La carta no parecía gran cosa, y no lo era. Solo un poco más voluminosa que las demás. Durante los primeros meses de 1933 la redacción de Chicago de la revista Weird Tales celebraba esa clase de correspondencia iracunda, frecuente desde hacía un año. En esta ocasión el sobre contenía, además, una portada reciente de la revista, rebozada en un turbio engrudo de chicle y papel cebolla. Con el asunto «nude covers» la misiva decía así:
Estimado señor,
En referencia a la desagradable correspondencia sobre el tema mencionado que aparece con frecuencia en «The Eyrie», creo que admitirá que la cubierta enmendada adjunta ofrece una solución al eterno problema.
Mi personal doméstico es entusiasta devorador de Weird Tales; pero, por otro lado, son damas solteras de decoro irreprochable. Por lo tanto, antes de pasar el ejemplar a la habitación del ama de llaves y después de satisfacer mi apetito con un estudio largo y salaz de su portada, reedito la misma a expensas de un pequeño papel de calcar, goma de mascar y esfuerzo personal y voilá! Los escrúpulos son gratificados y la mente virginal de mi hogar permanece sin desflorar.
¿Por qué no, con cada edición de Weird Tales, incluye un complemento listo para el consumo en forma de vestimenta adecuada, sensata y no frívola (según mi ejemplo) para la dama de la portada? Si me pregunta, se trata de una oportunidad gloriosa de complacer a todos a la vez y silenciar la pluma de la pornofilia.
Suyo, afectuosamente,
Harold Markham.
Ni el esforzado Harold ni el resto de lectores que se daban cita en «The Eyrie» —la sección de la publicación que recogía los ruegos, preguntas y la votación de historias favoritas— sabían que protestaban contra una mujer. Se soliviantaban por ellas, eso sí. Las damas que desde de septiembre de 1932 ilustraban la tapa de la legendaria cabecera de fantasía, terror y ciencia ficción. Desnudas, semidesnudas, con látigos, enfrentando a engendros con sus pechos llenos y vientres convexos dibujados al pastel. El auge de las ventas llegó acompañado por un furor puritano entre un sector de los aficionados del género, conformes con la presente imaginería fantástica (maquinaria gigante, naves espaciales, monstruos, héroes musculados) en las antípodas de la carnalidad. O de esa carnalidad. El editor de Weird Tales, Farnsworth Wright, cebó la controversia durante algunos meses, dando cancha —y réplica— a los llamamientos al decoro y retirada inmediata de las sensualísimas portadas firmadas por «M. Brundage», a quien especulaban una psique depravada e indecente. H. P. Lovecraft, por cierto, se unió a los corifeos que detestaban al misterioso ilustrador, aunque por motivos bien distintos. O no tanto.
Llegado el momento, Wright dejó de echarles migas a los patos: «Es una mujer», anunció en el número de octubre de 1934. Precisamente ahí, donde debía morir el misterio de la eme con azotea de su rúbrica («Su nombre es Margaret Brundage», imprimió) nació otro enigma mayor: ¿quién era Margaret Brundage? Casi noventa años después hay más de una respuesta para ello. Y un trono: el de la reina del pulp.
Era alta y fumadora, eso parece que está claro. También todo lo que respecta a los aspectos de su identidad más administrativa: nació en 1900 como Margaret Hedda Johnson en una familia de seguidores de la ciencia cristiana y se graduó en el McKinley High School. Fue la estudiante más joven en la Academia de Bellas Artes de Chicago y trabajó como ilustradora freelance para diversos periódicos, fundamentalmente en el ámbito de la moda y el blanco y negro.
Es el día en el que apareció en la sede de Popular Fiction Publication con su portfolio y su cigarrillo cuando su identidad empieza a desdibujarse y a fraguarse su leyenda. Wright quedó fascinado por unos diseños insólitos entonces, singularmente por el retrato de una bailarina asiática. Le concedió primero la portada de Oriental Stories (rebautizada Magic Carpet) iniciando una colaboración que acabaría por definir la identidad de la cabecera Weird Tales y del arte pulp, tanto como los relatos de Lovecraft o Seabury Quinn. Entre 1933 y 1938 dibujó sesenta y seis portadas y modificó radicalmente el panorama estético del género. Décadas antes de la locura fetichista gótica, de las pin-ups y las cubiertas de women-in-peril, Margaret Brundage le puso pezones a la ciencia ficción y al terror. También los ojos más vívidos que se habían impreso jamás. Un vistazo a las portadas antes de su llegada y a las que le sucedieron da buena medida de lo radical de su influjo.
No puede decirse que el tiempo haya cometido ninguna injusticia con ella. Sus diseños son venerados y cotizados, y no existe académico la excluya de la historia de la ilustración pulp. En la Enciclopedia de la ciencia ficción de John Clute y Peter Nicholls figura como «la primera artista en trabajar en el campo de la ciencia ficción, y la primera, de cualquier sexo, que incluyó desnudos en las portadas». Murió pobre, como tantos otros. Pero la Margaret que se ensalza, la que ocupó póstumamente el trono del pulp, no es exactamente la Margaret que fue. Y solo hay un responsable de haber enturbiado su recuerdo: ella.
La revelación de su identidad extinguió un fuego pero propagó otro: ¿qué clase de mujer podía dibujar así? ¿Era una dominatrix? ¿Lesbiana? Los rumores se extendían como un reguero de pólvora en el Chicago postdepresión. Que tenía hijas adolescentes a las que usaba como modelos era casi un cuchicheo menor. Más perversa es la imagen que se instauró y replicó durante años y acabó permeando también en los círculos expertos, configurada con un cóctel de medias verdades y trolas rotundas. A saber: que Brundage era una diseñadora con un talento excepcional para el pastel y la sensualidad femenina… pero era algo fortuito. Un ama de casa inesperadamente dotada, poco más. Jamás leía los relatos que ilustraba y desconocía el contenido de Weird Tales. Durante décadas se sostuvo que una carambola (la necesidad económica) la arrastró de su ámbito natural hacia la ciencia ficción; donde cumplió con los requerimientos de un excitado editor que entendió rápidamente que las flagelaciones y desnudos reportaban más sold-outs que los diseños de J. Allen St.John. Ella obedecía por noventa dólares al mes. La semblanza se aderezó con uno de esos clichés de eficacia garantizada: el de la mujer víctima de un hombre detestable, su marido, Myron Reed Brundage (1903-1990) apodado «Slim». Un alcohólico pendenciero que raramente pasaba por la casa donde ella cuidaba de una madre lisiada y el hijo de ambos. Todos los ingredientes del relato dispuestos en línea para la configuración de una Margaret sufrida y eterna: el talento innato y casi accidental, la marginación por su condición, la tragedia doméstica y la gloria postrera por un destino mísero. La guinda se llama Walt Disney, compañero suyo en la Escuela de Arte. La comparación de trayectorias se hace sola.
Así son los mitos sobrevenidos: viven de mezclas, reinterpretaciones y construcciones wikipédicas completamente unidimensionales. El pasado se convierte en un fetiche que modelar a nuestro antojo, bienintencionado o indulgente.
La Margaret real, si se la busca, pierde en iconicidad pero gana en textura.
Searching for Margaret
El arte nunca es una isla, por disruptivo que este sea. Las personas tampoco. Ambos son siempre productos de una época, unas condiciones y un contexto. En este caso la vida y la obra de Margaret Brundage están impregnados del Chicago que se sacudía la depresión o que se desperezaba en la «Renaissance», que viene a ser lo mismo. Estados Unidos vivía en medio de un colapso económico, entre el cambio y la agitación. El jazz estaba en boga, las faldas se hacían más amplias y podía olfatearse una revolución sexual en ciernes. Mientras el crimen alcanzaba cotas inéditas, la población migraba de lo rural a las áreas industriales. Los speakeasy y los cabarets eran los fogones donde borboteaba el cambio social en la ciudad de los vientos.
«DANGER. Step High, Stoop Low, Leave Your Dignity Outside» advertía un letrero en la puerta trasera del Dil Pickle Club, epicentro de la incipiente contracultura norteamericana. Una salvaje aleación de intelectualidad y hedonismo, donde fluían en similares proporciones arte y alcohol, marihuana y amor libre. No era un lugar por el que pasar de puntillas, ni siquiera ahora. Mucho más que el decorado —como se acostumbra a aludir a él— para la historia de amor de dos de sus dil picklers, Margaret y Slim. En ese ecosistema alternativo eran una pareja estándar en la hobohemia, como sus contemporáneos Elizabeth Gurley Flyn y Jack Jones, o Ben Reitman y Emma Goldman. Asiduos de los foros de libre expresión [1], artistas de varias disciplinas, políticamente radicales e involucrados en la lucha por los derechos civiles.
De que no eran (no podían ser) un borracho y una resignada se dio cuenta el editor e ilustrador J. David Spurlock. Intrigado por la mujer detrás del pulp, buscó pedazos de su historia. Encontró un vacío y ya saben que pocos hallazgos hay más estimulantes que ese. Ni correspondencia, ni nada remotamente personal más allá de sus obras. Apenas tres escuetas entrevistas-conversaciones al final de sus días (una de ellas, a un aficionado llamado David Weinberg [2]) y una misiva fechada en 1934 con el asunto «nude covers». El resto era una colección de vaguedades insuficientes para levantar acta sobre su historia. Que se antojara como una mujer indescifrable embarcó a Spurlock en una impecable y casi esquizofrénica labor de investigación [3] contrarreloj. Los pocos que la conocieron si no habían muerto ya, lo hicieron en ese lapso de tiempo. Al final, dio con ella. Margaret era una acotación en las vidas de otros.
Estaba sepultada en los archivos del Chicago de los treinta, en la vida y obra de esos radicales que se daban cita en el Dil Pickle y en el Bughouse Square. Allí descubrió que el gusto de Brundage por las formas femeninas era anterior a Weird Tales. Que su matrimonio no fue tal tortura, ni Slim un paleto cejijunto. Su arte dejó de parecer tan extemporáneo. Su historia, descubrió, no acabó con su última portada.
En contra de lo que se pregonaba, Margaret Johnson y Walt Disney no solo compartieron aula, también redacción en el periódico The Voice, del McKinley High School. Ella era editora de afilado intelecto, y rechazaba con bastante frecuencia los dibujos de él. Pero nunca hubo bad blood. Hay pruebas de que volvieron a coincidir en la escuela de arte, y que se reencontrarían al menos una vez más.
Antes de eso, Margaret se casó con Slim Brundage, en 1927. La arqueología de Spurlock arroja luz adyacente sobre este otro personaje fascinante y ecléctico, con una biografía bastante más jugosa que ser el amor de la ilustradora. Poeta, pintor, escritor, activista y sí: cejijunto. Primero hobo y beatnick después, los papeles le reconocieron como «uno de los más dedicados exponentes de la contracultura norteamericana». Fue la suya una de esas historias de amor devastadoras, de las que se convierte en chiste cuando los demás se lanzan a enjuiciarlas. Su único hijo, Byrd o «Kerlynn» Brundage, falleció sobre la mesa de la cocina, años después. El divorcio se fechó en 1940, pero los bosquejos de Margaret delatan las intermitencias en la relación. Slim fue modelo e inspiración para las figuras masculinas de sus composiciones, incluso después de la ruptura. En «Queen of the Black Coast» una de sus obras más legendarias, el parecido es delicado y evidente: Slim es Conan y Bêlit, Margaret.
Más o menos a la vez, él abrió su primer foro de libre expresión en Rush Street y ella se plantó en la sede de Weird Tales. «Fue la única editorial de la que encontré la dirección», dijo, de las pocas palabras que se tiene constancia que salieron de su boca. Se cuenta que ambos trabajaban en el Dil Pickle, pero es poco decir. Eran sus muros de carga. Margaret lideraba debates, organizaba exposiciones, impartía talleres de ilustración. Ambos alternaban entre jazz, discusiones sobre sexo, poesía y licor de contrabando. Lo contó Slim en sus memorias, From Bughouse Square to the Beat Generation: «Elbert Hubbard dijo que Voltaire era un verdadero filósofo porque podía reírse de sí mismo. Eso hacíamos nosotros. Mi esposa era artista, yo pintaba casas. Esto era típico en ese Dil Pickle y en ese tiempo. No estoy seguro de que fuéramos más inteligentes que los demás. Simplemente nos obligaron a pensar en el clima engendrado allí. Sé que solíamos tener una idea, patearla, agotar todas las posibilidades, digerirla y escupirla».
Margaret se tragó todo ese mundo y vomitó arte en formas femeninas. Capturó un tema popular universal, el de la belleza y la violencia, el bien contra el mal; articulando los deseos, frustraciones y fetiches del lector de pulp de los años treinta. La mujer era el centro de su creación, antes y después de sus portadas.
Leía, ávida, los relatos de la revista. Después le entregaba a Farnsworth Wright cuatro posibles diseños. Fue la primera en dibujar a Conan, mucho antes de Frank Frazetta, antes también de su coronación como «Rembrandt de los bárbaros». A su creador, Robet E. Howard la plasmación de su personaje le deslumbró: «Howard era el escritor de pulp favorito de Margaret, y Margaret, la ilustradora favorita de Howard», contaba el editor. A lo largo de los años el escritor envió a Weird Tales numerosas cartas preñadas de halagos hacia sus ilustraciones. El 11 de junio de 1936, Margaret lloró todo el día. Howard se había pegado un tiro con treinta años y el único Conan que vio dibujado fue el de Brundage. Jamás llegaron a conocerse.
La influencia de las sensuales ilustraciones de Margaret impregnaba también las páginas interiores. El propio Howard y otros autores como Seabury Quinn reconocieron que, con la esperanza de inspirar su pincel, introducían escenas en sus relatos pensando en atraerla. Todos anhelaban su ilustración, salvo H. P. Lovecraft. Al genio de Providence le dolió la boca de pregonar la absoluta falta de representación, decencia y recato de Brundage. Ya sabemos lo dado que era a otorgar el rango de «abominación». «Sus portadas son demasiado triviales para enojarse. Si no fueran desnudos totalmente irrelevantes y no representativos, probablemente serían algo igualmente incómodo y trivial, aunque menos irrelevante. No veo qué diablos tienen las damas desvestidas de Mrs. Brundage con la weird fiction», dejó escrito.
Como suele ocurrir, el crítico más devastador también es el que da en la diana en el verdadero valor de una obra. No se trataba de que las heroínas desnudas trastocaran la decencia pública, que lo hacían. Lo innovador es que Margaret incorporó un nivel de subversión alternativo y nada conspicuo, logrando una cota mayor de decencia. Tomó un trabajo de ilustración y elevó el listón: presentó mujeres en roles fuertes y dignos, algo muy alejado de la norma para esos tiempos.
De un primer vistazo, las mujeres de Brundage podían pasar por damiselas angustiadas. No lo eran. Están ante monstruos amenazantes, ante destinos peores que la muerte, pero fíjense bien: se retuercen, luchan, se resisten al mal, no se abandonan. Empuñan látigos, son panteras, vampiras y también villanas. Hay miedo en sus ojos, pero solo están parcialmente intimidadas, no expresan dolor. De las sesenta y seis portadas de la artista solo en tres la mujer está siendo atacada, y las tres involucran a otras mujeres. Involuntaria y espectacularmente seductoras, no lascivas, bailando en esa zona donde lo sensual no necesita de lo sexual. Y son siempre el centro de la composición, dándose la paradoja de que al héroe protagonista ni siquiera se le dibuje en su propia historia. Lovecraft se percató de lo verdaderamente peligroso: las mujeres del exterior de la revista eran mucho más subversivas que las de los relatos del interior.
La década de los treinta finalizó también con el trabajo de Brundage en Weird Tales. La asfixia económica llevó a sus responsables a la venta de la cabecera a un grupo editorial de Nueva York, donde trasladaron su sede. Recortaron la periodicidad y tuvieron que maniatarse a los demenciales estándares de decoro impuestos por el alcalde de la ciudad, Fiorello LaGuardia. Las chicas semidesnudas de Margaret eran impublicables y, además, no podían viajar. Esas delicadísimas ilustraciones al pastel no resistían ni la censura ni el traslado de Chicago a Nueva York. En 1940 su madre y el editor Wright fallecieron, se divorció de Slim y perdió sus portadas. La última se reeditó en enero de 1945.
Margaret en la costa negra
Dice Neil Gaiman que «toda historia tiene un final feliz, solo hay que saber cuando hay que parar de contarla» y la historia de Margaret, hasta hace poco, se detenía justo aquí, en su última portada. En realidad era un punto y aparte.
Su vida fue tan única como su arte. Abandonó Weird Tales, pero se aferró con los dientes a sus pinceles y a sus ideales políticos. En los días del Dil Pickle había desarrollado vínculos muy estrechos con la comunidad el sur de Chicago, concretamente del vecindario afroamericano conocido como Bronzeville. Mientras Slim se volcaba en la promoción de la libertad de expresión, ella siempre mostró más inclinación y esfuerzo hacia los derechos civiles: igualdad racial, de sexos… Acabó volviéndose una figura clave en la eclosión social y cultural de la comunidad negra, junto a eminencias como Nat King Cole o Katherine Dunham. No solo ayudó en la apertura del del South Side Community Art Center (SSCAC) que inauguró Eleanor Roosevelt, sino que acabó aupada como su presidenta. La única mujer blanca en hacerlo.
De esos vínculos con la población afroamericana también floreció arte. Margaret perseveró en la persecución de la justicia social a través de él. Desperdigadas, aún se conservan algunos de sus lienzos de mujeres negras en sus trajes nativos y bosquejos de ánonimos y radicales como Stud Strekel y Djuna Barnes. Junto a otra revolucionaria y amiga, Margaret Burroughs, fundó un club bohemio en la zona sur, un refugio para las parejas interraciales.
Esta etapa evidencia que Brundage siempre fue Bêlit, la «Queen of the Black Coast». Una blanca que prefería una vida como pirata en la costa negra del Lago Michigan. De hecho, mirados al detalle, los personajes negros de Weird Tales exhibían un extraordinario conocimiento de su anatomía, muy superior a la de los varones blancos.
Cuando la superviviencia ya era difícil llegó el macartismo para tornarla imposible. La persecución alcanzó el centro de arte de Bronzeville, y diezmó notablemente a los integrantes de aquella revolución negra. La cruzada anticomunista prácticamente desmanteló la colonia creativa de la zona sur de Chicago a golpe de acusaciones de antiamericanismo. Los nombres de Margaret y Slim Brundage engrosaron las listas negras y fueron acosados por el FBI de J. Edgar Hoover.
Tras ello se mantuvo en pie con pequeños trabajos: decoró ensaladeras de madera, coloreó fotografías e hizo grabados de linóleo. Intermitentemente expuso sus ilustraciones, aunque jamás recuperó los originales que envió a Weird Tales. Muchos de los trabajos de su última época los firmó con el seudónimo Marnie Bron, pero a Walt Disney le telefoneó tras la Segunda Guerra Mundial con su verdadero nombre. En 1946 empresario estaba ya en la cima de Los Ángeles, cuando recibió una llamada de su antigua compañera, que no muy abiertamente le demandaba ayuda. Margaret visitó los estudios de animación y comieron juntos. Se afirma que se desvivió para que aceptara trabajar para él, pero —y esto forma parte de la leyenda de Margaret— nunca sucedió.
Si el futuro respeta sus deseos, nunca se sabrá qué ocurrió en aquel almuerzo. Ni por qué ella le envió unos bocetos de Cenicienta. Tampoco qué clase de fracaso supondría haber pasado a la historia como integrante de un matrimonio convencional, como una esposa doliente y no una radical, artística y políticamente. No quiso que su historia fuera lo que en realidad fue: un extraordinario relato de la Norteamérica de la hobohemia, el sufragio femenino, la gran depresión, la contracultura, la persecución, la lucha obrera y la generación beat. No vivió para escuchar que nadie la llamara «reina del pulp».
Margaret escogió esfumarse, desvanecerse. Como Willa Cather o su contemporánea Vivian Maier prefirió que su arte hablara por ellas. Aquejada de una bronquitis crónica, dejó instrucciones precisas para que sus escasos seres cercanos supieran qué hacer el día seis de abril de 1976, cuando falleció. Quemaron su correspondencia, fotografías, bocetos e ilustraciones y escondieron la noticia de su muerte. Poco después, su apartamento ardió.
Las cenizas de Margaret Brundage, tal como ella dispuso, se lanzaron en el muelle de Staten Island de Nueva York; el lugar donde años antes depositó las de su hijo.
Por alguna razón, solo un pedazo de papel sobrevivió a las llamas: una carta protestando por los desnudos de Weird Tales. No parecía gran cosa.
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[1] La Newberry Library collection tiene recopiladas una buena muestra de las actividades que se celebraban en el Dil Pickle Club y permiten hacerse una idea de lo que allí se cocía. Charlas, talleres, debates, perfomances: «Is monogamy a Failure?», «Phallic Festivals»…
[2] Además de la de Weinberg, se conservan retazos de la conversación que mantuvo en 1940 con Melvin Korshak y sus amigo Forrest J Ackerman, grandes admiradores. En The Alluring art of Margaret Brundage Korshak confiesa que acudió a una convención en busca de Brundage, con la indisimulada esperanza de que allí estuviera, en carne y hueso, su sensual hija, la que decían que servía de modelo para sus portadas. Por supuesto, no ocurrió.
[3] Buena parte de esa investigación aparece detallada en The secret life of Margaret Brundage. Or: Slim & Margaret: A Bohemian Romance of the Chicago Renaissance (Vanguard Productions).
Buena la portada de Golden Smog para empezar!
Espléndido artículo. Felicidades a la autora de un fan de Robert E. Howard y de las portadas de Weid Tales.
Gran artículo, gracias por su elaboración
Gracias por la excelente divulgación. Una pionera con todas las de la ley: incomprensión en sus tiempos y fama postuma.
Muy bueno e interesante el artículo. ?
interesante artículo. ?
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