Todos los hombres con talento tienen dos patrias: una, donde nacieron; la otra es Francia. (Vicente Blasco Ibáñez)
La biblioteca de mi abuelo se quedó huérfana demasiado pronto. José García Roda —carpintero y repartidor de periódicos, colchones y dónuts— tenía una librería ecléctica y poderosa. Allí encontrabas novelitas wéstern de Marcial Lafuente Estefanía o Silver Kane, novelazas de José María Gironella u obras maestras como Los episodios nacionales de Benito Pérez Galdós. Era un lector omnívoro y delicado. A Pepe le encantaba practicar un tipo de lectura sosegada y en horizontal. Cuando yo tenía seis años, él se despertaba a las 4 de la madrugada para repartir periódicos, colchones y dónuts. Algún fin de semana me quedaba a dormir en su casa de Gandía. Cenaba pronto con mi abuela —un amor igual de terso que el que profesaba por los libros— y se acostaba a las 21 h. A las 22 h ya debía estar durmiendo. Esa hora que transcurría entre el encame y el sueño profundo la empleaba en la lectura. Yo me asomaba por la puerta y lo veía reclinado en su cama, con las gafas en pendiente, a punto de precipitarse siempre; el gesto serio y concentrado. A veces le adivinaba un pequeño brillo, una iluminación. Yo me preguntaba qué sucedía dentro de aquellos objetos que amontonaba en la mesilla de noche para que mi abuelo sacrificara tantas horas de sueño. Dice el dramaturgo francés Pascal Rambert que entramos en las personas a través de los libros y que leemos con el pecho. Yo creo que ese señor tiene razón porque pasé mucho tiempo observando cómo mi abuelo leía.
Su biblioteca se quedó yerma el 10 de enero de 1993. Falleció con solo cincuenta y siete años cuando un cáncer feroz le devoró en pocos meses; yo apenas tenía once años. Tuvo que pasar bastante tiempo para que aquella biblioteca volviera a tocarse. Cualquiera que haya leído y amado con el pecho sabe lo difícil que es leer los libros de las personas muertas a las que tanto se ha querido. Es como entrar en ellas de nuevo, reconocer su huella, su olor, sus apuntes, sus listas improvisadas. Mi abuelo tenía letra de médico: angulosa, sofisticada. Yo intenté imitarla durante mucho tiempo pero era irrepetible. Recuerdo la mano de mi abuelo escribiendo. Tenía un pequeño bultito en el dedo corazón, provocado por algún leve accidente en su anterior trabajo de carpintero. De pequeña imaginaba que la singularidad de su letra, su misticismo, radicaba en aquella excrecencia rosácea que a mí me resultaba tan agradable.
Hace unas semanas volví a visitar la biblioteca de mi abuelo. Ahora sus libros reposan en una estantería nueva que yo misma me encargué —torpemente— de montar. En un momento dado, uno de los anaqueles de la biblioteca se venció y tres libros cayeron en una caja. Me asomé. Allí habían ido a parar, como tres tesoros en el fondo de un mar inhóspito, los tres volúmenes de la obra completa de Vicente Blasco Ibáñez, uno de los autores más misteriosos y fascinantes de España, cuya trayectoria vital —vertiginosa y sorprendente— ha pasado desapercibida para el gran público.
***
La Casa-Museo Blasco Ibáñez está situada al final de la playa de la Malvarrosa. Es el mismo enclave del chalet que en su día habitó el escritor. Ahora está rodeado de otras viviendas, pero cuando Blasco Ibáñez lo compró, era prácticamente el único en la zona, con una extraordinaria vista al mar. Hace veinte años esa casa fue inaugurada como museo. Muchos niños valencianos que hemos disfrutado los veranos en esta playa de Valencia pasamos por delante de este edificio, adornado con una imponente terraza en la que lucen unas hermosas cariátides que ejercen de pilastras con un entablamento que descansa sobre sus cabezas. A Blasco le gustaba apoyarse en ellas, en sus curvas delicadas. Puede verse al autor en algunas fotografías que se conservan en la Fundación Centro de Estudios Vicente Blasco Ibáñez, que trabaja incansablemente por velar por la obra del valenciano y difundirla. En la primera planta del edificio se encuentra uno de los enseres más entrañables del escritor: la silla desde la que contemplaba el mar. Aquel Mediterráneo fue la inspiración de muchas de sus obras. Es hermoso imaginar a Vicente sentado en aquella silla con la maciza mesa de mármol delante —en la que probablemente descansarían algunos libros, cuartillas a medio escribir, licores y puros—, observando la inmensidad del mar y la particularidad de algunos bañistas. En uno de sus paseos, tal y como explica en el prólogo de Flor de mayo, se encontró con otro ilustre valenciano:
Muchas veces, al vagar por la playa preparando mentalmente mi novela, encontré a un pintor joven —solo tenía cinco años más que yo— que laboraba a pleno sol, reproduciendo mágicamente sobre sus lienzos el oro de la luz, el color invisible del aire, el azul palpitante del Mediterráneo, la blancura transparente y sólida al mismo tiempo de las velas, la mole rubia y carnal de los grandes bueyes cortando la ola majestuosamente al tirar las barcas.
Este pintor y yo nos habíamos conocido de niños, perdiéndonos luego de vista. Venía de Italia y acababa de obtener sus primeros triunfos.
Convertido al realismo en el arte y abominando de la pintura aprendida en las escuelas, tenía por único maestro al mar valenciano, admirando fervorosamente su luminoso esplendor.
Trabajamos juntos, él en sus lienzos, yo en mi novela, teniendo enfrente el mismo modelo. Así se reanudó nuestra amistad, y fuimos hermanos, hasta que hace poco nos separó la muerte.
Era Joaquín Sorolla.
***
Vicente Blasco Ibáñez nació en la calle Jabonería Nueva (Valencia) el 29 de enero de 1867. Con solo doce años empezó a escribir. A los catorce ya tenía su primera novela. Y a los quince se marchó a Madrid escapando de su casa, con la clara intención de labrarse un porvenir. Pasó hambre y miedo; conoció a un viejo novelista llamado Manuel Fernández González y le hizo de secretario o, mejor dicho, de negro. Todo en la vida de Blasco fue rápido. Tanto como un relámpago. Seis meses después de su llegada, un policía mandado por la familia lo retuvo y mandó de vuelta a Valencia. Desde entonces creció en él un sentimiento republicano y anticlerical que le acompañaría el resto de su vida. A Blasco le hubiera gustado entrar en la Marina de guerra, pero tuvo que conformarse —como él mismo decía— con una «carrera más pacífica»: la de abogado. Se ausentó de la universidad en numerosas jornadas para ejercer la vida de joven acomodado: deambuló por la vega valenciana, se acostó a la sombra de viejas barcas mientras contemplaba el mar. En la universidad escribió un soneto en el que difamaba a todos los reyes del mundo. Le sentaron en el banquillo acusado de un delito de «lesa majestad». Al contar solo con dieciséis años decidieron absolverle. Lo cierto es que en la vida de Blasco Ibáñez las cosas se sucedían a un ritmo vertiginoso. El valenciano agotó en una sola existencia siete vidas poderosas y revolucionarias, intensas e insólitas: político, duelista, masón, novelista, viajero, periodista y guionista de Hollywood.
Blasco Ibáñez, el político
Utilizo el tomo I de las Obras completas de Vicente Blasco Ibáñez publicadas por la editorial Aguilar en Madrid el año 1961. Son 1658 páginas de un papel tan fino como el de los cigarros que el mismo Blasco solía fumar. Mi abuelo ha anotado un número cuyo significado no logro descifrar: 19.220. Al comienzo del libro hay una nota bibliográfica que recoge algunos fragmentos de la autobiografía del propio Blasco. Después del episodio del soneto antimonárquico, Blasco se vio inmerso en un agitado ambiente valenciano. Corría el año 1889 y en la ciudad había cargas de caballería, heridos y muertos. Al marqués de Cerralbo, jefe del partido clerical, se le había ocurrido izar una bandera inglesa en su casa. Así contaba Blasco su efervescencia política en aquella Valencia vibrante:
Sentía con pasión desbordadora aquellas luchas por un ideal. Es que soy un agitador, un artista enamorado de la acción, y aquellas conspiraciones novelescas me arrebatan el ánimo. Pero me fue forzoso abandonar aquel peligroso campo de acción.
Blasco huyó a París en 1890 tras haber promovido una manifestación contra Cánovas del Castillo. En el Barrio Latino se puso a leer con fruición a Zola y Balzac. Allí, influido por la tendencia del folletín, comenzó a escribir obras por entregas. De ahí resultó Historia de la revolución española en el siglo XIX y La araña negra, una novela «muy popular, por cierto que muy mala» —según el propio Blasco—, inspirada en El judío errante de Eugène Sue. Es una de las novelas juveniles —la escribió con veinticinco años— más conocidas del valenciano y tiene un ánimo claramente antijesuita: «El mundo está en peligro: la libertad y el progreso serán palabras vanas que representarán cosas inestables mientras siga en pie esa sombría institución». No fueron pocas las críticas que recibió por esta novela anticlerical protagonizada por unos sacerdotes jesuitas que son retratados como seres infames, perversos y ambiciosos.
Vivió como un animal político toda su vida e hizo del republicanismo su gran bandera. Su vehemencia política le hizo entrar en la cárcel más de treinta veces. Una de ellas fue en Sabadell, el lugar al que Pi y Margall le había enviado como candidato a la Diputación. Mientras paseaba por las calles de Barcelona, Blasco fue confundido con un anarquista francés por sus largos cabellos. En aquel momento se vivía en Barcelona una cierta psicosis antianarquista. Apenas unos meses antes un activista había lanzado una bomba en el teatro del Liceu. Se trataba de Santiago Salvador Franch, un anarquista que había acudido el 7 de noviembre de 1893 a ver el Guillermo Tell de Rossini. En la platea había algunas personalidades como Pío Baroja. Desde el quinto piso y durante el segundo acto apareció por la barandilla y lanzó dos bombas. Veinte personas murieron en aquel atentado.
La siguiente peripecia política de Blasco fue en el año 1895 cuando, con ocasión de la guerra de Cuba, promovió en Valencia todo tipo de manifestaciones contra el Gobierno. La ciudad se declaró en «estado de sitio» y Blasco volvió a huir. Antes de llegar a Roma —ciudad a la que escapó disfrazado de marinero y donde escribió En el país del arte— se escondió en una tienda de vinos de El Grao de Valencia donde vivía otro republicano con su madre. Allí, para matar el tiempo, escribió durante cuatro días un relato corto llamado Venganza moruna y cuyo desarrollo posterior se acabaría convirtiendo en La barraca, uno de los títulos más conocidos del autor que, sin embargo, vendió más bien poco.
Tras su estancia italiana volvió a Valencia y se vio envuelto en una nueva reyerta. Unos tipos republicanos se lanzaron a la huerta a robar algunos alimentos. La Guardia Civil los intentó detener y comenzó un tiroteo. El fiscal del caso afirmó que «en Valencia no se movía ni una hoja sin que Blasco Ibáñez lo mandase», así que por orden del general comandante del tercer Cuerpo de Ejército le encarcelaron de nuevo. Así escribía Blasco aquella literaria escena:
Dicha escena tuvo una teatralidad que no olvidaré nunca. Después de un larguísimo debate, me fue leída la sentencia, por la noche, en medio del patio, entre bayonetas y a la luz de un candil. Se había rebajado la pena a cuatro años de presidio, de los que pasé catorce meses encerrado en uno de los dos penales que tenía entonces Valencia, un convento viejo, situado en el centro de la ciudad y con capacidad para trescientos penados, si bien estaban más de mil. (…) Todos me trataban con el mayor respeto, y a uno sentenciado a muerte, le facilité la evasión.
Blasco-Danton, el masón
Cuando solo tenía veinte años, Blasco Ibáñez ingresó en un movimiento conocido como «masonería» o «francmasonería», una institución que data de finales del siglo XVII y principios del XVIII y cuyo objetivo no era otro que buscar la verdad de la existencia con un carácter fraternal e iniciático en los que dominaban los significados filantrópicos, simbólicos, filosóficos, jerárquicos y discretos —por no decir secretos—. Blasco adoptó el nombre de Danton, en homenaje al abogado y político francés Georges-Jacques Danton, que jugó un papel decisivo en la Revolución francesa. Entró en la Logia Acacia número 25 de Valencia. Allí ocupó el atril de orador, un cargo fundamental que requería unas extraordinarias dotes oratorias y un conocimiento muy minucioso de las leyes masónicas. Solo él podía, por ejemplo, suspender una reunión.
El profesor de la Universidad de Valencia, Luís M. Lázaro Lorente, escribió un artículo titulado «Blasco Ibáñez: Masonería, librepensamiento, republicanismo y educación» en el que analiza el origen de la masonería en Valencia, vinculada a un profundo anticlericalismo. Así recoge el Boletín Oficial del Arzobispado de Valencia una carta pastoral dedicada a los maestros de instrucción primaria de su diócesis en el año 1913:
La masonería es, pues, hijos amadísimos, el gran enemigo de la educación religiosa, y es difícil tomarse idea completa de su influencia fuertísima y de su radio de acción en las cuestiones de enseñanza.
Según el artículo de Lázaro, un ejemplo de la «imbricación entre republicanismo y masonería nos lo ofrece el propio líder carismático local de esa tendencia política a través de un escrito poco conocido, en el que de manera genérica aborda el problema de la educación, en un contexto de crítica generalizada a la hegemonía social del clericalismo». Poco más de un mes después de conseguir su licenciatura de Derecho y en mitad de una ceremonia de adopción masónica en Valencia, el hermano Blasco-Danton pronuncia un discurso en el que pone el foco en la mujer y el niño como dos ejes básicos sobre los que «se articula la defensa y la consolidación de una idea»:
Las ideas más trascendentales, las doctrinas que comúnmente conmueven más a la humanidad, encuentran su más fiel propagandista en la mujer, y por esto mismo el obscurantismo procura conquistarla para hacerla instrumento de sus planes.
Para Blasco-Danton el problema fundamental era que los elementos dinamizadores de un progreso social se encontraban en manos del «bárbaro ultramontanismo», es decir, en manos de un integrismo católico, según el cual, el orden eclesial, social e histórico debía estar sometido a la autoridad del papa de Roma y articularse según una jerarquía de orden divino. Ante este hecho, el catolicismo integral poseía dos medios privilegiados en los que ejercer su malvada influencia sobre la mujer y el niño: el confesionario y el colegio, respectivamente. De este modo analiza Blasco-Danton la relación de una Iglesia que hace apología de la tiranía y el obscurantismo, así como condenan la libertad, la luz y la ciencia:
(…) Los hijos de la luz trabajamos completamente solos, y la mujer, ese ser cuyas cadenas hemos roto y a la cual elevaremos a la categoría que le corresponde, nos maldice llena de horror, y el niño, cuyo cerebro pretendemos envolver en los fulgores de la luminosa antorcha de la ciencia, nos contempla lleno de miedo como si fuéramos seres malvados y sobrenaturales.
El propio Blasco tuvo cuatro hijos, fruto de su matrimonio con María Blasco del Cacho, a los que puso nombres tan rotundos como el futuro que deseaba para ellos: Mario, Libertad, Julio César y Sigfrido.
Blasco, el duelista
Blasco Ibáñez tuvo, al menos, un par de duelos fascinantes a lo largo de su vida. De los dos salió indemne. Los duelos tenían unas reglas muy específicas: cada duelista podía elegir el tipo de armas con el que retarse y a un testigo —llamado «padrino»— que debía asegurar la legalidad de los contrincantes y el cumplimiento de las normas. Los duelos estaban propiciados por alguna rivalidad grupal o, más habitualmente, por la mancha en el honor de alguien querido.
El primero de los duelos fue registrado por el diario Las Provincias en el año 1900 y se reflejaba así:
Blasco Ibáñez se ha retado a duelo con Fernández Arias, director del diario La Correspondencia Militar, por varios artículos muy ofensivos hacia Blasco. Se batieron en una quinta próxima a Madrid. El encuentro fue a pistola, y quedó Blasco levemente herido en un muslo. Esto produjo gran excitación entre sus parciales y un numeroso grupo acudió a la redacción del diario lanzando gritos y pedradas. Fernández abandonó la dirección del periódico.
El segundo de los duelos fue todavía más espectacular. En el año 1904, Blasco era diputado y en uno de sus incendiarios discursos parlamentarios arremetió contra las fuerzas del orden por haber sido zarandeando en una manifestación, y llamó «teniencillo» a uno de los allí congregados. Le retaron a duelo y solo le quedaron dos opciones si quería mantener su honor intacto: o bien retractarse públicamente, o bien batirse en duelo. Eligió esta segunda opción y se enfrentó al teniente Alestuei, un tirador certero. Se citaron en una finca con sus respectivos padrinos. Se situaron en un lugar amplio y despejado; se dieron la espalda y tras dar veinticinco pasos que fueron anunciando con solemne ritmo, se dispararon. En el primer tiro ambos fallaron. En el segundo, sin embargo, Blasco cayó al suelo con violencia. No reaccionaba. Cuando los padrinos se acercaron para certificar su muerte comprobaron no solo que estaba vivo, también que la bala había golpeado en la hebilla del cinturón y se había quedado ligada al cuero. Es cierto que las reglas dejaban bien claro que estaba prohibido llevar cinturón, pero como el padrino del teniente Alestuei no se percató, no hubo nada que hacer. Blasco salió de allí vivo y con honor.
Blasco, el novelista
Nunca Blasco Ibáñez ha sido considerado un gran escritor, un excelso literato. En el año 1998 se celebró en Valencia el Congreso Internacional «Vicente Blasco Ibáñez 1898-1998: la vuelta al mundo de un novelista». Allí, entre muchos invitados, se encontraban dos escritores esencialmente realistas que reflexionaron a propósito de la obra literaria de Blasco. Eran Almudena Grandes y Rafael Chirbes. La primera afirmó que Blasco Ibáñez siempre le había caído muy simpático y que, en verdad, «la gran novela de Blasco fue su vida». La escritora comenzó a leer sus libros al mismo tiempo que los de Pérez Galdós. La biblioteca de su abuelo —como la del mío— contenía hermosos tesoros a los que ella tenía acceso durante la época estival. Contaba Grandes en aquella mesa redonda que existían tres razones fundamentales por las que Blasco era un escritor olvidado. La primera era extranarrativa: Blasco escribía a «golpe de agitación». Dicho de otro modo: Blasco era un narrador poderoso pero algo descuidado. La segunda de las razones tenía que ver con esa cualidad de escritor personaje que se debatía constantemente entre la pugna de vivir o la pulsión de escribir. La tercera es que era un escritor «conflictivo e injustamente tratado por la opinión pública»; Blasco vendía mucho y Valle-Inclán nada; Valle era el buen escritor, Blasco el malo. Cuentan que Valle-Inclán, cuando supo la noticia de la muerte del escritor valenciano en el sur de Francia, profirió: «Pura publicidad»
Rafael Chirbes, por su parte, afirmó que la primera vez que leyó a Blasco tenía nueve años. La escena con la que se estrenó era una de Arroz y tartana, cuando se describe el mercado en vísperas de la Navidad. Contaba Chirbes en aquella ocasión que lo que más le interesa de Blasco es cómo reflejaba «un mundo popular que habla en valenciano y lo hace en castellano». Para el autor de Crematorio, «el mejor Blasco era el que quería contar dos mundos entre los que se forma un puente y él mismo se siente el puente». Había solo una cosa que a Chirbes le disgustaba de su obra o, mejor dicho, que no le parecía moderna: la ausencia del yo, del punto de vista. Tal vez la influencia notable de Balzac y su narrativa panorámica le restara algo de modernidad.
Tanto Chirbes como Grandes convenían que el mejor novelista era el de las novelas valencianas: Arroz y tartana, La Barraca, Cañas y barro, Flor de mayo o Entre naranjos. Ahí desplegaba Blasco toda su capacidad de observación, el gusto por el detalle y la aptitud para perfilar personajes y atmósferas del comercio valenciano, de la huerta, de los pescadores. Era habitual que para documentarse Blasco acudiera a la playa de la Malvarrosa, donde posteriormente coincidiría con Sorolla. Fue, de hecho, en el estudio del pintor, en 1905, cuando conoció a Elena Ortúzar, Chita. Ella llevaba un vestido blanco de noche y una capa roja. Esta chilena, esposa del agregado cultural de la embajada, enamoró instantáneamente a Blasco, que seguía casado con María Blasco pero cuyo distanciamiento propició este nuevo amor que nadie comprendía: una mujer ferviente católica, adinerada y afecta a los lujos; un hombre ateo y anticlerical, republicano y cercano al pueblo. Ambos vivieron esta relación mientras estaban casados y Blasco publicó un libro titulado La voluntad de vivir, que narra el amor pasional de una bella sudamericana adúltera y caprichosa con un sabio español que había sido diputado. La mujer aflige tanto al hombre que lo conduce hasta el suicidio. Cuando Chita leyó el borrador de la novela suplicó al escritor que parara la edición un día antes de su publicación; él, con sus habituales gestos excesivos, quemó la edición entera delante de su casa familiar en la Malvarrosa, formando una enorme hoguera que simbolizaba la magnitud de su amor. Afortunadamente, se salvaron algunos ejemplares y la pareja se reconcilió. Eso sí, hasta 1917, año en el que Chita enviudó, Blasco no se separó totalmente de su mujer. Fue entonces cuando ambos se fueron a vivir a su lujosa villa Fontana Rosa de Menton, en la Costa Azul francesa.
Hasta allí fue a visitarle al final de sus días el escritor catalán Josep Pla y le dedicó uno de sus míticos Homenots:
Era un hombre absolutamente rodeado de gloria, no de una gloria académica, sino popular, dilatada. Era rico, ruidoso, importante, y su nombre volaba de un continente a otro. Un hombre fabuloso, desorbitado.
Arturo Barea, por su parte, le dedicó unas hermosas palabras en su obra más conocida, La forja de un rebelde:
Hay un escritor valenciano, que se llama Blasco Ibáñez, que ha hecho todos estos libros. Un día dijo que en España no se leía porque la gente no tenía bastante dinero para comprar libros. Entonces dijo: yo voy a dar a leer a los españoles, y en la calle de Mesonero Romanos puso una tienda y empezó a hacer libros. Pero no los libros de él, sino los libros mejores que se encuentran en el mundo. Y todos valen, nuevos, treinta y cinco céntimos. La gente los compra a millares, y cuando los ha leído los vende a los puestos de libros viejos y allí los compramos los chicos y los pobres. Así yo he leído a Dickens y a Tolstói, a Dostoievski, a Dumas, a Victor Hugo, a muchos otros.
Pero no todos aceptaron su desmedida personalidad. En uno de los artículos que Andrés Trapiello dedicó a la generación del 98 en el periódico La Vanguardia se afirmaba que «se le consideró burdo, demagogo, y les molestó su personalidad sanguínea». Pero ¿cómo iban a perdonar a un colega que había vendido dos millones de ejemplares con una única novela?
Si hay que elegir un perfil de Blasco Ibáñez certero y jocoso es el que escribió su paisano Manuel Vicent en su libro Los últimos mohicanos bajo el título «El exceso como unidad de medida»:
Llevaba el cuello de la camisa vuelto por fuera a lo Byron, pero, lejos de la cojera romántica y el elegante diseño óseo del poeta inglés, el nuestro era un escritor despechugado en todos los sentidos, apaisado y sensual, que se movió siempre entre la convulsión de la política, la torrentera del periodismo de combate, el éxito literario a granel y los placeres del moro valenciano en chaqueta de pijama coronado por el cuerno de la abundancia.
Blasco y el periodismo
Blasco entendió siempre el periodismo como una herramienta para impactar en la política. El periodismo le llevaría además a la literatura por la vía más directa: la pasión por contar historias. El periodismo que practicó Blasco fue enormemente reivindicativo, sin embargo, estaba muy alejado de los actuales cánones de pluralidad e independencia. Su proyecto periodístico sería hoy tildado de populista y de enardecer a las masas.
Con solo veintitrés años funda, junto a Miquel Senent y Remigio Herrero, el semanario La Bandera Federal, un periódico de ideología republicana y federal. Allí empezaría a combatir a la Iglesia y la opulencia que la caracterizaba ya en 1892, cuando entra un nuevo arzobispo en la ciudad. El 12 de noviembre de 1894 fundaría El Pueblo, el periódico que le daría mayor relevancia, una suerte de relámpago que empezaba a iluminar un panorama, hasta entonces, dominado por un periodismo clásico y rancio. En él invirtió toda la herencia que recibió de sus padres Gaspar y Ramona, propietarios de una tienda de ultramarinos y comestibles que levantaron con la misma humildad con la que lo hicieron los zapateros, tenderos y drogueros con los que compartían calle. Con El Pueblo, Blasco competiría con los grandes diarios valencianos —El Mercantil Valenciano y Las Provincias— y se ocuparía de que la mejor prosa estuviera al servicio de los ideales políticos que defendía, es decir, para propagar su republicanismo y para criticar algunas decisiones políticas. Buena prueba de ello es la campaña que realizó en el levantamiento de Cuba con un artículo titulado «¡O van todos, ricos y pobres, o nadie!» el 11 de octubre de 1895:
Terrible es para España la guerra que sostiene en Cuba; sacrificios sobrehumanos y torrentes de sangre nos cuesta el mantener la bandera nacional en aquella isla; verdadera Barataria, a la que han ido a enriquecerse todos los Sanchos más o menos maliciosos de la restauración; pero tras tantas desdichas, también se ocultan magníficos negocios, y cabe decir imitando al latino:
¿A quién aprovecha la guerra de Cuba?
Aprovecha a los bolsistas sin conciencia, que, partidarios fanáticos de la baja, esperan con ansiedad un cataclismo nacional y hacen votos para que nuestros soldados perezcan en espantosa derrota y sean macheteados a miles para poder ellos pescar millones en el pánico que tales hecatombes producen en la Bolsa.
Estas piezas provocaron motines en la calle y su posterior ingreso en prisión durante un año. Pero todavía más: hubo una época en la que los periodistas se enfrentaban a brazo partido por realizar su oficio del modo que mejor supieron. Blasco fue víctima de un atentado perpetrado por los sorianistas y de un disparo en la pierna que efectuó un redactor del diario de la competencia en aquel duelo legendario. En una ocasión el escritor afirmó con sorna: «Los artículos de mi periódico me hicieron ir a la cárcel más de treinta veces. Un correligionario me había construido una cama de campaña en la que dormía allí. En la cárcel había una celda que consideraban, y consideraba yo, como la prolongación de mi casa». El Pueblo cerró en 1904. Blasco se cansó del periodismo, se desilusionó del oficio por un tiempo y vendió la cabecera a su amigo, el también periodista Félix Azzati.
El periodismo volvió a su vida con gran potencia en 1914, cuando se marchó a París después de una aventura colonizadora en Argentina. Aquel verano de 1914 le pilla en París y aprovecha la oportunidad para convertirse en corresponsal de guerra. Empieza a escribir artículos que tenían un componente social y político pero también antropológico o historicista. Apenas dotaba al relato de épica, solo le interesaba subrayar el dolor y la destrucción.
Nunca se han visto chocar y morir tantos hombres juntos en un terreno de operaciones tan vasto. La mitad aproximadamente del género humano está en guerra en estos momentos directa o indirectamente. De los 1700 millones de seres que constituyen la población del globo, 854 millones (entre metrópolis y colonias) se odian y gastan su dinero para exterminarse. ¿Cuándo se conoció esto en la historia?
Estas crónicas quedarían compiladas en los nueve tomos que componen la Crónica de la Guerra Europea de 1914, un libro que analiza minuciosamente el conflicto atendiendo al contexto en el que se inscribía y a los agentes que lo protagonizaron. Tan populares se hicieron que el presidente de la República francesa, Raymond Poincaré, le pidió que escribiera una novela basada en esas crónicas bélicas para levantar el ánimo de las tropas del frente aliado. Así surgió Los cuatro jinetes del Apocalipsis, su obra magna. Blasco siguió en su faceta de cronista internacional y llegó a escribir sobre la Revolución mexicana de Zapata en The New York Times. Allí llegó a comparar a los Estados Unidos «con un hombre que pasa por una tienda y solo se fija en el escaparate». Los americanos, por cierto, le adoraban.
Blasco: guionista de Hollywood
Blasco Ibáñez se inventó los best sellers y Hollywood catapultó la fama del valenciano. Llegó a vender más de dos millones de ejemplares del libro Los cuatro jinetes del apocalipsis (1916). En 1921, solo la Biblia le superaba en ventas. En 1924, la revista neoyorquina International Book Review ofreció el resultado de una votación que realizó entre sus lectores donde preguntaba cuáles eran los diez escritores más célebres del siglo XX. Blasco Ibáñez ocupó la segunda posición a solo noventa votos de H. G. Wells. Durante nueve meses protagonizó un tour literario por todo Estados Unidos. Impartió conferencias en universidades, teatros, iglesias, cines, logias masónicas… Empezó a colaborar en decenas de periódicos y la Universidad George Washington le nombró doctor honoris causa con más de seis mil personas entre el público que quisieron presenciar el acto. Se hizo inmensamente rico. Y todo estuvo provocado por una serie de libros que escribió de forma compulsiva, casi gimnástica.
Cinco fueron las adaptaciones fílmicas que le hicieron un icono mundial. La primera de ellas, Los cuatro jinetes del apocalipsis, fue llevada al cine en 1921 por Rex Ingram y estuvo protagonizada por Rodolfo Valentino, la gran estrella del cine mudo. La película recreaba lo sucedido un par de años antes en la Primera Guerra Mundial cuando dos familias, pertenecientes a los dos bandos del conflicto —la Triple Entente y las Potencias Centrales— se enfrentaron. La película rescata, quizás con más fortuna que la novela, esa sensualidad vital que desplegaba Blasco en su literatura. En 1962, el film sería adaptado nuevamente por Vincent Minnelli, con Glenn Ford de protagonista y cambiando el escenario al de la Segunda Guerra Mundial.
En 1922 llegó Sangre y arena, dirigida por Fred Niblo y, nuevamente, protagonizada por Rodolfo Valentino, que encarnaba a un torero casado con un mujer pero enamorado de otra (Lila Lee y Nita Naldi eran las coprotagonistas). La película mostraba todos los tópicos españoles que existían en torno a esta saga taurina: la plaza, las peinetas, el mantón de Manila, las llamas, el toro, la mantilla…
En 1926 llegó The Torrent, la adaptación de Monta Bell de Entre naranjos, una de sus novelas valencianas. Fue la película en la que debutó Greta Garbo en el mundo del cine. Ella interpretaba a Leonora, una campesina que se enamoraba del hijo del terrateniente. Tras ser despedida, se marcha a París y allí acaba siendo una diva de la ópera. Ese mismo año, de nuevo Rex Ingram adaptó Mare Nostrum, una novela que Blasco Ibáñez inició con una de las sentencias más enigmáticas de su obra: «Sus primeros amores fueron con una emperatriz. Él tenía diez años y la emperatriz seiscientos». Esta película estaba protagonizada por Antonio Moreno, galán de la época muda. En el año 1948 se adaptó de nuevo; fue dirigida por Rafael Gil y protagonizada por María Félix, Fernando Rey y Guillermo Marín. Esta obra de Blasco constituye su particular homenaje al mar Mediterráneo, uno de sus escenarios predilectos. Mare Nostrum tiene al capitán Ulises Ferragut como protagonista, un marino valenciano que se hace inmensamente rico y se enamora de una emperatriz griega.
En el año 1941 Sangre y arena fue adaptada de nuevo por Rouben Mamoulian con Tyrone Power, Rita Hayworth y Linda Darnell como trío de protagonistas. Este film, que para Blasco era «la epopeya de los humildes», acabó de apuntalar su éxito, convirtiéndolo en un hombre absolutamente rico. En algunas de sus cartas, Blasco Ibáñez hablaba del cine como un «negocio seguro», que «tiene la ventaja de ser muy rápido y al contado». Había otra virtud que el cine proporcionaba a Blasco y que, de algún modo, incidía en su egotismo. En una carta que envió a Martínez de la Riva escribió: «Puede uno, gracias al Cinematógrafo, ser aplaudido en la misma noche en todas las regiones del globo… esto es tentador y conseguirlo representaría la conquista más enorme y victoriosa que puede coronar una existencia».
Blasco, el viajero
Como buen cosmopolita, Blasco conservó siempre una gran vocación viajera. Su afán de ver mundo es consustancial a su capacidad para devorar libros de viajes, épicos y románticos. De esa pulsión por contar historias nacerá un tipo de escritura prolija e incandescente. Blasco viajó mucho a lo largo de su vida, pero se pueden acotar en tres los periodos más viajeros de su existencia.
El primero de ellos ya lo hemos citado al comienzo: en 1895, con solo veintiocho años, el escritor huyó de Valencia por motivos políticos y se marchó a Roma, donde escribiría En el país del arte. La mirada propia y el carácter divulgativo de algunas de sus entradas mientras paseaba por Génova, Milán, Turín, Pisa, Vaticano, Nápoles, Pompeya, Asís, Florencia o Venecia anticipaban ya una poética muy propia del viaje.
El segundo de esos periodos viajeros comenzó en 1901 cuando le invitaron a Buenos Aires a impartir unas conferencias. En aquella época, los escritores llenaban teatros para ser escuchados. En el muelle de la ciudad argentina le recibieron miles de personas que le acompañaron hasta la plaza de Mayo donde estaba ubicado su hotel: un Ritz, naturalmente. Se pasó nueve meses dando conferencias por Argentina, Paraguay y Chile. Nueve años después volvió a Argentina y allí decidió fundar dos colonias. Contrató a arroceros de Sueca, a huertanos y agricultores y los llevó a la recién fundada colonia Cervantes, muy cercana al río Negro. Quiso abrir acequias de riegos y fabricar barracas. El plan no salió muy bien, ya que el clima de la Patagonia marcaba dieciocho grados bajo cero en su invierno más crudo. Por si fuera poco, en el otro extremo del país, casi en la frontera con Paraguay, fundó otra nueva colonia llamada Nueva Valencia. ¿La razón? Él mismo la ofrecía: «El ensueño de hacerme millonario, la perspectiva de mandar en un ejército de trabajadores, de crear lugares habitables en el desierto…». La ignorancia y un cierto delirio de grandeza le jugaron malas pasadas. En 1914 y tras casi cinco años de aventura colonizadora, el cansancio de los trabajadores, la presión de los bancos y la evidente lógica derrumbaron el sueño de Blasco. Tras cinco años sin escribir una sola línea, se marchó de Argentina llamando «imbéciles» a sus ciudadanos.
El tercer y último periodo coincidió con la parte final de su vida. Se trata, sin duda, de su viaje más fascinante: la vuelta al mundo que quedó registrada en los tres volúmenes que componen La vuelta al mundo de un novelista, una obra que se publicó en 1924. En los seis meses que estuvo a bordo del buque Franconia visitó Estados Unidos, Cuba, Panamá, Hawái, Japón, Corea, Manchuria, China, Macao, Hong Kong, Filipinas, Java, Singapur, Birmania, Calcuta, India, Ceilán, Sudán, Nubia y Egipto. Este crucero nada podía envidiar a los actuales: tenía piscina, los mejores restaurantes, habitaciones lujosas y hasta una pista de squash.
En esa vuelta al mundo que disfrutó con Chita, Blasco fijaba su mirada —corrosiva y mordaz— en dos asuntos a los que recurría con cierta frecuencia: la gastronomía y las mujeres. Aquí dos ejemplos:
En Hawái la mujer se ha considerado siempre superior al hombre, tal vez porque, en los pasados tiempos de comunismo amoroso y voluptuosidad libre, se vio muy solicitada y pudo escoger y mandar.
Por amor a lo pintoresco y lo exótico, no diré la mentira enorme de que me parece agradable la cocina japonesa. Además, a los pocos segundos de estar sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, empiezo a sentir los dolores de un lento y creciente suplicio. Colocan delante de cada uno de nosotros una mesita que es, en realidad, un pequeño banco y apenas si levanta dos palmos del suelo.
A su vuelta se quedó en su villa de Fontana Rosa en la Costa Azul, delante del mar Mediterráneo que tanto amaba. Allí se dedicó a escribir, a cultivar su jardín, a disfrutar de su riqueza. También a esperar la muerte, que llegó la madrugada del 28 al 29 de enero de 1928, apenas unas horas antes de cumplir sesenta y un años. Una neumonía agravó su estado de salud y murió en una habitación de su villa, rodeado por su mujer —Elena Ortúzar—, sus hijos —Sigfrido y Mario—, su amigo y director de la editorial Prometeo —Fernando Llorca— y su fiel secretario.
Todavía realizaría Blasco un último viaje. Esta vez ya sin vida. El que le llevó de Menton a Valencia en 1933 cuando, proclamada la Segunda República Española, sus restos regresaron en el buque de la Armada española, el acorazado Jaime I. Así lo dejó escrito el propio Blasco: «Quiero descansar en el más modesto cementerio valenciano, junto al mare nostrum, que llenó de ideal mi espíritu; quiero que mi cuerpo se confunda con esta tierra de Valencia, que es el amor de todos mis amores».
En el puerto de Valencia fue recibido por trescientas mil personas, entre ellas, el presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora; el del Consejo de Ministros, Alejandro Lerroux y el de la Generalitat catalana, Francesc Macià. El artista valenciano Mariano Benlliure le diseñó un hermoso sarcófago. Todo cambió en 1936 con el estallido de la Guerra Civil. Los restos de Blasco fueron trasladados a un nicho provisional en el cementerio municipal de Valencia por miedo a que el cuerpo fuera profanado. Ahí sigue todavía hoy, en el nicho 93 de la sección 3.ª del cementerio civil de Valencia, protegido por una lápida gris oscuro en la que solo sobresale su nombre con letras blancas. Un lugar ciertamente anodino para la magnanimidad de su vida.
***
He tenido la fortuna de leer a Vicente Blasco Ibáñez gracias al legado secreto de mi abuelo. Conocí durante poco tiempo a José García Roda, pero estoy unida a él a través de los libros que hemos ido compartiendo durante algunos años. Todos encierran historias que van más allá de lo que cuentan. Esta de Blasco Ibáñez es solo una de ellas.
Es curioso el modo en el que la literatura nos elige. Pepe lleva más de veinte años muerto y sigue siendo el tipo que mejores libros me recomienda.
Antes de devolver los libros a su lugar, le muestro a mi abuela ese número enigmático —19.220— que Pepe escribió en la primera página del tomo I de las Obras completas de Blasco. Ella se pone las gafas, se queda pensando y dice: «Ah, sí, eran las pesetas que nos quedaban en el banco cuando los compró. Ni siquiera en nuestros peores momentos económicos dejó de comprar libros».
Teniendo en cuenta que, como todo gran autor, su creación seguirá haciendo felices a generaciones futuras con su lectura, -debería ser más homenajeado y difundido-, y aun siendo como soy un perfecto indiferente sobre el lugar y la forma de sepultura de cada ser humano, incluida la mía, pienso que la del escritor valenciano es, en cuanto a tamaño y, sobre todo, a merecimiento, inversamente proporcional, -basándome, insisto, en su vida y su obra-, a la de otros seres humanos que, únicamente, vivieron para pensar en cuál era el mejor modo de mantener su poder absoluto ordenando la muerte de otros seres humanos como él.
No, la civilización no tiene remedio.
Un artículo extraordinario de principio a fin.
Felicidades
Mil gracias, Agustín. Un beso grande.
Muchísimas gracias por la divulgación de parte de la vida de un gran escritor. No obstante los llamara «imbéciles», los bonaerenses del partido de Adrogué le dedicaron una calle, que en su linear trayecto, a cierto punto se cruza con XX de Septiembre, toponimia que refleja los ánimos políticos y humanistas del siglo XIX: el día en el cual se logró, después de furibundos combates entre garibaldinos y la guardia suiza, la brecha de la Puerta Pia en las murallas del Vaticano, por supuesto con tanto de indignación del papa de aquellos tiempos, quien se encerró en sus habitaciones como un niño caprichoso y no se hizo ver por bastante tiempo. Talvez esperaba un milagro, pero los tiempos estaban cambiando.
Lo digo como heredero de los libros de mi abuelo, o mejor de mi yayo, como lector, como viajero-viajante-turista y como valenciano…extraordinario artículo. Gracias.
Para mi gusto Blasco es uno de los mejores narradores en castellano de todos los tiempos, pero ¡ay! tenía una ideología muy marcada, como refleja perfectamente el artículo. Esto ha influido sin duda en su posterior valoración literaria, habiendo sido excluido injustamente de entre los «grandes» de la llamada generación del 98. Nunca se le perdonó su radicalismo antimonárquico y anticlerical, ni tampoco que ganara más dinero con su obra que todos ellos juntos.
Lo de Blasco Ibañez es una desgracia incluso en Valencia… denostado por la derecha por su radicalismo y anticlericalismo y denostado por la izquierda catalanista por escribir en castellano y por su amor a España.
Solamente algunos gurpos valencianistas mantienen su recuerdo. Eso y los que nos acercamos a cualquiera de sus novelas y vemos la grandeza en su narración. Blasco es más que la Barraca o Cañas y Barro.
Pingback: Instrucciones para ordenar su biblioteca – El Sol Revista de Prensa
Hola, amigos. Qué semblanza tan bien hecha. Muchas gracias.
Fantástico artículo. Como valenciano relativamente joven-43 años-, lector compulsivo, católico practicante y considerándome de derechas, siempre he admirado a Blasco Ibáñez como persona, como político y como escritor. Siempre me ha parecido fascinante. Lo considero uno de los grandes de la literatura universal y no me cabe duda de que si hubiera sido británico, estadounidense, francés o alemán, le habrían concedido el Premio Nobel.
Vergonzoso el trato que le siguen dando los politicuchos valencianos de cualquier ideología-incomprensiblemente, o comprensiblemente, más sangrante es la actitud de la envidiosa izquierda. Supongo que un personaje tan sublime como Blasco hace que se sientan como enanos mediocres-lo que son- y por ello no cae bien.
Enhorabuena por el artículo.
Gracias por compartir el bello recuerdo de tu abuelo y también por rescatar del olvido a un personaje español. Valiosísima a mi parecer la reflexión final del nº 19220.
A seguir leyendo, que mejor nos irá.
Pingback: Vicente Blasco Ibáñez – Fabricante de best-sellers - P. A. García
Pingback: Un retrato para Sorolla - Jot Down Cultural Magazine