Unas memorias (escritas en colaboración con Beatriz del Pozo) y un documental (dirigido por Lucija Stojevic) han conseguido traer de vuelta a los escenarios a una de las bailaoras flamencas más espectaculares que ha dado este país.
Antonia Santiago Amador (Barcelona, 1946), más conocida como la Chana, debutó en 1966 en el mítico tablao Los Tarantos. Entre sus más ilustres admiradores se encontraban Dalí y Peter Sellers. Este último quedó tan prendado por su fuerza que decidió incluirla en la película The Bobo (Robert Parrish, 1967). Su escena es hoy día el único documento audiovisual que se conserva del esplendor escénico de la Chana.
Tras triunfar en Hollywood, se mudaría a Madrid, donde Manolo Caracol le daría cobijo en Los Canasteros, donde logró a su vez codearse con la crème de la crème del flamenco. De la noche la mañana, la Chana se convirtió en una estrella respetada y aplaudida por todos. No obstante, en el momento más álgido de su carrera, desapareció por completo durante cinco largos años, obligada a retirarse por culpa del que entonces era su marido.
La ruina, el abandono y los malos tratos llevaron a Antonia a la más profunda de las depresiones. Gracias a la intervención de su amigo Peret, la bailaora encontró en la fe la fuerza necesaria para salir adelante. Reunidos en la legendaria Casa Patas, comprobamos que la Chana no quiere hablar más de lo malo, tan solo agradecer a la vida todo lo que ha sido, todo lo que ahora ha recuperado.
¿Por qué la Chana? ¿De dónde viene ese nombre?
Yo me llamo la Chana por mi tío Chano, que fue quien me metió en esto del baile. Con catorce años empecé a bailar con él, lo acompañaba, y como él era Chano, pues a mí empezaron a llamarme la Chana.
De todos modos, a mí lo de «chana» me lo venían diciendo ya desde pequeñita. Con tres o cuatro años escuchaba que me decían: «Esta niña chanela mucho». Chanelar en caló significa ‘que sabe’. Y era verdad, yo de niña iba a todos los sitios muy resabiá…
Como cuando fuiste a devolverle a la Pepeta el cromito que le habías robado.
¡Uy! Ese es uno de los momentos más importantes de mi vida. Lo recuerdo perfectamente. Sigo viendo a la Pepeta, tan viejita, tan encorvadita, cogiéndome en brazos… Y eso que yo tendría cinco o seis años, ¿eh? Cuando eres pequeño, hay momentos clave en los que descubres quién eres, y este fue uno de ellos. La Pepeta era una ancianita que vivía allí en mi barrio, en l’Hospitalet de Llobregat, y que tenía un kiosquito donde vendía chucherías y cosas así. Un día le robé un cromito con la forma de Papá Noel, con su barba blanca y todo de rojo. Era además el cromito más grande que había. Con él ganaba a todo el mundo. El juego consistía en poner en el suelo seis o siete crometes, que se doblaban un poquito, y si tú con la palma conseguías darles la vuelta a los de los demás te los quedabas. Y como el mío era el más grande, ganaba siempre. Jugando a aquello me empezó a entrar un remordimiento muy grande, porque me di cuenta de que estaba ahí ganando a un juego con un cromete que había robado y que a lo mejor la Pepeta podía haber vendido y sacado algo de dinero para comer, y me puse muy triste, me escondí de repente en una escalera negra que había por allí y me puse a llorar. Pensaba: «Yo soy una niña con toda la vida por delante y ella es viejita…», así que salí corriendo adonde la Pepeta para devolvérselo. Cuando llegué me dijo: «¿Qué te pasa?», porque yo me planté allí sin saber qué decir, mirando para abajo. «Te pasa algo porque estás muy seria», me dijo, y yo allí calladita, hasta que le solté, enseñándole el cromete: «Es que he hecho una cosa muy mala. Le he robado esto, pero he pensado que usted podría todavía venderlo y sacar algo para comer, para comprar otras cosas…», y me puse a llorar a lágrima viva. Entonces ella me cogió en brazos y me dijo: «Mira, tú eres una niña muy guapa, por fuera y por dentro. Así que vamos a hacer una cosa: tú me prometes que nunca más vas a robar nada y yo te regalo el Papá Noel, ¿vale?». Y yo: «¿Pero se lo va a decir a mi madre?». Y ella me dijo: «No». Y me puse entonces la mar de contenta… Tal como te lo estoy contando lo estoy viendo todo, ¿eh? Como si estuviera allí mismo. Cuando recuerdas algo así es porque lo has sentido de verdad. Ahora, claro, entiendo bien a la Pepeta, porque si yo veo a una niña con la edad que yo tenía entonces, y me viene llorando por una cosa así… ¡me la como! [risas].
¿Cómo era el l’Hospitalet de Llobregat en el que te criaste?
Todo ocurría a lo largo de la calle Juventud, donde estaba además el Teatro Juventud. Allí vi por primera vez a Lola Flores y a Manolo Caracol, también a Juanita Reina. La Pepeta también estaba en esa calle.
Yo iba siempre rodeada de niñas, porque como solía ir bailando por la calle, la gente de vez en cuando me echaba unas perrillas, y luego nos íbamos todas adonde la Pepeta y con el dinero comprábamos bolitas, y todas las niñas que venían conmigo aprovechaban y cogían bolitas también. Luego tuve algunos problemas con ellas, porque me terminaron cogiendo envidia. Yo al colegio nada más que fui una semana, pero fui siempre muy guapa, toda rubita, muy bien vestida, con unos lazos muy grandes, muy bien planchaditos, con un vestidito de piqué que me había hecho mi abuela en la modista, y a la salida del colegio me esperaban en una acera y me gritaban: «¡Gitana! ¡Gitana! ¡Gitana!». A mí aquello me daba mucha rabia, así que un día me enfadé, tiré la carpeta al suelo, crucé la calle como un toro y me cogí a una y le pegué. Le arañé toda la cara, la dejé ensangrentada. Las niñas terminaron entonces cogiéndome mucho miedo, se lo dijeron a sus padres y tuve que dejar la escuela a la semana o así de empezar.
Otro día, yendo a comprar carbón, me encontré con una de estas niñas, una de las más grandes. Era una que ya se ponía sujetador y me sacaba una cabeza. Yo tendría unos siete años, ¿eh? Me la encontré en una calle empinada, yo subía y ella bajaba, así que parecía más grande todavía, pero tal como la vi la cogí por el cuello, le puse la mano aquí en la cara y le dije: «¿Ahora qué?». Y la pobre empezó a temblar de miedo. ¡Me entró una pena! Y entonces me dijo: «Mira, Antoñeta, si quieres, aráñame», y para que no viera lo mal que lo estaba pasando, le dije: «No te araño porque no quiero», pero me fui de allí llorando, con unos lagrimones… Nunca lo olvidaré. Es lo mismo que te contaba antes. Cuando un niño descubre cosas sobre sí mismo, cosas que no sabe que tiene dentro, como sentir tanta misericordia por alguien… Mi vida ha sido así. Me han dado mucha pena siempre los demás, incluso los que me han hecho mal. Y no te digo esto porque crea que por ello soy mejor persona, ¿eh? Para nada. Es que creo sinceramente que en esta vida hay que hacer el bien siempre.
Tú le robaste a la Pepeta y ella te perdonó. ¿Cuánto te han robado a ti y a cuanta gente has tenido que perdonar a lo largo de tu carrera?
[Gran suspiro] A mí me lo han robado todo. Cuando él desapareció, todo el mundo me decía: «Menos mal que se ha ido de tu lado, porque se estaba quedando con todo lo tuyo. Ya no te contrataban por su culpa, porque pedía mucho dinero, así que estate contenta». Me dejó sin nada, pero a cambio me dio el regalo más grande que te puedas imaginar: el no tener miedo a morir. No te lo puedo ahora explicar, pero si has leído mis memorias algo sabrás. Sabrás que he tenido mis cosas, que he vivido mi propia travesía por el desierto y sé por tanto que hay un amor infinito y qué es la verdadera vida. Aquí nacemos para ganarnos esa vida, porque no es cualquier cosa la vida eterna, ¿eh? Jesús es eterno y yo también lo seré, no porque me lo merezca, sino porque me han quitado todo lo que tenía y aun así he seguido amando. ¿A cuánta gente he perdonado?, me preguntas. ¡A toda! Sí, porque para qué voy a odiar si siempre tengo para dar. Esta vida existe gracias al amor de Cristo. Sin ese amor no podríamos ni respirar, y te lo digo yo que no soy una persona religiosa. Porque yo solo creo en mi Cristo. Mi Cristo es la verdad que tengo yo dentro de mi alma. Una verdad que es omnisciente, omnipresente y omnipotente. Lo sabe todo. Sabe que estamos tú y yo aquí ahora hablando de él. ¡Bendito sea tu nombre, Padre, porque hoy estás concediéndome el poder hablar de ti!
Siempre digo que el mejor contrato de mi vida lo he firmado con Cristo y lo firmé el día que, como Moisés, pasé mi propia travesía por el desierto, que fue bastante gorda. Me cogió en un momento en el que tenía el mundo en mis manos, fíjate, y aun así dejé que hicieran conmigo lo que les dio la gana. A la Chana se la conocía entonces como la mejor bailaora de todas, pero yo eso jamás lo diré, más que nada porque es mentira. No lo soy. Y te lo digo en serio, me creas o no. No te voy a contar detalles, no puedo. Tan solo decirte que entonces me callé. Supe callarme, mientras pensaba: «Siempre que estas me valgan [se golpea las piernas], tú estarás aquí conmigo, Señor». Me tiré dos años enteros mirando al suelo, sentada en un sofá, llorando. «¡Cómo me ha venido a mí esto!», me decía a mí misma. Porque tenía que pasar por aquel desierto para vencerlo. Y vaya si lo hice. ¿Sabes lo que decimos los que creemos? «Yo voy de victoria en victoria». Qué cosa, ¿eh? Porque la fe no conoce derrotas. Yo crucé mi desierto muy joven, y por tanto cuando más fuerza tenía. Estuve muchos años retirada. Mis amigos venían y me pasaban comida, porque a mí ya no me quedaba nada. Mi amigo Peret, que tanto ha hecho por mí, me quiso llevar a su casa, pero yo me negué porque no quería que pareciera que abandonaba mi hogar, que no me quedaba dinero, que era por otro lado la verdad, porque a mí no me quedó ni para comer. Pero el amor me rodeaba y quien tiene amor lo tiene todo. ¿Cuántas personas se matan por el dinero y al final se quedan sin nada? El amor es eterno, es más fuerte que la muerte. El alma además no muere nunca, nunca dejamos de ser nosotros. Doy fe de ello. Esa es mi verdad en la vida.
¿Te reencontraste gracias a la fe o gracias al baile?
Yo estoy muy contenta de haber conocido a Jesús de Nazaret. Porque el no tener miedo no tiene precio. Atreverme a mi edad a subirme a un escenario, a ponerme sola, sin palmas ni nada, delante de la gente, y hacer trum-trum-trum-trum-tra… y que yo, que no tengo memoria ninguna, que no me acuerdo de los nombres de nadie, que me levanto todas las noches a por un yogur a la nevera y a medio camino ya no sé a lo que he ido, pueda bailar a esa velocidad, sin ensayar, sin preparar nada… ¡Es que no me hace falta! Yo lo recuerdo todo al instante. Tal y como me pongo a bailar, mi mente se mueve a una velocidad… Me acuerdo de que Antonio Canales me decía: «Chana, nos asustas. ¿Cómo puedes bailar a esa velocidad, cómo puedes dar tantos golpes en tan poco tiempo y con tanta claridad?». ¡Todavía no se han dado cuenta de que yo esto lo hago gracias a Dios! Que una mujer a mi edad se atreva a salir a bailar… qué valor tengo, ¿no? Pero, claro: la fe no conoce derrota, ya te lo he dicho. Y a mí bailar me sirve para hablar de Jesucristo, que es la única verdad que existe. Porque, a ver, yo siempre digo que estaría mucho mejor en mi casa haciendo mis pucheros, ¿no? Pero mientras Dios me dé esta fuerza y esta velocidad, seguiré subida a un escenario, porque sabré que quiere que yo esté ahí para hablar de su palabra. Te estoy hablando con el corazón, ¿eh? Porque mi voluntad, como te puedes imaginar, es otra. Sabe bien Dios lo que me pesa salir de casa. Yo no quiero ir mañana a Nueva York, pero lo voy a hacer porque tengo fe en que Dios me va a dar la fuerza necesaria, la misma que me da cuando salgo a bailar. Yo bailo siempre pensando que va a ser la última vez. Bailo con el corazón, que es quien manda, y está al servicio del alma. Por eso no necesito ensayar y nunca lo he necesitado.
Cuentas que una falseta por seguiriyas te dio el compás que estabas buscando y ya no tuviste que aprender más.
Sí, y lo aprendí gracias la radio, fíjate. Porque los gitanos que vivían conmigo no bailaban tanto flamenco como rumba. Yo el flamenco puro lo descubrí gracias a un programa que ponían en la radio de cuyo nombre no me acuerdo, pero que empezaba siempre con un anuncio que decía: «Con la pinta con que pinta, pinta pronto y pinta bien y es que con Total se pinta el mundo en un santiamén». En aquel programa escuché yo un día a Pepe Pinto cantando una seguiriya, y vi que la guitarra se quedaba sola y después… [tararea], me dije: «Este tiene que ser el compás». Y se me quedó ya para siempre. Vi que tenía cinco tiempos, y los machaqué toda la noche. Tacatán, tacatán… Me lo metí en los sesos, en la sangre. Y al día siguiente, cuando me levanté, me fui a un almacén que había allí donde fabricaban ladrillos. Hice unos agujeros en la pared y la escalé como si fuera un alpinista, porque aquello tendría dos metros de altura. Salté adentro de la fábrica y robé dos ladrillos de los que se hacían allí. Me fui con ellos lejos, debajo de un árbol, los alineé, me subí encima, y allí aprendí a bailar perfectamente. Todo el día subida en esos ladrillos, con los pies muy juntos, porque se tiene que bailar así, con los pies juntos. ¡Madre mía, los porrazos que me pegué! Porque yo quería dar la vuelta bailando, y, claro, los ladrillos se movían, se iba uno pa un lado, el otro pal otro. Los volvía a poner en su sitio, y otra vez. Desgasté los zapatos. Repetí los pasos mil veces. Cuando me los aprendí, empecé a hacerlos más deprisa. Lo hacía sincopado sin yo saberlo, pero aquello es que me entraba solo. Me daba cuenta de que mi cabeza funcionaba como un metrónomo, mi mente era totalmente fiable. Me decía: «Ahora cambia de pie», y lo hacía. Me llegué a inventar así quince o veinte pasos. Me salían solos. Luego trataba de recordarlos, pero no había forma. Entonces me decía: «Si ya me sé el compás, ¿para qué quiero memorizar los pasos? Cuando quiera hacer algo, lo hago y punto. Lo único es que tengo que hacerlos dentro del compás». Esa es la madre del cordero del baile, ¿eh? Y eso lo entendí yo solita escuchando aquello con siete u ocho años.
Luego me pasó lo mismo con los tangos. Cuando salían a cantar por tangos, yo contaba: «Un, dos, tres, cuatro», bailaba sobre ese tiempo y también lo cuadraba perfectamente, y así fue como aprendí otro compás. Como tenía tanta fuerza y tanta velocidad, dentro del compás podía hacer siempre lo que me daba la gana, porque siempre lo cuadraba. Date cuenta de que yo aprendí a bailar en un ladrillo y con unas chanclas, y aquello sonaba fuerte fuerte. De hecho, cuando me puse unos zapatos para bailar por primera vez rompí los zapatos, de la fuerza con que yo pisaba. Yo te puedo estar bailando horas y horas, y no irme nunca del compás. Pero, claro, cuando empezó la gente a verme bailar me decía: «Así no se baila». Y yo no lo entendía, porque estaba segura de que lo mío llevaba una precisión… Hasta que un día vi a un cuadro flamenco, un conjunto, que abría con cuatro o cinco personas que iban todas al mismo lado, que hacían todas así con la mano a la vez… y ahí entendí a lo que se referían. Cuando vi aquello me puse a llorar, porque me di cuenta de que esa gente había estado ensayando mucho, que se lo había preparado a conciencia, y que, si eso era bailar bien, yo no iba a ser capaz de hacerlo nunca. Yo solo preparaba mis músculos, para que cuando el alma quisiera hacer algo pudiera mi cuerpo obedecer.
Pero al poco de debutar profesionalmente, se corrió la voz. Los bailaores empezaron a decir: «Detrás de la Chana yo no bailo».
Eso fue allí en Los Tarantos, donde yo empecé a bailar sin saber en verdad nada de nada y lo hice, vamos, porque un representante me obligó. Me hicieron un vestido en un día y me mandaron allí a hacer una prueba. Yo no quería bailar profesionalmente. Mi hija ya había nacido. Pero me pusieron allí con dos guitarristas, y cada vez que yo bailaba se paraban, porque decían que así no era, que yo bailaba a una velocidad que no era la correcta, que los tiempos y contratiempos que hacía no se llevaban. Así que les dije: «Pues si no es así, no bailo más y ya está. Me voy a mi casa a cuidar de mi hija». Pero el caso es que cuando los músicos se callaban, y me dejaban allí sola ante el peligro, empecé a meterle cosas al baile, haciendo cosas con los pies, con las manos, con los pitos, dando vueltas… Había que rellenar aquello, claro. Me habían dejado sola. Y todo lo que me decían que estaba mal llamó de repente mucho la atención. Y me contrataron.
Dalí fue uno de tus primeros y más ilustres espectadores.
¡Ay! ¡No me hables de Dalí! ¡Dios mío, Dalí! ¡Dios mío de mi alma! ¡Qué miedo me daba! Y eso que el tío era guapísimo, ¿eh? ¿Sabes qué pasaba? Que el tío venía con unas panteras, de esas de lunares. Se sentaba al filo del tablao, que era muy pequeño, y cuando yo hacía un cierre y me paraba en seco, las panteras aquellas se ponían de pie y… ¡grrrraau! Y yo salía de allí despavorida, me iba al fondo del tablao, pero en el fondo no me podía esconder mucho porque era muy pequeño, y Dalí se quedaba allí acariciando a la pantera aquella… Luego ya dentro, donde se entraba al bar, por la zona de camareros, me acercaba a él y le decía: «Pero ¿cómo te traes al gato ese con esos dientes?». Y me respondía siempre: «No pasa res». Y yo, «¿Cómo que no pasa nada? ¡Un día de estos me va a morder, seguro!». La verdad es que conmigo hablaba normal, ¿eh? Nada de hacer aquellas tonterías con el bigote… Pero el caso es que me quejé también al Juan Roselló, el dueño de Los Tarantos. «Cuando venga Dalí yo no bailo», le decía, y él me insistía: «¡Pero si solo viene a verte a ti!». «¡Pues que le ponga una cadena a la pantera esa!», le decía muy enfadada. En verdad la pantera me daba pena, porque para ella mis cierres tenían que ser un horror, con ese taconeo ahí fuerte, y de pronto yo parándome en seco, a su lado, y, claro, se ponía así de pie la pobre con esos dientes… ¡Qué miedo! ¡No quiero hablar más de Dalí!
Pero de Peter Sellers sí, ¿no? ¿Cómo fue la experiencia de rodar con él?
De Peter Sellers sí hablo porque se portó muy bien conmigo y me trató muy bien. Él me vio también bailar en Los Tarantos y me contrató para participar en aquella película, The Bobo. Me llevó a Cinecittà, donde se rodó mi escena, que era como en un restaurante, y allí me pidió que hiciera lo mismo que había hecho en Los Tarantos el día que me conoció. Cuando se terminó de rodar la escena vino a verme, de verdad, muy emocionado y me abrazó. Luego me puso la grabación, para que yo me viera, y aquella fue la primera vez que me vi bailar. Y lloré. Lloré mucho. Y él también lloró al verme, y nos abrazamos. «¿Esa soy yo?», le dije. «Yes», me contestó. Imagínate, yo con diecinueve años…
Mi baile duraba veinte minutos y lo grabó todo. Lo vi además en pantalla grande. Me impactó muchísimo porque, era verdad, no me había visto nunca antes bailando, ni siquiera en un espejo. Cuando termino de bailar me quedo así jadeando. Solo se oía la cámara rodando y mi respiración. Me puse a temblar viendo aquello y Peter Sellers me abrazó. Me besó en la cabecita, y yo ahí llorando entre sus brazos… «¿Y cómo es que me pongo tan fea bailando?», decía. Porque, claro, se me veía tan tensa, toda sudada… Pero al verme bailar por primera vez fui consciente de la fuerza que tenía. Al principio yo bailaba muy lento, muy despacito, con pasitos pequeños, todos igual, pero a mí aquello no me gustaba. «Lo que yo hago no vale nada», me decía, hasta que por fin pude verme aquel día y entendí todo. Me hizo pensar mucho aquello, porque, aunque me da un poco de vergüenza decirlo, para mí bailar así era fácil.
La película provocó muchos celos entre tus compañeros de la compañía en Los Tarantos y te tuviste que ir a Madrid, donde te acogió Manolo Caracol.
A Madrid me fui porque Pepe Habichuela vino una mañana a verme a Los Tarantos y me dijo: «Hazme unos pasicos, Chana», y yo le hice un paso por seguiriyas y me acuerdo de que se quedó con la boca abierta. Le hice algo parecido a esto [y nos baila], pero con mucha velocidad, y entonces me dijo: «Tienes que ir a Los Canasteros a que te vea Manolo Caracol». Yo tenía miedo de no gustar allí, porque como todo el mundo me decía que bailaba mal… Pero un día me armé de valor, cogí el coche, que lo tenía medio roto, y me planté en Madrid. Me fui con lo puesto: mis dos trenzas rubitas, un vestidito de nada y unas chancletitas de tiritas. Llegué a la calle Barbieri por la noche. Cuando entré a Los Canasteros, tan pequeña y delgadita, lo primero que vi fue a Arturo Pavón hablando con Manolo Caracol. Me acerqué a Manolo y le tiré de la chaqueta. «Hola, ¿qué?», me dijo. «Mire, es que he venido a bailar a este tablao», le dije. Me miró el tío de arriba abajo y me dijo: «No». Y se dio la vuelta. Le tiré otra vez de la chaqueta y le dije: «Es que he venido directamente de Barcelona para bailar aquí». «Te he dicho que no», me gritó. Le volví a tirar de la chaqueta y ya me puse yo gallita: «Pues usted verá, porque yo tengo que bailar aquí sí o sí, porque he venido con el coche medio roto, no tengo para comer ni gasolina para volverme». Y ya se volvió y me dijo: «¿No ves que tengo ahí esperando al Güito, al Mario Maya, al Pansequito…? ¿Cómo vas a bailar tú aquí? Si no tienes donde quedarte, tira pa la casa y duermes allí». Pero yo seguí insistiendo, hasta que ya se me enfadó mucho y me gritó, como echándome la bronca: «Además, que rubia y de Barcelona, ¡no!» [risas]. El tío al final se vino abajo. Se quedaría muerto de ver cómo una chiquilla como yo le plantaba cara, porque todo el mundo le tenía mucho miedo, así que ya me dijo: «Bueno, mañana a las cuatro te vienes».
Al día siguiente llovía un montón y yo llegué empapada, tiritando. Él fue muy puntual. Llegó a las cuatro en punto, y nada más entrar me dijo: «Venga, baila ya». Y yo, que estaba muerta de frío, me subí al escenario y le dije: «Te vas a enterar de lo que es una catalana», y me puse con los zapatos ta-ta-ta-ta-ta-taca-tán… y fuerte, fuerte, fuerte, y pam-pam-tu-pam-pam… y con los pitos me puse a marcar, y ya saltó y me dijo: «Ya está, para ya». Yo pensé: «Ahora me va a echar a la calle», pero me dijo: «Mañana empiezas. ¿Cuánto quieres ganar?». Me acuerdo de que le dije: «No sé. Pa comer» [risas].
El primer día que bailé en Los Canasteros, Manolo Caracol puso en la primera fila a Arturo Pavón y a Luisa Ortega, y a todos sus hijos, y él se quedó de pie. No me quitó ojo. Salí ahí, sin ensayar, con aquella fuerza, y en un cierre de los míos le oí decir: «Ole. Viva Cataluña» [risas]. Me volví pa atrás con la sonrisa y le dije: «Como tié que sé, tío Manué». Y empecé otra vez: pom-pom-pom-pom… y ya estuve todo el tiempo allí. Y siempre que bailaba, Caracol me veía. Se ponía ahí de pie y al que se moviera lo echaba a la calle.
En Los Canasteros te vio también Paco de Lucía, que dijo: «El baile de la Chana no se puede mejorar».
Sí, eso es cierto que lo dijo, tan cierto como que hay Dios, pero yo, por pudor, no creo haberlo contado nunca. Siempre que Paco me veía se levantaba y se acercaba a besarme la mano. Te cuento esto pero no quiero que parezca que estoy presumiendo, ¿eh? No es mi forma, pero es verdad que todos estos monstruos venían siempre a verme porque yo salía además después de la Paquera y de Arturo Pavón. Salía la ultima, así que a Paco, a Camarón, a Bambino, a Curro Romero, a todos estos, les daba tiempo a llegar a Los Canasteros y ver mi actuación. Luego allí, después de que yo bailara, se formaba la marimorena. Eran todos mis amigos. Y en esas estaba yo cuando me tuve que marchar, porque me lo mandaron. Caracol se enfadó mucho: «¿Te vas a llevar a la niña ahora? ¡Si aquí puede ser una reina!». Pero yo he tenido que obedecer para poder encontrar luego mi tesoro, el más grande del mundo. Tuve que pasar por el desierto, para conocerme, para saber quién era y de qué calidad estaba hecha.
¿Sigue considerándote, por encima de todas las cosas, «una ama de casa»?
Sí. Es que yo lo de ser artista lo he tenido siempre en segundo plano. A mí en verdad lo que más me ha gustado hacer es de comer y las cosas del hogar. De jovencita, con diecinueve o veinte años, cuando fui con la compañía a Australia de gira por primera vez, en vez de estar en el hotel me pedí un apartamento para poder guisarme yo. A cocinar también he aprendido sola, igual que a bailar. Algunas veces me salían los platos más salaos, otras más sosos, pero siempre he cocinado mucho, no solo para mí o para mi hija, sino también para mis hermanos, que éramos muchos y a todos les he dado lo que he podido. A mis padres les compré una casa y un coche. A mis hermanos les hacía de comer…
Por más que yo haya dado la vuelta al mundo tres veces, sigo siendo la niña aquella que le devolvió el cromete a la Pepeta. No quiero aprender más cosas. Si yo ahora me entero de que hoy no tienes para comer, antes de irme te doy un abrazo y te meto veinte duros en el bolsillo sin que te des cuenta. Porque eso es lo que tenemos que hacer, no hay nada más. ¡Qué casualidad que siempre tengo algo para dar! ¿Y sabes por qué? Porque Dios me lo da. Y si estoy contenta, por más que también esté muy cansada, porque apenas he dormido y mañana tengo que ir a Nueva York y no quiero, es gracias a Jesús. Esa es la dicha que llevo y acepto de corazón. Estas cosas hay que confesarlas, porque la vida, a pesar de todo, es bonita. Haber nacido, poder respirar, poder paladear un trozo de queso… Uno se va poco a poco descubriendo. Lo que está dentro de cada uno es diferente. Nadie es igual. La única verdad es el amor. El mundo subsiste porque hay amor y el único amor verdadero es el de Dios. Aleluya.