Este relato forma parte de nuestro libro Tócate.
Cuelo mis dedos bajo el nudo del coletero que sujeta la maraña de su cabellera alquitrán y lo deslizo hasta que se pierde. Recojo un mechón furtivo y lo coloco tras su oreja, resiguiendo el contorno de esta y continuando por la cornisa que el maxilar inferior delinea. Me lanzo al vacío del pliegue de su cuello, aparto con mi mentón la cortina de cabellos que en vano lo resguardan de mis dientes. Muerdo. Un gemido logra escapar de sus labios e inunda el ambiente de su aliento. Deslizo dos dedos por la piel ahora herida y me abro paso por el cuello de su camisa. Desabrocho un botón más y extiendo la palma de mi mano sobre su pecho que cede al contacto. Se tensa en un alarde de orgullo defensivo. El músculo endurecido se contrae en una actitud altiva. La estampida de sudor que anega su vello le delata.
Sonrío.
Le envuelvo entre mis brazos y noto cómo la piel de su espalda empapa la mía. Ciño mi atadura y él sujeta mi muñeca en un gesto que no retiene: reafirma la contundencia de mi iniciativa.
Ahora, sonríe él. Incapaz de mantener una mirada directa, me refugio en la imagen que el espejo me revela: su desnudez. No hay respuesta física ante el estímulo de esta visión y es él quien reacciona frente a mi inmovilismo atrapando con su dedo uno de los rizos que se enroscan en mi barba. Estira obligando a mi cabeza en un movimiento descendente con el fin de retomar el contacto visual.
Estoy perdido.
En una huida desesperada caigo en una trampa de mayor peligro. Un leve brillo de saliva asoma en la comisura de sus labios, hipnotizándome. Indómita, mi lengua serpentea alrededor del perímetro de su boca. Cabalga hasta la mitad del labio inferior cuando es sorprendida y capturada por fauces ávidas. La pasión se desborda en hincaduras de las que emanan hilos de sangre.
Sorbo.
Me gusta llenarme de su boca. Los dos somos conscientes de que la inocencia de unos besos, por muy sicalípticos que sean, no van a aplacar un sentimiento latente.
Actúo.
El duelo de virilidad que se desata se retransmite desde el espejo. Es una lid de fuerza, agilidad y resistencia. El baile de cuerpos describe un vaivén agresivo. Los muslos tropiezan, los brazos se enzarzan. Los dedos son espinas que rasgan la carne. El dolor nos aviva, nos empuja.
Frenética adrenalina.
El sudor escuece en las llagas recientes. El encuentro se zanja con una firme embestida que hace chocar las palmas de sus manos contra los azulejos, agrietándolos, y que sentencia mi victoria con un aullido.
El grito delata nuestra presencia. Revuelo de vaqueros y hebillas metálicas que se arrastran precipitadamente por el suelo. Unas bisagras chirrían. Agazapados tras la puerta de uno de los baños contenemos el jadeo excitado. Unos cordones asoman por la rendija y unas zapatillas de deporte se alinean frente a nuestro escondite. Cierro los ojos por inercia pero los abro al chasquido de unas rodillas doblegándose. Unas gafas de pasta resbalan hasta golpear el suelo.
Descubiertos.
Mi cómplice empuja la puerta y se lanza sobre el intruso. Lo rodea y lo amordaza con la mano. Salgo de mi escondite y coloco un dedo sobre mis labios acompañado con un gesto amenazante. Él, que en vano intenta zafarse, acaba asintiendo de manera nerviosa. Miro a su opresor y le invito a que ceje en su intento carcelario. Se separa con cautela y el liberado respira ahogando un sollozo. Lo miro a los ojos, ahora rojos y llorosos, y escruto sus facciones. Entre asustado, humillado y dolido, sus dientes crepitan conteniendo la rabia. Intenta hablar, pero solo escupe improperios y amenazas. Mi compañero lo agarra y zarandea con vehemencia. Tras la sacudida, apoya su frente contra la de él, que traga saliva. Celoso, observo cómo toma una actitud protectora, casi paternalista; le acaricia la nuca recién rasurada. Soy testigo de cómo los músculos de su cuello se relajan mientras sus labios rozan levemente el lóbulo de su oreja. Rendido, se da a mi compañero, que hiende sus incisivos irregulares en la carnosidad y, en una exhalación, el mordido responde con sus colmillos en el cuello de su atacante. Sus bocas se buscan y encajan de mil formas distintas. Vislumbro el juego entre sus lenguas y asisto al intercambio de fluidos.
Caen.
El frío suelo no detiene la pasión exaltada. Contemplo el nudo de los cuerpos desbordados de excitación. Los intuyo erectos bajo sus pantalones.
Sujeto sus cuellos. Obligo a sus cuerpos a una postura cuadrúpeda. Unos ojos aguamarina se giran para mostrar su disconformidad pero aprieto asfixiante mi mano y mi fogosidad le subyuga. Sucumbe. Alterno dominante y disfruto rasgando las cavidades ofrecidas.
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Por su imprevisibilidad final tiene su encanto este ensayo, pero, cómo añoro los diálogos!, en este y en otros del mismo tenor que he leido en JD. Así y todo hay que aceptar que tiene riqueza de lenguaje y las imágenes que transmite son vívidas y contundentes, pero tanta orografia corporal y dinámica, que más se parece a una receta culinaria sin imperativos y en primera persona no es santo de mi devoción. (Y hay recetas que no tienen desperdicio). Gracias por la lectura y aplausos a la fantasía desencadenada
Una ‘mariconez’ entre váteres y retretes publicos, pura estética sadomariconil… Lástima que su autor no describa los sórdidos efluvios del lugar
Tienes algún problema con nuestra mariconez? Siempre puedes mudarte al Africa.
Muy setentero. La sexualidad gay es tan suave, dulce , natural y plena como cualquier encuentro hetero.
Me cansa leer relatos eróticos gays en donde siempre parece que están luchando con salvajismo. Es muy alejado de la realidad de hacer el amor.
PD a no ser que este sea un relato de vampirismo donde retiro lo dicho