Arte y Letras Historia

No busquen faisanes en los mapas

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La entrevista de Luis XIV y Felipe IV en la isla de los Faisanes, de Jacques Laumosnier (1660).

El 7 de noviembre de 1659, representantes de las monarquías francesa y española se reunieron en tierra de nadie para poner fin a una de las muchas trifulcas desatadas durante la Guerra de los Treinta Años. El llamado Tratado de los Pirineos sellaba una boda —la del rey francés con la hija del español— y el intercambio de varios territorios en disputa, entre ellos el islote del río Bidasoa en el que se celebró el encuentro. Equidistante de las orillas de Irún y Hendaya, parecía que alguien hubiera puesto la isla de los Faisanes a propósito para este tipo de ocasiones (la última hacía la «paz» número veinticuatro), pero aquello solo se sostenía sobre el papel: los pescadores de ambos lados seguían sin entender lo de que había que repartirse truchas y, sobre todo, esos salmones tan lozanos, a partes iguales. Aquello acababa mal a menudo por lo que hubo que reunirse otra vez, en 1901, para determinar que lo de la «soberanía compartida» significaba que la isla sería francesa del 1 de agosto al 31 de enero, y española del 1 de febrero al 31 de julio, a España. Y así hasta hoy.

El que trabajadores de dos municipios se encarguen de que la maleza no oculte una placa conmemorativa tampoco es para tanto, sobre todo si tenemos en cuenta que el desangelado monolito que la sostiene es su único habitante. Pero el asunto cobra interés cuando leemos que la isla de los Faisanes es «el territorio en condominio más pequeño del mundo». La lista no es demasiado extensa pero son todos lugares maravillosos. Piensen en la Antártida, bastante más grande que la isla del Bidasoa pero custodiada igualmente por los países firmantes del Tratado de la Antártida, que es el que la protege de veleidades anexionistas. Ríanse, pero los nazis ya tenían pensado el nombre: «Nueva Suabia». Apenas diez años después de la caída del Reich, una geopolítica brasileña formulaba la llamada Teoría de la Defrontación, que defendía el reparto del pastel helado entre Uruguay, Perú, Ecuador y Brasil. La idea era hacerlo a través de sus meridianos sobre las costas de la Antártida. Si bien más lógica que la de trazarlos desde Berlín, aquella iniciativa tampoco llegó a cuajar.

Otro en la lista territorios a pachas es la Estación Espacial Internacional, a la que solo una red intrincados acuerdos políticos y económicos sostiene allí arriba. Por el momento aguanta y, a día de hoy, doscientos treinta individuos llegados de dieciocho países han compartido sus seis dormitorios y dos baños. Hablamos también de ríos «en condominio», como el Mosela y sus afluentes. Sepan que se incluyen en el paquete quince islotes cuyos zarzales podan a turnos operarios alemanes y luxemburgueses. Austria, Alemania y Suiza van más allá con un condominio a tres bandas sobre el lago Constanza. Suiza insiste en que la frontera pasa por la mitad pero no hay quorum; no busquen ninguna raya sobre el mapa. El Salvador, Honduras y Nicaragua también firmaron algo parecido sobre pedazos de tierra desperdigados por el golfo de Fonseca, aunque, cuando hablamos de condominios acuáticos, la palma se la lleva Iguazú (Brasil y Paraguay). Ya dijimos antes que se trata de lugares maravillosos.

Espejismos

La cosa se complica cuando, en vez de inquilinos temporales como astronautas o científicos antárticos, sus habitantes no solo llevan ahí desde siempre sino que se empeñan, además, en cultivar sus berzas justo en el lugar reservado a las rayas de los mapas. Les pasó a los del condominio de Moresnet, una anomalía cartográfica que existió entre los años 1816 y 1919; apenas tres kilómetros cuadrados entre los actuales territorios de Bélgica y Alemania constituido como «territorio neutral» porque nadie fue capaz de decidir a quién correspondía su soberanía. Al final se optó por la salomónica decisión de que ambas potencias compartirían su gobierno a través de sendos comisionados. Resulta que Moresnet descansaba sobre una enorme reserva de zinc, lo que, unido a ventajas arancelarias que le otorgaban su condición de «limbo» geopolítico, propició que la población se multiplicara por veinte durante sus casi cien años de existencia. Como apátridas, los nacidos en el condominio no tenían que servir en el ejército pero tenían un himno en esperanto (Neutrala Moresneto), una escuela y un hospital. Y solo la presión de los vecinos evitó que su casino y sus destilerías prosperasen. Los muyaidines de la filatelia salivaran lúbricos cuando descubran que también hubo timbre.

Los acuerdos que cerraron el capítulo de la Primera Guerra Mundial pusieron fin al sueño del que estaba destinado a ser el primer Estado esperantófono del mundo (el Congreso Mundial de Esperanto declaró Moresnet capital mundial del idioma en 1908). El territorio fue asignado a Bélgica, invadido por Alemania durante la Segunda Guerra Mundial y devuelto después a Bruselas.

Si después de leer esto se han quedado con las ganas de conocer de primera mano cómo es la vida en un condominio, aún están a tiempo de viajar a Bosnia-Herzegovina y preguntar a los casi cien mil habitantes de Brcko. La mayoría en esta estratégica ciudad fronteriza era bosnia cuando estalló la guerra en 1992 y, como era habitual, hubo un intento serio y por las malas de partir este distrito con la superficie de Jaén capital en tres (croata, serbio y bosnio). El empate técnico en muertos y desplazados, y la imposibilidad de dar con una solución al rompecabezas casi acaba por romper el acuerdo de 1995 que hizo callar las armas en Bosnia-Herzegovina. El nuevo país tendría dos entidades autónomas (serbia y bosnia) y una tercera región, Brcko, que disfrutaría de su propio autogobierno.

De Brcko se dice que es «la única ciudad libre de Europa» aunque ya sabemos que no se trata de un concepto nuevo. Ya hemos hablado de Moresnet, aunque también podríamos citar el puerto báltico de Gdansk (antes Danzig), que era semiautónomo en el periodo entreguerras, o el de Rijeka, administrado por separado por Hungría y el reino de Croacia-Eslavonia. La comunidad internacional inyectó dinero en Brcko para adecentar la zona tras la guerra y, mientras en el resto de Bosnia-Herzegovina la educación sigue siendo segregada, la «Jaén» balcánica presume de que niños serbios, bosnios y croatas comparten las mismas clases. La recóndita Brcko se convirtió en la ciudad «más cosmopolita», «la más exitosa» de Bosnia-Herzegovina (gracias a un presupuesto municipal desproporcionado para su tamaño). Pero una corrupción desbocada unida a una creciente tensión interétnica —espoleada por la combustión de una guerra demasiado reciente— acabó por transformar el sueño de la Arcadia balcánica en espejismo.

Ocurre lo mismo con los faisanes de la isla del Bidasoa, que ni los hay ni los hubo nunca. En tiempos de los romanos al islote se le llamó «pausu» en vasco, «paso», por el peaje que había que pagar por transitar entre Aquitania e Hispania. Los caprichos de la fonética —la «p» muta en «f» a menudo— se encargarían de transformar la «isla de los Paussans» en «la de los Faisanes». Otra ilusión, un poco como lo de las rayas de los mapas.

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Un comentario

  1. Excelente investigación y divulgación. Hechos que si no fueran reales solo causarían hilaridad.Gracias por la lectura.

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