. Aquel día estaba en mi casa con Eduardo Haro, María Calonje y más gente. Decidimos tomarnos sesenta pastillas cada uno, y a la hora otras sesenta. A la gente que estaba allí con nosotros le pareció que estábamos locos y se fue. Nos dejaron a los tres solos. El caso es que empecé a sentirme muy mal. Vamos, era consciente de que me había tomado una barbaridad de pastillas, pero veía que Eduardo y María estaban los dos en la cama tan tranquilos, leyendo un tebeo de Asterix, pero solo siguiendo la historia de Idefix, el perrito, los dos allí muertos de risa, encantados, así que me acerqué a ellos y les dije: «Me estoy muriendo». Y ellos me dijeron: «Estupendo. Estamos muertos todos. Fíjate en nosotros, lo muertos que estamos. No importa». Y me fui de allí pensando: «Pues es verdad. Tienen razón. Me da un poco de pena morir tan joven, pero bueno, qué le vamos a hacer», y me marché al otro cuarto a morirme. Pero tuve un último momento de lucidez, entré en la cocina, cogí una botella de leche de la nevera, me la tomé entera y lo vomité todo. Y ya me rehíce, uniéndome a los dos supuestamente muertos que había en la cama [risas].
En fin, cosas de la época, cuando probábamos cualquier cosa que nos pudiera sacar de aquel mundo tan mezquino. Me dijeron una vez que lo que yo tengo es una naturaleza antiadictiva. También que fumo costo, algo que sigo haciendo, para disimular que en realidad estoy siempre colocado sin necesidad de tomar nada. Exageraciones, ya sabes [risas].
¿No se suele recomendar que cuando uno está en ácido haya también alguien sereno en la habitación?
Sí, eso es lo que dicen. Pero yo, no es por tirarme el moco, me muevo muy bien en ácido, no necesito que haya nadie conmigo. Salgo y entro a mi antojo. He sido además capaz de bajar a gente que estaba teniendo un mal viaje, que no podía con él, vamos, y he conseguido tranquilizarlos con facilidad. Estando en ácido me he visto de mil maneras, y en una pude distinguir que uno de mis antepasados fue un alquimista judío que dominaba absolutamente su arte. Así que en pleno viaje he sido capaz de adoptar esa posición en algunos momentos, y me ha ido bien.
Al hilo de esto me acuerdo de que un día nos llamó Agustín García Calvo. A él ya lo habían expulsado de la facultad, y había fundado en la calle Desengaño una academia a la que iba mucha gente. Después se iría a París, pero antes de irse nos llamó a Tono Escohotado y a mí para que fuésemos a verlo como expertos en ácido que éramos, ya que él quería hacer un viaje, pero quería tenernos a nosotros allí. Le dijimos que estupendo, pero que nosotros también íbamos a tomar. Y nos dijo que no. Que nosotros teníamos que quedarnos mirándolo, tomando notas de todo lo que dijese. Nos cogimos un buen cabreo, la verdad. «Tú lo que quieres es que te hagamos de escribientes», le dijimos, y nos fuimos de allí muy enfadados. Dejamos de tratarle, vamos.
¿Has intentado alguna vez escribir literatura estando en ácido? Tus primeras novelas parecen escritas bajo esos efectos.
La única vez que se me ocurrió sentarme a escribir estando en ácido solo fui capaz de poner un punto en el papel. Y eso que estaba convencido de que estaba escribiendo la verdad más absoluta. Otra vez me acuerdo de que escribí: «He visto la cuadratura del círculo». Y era verdad, ¿eh? La había visto, porque matemáticamente es posible. Vamos, en aquel momento la vi posible [risas]. Siempre digo que el inglés lo aprendí gracias al ácido. Lógicamente es un pegote, pero que no deja de tener su sustancia, porque sí es cierto que fue en un viaje cuando me di cuenta de que sabía el suficiente inglés como para lanzarme a traducir. Fue algo que vi claro.
Eduardo Haro siempre me decía que mi primera novela, Cuando 900 mil Mach aprox, era la mejor representación literaria de un viaje en ácido que había leído nunca. Pero, claro, yo no la escribí estando en ácido, porque para escribir necesitas una cierta distancia. Es como pretender que un poeta romántico ha escrito una elegía sobre la muerte de su amada justo cuando esta ha fallecido, con el cadáver presente. No, la escribe después.
Con esto no digo que no haya gente que haya podido crear algo importante en ácido. Como se dice, hay gente pa tó. En el jazz, que es un arte que nace en el momento, muchos músicos han tocado no ya en ácido, pero sí tras chutarse un pico de heroína.
Con la heroína creo que tuviste una experiencia bastante desagradable.
Sí. Empecé a chutarme porque unos italianos que conocí en Ámsterdam, a los que al principio les compraba mucho opio, se pasaron al caballo. En aquella época no nos creíamos lo que se decía de la heroína. Igual que iban por ahí contando que si fumabas un poco de marihuana ya te quedabas gagá, y nosotros llevábamos años fumando y estábamos tan tranquilos, lo de la heroína no lo vimos nunca como un peligro real. Y en efecto, tuve una experiencia muy desagradable con ella, porque un día, estando solo en mi casa escuchando un disco de Cream tras haberme puesto un pico, cuando la música se terminó y me levanté para darle la vuelta al vinilo, miré el reloj y habían pasado tres horas. Había estado tres horas sin hacer absolutamente nada, ahí de pie. Y ese día dejé de tomar heroína, no tanto por el miedo a quedarme enganchado, porque lo que yo me metía era de máxima calidad, no como lo que se meten los pobres que están en la calle, que vete a saber tú qué lleva, sino porque vi que era una droga que me hacía perder el tiempo. Y no estaba dispuesto. Luego el mono tampoco fue gran cosa. Lo pasé sin problemas.
Hace no mucho pasé otro mono. Hará seis años o así tuve un accidente de moto muy jodido. Me ocurrió en Motril, donde vivo ahora casi todo el tiempo. Me rompí una cadera y unas costillas, y tuve que estar tres meses inmóvil en una cama de hospital de esas en las que te cuelgan. María Calonje consiguió al menos que me dejaran irme a casa con una cama de esas. Como el proceso de curación iba a ser lento y muy doloroso, el médico me dejó allí morfina para cuando me hiciera falta. El primer día vino el practicante para enseñarme cómo se ponía por vía intramuscular, pero le dije que sabía pincharme perfectamente. En cuanto me dejaron solo con la morfina comencé a chutarme, poniéndomela en vena además. Pasé la rehabilitación sin dolores, claro, pero llegó un momento en que el médico se extrañó de que gastara tanta morfina. Decía que aquello no me podía doler tanto ya, y me la quitó, también porque ya podía levantarme y tal. María me recomendó entonces que lo dejara poco a poco, pero lo dejé de forma radical. Pasé una noche horrible. Como si hubiera tenido un gripazo de esos que te tiene en la cama sudando todo el rato. Hubo que cambiar luego las sábanas. Pero fue solo eso, una noche.
Viviendo la vida de esta forma, parece lógico que te dedicaras a traducir a los grandes autores de la generación beat. ¿Cómo llegas a ellos?
Los conocí, fíjate qué curioso, cuando estuve estudiando en Italia. Los leí además traducidos al italiano. Estando en Roma contacté con unos beats americanos y fueron ellos quienes me empezaron a hablar de todos estos autores. A mí me gustaba mucho entonces la literatura del nouveau roman. A Robbe-Grillet lo adoro absolutamente y sigo haciéndolo. Cuando leí En la carretera de Kerouac me gustó, me pareció una aventura importante, pero el gran descubrimiento para mí fue William Burroughs, porque en su obra se daban la mano toda esa literatura de aventuras de los beat y el juego literario que ofrecían los autores del nouveau roman. La primera versión que leí de El almuerzo desnudo me la regaló Eduardo Haro y estaba en francés. Ahí fue cuando realmente empecé a interesarme por su figura, hasta el punto de que el primer artículo que se publicó en España sobre Burroughs lo escribí yo. Se publicó en 1969 en la revista Papeles de Son Armadans, que llevaba entonces Fernando Corugedo, amigo mío desde el colegio.
Tengo entendido que llegaste a conocer a Burroughs en persona. ¿Cómo fue aquel encuentro?
Fue un desastre [risas]. Tuvo lugar al día siguiente del golpe de Estado de Pinochet, en septiembre de 1973. Lo contactamos gracias a Ignacio Gómez de Liaño, que lo había conocido antes y me dijo que Burroughs tenía mi artículo, quizá porque se lo había pasado él, y le constaba que era el primero que se había publicado en español. Quedamos con él en su casa de Londres, cerca de Piccadilly Circus. Fuimos María Calonje, Fernando Corugedo —que también dirigía la editorial Azanca, donde se publicaron las primeras traducciones de Burroughs— y yo. Nos recibió en su cuarto, en el que había una mesa con una máquina de escribir eléctrica y, en el rincón, una televisión en color, algo poco frecuente entonces. Acuérdate de aquella canción de Janis Joplin donde canta que quiere un Mercedes Benz y una colour tv.
En la habitación solo había dos taburetes sin respaldo. En uno se sentó él y en el otro yo. María y Fernando se tuvieron que sentar en una alfombra enrollada que tenía ahí por el suelo. Siempre me dio la impresión de que Burroughs esperaba la llegada de tres editores serios, y cuando vio nuestras pintas, porque entonces vivíamos en casa de una amiga que nos dejaba dormir de día en su cama porque por la noche la usaba ella, se quedó muy desilusionado. ¡No nos invitó ni a un té! [risas]. Solo quería hablar de dinero, porque yo creo que entonces andaba mal de pasta, y del golpe de Estado de Pinochet. Al final me dedicó un par de libros suyos, y ya está. Y eso que estuvimos por lo menos tres horas en su casa.
También conociste a Allen Ginsberg.
Sí, estuve casi un día entero con él, en Madrid. Ya lo había conocido en Nueva York, en un congreso organizado por la Universidad de Columbia para celebrar el veinticinco aniversario de Aullido. Cuando vino a Madrid, me encargaron de El Mundo que lo entrevistara. Quedé con él para desayunar en el Hotel Suecia, y al final estuvimos juntos hasta que me tuve que ir porque, claro, tenía que preparar para que saliera al día siguiente la entrevista que le había hecho. Entonces, antes de irme, me preguntó si conocía a algún jovencito interesado en la literatura, y le puse en contacto con… [gran silencio]. Creo que esto no te lo puedo contar; porque, además, aunque te lo cuente no lo vas a poder publicar [risas].
Además de a Burroughs y a Kerouac has traducido a William Faulkner, F. Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, Carson McCullers, Hubert Selby Jr., Raymond Carver, Bret Easton Ellis, Rick Moody, Douglas Coupland… todo muy ligerito. ¿A qué retos se suele enfrentar un traductor de este tipo de literatura?
Tuve la desgracia o la suerte, según se mire, de que la primera gran obra literaria que tuve que traducir del inglés fue Ser americanos, de Gertrude Stein. Aquello fue como un curso de traducción avanzado, porque me enfrenté a todos los problemas habidos y por haber. El cómo me cayó ese encargo es también curioso. A mi vuelta de Italia, en 1969, pasé por Barcelona y busqué traducciones. Cuando me presenté en Barral, Félix de Azúa, que trabaja entonces allí, me ofreció traducir el texto de Stein, y acepté básicamente porque necesitaba el dinero. Tampoco sabía muy bien a lo que había dicho que sí. Desconocía completamente que Making of Americans pretendía ser una novela cubista [risas]. Luego me enteré de que era un encargo que habían rechazado multitud de traductores antes que yo. El caso es que firmé el contrato, que era además muy atípico, porque como la obra original tenía casi dos mil páginas acordamos que me irían pagando semanalmente.
El primer problema que me encontré es que no existía ninguna otra versión en ningún otro idioma que pudiera consultar para ver cómo habían resuelto la multitud de problemas con que me topaba. No se había traducido nunca. Era una novela que en verdad solo habían leído Gertrude Stein, que la escribió a mano; Alice B. Toklas, que fue quien la pasó a máquina; Ernest Hemingway, que corrigió las pruebas; y quien la compusiera en la imprenta. Me encontré entonces sin apoyos de ningún tipo, hasta el punto de que empecé a traducir sin saber realmente si lo estaba haciendo bien o mal. Yo creo que en Barral, hasta que no empezaron a recibir páginas mías traducidas, no fueron tampoco conscientes de lo que me habían encargado, porque recuerdo que un día me llamó uno de la editorial y me dijo: «¡Pero esto que estás haciendo es una locura!» [risas]. Total, que la acabé, no sé cómo, y para colmo me tuve que tirar luego un año corrigiéndola, sin cobrar. A la novela le hice un prólogo en el que puse: «Si alguien llega a leerla entera alguna vez, que me avise». Pero no me avisó nunca nadie. Muchos años después, un corrector de La Vanguardia, comentando conmigo un artículo que le había mandado para el suplemento literario, me confesó que él sí la había leído, porque entonces trabajaba de corrector en Barral.
Años después, no hace mucho, en una novela que estaba traduciendo se incluía un trozo de la de Stein, y me dije: «Voy a traducirlo de nuevo, y luego comparo con lo que hice». Y me fue imposible. Tuve que ir a mi traducción directamente, porque no me vi capacitado para hacerlo de nuevo. Así que fue esa novela con la que aprendí a traducir, porque me tuve que enfrentar a mil y una locuras. Y creo que quedó bien. Al menos eso opinan algunos especialistas.
Luego sí es verdad que me he encontrado, sobre todo, con problemas de vocabulario. Traduciendo a Burroughs me he tenido que inventar en español unas cuantas palabras. Por ejemplo, «yonqui». Hasta que traduje la novela Junkie, esa palabra no existía en castellano. Fíjate que Fernando Corugedo, que fue quien editó en Azanca-Júcar la traducción, y que hicimos en realidad a medias, no se atrevió a rebautizar la novela solo como Yonqui, sino que mantuvo entre comillas el título original. También la palabra «adosado», para referirme a las viviendas attached, es una construcción mía.
También es una construcción tuya el seudónimo Martín Lendínez. ¿Por qué firmas así muchas de tus traducciones?
Martín Lendínez tiene una muy larga bibliografía. Su padre y su hermano también, ¿eh? [risas]. Esta historia surgió en casa de Juan Cueto, en Gijón, un verano, cenando con Gonzalo Suárez y varios más. Por aquella época, Gonzalo y Juan escribían artículos de cine en Fotogramas, pero los firmaban como Claudio Lendínez Jr. Habían incluso recortado de un anuncio la foto de alguien muy guapo, y era esa la que salía como la del autor de sus artículos. Precisamente estábamos Fernando Corugedo y yo en ese momento empezando a traducir a Burroughs, así que decidimos inventarnos a un hermano de Claudio, que sería el moderno de la familia. Le pusimos Martín, «como su padre» [risas], y ya empezamos entonces a preguntarnos que quién era su padre. Y nos inventamos allí mismo que había sido un profesor exiliado de la Guerra Civil que había acabado dando clases en la Universidad McGill de Canadá. Gracias a un profesor amigo de Juan conseguimos crearle una bibliografía en los archivos universitarios, con un montón de trabajos referenciados, como si los hubiese escrito en realidad.
La primera vez que firmé una traducción como Martín Lendínez creo que fue con Nova Express, de Burroughs. Luego lo usé para firmar una cosa que se llamó Breve historia del underground madrileño, que en realidad eran unos folios que había escrito Eduardo Haro pero que Martín Lendínez los recogía en aquel texto y los comentaba, poniéndoles notas a pie de página y tal. Se publicó también en la revista Papeles de Son Armadans.
Tras aquello decidí que todos los libros que tradujera de la generación beat los iba a firmar como Martín Lendínez. El otro día, curiosamente, me llegó una edición nueva que ha salido de Réquiem por un sueño de Hubert Selby Jr., que yo traduje como Lendínez, pero en los créditos del interior han puesto el copyright a mi nombre [risas]. En fin, ya da igual, porque esto lo sabe todo el mundo. De hecho, ahora uso otros seudónimos para firmar traducciones que son puros ganapanes.
Entiendo que tus traducciones de Harry Dickson también fueron un trabajo ganapán.
Totalmente. Aquello me surgió a través de Silverio Cañada, dueño de la editorial Júcar. A Silverio lo conocía de Gijón. Su mujer tenía allí una librería muy famosa, La Universal, en la que se vendían libros prohibidos de forma clandestina. Silverio, que era un hombre muy lanzando y valiente, hizo luego mucho dinero editando la Gran enciclopedia asturiana. Y decidió montar una editorial. Eligió el nombre de Júcar para que no la relacionaran con Asturias y con él, que era muy de izquierdas. Estando en Madrid, me lo encontré un día en una librería y me propuso traducir para él aquellas novelitas que eran de detectives, porque Harry Dickson era en realidad una copia de Sherlock Holmes.
Recuerdo que las iba traduciendo en voz alta y María Calonje las escribía directamente a máquina. Nos inventábamos muchas cosas, porque, como nos pagaban por página, en cuanto veíamos que nos quedábamos cortos y queríamos empezar una página nueva le metíamos párrafos enteros, un poco variados, de Poe y de otros, porque también tenían su punto de terror.
A partir de ahí, Silverio me contrató y empecé a trabajar fijo para su editorial, que tenía a Caballero Bonald de director. Durante tres o cuatro años estuvimos trabajando en la misma oficina, mesa con mesa. Nos hicimos muy amigos. Nos vemos o hablamos con frecuencia. Le tengo mucho cariño.
La editorial Júcar fue también responsable de la hoy mítica colección Los Juglares.
Los Juglares empezó publicando primero a los cantautores de la nova cançó y luego a los franceses, aunque el primer libro que salió fue el que escribió Jesús Ordovás sobre Dylan. En un momento dado les propuse que se siguiera más por la línea de los grupos de rock que de los cantautores. Salieron entonces los libros sobre los Beatles, los Stones, Pink Floyd y otros así y fue un exitazo de la hostia. Aquello me dio un privilegio brutal dentro de la editorial [risas]. Comencé entonces a dirigir la colección, aunque en verdad quien la llevaba era María Calonje, que sabe de música mucho más que yo. En Los Juglares, aparte de otros más de Ordovás, salió también el libro sobre el Gay rock de Eduardo Haro, que al decir de Olvido/Alaska fue fundamental en su vida y en la movida madrileña en general.
Otra de las señas de identidad de Júcar fue la colección Azanca, donde tanta literatura contracultural se publicó, mucha de ella traducida por ti.
La colección Azanca la montaron en realidad Juan Cueto y Fernando Corugedo. Se comenzó a publicar en la editorial Papeles de Son Armadans, fundada por Camilo José Cela en Palma de Mallorca. Fernando fue secretario de Cela mucho tiempo. Como no iba bien, Silverio Cañada compró la colección, por eso Azanca siguió publicándose en Júcar, también con Fernando como director.
En Azanca se publicó la primera traducción, hecha por Álvarez Flórez, de Gaseosa de ácido eléctrico (The Electric Kool-Aid Acid Test, en original) de Tom Wolfe, rebautizada muy malamente por Anagrama años después como Ponche de ácido lisérgico, porque el equivalente al kool-aid del original serían en todo caso los polvitos esos que había de Tang para hacer naranjada. Hablar de «ponche», que lleva alcohol, me parece un error garrafal. Esto lo discutí en su día con Herralde, pero, bueno, como la traducción era otra, no era la de Azanca, se puso lo que él quiso.
En Azanca, en 1973, se publicó también Cuando 900 mil Mach aprox, unánimemente considerada la primera novela del underground español.
Esa fue una novela muy difícil de publicar. En el prólogo, que escribió Fernando Corugedo, se cuenta brevemente la historia de su publicación. Se incluye incluso un extracto de un informe de lectura real, el que me hicieron en Seix Barral, donde indicaban de forma muy contundente los motivos del rechazo. Lo gracioso es que Fernando argumentaba en aquel prólogo que me la publicaba en Azanca por los mismos motivos por los que me la rechazaban en las demás editoriales [risas].
Aquella fue la primera novela que publiqué, pero no la primera que escribí. Antes ya había escrito dos, pero las tiré directamente porque en realidad no me gustaban, me parecían muy convencionales. Durante un tiempo estuve haciendo collages, jugando con textos e imágenes recortadas, y de ahí cogí cierta inspiración. La novela luego me surgió así, de forma muy rápida. La escribí muy deprisa. En aquella época le daba mucho a la anfeta. El título se le ocurrió a María Calonje. Es en realidad la velocidad de la luz. Lo extraño, creo, no fue que me la rechazaran tantas veces, sino que ganara luego el Premio de la Nueva Crítica, que fue un premio que duró muy poco, tan solo aguantó tres ediciones, pero que antes que a mí se lo concedieron a Borges y a Juan Benet. Ahora, fíjate, no quiere reeditarla ni Dios.
Tu segunda novela, de 1975, se llama De vulgari Zyklon B manifestante. La tercera, de 1978, entre Espacios Intermedios: WHAAM!… Son títulos alucinantes. Imposible no querer leerlas.
Sí, pero, no sé si alguien ha sido capaz de hacerlo alguna vez. ¡Y eso que tuvieron buenas críticas! [risas]. Son novelas que salieron así, sin pretensión de ningún tipo, por mucho que hubiera detrás un motón de lecturas y reflexiones narrativas. Me senté a escribir y salieron tal cual. Sí que te puedo decir que Zyklon B manifestante es mi techo literario. Estoy absolutamente convencido de ello. Ahí desarrollé todo mi potencial joyceano. Joyce fue, en realidad, quien me descubrió lo que era escribir.
También noto en esas obras muchas influencias de Philip K. Dick.
Sí, eso está ahí, es innegable. No creo además que sea casual, porque el primer artículo sobre Philip K. Dick que se publicó en España me parece que también lo escribí yo [risas]. Se publicó en El Viejo Topo y lo titulé «Mundo Araña», título que luego usé para una novela mía. He sido siempre un gran lector de ciencia ficción. De hecho, mi tesina fue sobre Dante y la ciencia ficción.
¿Conocías a otros escritores que estuvieran entonces en tu misma onda?
Hace poco me preguntaban que dónde me veía yo dentro de la literatura española y, la verdad, creo que soy una isla en la que no les apetece desembarcar a muchos lectores. Quizá encuentren las costas muy escarpadas. En el fondo me sigo considerando un chaval de Gijón bastante curioso que a veces confunde literariamente lo que le pasó con lo que escribe o cuenta que le pasó. Y raro también, porque siempre me han llamado «raro», ya que lo que escribo no tiene mucho que ver con lo del resto, y eso que conozco bien la literatura española, y Góngora supuso mi iniciación traumática a lo literario. Salvo dos o tres, no tengo grandes amigos escritores. No sé. Sinceramente creo que lo que hago tiene poco que ver con lo que escriben los demás. Y no hablo ya solo de estas primeras novelas mías más underground, sino de todas las demás que he publicado, incluida la más reciente, que apareció hace unos meses, Silencio tras el telón del sueño.
¿Crees que la contracultura española durante el franquismo tuvo algo de interés?
La contracultura que se hacía entonces era en realidad una imitación de la extranjera, y quizás solo después de la movida hubo una reafirmación de lo hispano. Pero, sí, en Barcelona, sobre todo, se hicieron cosas interesantes. La verdad es que siempre que iba me sorprendía ver las cosas que pasaban allí. Un sitio como Zeleste me parecía impensable en Madrid. Mi teoría es que como la Dirección General de Seguridad estaba en Madrid, aquí estábamos en el fondo más vigilados.
En Madrid éramos en verdad cuatro gatos, pero teníamos mucho contacto con los catalanes, sobre todo a través de Mario Pacheco, que llevaba el sello Edigsa junto a su mujer, Cucha Salazar. Después ambos montarían Nuevos Medios con dinero de David Fernández Miró, el nieto de Joan Miró, que era muy amigo mío, y sobre todo de Fernando Corugedo. Con David tengo una anécdota bastante buena, de cuando estuve viviendo una temporada en Palma de Mallorca. Un día nos invitó al taller de su abuelo, aprovechando que él no estaba, y vi que en una cesta tenía unos trozos de un par de bocetos para cuadros que, por lo que sea, no le habían convencido y los había roto. Le dije a David: «Mira, yo no puedo irme de aquí sin coger esto» [risas], y me los llevé a casa. Vamos, ese trozo que ves a mi espalda es uno de ellos, es un Miró original. Y encima autentificado, porque en un número especial que Los Cuadernos del Norte dedicó a Joan Miró conté esta historia con todo detalle, y Miró, aún vivo, no la desmintió.
El caso es que, a través de Mario Pacheco, que nos regalaba los discos de Pau Riba y de la Companyia Elèctrica Dharma y otros catalanes, tuvimos mucha relación con la gente de Barcelona, como Nazario, Onliyú, etc. Luego, fíjate, WHAAM!, mi tercera novela, se presentó en Barcelona en una librería que ya no existe pero que era solo de libros en catalán. La publicó El Viejo Topo en una colección llamada Ucronía que dirigían Biel Mesquida y Alberto Cardín. Era una colección que sobre todo editaba en catalán. Quim Monzó empezó a publicar ahí, de hecho. Y no había choques de ningún tipo. Existía claramente una relación muy próxima entre nosotros, que, sinceramente, creo que se rompió cuando el innombrable Jiménez Losantos, muy amigo entonces de Cardín, escribió aquel libro, Lo que queda de España, y El Viejo Topo no quiso publicarlo. Hubo una carta-manifiesto de protesta que firmó todo el mundo menos yo y Terenci Moix, y a partir de eso se estropearon absurdamente las relaciones. Al menos las mías.
¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?
[Risas] Si te digo la verdad, siempre había pensado que me moriría antes de ver el caos en el que estamos viviendo, que parece como el fin de un mundo o, al menos, de una civilización. Por edad, a mí ahora me toca padecer lo que está pasando, y me encuentro, supongo que como el noventa por ciento de la población, absolutamente desconcertado sobre el futuro, si es que lo hay y se equivocaron los punks con aquello del «No Future». En realidad, nunca podré saber a ciencia cierta si la aparente decadencia en la que me toca sobrevivir es una cuestión biológica o sociológica, si está en mí o en lo que sucede a mi alrededor. Así que si parece que hablo con cierta nostalgia del pasado me parece que es simple y llanamente porque entonces era más joven y solía pasarlo mejor. Aunque si hay un final, y ya lo escribía en mi primera novela parafraseando al personalmente insoportable pero a veces tan buen poeta Leopoldo María Panero, me gustaría estar en primera fila para verlo bien.
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Escohotado siempre ha defendido que para poder hablar de drogas hay que probarlas porque «es absurdo hablar de pura teoría. Imagine a un crítico de pintura ciego. Imagínese un crítico de música sordo. Pues ese es el caso que tenemos en materia de drogas: los mayores expertos en el tema de las drogas son unos ignorantes. ¿Qué credibilidad puede tener un experto en drogas si no las conoce?»
Y el tipo, sin siquiera probar el LSD como dice Antolín Rato, se marcó un artículo de 17 páginas en Revista de Occidente en abril de 1967. Muy coherente.
Ricar, crucifiquémoslo. Supongo que destacas esto porque tú siempre eres coherente en todos tus actos y posicionamientos ideológicos.
Es posible, Ricar, que se diese cuenta (no es tan extraño) que cometió un error al atreverse a escribir un artículo de diecisiete páginas «a ciegas». Desconozco el artículo y su contenido, pero podría, perfectamente, de tratarse de un comentario sobre el LSD en un contexto socioeconómico determinado y no sobre los efectos y descripciones de su ingesta, como supongo que es la gran mayoría de artículos escritos por periodistas sobre el mercado y tráfico de la cocaína, por citar otra sustancia. Si fuera el caso de «contar» un viaje sin haberlo probado, sí me parecería una impostura. Y a lo mejor fue lo que llegó a pensar Escohotado, y el motivo que le llevó a introducirse en ese mundo, para, al menos, saber que no hablaba de oídas. Un saludo.
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Ni me quedó claro cuál es la diferencia entre el saber y el poder