Fueron los años que algunos yugoslavos llaman the good old times. Cuando Yugoslavia crecía por los generoso créditos occidentales y las remesas que sus trabajadores en el extranjero enviaban a sus familiares. El fenómeno marcó al país. Muchos volvían en verano, conduciendo sus BMW o sus Mercedes si habían tenido suerte. Algunos lo siguen haciendo ahora. Si en las repúblicas exyugoslavas actuales te escuchan hablar torpemente la lengua local te preguntan si eres hijo de la diáspora.
Si hay algo sagrado de aquellos good old times es el pasaporte. Se podía viajar a todas partes con un pasaporte yugoslavo, decían. Un contraste implacable con las generaciones de ahora que se han pasado dos décadas pasando dificultades para obtener visados a los países más cercanos. En los que habían trabajado sus familiares toda su vida.
Las consecuencias de esas diásporas siguen haciendo mella. En Croacia, que sufre problemas de despoblación, para un joven es mucho más fácil irse a Alemania, donde cobrará el doble o más del doble y se va a encontrar como en casa, precisamente, por una diáspora asentada durante décadas. También, en la distancia, estas diásporas generan fantasmas, muchos nacionalismos de postín, y desde la distancia se alientan los radicalismos en la madre patria, mientras uno disfruta de las comodidades de la tierra de acogida.
En otros casos, como en Viena, tampoco es extraño encontrarse grupos de amigos que solo tienen en común que son balkan, salen por sus locales y se comunican en sus lenguas, macedonio, serbocroata o búlgaro, y sienten un acervo común, algo que les une, que no es necesariamente un rasgo cultural común, sino una falta de adaptación identitaria a Austria que todos comparten.
Hay muchas diásporas y, por supuesto, también está la de los juguetes rotos, que es la que mostraron Lena Müller y Dragan von Petrovic en Dragan Wende-West Berlin, un documental que se puede ver en Filmin, sobre buscavidas balcánicos, ya en la mediana edad, que adoran los tiempos del muro. Porque eran más jóvenes, sí, pero porque, como yugoslavos, en la Alemania dividida eran los reyes.
El padre del narrador del reportaje quería haberse unido a sus amigos gastarbeiters yugoslavos en Alemania, pero le capturó la Interpol en Belgrado cuando iba a salir para allá con su novia checoslovaca. Digamos que vivía en los márgenes de la ley. Tuvo que casarse con ella estando él en la cárcel para evitar que la deportaran y allí nació su hijo, mientras su padre estaba en libertad condicional sin permiso para abandonar la federación.
Veintiséis años después de todo esto, el chico, que se llama Vuk, salió en la búsqueda de los amigos de su padre en Alemania para comprender qué se había perdido, porque en Berlín debería haber nacido, entiendo, esa tendría que haber sido su ciudad. En el documental intenta mostrar cómo están ahora y que encuentra es gracioso, pero no es bonito. Tiene un punto triste.
Su tío está amargado desde que, como él dice, los Trabant invadieron Berlín occidental. Desde que desapareció la RDA. Y la fecha escogida para la visita de Vuk es, precisamente, el veinte aniversario de la caída del muro. Su tío no tiene nada que celebrar. Recorre las calles mientras la gente vuelve a brindar con champán y, casualmente, se cruza con unos estadounidenses enloquecidos. Son unos freaks de dentaduras lustrosas que han viajado hasta Berlín para conmemorar la victoria de su país frente a la tiranía. Gritan: «¡Nosotros ganamos!» y emiten agudos aullidos. El yugoslavo les mira con desdén y cuando le preguntan si no comparte su alegría, les contesta que no. Que vivía mejor antes. «Construiré un nuevo muro, pero veinte metros más alto», sentencia.
Con las dos Alemanias les iba bien porque podían pasar la frontera cuando quisieran gracias a su mencionado pasaporte. Podían correrse juergas en el este con muy poco dinero, también vender chupas de cuero. Dice un amigo de su tío que con sacar un paquete de Marlboro en un bar ya tenías todas la chicas que quisieras alrededor. Con cien marcos del oeste les daban cuatrocientos del este y se quejan de que era imposible gastarse todo ese dinero. Pero el muro no solo les servía para irse de jarana, también podían ocultarse allí si la habían liado, ningún occidental podía pasar a buscarles alegremente. Si daban un palo escapaban a la RDA con el botín. Uno dice que un buen día se hartó del bar donde trabajaba, cogió la caja fuerte y se fue a Berlín Este con ella. No había muro para los yugoslavos.
Por las entrevistas van pasando todo el grupo de amigos de su padre, un croata que robaba en joyerías al descuido, mientras le iban sacando el muestrario. Un albañil serbio que asegura que en uno de los jarrones de piedra que decoran la cornisa del Reichstag metió su chubasquero y una nota: «Este jarrón lo hizo un yugoslavo». Igual sigue ahí.
Este albañil, Mile, natural de Mladenovac, es el mayor de todos. Trabajaba fachadas. Ahora, cuando recorre la ciudad, va contando uno tras otros todos los edificios que él remató. Se hizo media ciudad. Sus opiniones son propias de alguien de su edad. Aunque sea serbio, eso es algo que le da absolutamente igual. «Nací en Yugoslavia y seré yugoslavo hasta que muera», proclama. Para él, Tito «era un Dios», con él vivían «como reyes» porque el mariscal «le plantaba cara a cualquiera». Sin embargo, él se tuvo que ir a buscar un presente mejor fuera.
Ahí se calla. Explica que no quiere ser ejemplo de nada, que él solo es uno más. Pero pasó más de la mitad de su vida ganando dinero en el capitalismo. En la actualidad no tiene a nadie, ni a su país. Se ha hecho él mismo fabricar ya una lápida porque sabe que si no lo encarga él, no lo hará nadie. En ella aparece con su furgoneta y con su gato. No es una imagen demasiado extravagante en los cementerios balcánicos.
La importancia de su relato en el reportaje es que desprecia a los de la diáspora que son más jóvenes que él. Todos se han dedicado a negocios sucios. Un amigo de su hijo, Dule «el cuervo», por ejemplo, era experto en fraudes financieros. Se hizo rico, aparece con Cadillacs en fotos viejas, pero lo perdió todo. Fue a la cárcel con una condena de siete años y todavía le debe cinco millones de euros al estado alemán. Asegura que quería trabajar al llegar a Alemania, pero las mafias de la construcción se lo pusieron muy complicado y, nada, tuvo que delinquir.
Y el protagonista, Dragan, es portero de casas de putas. Le pagan cinco euros por cada cliente que mete. Antes estaba orgulloso, presenta su trabajo como el tope del glamur, en locales que hacían grandes fiestas y tenían actuaciones en directo. Pero con los años las mafias fueron exprimiendo los negocios hasta reducirlos a la mínima expresión de lo que son. Se queja de que hoy en día las chicas están exhaustas.
Cuando la vida nocturna en Berlín occidental fue remitiendo intentó montar sus propios bares, pero se emborrachaba con los clientes y plegaba. Se tumbaba a sí mismo y todos sus negocios se fueron a la ruina uno tras otro. Abrió y cerró siete bares. Pronto tuvo que volver de nuevo a la puerta de los puticlubs. No obstante, lo grave vino con el final del comunismo. Todo se hundió para él cuando Gorbachov permitió que cayera el muro.
Lo cierto es que entre la URSS y Estados Unidos, los dos bloques, Yugoslavia era el único Estado europeo que lideraba a los Países No Alineados. Cualquier problema con la federación podía servir para que ella pusiera en contra de una de las dos partes estos países que estaban bajo su influencia. Era una pieza clave en todo el tinglado de la Guerra Fría y, durante un tiempo, demasiado breve en perspectiva, fue la niña mimada de la geoestrategia. De eso se aprovecharon estos vividores. Aunque ellos lo explican mucho mejor. Antes, dice Dragan, «los americanos tenían la parte izquierda del culo, los soviéticos la derecha, nosotros los yugoslavos estábamos en el agujero negro del medio, pero estábamos bien».
En 1929 fue nombrada Yugoslavia, que significa «el país de los Eslavos del sur», teniendo como origen la federación que fue fundada en 1918 como el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos.
La Yugoslavia socialista fue el primer país en vencer al Tercer Reich en la Segunda Guerra Mundial. Los partisanos del Mariscal Tito se hicieron con el poder e instauraron un gobierno comunista en la federación de repúblicas como contrapartida a la Yugoslavia monárquica y colaboracionista con la Alemania nazi.
Tito fue el aglutinador de todas las diferencias políticas y nacionales que habia dentro del Estado yugoslavo, en el que convivían serbios, croatas, montenegrinos, bosnios, eslovenos, albaneses, húngaros, gitanos…asi como diferentes y religiones cristianos -ortodoxos y católicos- musulmanes. Yugoslavia fue el país socialista europeo con mayores libertades políticas.
Tito tuvo problemas con Stalin desde el principio, el socialismo en casi todos los países del Este europeo fue impuesto o tutelado por la URSS. El caso de Yugoslavia fue distinto, y nació de las luchas populares resultantes de la invasión nazi. Durante la Guerra Fría políticamente Yugoslavia se alineo contra el estalinismo, ingeniandoselas para sobrevivir sin acabar como satelite de la URSS llegando a ser el germen junto a otros de los paises no alineados.
Economicamente el socialismo yugoslavo se regia por la autogestión y el cooperativismo, sin el control ferreo del estado que caracterizaba el sistema sovietico estableciendo una cierta competitividad entre las «empresas» yugoslavas. Con las debidas diferencias se podria asimiliar a una socialdemocracia dentro de la ideologia comunista.
Hombre, si los italianos y Hitler invadieron el reino de Yugoslavia y lo trocearon fue porque no colaboró.
Supongo que por Yugoslavia monárquica y colaboracionista, se refieren a que durante la guerra se permitió la existencia de una Croacia independiente con un gobierno de ideología «ustacha» una mezcla de fascismo y catolicismo , con un rey de origen italiano que era meramente simbólico, mientras el poder lo tenía el criminal Ante Pavelic.
Los ustacha mandaron tropas contra la URSS y cometieron un genocidio contra los comunistas, judíos y especialmente contra los serbios de religión ortodoxa, conocido como la política de los tres tercios: expulsar a un tercio de los serbios de Croacia, obligar a bautizarse como católicos a otro tercio y matar al otro tercio.
Abrieron para ello varios campos siendo el más terrible el de Jasenovac, donde asesinaban sin los refinamientos alemanes, nada de cámaras de gas, aquello era literalmente un matadero donde los guardias competían por ver quién degollaba más víctimas en menos tiempo con herramientas de carnicero. Se comenta que hasta los oficiales nazis que visitaron el campo quedaron horrorizados.
Tras la guerra Pavelic se refugió en un país con otro dictador fascista y católico: la España de Franco, donde murió tranquilamente en una cama de hospital en los cincuenta.