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Jorge Drexler: «Uno no escribe sobre lo que quiere, sino sobre lo que puede»

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Esta entrevista fue publicada originalmente en nuestra revista Jot Down Smart número 28

El Óscar está confinado tras la puerta de cristal de un aparador. Al lado de la estatuilla a la mejor canción original de 2005 se acomodan como pueden dos Grammy y un Goya: ese estante vale por toda una carrera, pero pasa desapercibido en el horror vacui de un salón de un piso señorial en pleno barrio de Chueca, en Madrid, abarrotado de instrumentos, cables, pedaleras y maletas de viaje. En la habitación luminosa, un hombre de vaqueros gastados, camiseta a juego y barba descuidada pero cuidada contesta al timbrazo de la puerta con un «voy» y corre a recibir a una señora de setenta y cinco años.

Viene a buscar una guitarra. Después de rebuscar entre las diez, doce, quince que adornan la estancia, el hombre elige una añeja Takamine y se la entrega a la señora. «¿Sabe afinarla, Felicitas?». «Sí, sí», le contesta. Y se despide de ella advirtiéndole: «Cuídela. Esa guitarra es la que me traje de Uruguay y con ella grabé ocho discos».

Jorge Drexler (Montevideo, 1964) vuelve de la puerta al centro del torbellino de cables y se deja caer en un sofá chester marrón. Ante el gesto atónito del periodista, aclara: «Es que me gusta cuidar las relaciones con los vecinos». En esta casa-estudio ultima preparativos para la gira del disco recién lanzado, Salvavidas de hielo, en el que homenajea precisamente a la guitarra: el instrumento y la voz son las únicas fuentes sonoras. Y en este estudio, también, grabó una versión de «El surco», de la legendaria artista peruana Chabuca Granda, que le ha supuesto una nueva nominación a los Grammy.

Es una tremenda alegría. Es un proyecto muy chiquito, independiente, peruano, hecho con altísima calidad musical, pero llama la atención que la nominen justo con «Despacito», Maluma o Shakira. Alguna gente piensa que solo canciones relevantes comercialmente o de su gusto personal deberían llegar hasta aquí, y yo celebro que el mundo de la música en español permita tener un espectro tan grande que en una misma categoría compitan Chabuca Granda y «Despacito».

¿Ha madurado la industria musical hispanohablante?

No sé si madurado, pero a mí me parece que todo esto le da salud. Una sociedad heterogénea es una sociedad sana, donde la gente piensa diferente, donde la Academia de la música es heterogénea. Yo me crie en una dictadura en mi época de formación como persona, como individuo. Once años, entre los nueve y los veinte. Y odio el pensamiento en bloque, el pensamiento único; me encanta la sociedad con diferentes versiones de las cosas. Me crie con esa sensación de la versión única de las cosas, fue una época jodida de mi vida, y por eso la diversidad me alegra siempre. Y es un tema muy presente en mis canciones y discos. Uno tiene sus gustos, no te voy a decir que me gusta todo, pero una sociedad es un acuerdo de coexistencia entre ciudadanos que piensan diferente y con ciertos puntos en común. Todo eso me alegra.

En tu disco nuevo hablas de eso, de empatías.

Hay una canción en que se ve muy claramente, «Movimiento», pero también «Telefonía», donde se establece un puente emocional con el pasado. La comunicación vista a través del tiempo, o «Despedir los glaciares», donde se establece un puente emocional con la naturaleza. No entiendo muy bien el disco todavía, lo estoy mirando aún, analizándolo. El proceso de escritura es un proceso subconsciente, así que cuando escribo no estoy calculando la temática. Uno no escribe sobre lo que quiere, sino sobre lo que puede.

No sigues un concepto para encerrarlo en un disco. Ni en este último.

No es conceptual en lo temático, sí de sonido, pero es a posteriori. El concepto siempre está relegado a la emoción, o en la tradición de Spinoza; la armonía entre la razón y la emoción, el llegar a la epifanía a través del conocimiento. Cuando estudiaba Medicina pensaba que la música era un acto irracional, pero me he dado cuenta de que tengo un lado racional y de que he pasado muchos años estudiando cosas de medicina que me podían servir para analizar al ser humano: la anatomía, la histología, ver cómo funciona una mitocondria, o los ribosomas de los citoplasmas, saber cómo se construyen las proteínas, a partir de un código genético, y qué tienen que ver con la memoria genética de las personas, y cómo el ser humano está hecho de la mezcla de memorias biológicas y emocionales. Todo entra en las canciones, y en este disco tienen que ver con el ser humano como especie. Empieza el disco: «Apenas nos pusimos en dos pies», y no está hablando de una anécdota de una persona, sino de la especie.

¿La medicina ayuda también a construir letras o músicas?

No exactamente, pero lo que sí puedo ver yo es si en una canción fue compuesta primero la música o la letra. Con margen de error, pero distingo la forma de aproximación.

¿Por la métrica, por la melodía?

La métrica es muy evidente, porque si es fija es probable que se haya escrito antes la letra. Como Sabina, que tiene un rigor métrico de otro tiempo, vive equivocado de siglo. Sabina pertenece al Siglo de Oro, está mucho más cercano a Quevedo que a Luis Alberto Spinetta, por ejemplo.

Para este disco usaste una liturgia de composición bastante particular.

No soy persona de muchos rituales. Siempre he tendido a creer que nada es tan fácil, que las cosas no se convocan solo juntando unas piezas. El ritual va en contra de la magia. Yo empecé escribiendo la música, y fue en Eco, con la «Milonga del moro judío», donde empecé componiendo primero la letra. Ahora hago las dos. Este disco lo escribí todo en este sofá, concretamente en este lado, en esta esquina, que si te fijas está más abollada, más usada que la otra. Y escribí el disco casi entero. Pero antes de eso hacía otra cosa. Dejaba a los niños con el coche en el colegio y ponía la radio cuando volvía a casa. Cualquier cosa que escuchaba me servía de estímulo en ese trayecto. Un fragmento de una canción, una base rítmica que sirvió de base a «Silencio», por ejemplo, de música electrónica, un fragmento de una canción nueva de Sabina, que me emocionó y de ahí salió «Pongamos que hablo de Martínez», o «Movimiento», que sale de una charla en un programa sobre movimientos migratorios.

¿Da igual el dial?

Sí, podía ser hasta Radio María [risas], porque iba haciendo zapping; lo usé como disparador asociativo. Y luego venía aquí y lo desarrollaba. A veces no salía nada.

Y te ponías a escribir… ¿a mano?

Ambas cosas; tengo un cuaderno que siempre tengo cerca, pero muchas veces también en el ordenador, y a veces grabando en el teléfono directamente. Y un detalle importante. Pasé muchos meses en el sofá, sin pasar al estudio. El estudio es como una segunda cita; primero vas al sofá y luego a la cama. Hasta que no sentí que tenía todas las canciones, no pasé al estudio, al sancta sanctorum, donde empezamos el concepto de sonido. Tenía muchas ganas de que fuese un disco de canciones, que la premisa fuese compositiva. Luego, además, encontramos un sonido, lo que me hace muy feliz, pero quería que las canciones fuesen independientes. Hicimos un disco de guitarra y voz sin que suene a guitarra y voz, porque están percutidas. Es un disco lleno de paradojas.

El propio título lo es, Salvavidas de hielo.

El hielo no dura, es paradoja temporal: flota, pero es efímero. Uno tiende a asociar a la salvación la eternidad, y en realidad la vida es efímera y no por ello pierde valor. Y un salvavidas, ya que la vida es efímera, por definición también lo es, aunque sea de corcho. Pero el título me gusta porque trata un solo elemento: agua sobre agua, guitarra sobre guitarra. Lo hicimos con mucho reposo, y si algo define el trabajo del disco y la gira es la premeditación. Hemos dado tiempo para que las cosas se decanten, y que se sepan los conciertos con tiempo: nunca salí de gira teniendo todo vendido, como tenemos ahora.

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Ya tiene cuatro teatros Gran Rex llenos. Convendría explicar lo que significa llenar ese templo de la música en Buenos Aires.

Es una locura, me asusta solo pensarlo. No hay teatros de tres mil cuatrocientas personas en España, es una dimensión de teatro que excede la habitual. El Gran Rex tiene estructura de teatro, pero es como un palacio de deportes. Y con ese público argentino, que tiene una expresividad con un grado de cariño y exceso y amor tan gigantesco. Los uruguayos somos más como del norte de España; hay mucho gallego, mucho vasco, con menos sangre italiana y sin esa autoestima que tiene Buenos Aires. Como decía Jaime Roos: «Montevideo es como Buenos Aires pero unplugged». El público es muy cariñoso, pero más sereno.

La uruguayidad frente a la argentinidad.

En la dictadura se hablaba de orientalidad, por la Banda Oriental, como se llamaba a Uruguay. Se hablaba de raza oriental, del concepto de raza. Mira que la gente es tarada, un país armado de la fusión entre migrantes europeos, africanos y algo de indígena… que hablen de raza es tremendo. ¿Sabes qué? Todo se arregla con un examen genético de los que se encargan ahora. Sale caro, pero se acaban todas las xenofobias. Con un poco de saliva te dan tu ADN. Así se acaban las tonterías, y de ahí viene esa canción, «Movimiento»; yo no soy de aquí, pero tú tampoco. Haz un mapa con las migraciones familiares y te darás cuenta de que nadie es de aquí.

Es recurrente tu viaje familiar en tu música.

Es otra paradoja, porque la identidad familiar siempre me ha atraído mucho y, al mismo tiempo, cuando la identidad se vuelve exclusión, siempre me ha horrorizado. Desde Llueve, de 1997, decía «en este mundo tan separado hay que entender de dónde se es, pero todos somos de todos lados y hay que entenderlo de una buena vez». Y me hace gracia; veinte años después me doy cuenta de que el tema aparece en otra canción. El mundo de las canciones que uno escribe se construye con una mesa llena de cuentas que no son infinitas. Uno va agarrando cuentas para hacer diferentes collares, pero las de la base son muy parecidas.

Por ejemplo, con la identidad.

La tengo muy presente. En una época pensé que era mi lado judío, la pregunta que se hacen los errantes, de dónde soy, de dónde vengo.

¿De dónde eres?

Me encanta la definición de Pessoa: «Mi patria es la lengua». Él hablaba del portugués, que, aunque no es mi lengua, también es mi patria. Me siento muy cómodo en ella, aunque nunca la estudié. Yo me siento en casa realmente en gran parte del territorio iberoamericano, incluyendo parte de Estados Unidos. Pero eso es provisional, aspiro a sentirme en casa en más sitios. La perspectiva es la vacuna para un montón de estupideces.

¿Tomaste perspectiva de tu país al irte?

Crecí en una casa que relativizaba mucho las identidades. Mis padres tenían orígenes diferentes y mi padre dentro de sí mismo tenía ya dos identidades: superuruguayo, pero a la vez alemán, porque nació en Berlín. Y muy judío, pero de Peñarol a morir, muy uruguayo…

¿Qué música escuchaba tu padre con ese cruce?

Muy variado: Zitarrosa y Viglietti, pero Bach, Monteverdi, Schumann, Comedian Harmonists, lo berlinés de entreguerras, los Beatles, jazz.

Y sin embargo es una vecina, una Felicitas uruguaya, la que te abre a la música.

Por eso mantengo buena relación musical con la vecindad [risas]. Sí, fue María Elena Abella, que era más casi una abuela adoptiva que una vecina. Mis padres hacían muchas guardias, eran médicos los dos y ella nos acogía. Me acuerdo mucho de su casa, tenía un piano con un Guernica encima. Y además tenía una hija tupamara que estaba presa en aquellos años de dictadura, así que ella también necesitaba el afecto de unos niños, que éramos mis hermanos y yo. Ella me sentó frente al piano y le dijo a mi madre: «A Jorge le gusta el piano; toca y canta y repite la melodía. Creo que debería estudiar». Yo tenía cinco años. Y así empecé.

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Pero luego estudiaste Medicina.

Sí. Soy una persona de desarrollo personal lento. Tardo mucho en darme cuenta de lo que quiero realmente.

Una vocación reposada.

Sí, es que yo también vivía en un mundo muy cerrado. La primera vez que toqué con la mano una batería tenía ya trece o catorce años. Dije: ¿qué es esto? Nunca había estado en contacto con un instrumento de ese tipo. Mis hijos ya lo están desde que tienen menos de un año. Con esa edad, íbamos a los ensayos de la banda de un amigo y todavía recuerdo, y me estremezco, pasar las dos noches anteriores sin dormir sabiendo que iba a estar sentado en el suelo entre una guitarra, un bajo, una batería y al lado de una chica guapísima. Yo no tenía cultura sobre la música, tenía más sobre medicina.

En casa había mucha literatura y música, pero no como método de subsistencia o como profesión. No había intelectuales humanísticos. Fui optando en secundaria por opciones orientadas a la biología, y cuando quise ver me había metido en un embudo y ya estaba estudiando Medicina en la facultad.

Pero nunca dejaste de tocar.

Solo un año dejé de estudiar música. Me di cuenta de que era importantísima para mí y la combiné para siempre con la medicina. Tenía muy poco: iba por la mañana a la facultad, por la tarde a la clínica y por la noche al estudio de grabación, que eran las horas baratas que me dejaban. Mis primeros dos discos los hice ejerciendo de médico.

¿Te los pagó la medicina?

Sí, sí, el primero lo pagué con las prácticas, aún no estaba licenciado, y el segundo poniendo inyecciones a domicilio.

Es esa la época de la foto definitoria en tu vida, la que ilustra el vídeo de «Pongamos que hablo de Martínez». En ella está Sabina contigo…

Conmigo y con mi guitarra, ¡que es la que se llevó hoy Felicitas! [risas].

… Y también está Eduardo Darnauchans, referente de la música en Uruguay pero que no se conoce en España.

Darnauchans era un compositor único, una delicadeza y erudición que combinaba desde chanson française hasta canciones sefardíes, mezclado con Dylan. Y todo eso sin haber tocado fuera de Uruguay. Creo que ni siquiera salió de Uruguay, de hecho. Darnauchans se había hecho amigo de Sabina y cuando este iba a Montevideo se iban de copas, que es lo que están haciendo en esa foto de la canción, sacada en Lobizon, un boliche de Montevideo. Para mí era un héroe. Yo tocaba sus canciones y era un referente, y de hecho ahí estoy nervioso por los dos, en realidad.

En aquella época no eras conocido ni en Montevideo.

¡No me conocía nadie! Aquellos años yo solía tocar en un boliche llamado Amarcord en el que cabían cuarenta personas. Ese era mi público, imagínate. Para que te hagas una idea: mi primer disco solo se editó en casete, porque no había presupuesto para CD y vinilos ya no se hacían. Vendí treinta y tres copias. Y cuando lo conté en una entrevista en Venezuela, me dijeron: «Bueno, treinta y tres mil para un país como Uruguay no está mal». Pero no. Eran treinta y tres, y a treinta y uno de los compradores los conocía. Pero al menos había dos a los que no.

Te cambió la vida Sabina, al que teloneaste en el Teatro de Verano de Montevideo.

Fue el 10 de diciembre de 1994. Al terminar de tocar, mis músicos se fueron y yo me quedé a ver a Sabina. No lo conocía mucho, no me había gustado mucho lo que había escuchado, pero no por culpa de él, sino por mi lentitud. Mira, tampoco me gustaba Leonard Cohen, que me ponía mi padre: estaba centrado en lo musical aquella época; yo era músico, no escritor. Para mí la letra era un dolor de cabeza, estaba deseando encontrar un letrista y sacarme esa responsabilidad de encima. Mi referencia era João Gilberto y su musicalidad, aunque tuviera una letra como «bim bom, bim bim bom» [canta a João Gilberto]. Ese era mi concepto de canción. Y ese estilo no pegaba con el pop rock urbano de Joaquín. Pero, en fin, me quedé a verlo. Y a la salida me mandó llamar y me dijo: «No te pude oír, pero Antonio García de Diego y Pancho Varona me han hablado de ti tanto que quiero escucharte. ¿Puedes tocar una canción?».

Toqué un par de temas y me paró por la mitad. «¿Qué haces tú aquí?», me dijo. Y ahí le digo a lo que me dedico, algo que le recordará Darnauchans por la noche: «Él es médico». Y dice Joaquín: «Él no es ni médico ni pollas» [risas]. Le vino un entusiasmo tremendo: «Tienes que venir a España, estás perdiendo el tiempo. ¿Tienes algún compromiso?». Yo, claro, mentí: tenía todos los compromisos del mundo: un piso, trabajo, era el heredero de una clínica familiar de otorrinolaringología, tenía novia… Pero le dije: «Ningún compromiso, ¿qué hay que hacer?».

Y cruzaste el Atlántico, como un futbolista juvenil que aún no debutó en Primera.

Todo el mundo pensaba que a quien se iba a llevar Sabina era a Darnauchans. ¡Y a lo mejor Sabina también lo pensaba! Pero fui yo.

¿Cuánto tardaste en ir a España desde aquella noche?

Menos de dos meses. Y volviendo a la noche, siguió y siguió, después de aquella foto en Lobizón. Fuimos boliche a boliche, cerrando hasta cuatro, literalmente. Hasta las 11 de la mañana; me iba a la clínica directo desde el hotel de Joaquín. El tipo era incansable, había cerrado todo y el sol estaba arriba, pero aún seguíamos con la guitarra tocando en la habitación.

¿Qué fue para ti aquella noche?

Esa noche fue como si hubiera tomado ayahuasca: me elevé así, fuera del cuerpo, y vi la realidad desde arriba. Y vi a través de los ojos de Joaquín lo que pasaba; me relataba un mundo desde la altura.

Otra vez la perspectiva.

Exacto. Él entendía lo que era un muchacho escribiendo canciones pero viviendo de otra profesión, tenía perspectiva. Y además era cosmopolita, porque conocía Medellín, Guadalajara, Rosario, Badajoz, Valencia. Todo lo que iba adquiriendo con el tiempo él me lo inyectó en unas horas. Me dijo que en ese momento en Madrid se centraba todo en la canción y que lo que yo hacía iba a gustar. Que me iban a pedir canciones Víctor Manuel y Ana Belén y otros, y así sucedió. Fue como un oráculo. A los dos días desperté, entre comillas, y le escribí una carta que nunca me contestó porque, de hecho, la devolvió Correos, sin entregar, seis meses después. Pero cuando eso sucedió yo ya estaba en España viviendo.

¿Cómo fue el aterrizaje?

Vine a pasar un mes, visitando amigos en febrero, que son vacaciones en Uruguay, fui a ver a una novia que vivía en Suiza… Y me estoy dando cuenta de que ella me regaló esto [se toca un colgante de plata al cuello], el logo que usamos para la gira, como las cuerdas de una guitarra. Se mezclan las historias. Pero sí, vine un mes y enseguida me encargaron canciones, me enamoré de la madre de mi primer hijo y me quedé.

 

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Los dos primeros discos grabados en España no funcionaron muy bien, ni aquí ni allá.

Sí, el tercero, Frontera, fue el primer punto de inflexión. La gente piensa que vine aquí y me fue muy bien rápidamente. Pero vine en el 95 y el primer disco que resultó realmente bien fue diez años después, Eco. Luego gané el Óscar. Los primeros cuatro discos que hice en España fue de lo mejor que me pasó como músico; mantenía a una familia, recorría España en furgoneta o autobús en lugares chiquitos y sentía que tenía un público. Fue una realización personal total, pero uno de los fracasos comerciales más rotundos que debe haber habido en la época. Seguí haciendo discos porque gustaban en la discográfica y porque veían que Ketama o Rosario Flores grababan mis canciones, pero yo era un pésimo vendedor de discos. No llegaba ni al mínimo de distribución de la primera tirada. Pero es verdad que, dentro de eso, Frontera al menos explotó en Argentina, el típico álbum que te encontrabas por allá en todos lados, un fenómeno popular. En España, en cambio, no.

Tu llegada a España, de hecho, coincide con la explosión del indie y las letras en inglés. Cantar en español era un sacrilegio.

Es que… ¿en qué año nace el indie? ¿Qué es el indie? No lo tengo muy claro. Como eso de los cantautores. Me parece tan fea la palabra indie como cantautor.

¿Qué te consideras?

Un cancionista que incluye desde, por ejemplo, Xoel López, que viene del indie, a Atahualpa Yupanqui o a Björk. Es una palabra muy abierta.

Como cancionista has sido reconocido progresivamente.

Bueno, tampoco ha prendido tanto en España, todo va despacio: tengo más público en Bogotá, Santiago de Chile o Lima que en Madrid. También Sabina decía que Latinoamérica le salvó la carrera. El puente transatlántico realmente existe. Aunque tiene sus inercias. Y es de doble dirección. Cuando voy a tocar a Valladolid hay gente de allá en el público. Y ahora voy a cualquier lado en Latinoamérica y también veo españoles.

¿Crees que España hace uso de ese puente transatlántico?

El puente siempre ha funcionado, aunque en la crisis hubo un cambio de política y se cayó la cooperación, y también hay una parte del país a la que le interesa más ser europea que mirar hacia Latinoamérica. Del otro lado, los latinoamericanos son los inmigrantes que más fácil se arraigan, con un bagaje cultural tan cercano, con códigos tan cercanos. Y, hablemos con franqueza, hay flujos migratorios que se encapsulan más. Hay segundas y terceras generaciones de otros lugares que no se integran tanto. Algo pasa que no funciona. Pero luego piensas en los iberoamericanos y en cuántos tienen parejas españolas, y lo ves claro. La gente viene aquí y enseguida se mezcla: yo tengo tres hijos españoles con dos mujeres españolas distintas, ya he cumplido con mi integración [risas]. Los emigrantes también tenemos una obligación de llegar al sitio, ver lo que pasa y aprender a amar ese lugar. No me sirve el comentario victimista del emigrante, también uno tiene la responsabilidad de integrarse. Yo me considero español, aunque sea uruguayo y con pasaporte alemán por mi padre. Bueno, más que español soy del barrio de Chueca.

Vaya momento para hablar de pertenencia y territorio.

Lo de Cataluña es un tema que me entristece mucho. Es la primera vez que veo algo en España que me desconcierta tanto, que tenga tan dividido a mi grupo de amigos. Creo que desde que llegué a España me di cuenta de que «patria» quiere decir algo diferente que en Latinoamérica. Me encantó ver disolverse la palabra patria, verle las costuras. Y entender que dejar de ser patriota no te hace dejar de amar tu tierra. Cuando llegué, hace veintidós años, uno de los lugares más cosmopolitas era Cataluña, que además se reía de su propio nacionalismo. Cuestionaban eso a la vez que todos eran lo más catalanes posible. Para mí fue un aprendizaje, una lección de vida, que se rieran de su propia identidad. Y hoy se ha vuelto un tema serio. Y me entristece. Pero no hay que engañarse: es un enfrentamiento en que nadie se ríe, tampoco de este lado. Los españoles tampoco se ríen de su identidad, y antes se mataban de risa. Ahora se han puesto serios y se ha convertido en un enfrentamiento entre dos nacionalismos exacerbados.

Una anécdota que marca mi relación con los nacionalismos: cuando era chico, en mi barrio, Punta Gorda, había un hotel donde se quedaban equipos de fútbol. Y una vez vino el River Plate, de Buenos Aires, a jugar contra el Peñarol. Se formó una turba infantil a las diez de la noche, era aquella época en que todavía se vivía en la calle. «Vamos a hacer ruido para que no duerman los argentinos», dijo alguien. Me pareció una idea genial, inmejorable. Entré a casa a por unas cacerolas, y ya estaba saliendo para unirme a los linchadores para agredir sonoramente a los argentinos cuando me vio mi padre, salió a la ventana y me preguntó que adónde iba. Cuando se lo dije, me dijo que pasara adentro. Me sentó en el sofá, serio, y me dijo: «Así empiezan un montón de cosas malas, sin saber por qué, aunque parezca gracioso». Y entonces me habló de la Noche de los Cristales Rotos, él estaba, vivía en Berlín. Me contó que empezó con un grupo de gente con mentalidad infantil, y que acabó como acabó. Me hizo ver lo poco que me diferenciaba de ellos. Me quedó para siempre en la cabeza. «A mais triste nação, na época mais podre compõe-se de possíveis grupos de linchadores», [cantando] dice Caetano Veloso.

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[Llegan más músicos a almacenar bártulos para la gira. Drexler se levanta del sofá y pide ir a la habitación de al lado. «Es el sancta sanctorum». Allí hay una mesa de escritorio con un ordenador, varias estanterías repletas de libros, dos dibujos originales de Liniers y, debajo, un sofá flanqueado por un cajón, el instrumento de percusión que le da argumentos para darle vueltas al puente cultural entre España y América Latina].

Al cajón se tardó poco en cambiarle el nombre: cajón flamenco en vez de cajón peruano, pero es una de las pocas cosas con fecha y lugar de la transferencia: aquella gira de Paco de Lucía en Lima en la que Rubén Dantas, el percusionista, se lo trae y se empieza a usar en el flamenco.

Dantas es brasileño.

Eso iba a decir, ¿hace falta un brasileño para detectar la posibilidad de un cruce como este? A mí me nombraron embajador de la cultura latinoamericana, que me honra mucho, pero no estoy capacitado, estoy demasiado ocupado con la música como para hacer bien un trabajo así. Pero hay una cosa que me gustó y acepté: tengo la sensación de que Latinoamérica se adelantó quinientos años a la historia de la multiculturalidad, en el sentido de que lo que el mundo está intentando hacer ahora ya se hacía allí: Europa, África y América en una coctelera muy concentrada, porque empezó de a poco en el siglo xv, pero en el xvi fue más rápido y en el siguiente ya fue de golpe.

España tuvo un papel integrador, a diferencia del norte. Como decía el brasileño Lenine, transando (‘follando’). El grado de dinamismo de incorporación de cultura de Latinoamérica es pasmoso. Ahí tienes a los africanos que llegan a Perú y dos generaciones después recitan décimas; ahí tienes a Nicomedes Santa Cruz recitando décimas. No se sabe por qué, además, la décima encaja perfecta en la población negra. Habría que preguntarle al gran maestro Alexis Díaz Pimienta, un repentista cubano que vive en Sevilla y es mi profesor de literatura e improvisación en verso.

¿Haces improvisación en verso?

Sí, en octosílabo. Con Alexis hacemos un ejercicio que se llama «hablar en octoñol». «Y nos pasamos hablando durante un rato muy largo, y pensando en lo que viene, y pensando en lo que va, en todos los lados hablando y diciéndole a una persona que tiene sentada enfrente…». Todo esto que te estoy diciendo son octosílabos, y nos la pasamos hablando, «sentado tú aquí de frente y yo aquí con la guitarra», ahí va, todo octosílabos.

¿Tienes que ir contando sílabas con los dedos?

Antes sí, ahora no me hace falta. No cuento, lo tengo en la cabeza. «Y el verso ya va saliendo». Ahí te va otro octosílabo. Octoñol.

El octosílabo es patrimonio del español.

El octosílabo debería tener un instituto en España. Es patrimonio español completamente, es la célula métrica espontánea del lenguaje: «Hasta la victoria siempre», taratá taratatá tá.

Luego está la décima espinela, a la que rindes tributo en «Milonga de un moro judío» y en la que basaste incluso una aplicación de móvil.

Sí. La aplicación N. Inventamos décimas con diez opciones de verso por cada una de las diez: diez mil millones. Eso lo hice yo solo, una aplicación de combinatoria poética.

¿Aún se puede descargar?

Está a punto de morir, ya han pasado cuatro sistemas operativos y hay que actualizarla y cuesta más que lo que recauda, pero ya cumplió su función, que era explorar las posibilidades combinatorias de la canción. Qué quiere decir que una melodía abra o cierre una frase, a qué altura del verso tiene que ir qué entonación y qué rima, y qué posibilidades combinatorias tiene la rima. Jugar con eso.

No usas tanto el endecasílabo.

Sabina tiene una tendencia absoluta al endecasílabo. El endecasílabo es un invento italiano. Cuando lo trae aquí Garcilaso de la Vega, en la misma época en que Vicente Espinel crea la décima, suena más rimbombante, más sonoro, taratá taratatá taratatá. Da para desarrollar conceptos, para describir mejor. Es increíble, pero tres sílabas de diferencia es un mundo. Por eso es arte mayor y por eso el octosílabo, como la décima, es llamado despectivamente «arte menor». España adopta una estructura de verso claramente europea, la toma como propia y, mientras tanto, da una patada por atrás a la décima y la manda para Latinoamérica. En realidad, fue el Romanticismo.

La décima, por el eje de simetrías, está mucho más vinculada métricamente al Barroco y al clasicismo; yo siempre la vinculé a la forma de sonata, tal vez sea un delirio mío. En el Romanticismo necesitan más versos para explayarse. Y la décima queda relegada a nivel popular. Un verso barato.

¿Por qué en España no se usó más?

Creo que España no tiene una actitud espontánea de cariño hacia su patrimonio cultural, excepto tal vez en la gastronomía. No sé a qué se debe, pero con el patrimonio musical, o el literario, hay una desconfianza que no puedo llegar a entender. No es una fuente de orgullo. Cuando murió Paco de Lucía dije que el aeropuerto de Madrid debería haberse llamado Paco de Lucía, como el de Río de Janeiro es el Antonio Carlos Jobim. Mira, la gente se rio de mí a un grado que me hizo pensar que la idea le sonaba muy lejana a su mentalidad. Pero hay más ejemplos: que no se dejara poner la capilla ardiente de Paco de Lucía, precisamente, en el Teatro Real porque había una cena en el escenario de dos ejecutivos de una marca de coches me pareció de un grado de ceguera enorme. Y a lo largo del tiempo ese tipo se expresa a través de la pérdida del patrimonio cultural.

Por ejemplo, acabamos de venir de México, donde gran parte de las guitarras barrocas españolas siguen con vida, cuando aquí la única variante de la guitarra es la bandurria, que solo es utilizada en pequeños lugares o en la tuna, una institución ridiculizada. España las llevó a Latinoamérica y luego les dio la espalda. Incluso muchos palos del flamenco sobreviven porque rebotan en el otro lado, en Cuba, en el Río de la Plata, y vuelven. Y eso le da importancia y vigor al puente transatlántico. Hay muchas cosas que se hubieran perdido en España de no ser por el pulmón cultural de Latinoamérica. Es el caso de la espinela. Yo tengo por lo menos tres grupos de WhatsApp de allá que escriben en décima.

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Así hacías en Twitter también, poesía colaborativa.

Sí, me cansé ahora, pero estuve cuatro años con poetuiteros escribiendo variaciones de la décima. Porque una décima no entra en ciento cuarenta caracteres. Para que te hagas una idea, en un tuit entran cinco octosílabos o seis si tiene un par de terminaciones agudas: una sextina. Así es la frase que tengo en el avatar de Twitter: «Aquí me pongo a piar mis dudas y pareceres, y para esos menesteres debo mantenerme atento y que sumen junto ciento cuarenta los caracteres».

Ahora serán doscientos ochenta.

Para la décima es un notición. Pero creo que Twitter va a morir con eso, se mantiene vivo por la inmediatez. Y en cuanto el timeline ocupe el doble de espacio la gente se va a ir a otro lado. Se recibe mucha información muy rápido, y cuando se escribe se hace un primer ejercicio literario en Twitter que es el más importante de todos los ejercicios literarios: la edición. Cuando tienes que dejar de editar para decir lo que quieres ya no va a haber diferencia con lo que se escribe en Facebook.

El lenguaje de Twitter es un lenguaje conciso, rápido; da la información y el link o la foto. Es muy funcional, por eso se presta tan bien a la poesía breve. Twitter es el reino del epigrama, el aforismo, el palíndromo, el acróstico, el haiku.

La tecnología tomando el lugar al que no llegan otros.

Hay un lado que parte del mismo fenómeno del descrédito de la palabra patria. Es parte de lo mismo. Hay, por ejemplo, un desamor en Castilla monumental hacia su romancero. Está completamente muerto, no hay jóvenes con interés en el romancero castellano, ni fraccionado para hacer algo con rap, por ejemplo, ni con los instrumentos. Salvo Eliseo Parra, que hace un rescate tremendo, el resto está desintegrado. El Carnaval de Cádiz tampoco puede salir de él mismo. Tampoco le hace falta mucho, pero en Brasil entra un yembé y al año siguiente aparecen miles en el Carnaval de Bahía. El único flanco abierto es el flamenco. Pero en el resto los músicos están mucho más concentrados en parecerse a Londres que en conocer a Chabuca Granda, cuando la diferencia es que en Perú o Colombia la gente te va a ver y escuchar, y Londres doesn’t give a fuck about you [risas].

¿Eso sentiste con la polémica que acompañó a tu Óscar, cuando la organización no te dejó cantar «Al otro lado del río» y colocó a Antonio Banderas y Santana sobre el escenario? ¿Tu desquite utilizando el tiempo de tu discurso para cantar estaba premeditado?

Lo pensé ese mismo día. El día anterior había ido a una entrega de premios latinos e intenté dar un discurso. Empecé a dudar sobre qué hacer. Pero me dije: no tengo que preparar un discurso porque no lo voy a ganar. Cuando estaba yendo hacia los Óscar, sin embargo, pensaba en la gente que me había dicho que me había votado, y que en la Academia me habían dicho que habían hecho un recuento de las nominaciones porque había quedado fuera Mick Jagger y la gente no estaba contenta. Y cuando dijeron que estaba bien, que seguíamos dentro, pensé que no podíamos estar en el borde, por cuatro o cinco votos nos hubieran sacado. Entonces me puse a pensar, iba en la limusina y dije: si gano, canto.

¿La famosa garra uruguaya, la garra charrúa?

El país lo entendió así, un gesto arraigado en Uruguay. ¿Sabes qué pasa? Que no tenemos mucho que perder: somos el país más chiquito de Latinoamérica rodeado de los dos más grandes. Siempre tenemos la sensación de que hagamos lo que hagamos es un heroísmo. Pero yo no soy muy amigo de eso, creo que fue más ingenioso que heroico.

Para Uruguay fue como ganar un nuevo Mundial.

En su momento lo tomaron con unos tintes épicos con los que me sentí incómodo, la verdad. Porque está ahí Maracaná y el maracanazo, porque el fútbol tolera la épica, pero en el resto de los campos es un arma que se vuelve contra ti. Uruguay es un país donde todos nos conocemos, donde no está muy bien visto resaltar. Es una sociedad muy tímida, en lo social muy cálida pero muy conservadora. Montevideo cambia muy poco. Para alguien que vive fuera es genial, llegas y ves a los hijos de tus amigos que tienen la edad de tus amigos cuando los conociste; el mismo termo, el mismo mate, la misma playa, con ropa muy parecida, los mismos rituales de la puesta de sol, los mismos bizcochos que se compran en el mismo lugar, y manteniendo unos códigos muy propios, con una guitarra haciendo canciones como las que tocabas vos en esa época. Es muy reconfortante, te da una identidad real, natural, no dispuesta. Montevideo es sentarse a tomar mate en la Rambla con una guitarra. Es muy lindo, pero también tiene otra característica: cuando se plantea un cambio de situación muy grande en la carrera de una persona se puede crear cierto recelo. Por eso fui muy cuidadoso, por eso no quise entra en ese papel.

¿Por ejemplo?

Una semana después de ganar el Óscar tomó posesión por primera vez la izquierda en la presidencia del país, el Frente Amplio. El único nombre propio que pronunció el nuevo presidente, Tabaré Vázquez, además del héroe patrio, el general Artigas, fue el mío, lo que me pareció una desproporción monumental. Y dijo: «Fue un maracanazo cultural». Yo tardé un mes en volver a Uruguay. Cumplía setenta años mi padre y quería ir, porque era una gran fiesta familiar. Entonces me ofrecieron hacer una caravana en descapotable desde el aeropuerto a la Casa de Gobierno. Y a mí me dio vértigo y dije que no. Me dio mucha vergüenza. A los seis meses me dijeron que querían hacer una historia de mi vida para la escuela y repartir entre los niños. Y dije: «No, no, no quiero que me odie toda una generación de niños». Yo estaba literalmente empezando mi carrera. Y me dio siempre muchísimo miedo el homenaje. Así que salí del aeropuerto por la puerta de al lado, fui a la fiesta familiar, escondido, y al final hice una conferencia de prensa.

Pero la semana que pasé después allí fue una de las más incómodas de mi vida. Eso que sienten las estrellas de rock de no poder salir a la calle porque pones tu integridad en peligro. Así que lo que hice a partir de entonces fue andar en bicicleta, andar siempre en los mismos lugares, dejar pasar el tiempo un poco, aparecer por todos lados. Era un acto de recuperación de mis espacios. Hoy no hay ninguna ciudad en el mundo donde no me pueda sentar en una plaza a jugar con mis hijos. Y estoy orgulloso de eso.

¿Te queda muy atrás la fiebre del Óscar?

No, no, lo tengo todo muy nítido ese momento. Tú te vienes moviendo en un nivel, y de repente te dan un premio así, que en ese momento ni siquiera te das cuenta de que está dieciséis escalones más arriba de tu nivel mediático. Tienes que atarte al mástil durante mucho tiempo. Fueron años muy buenos, en los que me decía: ¿por qué estoy aquí? ¿Qué quiero hacer? Porque después de aquello tenía muchas opciones: podía haberme ido a Miami, o a Los Ángeles, incluso a México D. F. ¿Qué canciones voy a escribir, a sacar? Y allá voy, lanzo Doce segundos de oscuridad, que es un disco totalmente introspectivo. Escrito en una playa de Uruguay, hablando de las cosas que me pasan por dentro. Y estoy orgulloso de eso, aunque desde el punto de vista del marketing haya sido un error absoluto.

Podía haberme subido al carro de Diarios de motocicleta. Pero quería contar lo que me pasaba. Soy un obseso de las canciones. Dije: estoy aquí, quiero escribir canciones y usar esta fuerza mediática para ir en la dirección que quiero, y no en la del viento y el timón. Pero hoy estoy muy contento, siempre trabajando desde la libertad.

¿Hubo alguna propuesta inconfesable?

Gil Cates llevaba quince años produciendo la ceremonia de los Óscar. Fue él el que decidió que yo no cantaba. Yo no conocía los límites y quise hablar con él. «No voy a cantar y no pasa nada, pero quiero que hablemos», le dije. No era una ranchera, ni un son, ni salsa. «“Al otro lado del río” es una canción con códigos determinados: pregúntame y te digo quién la podría cantar: Enrique Morente, Mercedes Sosa, que fue para quien la escribí». Y el tipo, después de hablar un rato, me dijo: «En todo este tiempo nunca me han hablado así. Me gusta. Y, mira, no solo produzco galas, también películas, y quiero hacer una sobre ti: el joven latino que defiende sus derechos ante la maquinaria de Hollywood».

Él, el que no me dejó cantar. Me pidió que anotara su teléfono y lo llamase. Un grado de psicopatía tremendo. Así que el hecho de cantar estaba dirigido a él. Como el «Pero tú tampoco» de «Movimiento»: es para Donald Trump. Me indigna que haga lo que hace, y luego su abuela es inmigrante. ¿Cómo? Yo no seré de aquí, pero tú tampoco. ¿En qué estamos pensando?

Jorge Drexler para JD 6

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10 Comentarios

  1. Almirante

    Excelentisimo… aunque muy corta. Vaya sorpresa.

  2. Buenisimo, buenisimo… me voy a la cama muy feliz.

  3. integrador

    dice que el problema de aquí es que hay dos nacionalismos exacerbados y que nos hemos puesto muy serios. Jorge eres un gran cantautor y me gusta que compartas tu cultura con nosotros.

  4. Drexler…tiene demasiado talento para ser un grande.

  5. Por qué estas inteligencias terminan siendo artistas y no políticos?
    El viento de la vida no cesa de soplar mezclando las prioridades,
    habría que rebelarse, sacar las armas de las infinitas bibliotecas,
    tomar la calle sin hacer quilombo, con la ropa y voz del enemigo,
    y darle al bombo, a los palillos, a los versos pícaros y a la murga
    pasajera que nos legó la África negra, los gringos y los gitanos.
    Mi admiración y aplausos a este personaje.
    Gracias JD

  6. No se que me pasa con el pero como uruguaya no lo siento compatriota.. sera ese afan que puso en no tener nacionalidad…tal vez. Lo veo lejano…

  7. Pingback: Movimiento | ELE Y OTRAS HIERBAS

  8. Sergio Dueñas.

    Un verdadero placer, muy buena entrevista y sumamente interesantes los puntos de vista de este gran artista.
    Gracias a ambos: entrevistador y entrevistado.
    Sergio Dueñas.

  9. Pingback: Así se hizo el vídeo homenaje a la música | Elpais

  10. Pingback: Elogio (y denuncia) de las grandes discográficas – El Sol Revista de Prensa

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