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Hablemos de ciencia ficción (I): La anticipación

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Caricatura de Jules Verne en la portada de la revista L’Algerie, 15 de junio de 1884.

Ningún plan de batalla sobrevive al primer contacto con el enemigo. (Helmut von Moltke, militar alemán)

El futuro no se puede buscar en Google. (William Gibson, escritor de ciencia ficción)

Imaginen que hubiesen llegado hasta nosotros las memorias escritas de la primera persona que encendió un fuego o de la primera persona que utilizó ruedas para transportar una pesada carga. ¿Qué nos dirían? Es de suponer que nada parecido a «imagino un futuro de ciudades iluminadas» o «dentro de miles de años, el mundo estará repleto de carreteras por las que circularán millones de vehículos provistos de mi gran invento, la rueda». No había ciencia ficción en el Neolítico o el Paleolítico. De hecho, no la hubo hasta hace dos siglos.

Lo más probable es que aquellas personas no fuesen conscientes del impacto que sus creaciones iban a provocar en el futuro y que, de habernos legado alguna crónica, se hubiesen limitado a comentar las comodidades específicas que, en ese momento concreto, les ofrecían esos descubrimientos. Dos de los más grandes innovadores en la historia de la humanidad, cuyos rostros y nombres por desgracia no conocemos, hubiesen dejado tras de sí unas memorias muy pedestres, centradas en ideas como «ya no pasamos frío en la cueva» o «ya no tenemos que acarrear piedras y troncos a pulso». Poco más que una descripción escueta de ciertas ventajas momentáneas.

La falta de perspectiva histórica sobre los efectos a largo plazo de la tecnología y la ciencia no implica creer que aquellos humanos fuesen menos inteligentes que nosotros o que sus elaboraciones intelectuales fuesen menos profundas que las nuestras, solo que sus pensamientos seguían otras direcciones. No sabemos cómo fueron las primeras ruedas, pero las más primitivas no debieron de inspirar la visión de una sociedad en la que personas y bienes fuesen transportados a grandes distancias con relativa brevedad. Quienes empezaron a dominar el fuego debían de contentarse con calentar e iluminar una caverna y, huelga decirlo, no imaginaban algo como el motor de combustión o la máquina de vapor; ni siquiera hubiesen concebido el faro de Alejandría.

Esto fue cierto para muchas otras invenciones que tardaban un tiempo en extender su uso y alcanzar un diseño óptimo. La concepción del avance tecnológico como un proceso de cambios repentinos resultaba impensable. Los inventos que ayudaban a mejorar la vida aparecían de manera paulatina y no solían estar disponibles hasta mucho después de que se hubiesen formulado las ideas teóricas que los inspiraban. En el caso de que hubiese tales ideas, pues otras invenciones aparecían sin grandes hipótesis científicas que las respaldasen más allá del genio práctico de determinados inventores o ingenieros. Incluso hoy a la mayoría de nosotros no nos importa demasiado qué principios teóricos se esconden detrás de los inventos que usamos a diario, salvo que seamos profesionales especialistas o que nos dejemos arrastrar por una curiosidad ociosa. Podemos disculpar, pues, el desinterés de los antiguos por estas cuestiones. La tecnología era vista como un conjunto de herramientas útiles con aplicación concreta en el presente, no como un contexto filosófico desde el que ponerse a conjeturar sobre un lejano futuro o sobre la naturaleza misma del ser humano. La especulación sobre las secuelas que el progreso produce a largo plazo no formaba parte de su visión del mundo.

En la ficción antigua ya se elaboraban historias fantásticas sobre otros mundos y épocas futuras, pero eran historias que recurrían a la magia como mecanismo central de la acción. Para los antiguos, salvo raras excepciones, el mundo era un lugar mágico. Los dioses, desde otras esferas, gobernaban la materia; los avances tecnológicos estaban subordinados a la voluntad divina al igual que todo lo demás. La idea de que los avances científicos o técnicos pudieran operar sobre el ser humano en una dimensión distinta (o incluso superior) a la de Dios parecía absurda. Incluso los grandes científicos pensaban que sus descubrimientos ahondaban en la exploración del universo como obra creada; en cierto modo consideraban que eran parte del mismo proceso de revelación que había empezado con los profetas y las escrituras sagradas. Isaac Newton, por ejemplo, suponía que hallazgos como las leyes de la gravitación universal revelaban parte de una verdad apriorística cuya esencia era divina. Como algunos otros pensadores de su tiempo Newton creía que esa antigua sabiduría, la prisca sapientia, había sido revelada por Dios a los filósofos del pasado, aunque mantenida en secreto dentro de grupos cerrados como los pitagóricos o los alquimistas. La prisca sapientia habría sido olvidada durante los «tiempos oscuros» de la Edad Media. Es bien sabido que Newton, genio de la física y la óptica, dedicó considerables esfuerzos al estudio de la alquimia, pese a que los fundamentos científicos de esa disciplina (al menos en el sentido que hoy le damos al adjetivo «científico») eran por completo inexistentes.

La noción de estar redescubriendo verdades científicas que habían sido reveladas por Dios en tiempos antiguos y después olvidadas no era una extravagancia de Newton. Estaba inspirada por conceptos renacentistas como la prisca theologia, el conocimiento sobre Dios que el propio Dios habría comunicado a los seres humanos de todas las culturas en tiempos remotos, o la philosophia perennis, una verdad metafísica compartida también por todas las tradiciones religiosas. La evidencia, contemplada desde una perspectiva religiosa, parecía apoyar esa tesis. Había rasgos comunes en el cristianismo, el budismo y el hinduismo. Era fácil comparar a los dominicos con los taoístas, o a los franciscanos con los jainas. Más allá de sus muy diversas cosmogonías o concepciones del hombre, había nociones compartidas sobre el bien y el mal, sobre las cuestiones prácticas del camino hacia la iluminación o santidad. Desde el punto de vista religioso, esto tenía que deberse a que el universo era un artefacto diseñado por una mente. Todo nuevo conocimiento era la mera confirmación de que existían leyes universales previas a todo; si existían leyes universales, existía un legislador. El orden no podía haber emergido del caos. Una máquina requería un ingeniero y el ingeniero de la máquina cósmica tenía que ser un ente previo y distinto de ella: Dios.

Pensadores mecanicistas los había habido siempre, cierto, o por lo menos los hubo desde la antigua Grecia, pero sus ideas no habían estado sostenidas por mejores demostraciones que las usadas por la fe religiosa. Los atomistas griegos como Demócrito y Leucipo afirmaban que la materia estaba compuesta de partículas tan pequeñas que escapaban a la visión. El tiempo les dio la razón, pero solo en parte, pues los átomos que ellos habían imaginado por mera deducción lógica y sin pruebas experimentales no encajaban en lo que la ciencia conoce hoy. Ellos pensaron que, si un objeto puede descomponerse en partes y estas pueden descomponerse en otras partes aún más pequeñas, el proceso no puede ser infinito. Llegará un momento en que nos encontraremos con una parte elemental, el átomo, «lo indivisible», de la que se compone la materia. Aquel átomo griego no se parecía en nada a las partículas que maneja hoy la física y cuya existencia sí ha podido demostrarse. Así, aunque la inteligencia e intuición de aquellos pensadores mecanicistas de la antigüedad nos asombra como debería, las deducciones de Demócrito y Leucipo no eran necesariamente más brillantes, como artefactos lógicos en sí mismos, que las deducciones de los metafísicos o los teólogos. Incluso cuando uno sienta más simpatía por Demócrito que por Aristóteles, nada garantiza que el segundo hubiese perdido una hipotética discusión sobre la naturaleza del universo. En la antigüedad, ambas visiones —la mecanicista y la metafísica— eran racionales por igual. Tuvieron que transcurrir milenios hasta que la experimentación demostró que la cosmovisión de Demócrito era, con sus imperfecciones, la más próxima a la realidad. Él no anticipó el moderno átomo, pero sí la filosofía que subyace a la ciencia moderna: el universo está hecho de materia (o energía) que funciona bajo sus propias reglas.

El pensamiento mecanicista fue minoritario durante buena parte de la historia. La religión explicaba la realidad de manera más comprensible y, según los parámetros de tiempos pasados, más «lógica». Para colmo, poca aplicación práctica tenían los átomos de Demócrito; puede ser que el actual conocimiento de las partículas está presente en cada minuto de nuestra vida diaria, pero a los conciudadanos del insigne pensador tracio poco les debía de importar el que existiesen átomos si no eran algo que les hiciese la vida más fácil.

Isaac Newton, quizá en contra de sus intenciones, fue uno de los descubridores que más contribuyeron a la transición entre un universo teocéntrico y un universo antropocéntrico. Esto es, entre un universo mágico donde Dios era el centro y un universo mecánico donde el hombre, si no era el centro, al menos sí se convertía en un agente importante de cambio. Aquella transición fue, eso sí, un proceso complejo; algunos historiadores y pensadores sienten la tentación de creer que fue un producto exclusivo del mundo de las ideas, pero también tuvo importancia la aplicación práctica de esas ideas. El conocimiento científico —todo el ámbito intelectual, en realidad— era todavía patrimonio de unas pequeñas élites educadas, pero, gracias a la imprenta y otras mejoras en las comunicaciones, los descubrimientos empezaron a circular con gran velocidad y de manera extensiva entre esas élites, propiciando que los inventos apareciesen de manera más continuada. Esa aplicación práctica de las nuevas ideas se extendía también con una rapidez insólita, por lo que se hacía más evidente su carácter revolucionario de cada nueva herramienta y llegó el momento en que los ciudadanos de a pie fueron muy conscientes del proceso de cambio.

Una nueva invención podía mejorar la vida de las personas en pocos años mucho más de lo que se había conseguido con siglos de plegarias, ceremonias religiosas o prácticas supersticiosas y acientíficas. Las ideas eran patrimonio de unos pocos, sí, pero sus consecuencias prácticas empezaron a ser entendidas por cualquiera. No es que esto condujese a las masas hacia el ateísmo, desde luego, pero incluso la mayoría de creyentes tuvo que empezar a ceder parcelas de su religiosidad tradicional a una nueva visión mecanicista del mundo. Es verdad que el conflicto entre una cosmovisión mágica y otra mecanicista pervive hasta hoy dentro de ciertos grupos, aunque cabe pensar más en factores psicológicos, emocionales e incluso políticos que en que la pervivencia de la idea de que el universo esté regido por fuerzas mágicas, noción que ya solo defienden algunos fanáticos que son vistos con malos ojos incluso dentro de sus propios ámbitos religiosos.

Con la gran Revolución Industrial del siglo XVIII la gente de a pie empezó a entender el progreso tecnológico como un factor decisivo en la historia. La tecnología se convirtió en una fuente de cambios en la forma de vivir de todas las capas sociales, cambios que se sucedían con rapidez y sin previo aviso. Ahora se veía con claridad que estaban apoyados en hipótesis científicas generales. Apareciendo de manera tan imprevisible y atropellada, tantos avances tenían por fuerza que suscitar una nueva pregunta: «¿A dónde nos conduce todo esto?». Con esta nueva preocupación nació la moderna literatura de anticipación.

Antes de la Revolución Industrial, el futuro era imaginado como la continuación lógica de las leyes celestiales inmutables que imperaban en el presente. Eso no significa que cuando los historiadores previos a la revolución miraban hacia atrás no se diesen cuenta de que la humanidad había evolucionado. A un estudioso del siglo XIII le bastaba con contemplar un mosaico romano del siglo XI para comprender que la sociedad ya no era la misma. Pero, desde su punto de vista, los factores de cambio que explicaban el cambio tenían poco que ver con la tecnología. La historia era una mera sucesión de guerras, invasiones, reinos e imperios; como en una partida de ajedrez, el porvenir podía ser imprevisible, sí, pero hasta cierto punto. Lo que ya se ha jugado determina qué futuras jugadas son posibles y cuáles no. Se seguiría jugando con las mismas reglas.

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Boris Karloff, James Whale y John J. Mescall en set de La novia de Frankenstein (1935). Imagen: Universal Pictures.

A partir del siglo XVIII, el futuro se convirtió en un lienzo en blanco. El porvenir dependía por completo, o casi, de las acciones del ser humano. Las leyes de la providencia dejaron de existir, la partida de ajedrez ya no tenía reglas y cada pieza podía ser movida según criterios nuevos. Por simple deducción se empezó a pensar que el pasado había estado determinado también por el progreso; con mucha mayor lentitud, pero sin la influencia de reglas divinas. Había que determinar cuáles eran, pues, las nuevas leyes con las que cabía analizar el mundo. No solo era que conceptos como la prisca sapientia o la philosophia perennis, manejados por estudiosos muy ajenos a la gente común, hubiesen dejado de tener sentido. Era que toda una cosmovisión colectiva se venía abajo. La religión seguiría existiendo (y existe) como agarradero emocional ante la incertidumbre, pero entre los pensadores ya no constituía una explicación aceptable de los mecanismos del universo. El neoplatonismo y el neopitagorismo, con los que los pensadores religiosos del Renacimiento habían intentado adaptar los nuevos descubrimientos científicos a la fe, se extinguieron —salvo en algunos círculos poblados por excéntricos— cuando el universo se convirtió en una máquina sin ingeniero, sin una voluntad detrás. La única voluntad inteligente conocida era la del ser humano, así que este empezó a ver la ciencia y la tecnología como los únicos motores de su propio destino. Cada nueva máquina inventada contribuía a desmentir ese concepto de armonía divina porque la armonía podía ser modificada a golpe de ingeniería. El ser humano podía cambiar el mundo, y lo estaba cambiando de hecho. La tecnología ya no era un mero conjunto de herramientas en manos de la humanidad; si acaso, era la humanidad la que bailaba al son de esas herramientas. La percepción del desarrollo tecnológico como un proceso inevitable y hegemónico hizo que las herramientas pareciesen cobrar vida propia y que, a imagen de las especies animales, pareciesen evolucionar sin un plan previo. Por más que fuesen los seres humanos quienes diseñaban esa evolución, nadie podía asegurar qué efectos tendría.

Un mundo regido por nuevas reglas iba a propiciar la aparición de una nueva literatura. En ese contexto fue cuando nació la ciencia ficción; la fecha —más o menos oficial— fue el 1 de enero de 1818, día en que se publicó Frankenstein o el moderno Prometeo, novela escrita por una veinteañera llamada Mary Shelley. En realidad, el género como tal no se consolidó hasta décadas más tarde, sobre todo con Jules Verne y después con H. G. Wells, pero Shelley fue la pionera, por más que nunca llegase a ser consciente de su papel. La ciencia ficción, al igual que el análisis marxista de la historia, la teoría de la evolución darwiniana o la psicología freudiana, fue un destilado del racionalismo y del nuevo (y ahora sí, definitivo) mecanicismo que trataba de averiguar cuáles eran las leyes universales. Como nuevo género de ficción que aún no tenía un nombre ni una definición, su primera tarea consistió en intentar anticipar la manera en que el progreso cambiaría el mundo. También fue una creación característicamente europea, aunque los Estados Unidos se convertirían en la superpotencia del género a principios del siglo XX y ya no dejarían de serlo.

En general, la anticipación era de carácter optimista. Es verdad que el miedo al cambio propició la aparición de movimientos como el ludismo, que se oponía a la proliferación de máquinas; se cuenta que en 1811 —siete años antes de la publicación de Frankenstein—, un trabajador inglés llamado Ned Ludd destruyó varios telares automatizados como protesta laboral ante la amenaza que suponían para los artesanos del sector textil. Fuese Ned Ludd real o no, puesto que la existencia del personaje nunca se ha comprobado, representaba preocupaciones auténticas y encarnaba el vértigo ante el progreso. Pero los luditas constituyeron una minoría. La esperanza de una vida mejor terminó sobreponiéndose al miedo porque los nuevos avances demostraron tener, en su mayor parte, efectos positivos.

A mediados y finales del siglo XIX las visiones sobre el futuro eran alentadoras. La humanidad iba a cambiar para mejor y, en la ficción, los peligros de la tecnología eran imaginados como el mal uso que hacían mentes aberrantes: científicos locos, villanos novelescos. En el porvenir imaginado por los tecnófilos, las máquinas se ocuparían de las labores desagradables, mientras los seres humanos trabajarían una o dos horas al día, quizá ninguna. El ocio se convertiría en la ocupación predominante de nuestra especie y el mundo entero se transformaría en una especie de nueva academia ateniense donde las artes, las humanidades, los deportes, los juegos y cualesquiera otras actividades enriquecedoras del espíritu estarían al alcance de todo ser humano. Recuerdo ver en una exposición una colección de ilustraciones francesas que ofrecían ingeniosas visiones del porvenir: niños en la escuela provistos de auriculares conectados a una máquina que devoraba libros y les transmitía todo el conocimiento acumulado en ellos; robots articulados que limpiaban las casas; incubadoras automáticas donde se introducían huevos de gallina de los que emergían, al instante, pollitos correteando; reparto del correo mediante helicópteros; salones de belleza donde una mujer se peinaba y maquillaba mediante el uso de palancas y botones; incluso orquestas donde los instrumentos se tañían solos. Por descontado, tareas pesadas como la agricultura, la minería o la construcción serían asunto de máquinas, mientras los hombres apretaban el botón de encendido y se limitaban a verlas trabajar desde una cómoda hamaca. La maldición bíblica de «ganarás el pan con el sudor de tu frente» dejaría de tener sentido. Desaparecerían el trabajo duro, el hambre y la pobreza.

Los tecnófilos eran optimistas incorregibles, desde luego, pero su optimismo procedía de un sincero humanismo y del hecho innegable de que la tecnología parecía ofrecer la única salida a los males de la sociedad europea y estadounidense. Hasta en los países más ricos existían amplias capas de miseria e imperaban condiciones de vida atroces que padecían incluso quienes tenían un trabajo; para los espíritus cultivados y bienpensantes, el progreso científico constituía la solución. En parte, tenían razón. Hoy, las condiciones de vida son —en general y con las muchas excepciones que conocemos— mucho mejores que entonces. Y lo son como resultado, entre otras cosas, del progreso científico y tecnológico. Algunas enfermedades han sido erradicadas y otras han encontrado eficaces tratamientos. Se produce alimento en gran cantidad y la población mundial ha crecido hasta niveles nunca vistos, algo que sería imposible con los viejos sistemas agropecuarios. Hay, sí, más tiempo de ocio, aunque (¡por desgracia!) no el imaginado por los optimistas del XIX.

El problema es que todo esto vino acompañado por dolorosos efectos secundarios. La debacle laboral temida por los luditas nunca se produjo, o no de la manera que habían previsto; es verdad que muchas personas sufrieron cuando sectores de producción enteros experimentaban una metamorfosis o desaparecían, pero siempre aparecían otros en donde las oportunidades de trabajo eran las mismas o, casi siempre, mejores. Pero la nueva concepción mecanicista del mundo conllevó numerosos malentendidos y manipulaciones cuyos efectos iban a probarse devastadores. Un ejemplo obvio: la teoría de la evolución de las especies mediante selección natural originó el mal llamado «darwinismo social», que a su vez degeneró en idearios raciales y eugenésicos. La relectura de la historia, también influida por una deficiente comprensión de las nuevas leyes naturales, generó mitologías nacionalistas. Esas dos cosas, combinadas, dieron origen a movimientos como el nazismo. Otro ejemplo: la mecanización de la producción conllevó el fordismo y el estajanovismo, que no propiciaban el ocio del trabajador sino que favorecían una prolongación innecesaria de situaciones de explotación. La creciente complejidad de las relaciones financieras provocó severas crisis económicas que ya no tenían que ver con la producción, sino con el manejo irresponsable del capital acumulado. El análisis marxista de la historia inspiró revoluciones que subvertían viejos absolutismos para instaurar totalitarismos de nuevo cuño. Cada nueva idea puede ser desarrollada para el bien o para el mal; en la transición entre los siglos XIX y XX, apenas hubo idea revolucionaria que no cayese en manos equivocadas.

La ciencia ficción, que había ayudado a inspirar las esperanzas de finales del siglo XIX, sintió estos efectos secundarios tanto como la sociedad de la que provenían sus lectores. A lo largo de todo el siglo XX el género acompañó a las sucesivas generaciones en su desencanto. A principios de la centuria empezó a producir visiones distópicas de un futuro donde la tecnología era puesta al servicio de las ansias de poder de las élites. Tras las guerras mundiales y la invención de la bomba nuclear, abundaron los argumentos postapocalípticos en los que el progreso tecnológico, antaño deseable, conduciría al mundo hacia el desastre atómico. Desde los años sesenta el género trató cuestiones como la libertad e identidad en una sociedad más rica y estable, pero percibida como cada vez más individualista y deshumanizada; imaginaban un futuro donde el individuo era diluido en la búsqueda del bien común. En los setenta y ochenta la redefinición de la relación entre el ser humano y tecnologías como la informática o las redes cibernéticas hizo que la ciencia ficción se cuestionara la misma idea del hombre como gobernante de su destino y la posibilidad de que las inteligencias artificiales, algún día, se hicieran con el timón. Cada época ha tenido sus corrientes características de anticipación, avivadas por las preocupaciones sociales del momento. No es que se extinguiese del todo aquella esperanza utópica de los inicios, porque en muchos relatos se siguió describiendo la manera en que, tarde o temprano, el ser humano encontraría su lugar ya fuese en la tierra, en el fondo de los océanos o en el espacio, y, sobre todo, en armonía consigo mismo. Algunos autores aún se empeñaban en ver todavía el vaso medio lleno.

En la actualidad la principal crítica que recibe el género es la de que lleva mucho tiempo repitiendo conceptos. Pero es comprensible; casi todo lo que podía imaginarse ha sido imaginado ya. Desde los años setenta es cada vez más difícil que aparezcan ideas nuevas sobre el futuro. Aunque eso no debería ser un problema; toda la ficción lleva milenios repitiendo argumentos y esquemas. Como en las aventuras o las historias de amor, la originalidad de los relatos de ciencia ficción no es lo importante, sino su pertinencia. Lo que sí ha cambiado, como tendencia general, es el balance entre optimismo y pesimismo. Desde hace ya algunos años, predomina lo segundo.

Hoy, la premisa «cada generación vivirá mejor que la de sus padres gracias a la tecnología» está empezando a desmoronarse porque la tecnología y la ciencia ya no son considerados los únicos motores que impulsan el cambio, como se pensaba en el siglo XIX. El nuevo motor es un juego económico que se las arregla para mantener una estructura piramidal tendente, cuando no se le pone freno, a una suerte de feudalismo financiero. Ya no son las máquinas las que producen miedo, sino la pérdida del estatus y de los estándares de vida que, sin llegar a los extremos imaginados en el siglo XIX, se habían conseguido gracias al progreso. La ciencia ficción actual trata con frecuencia el asunto del abismo entre ricos y pobres; las nuevas distopías ya no se basan solo en las estructuras de opresión política o en los mecanismos de manipulación ideológica, sino también, y sobre todo, en una desigualdad material provocada de manera deliberada por quienes poseen los recursos y no desean compartirlos. No es una ficción, sino una realidad, el que la mayor parte de los recursos están en manos de un porcentaje reducido de la población. Y el temor comprensible de todos nosotros es que la tendencia gravitatoria siga consistiendo en que los recursos fluyan hacia arriba, acumulándose en unos pocos castillos que ya no están hechos de piedra. La ciencia ficción tiene nuevos villanos, que ya no son robots o alienígenas, sino, por ejemplo, corporaciones que representan nuestros miedos ante la realidad de que nuestras vidas están cada vez más en manos de unos pocos sectores de empresas que manejan nuestra información, nuestro dinero, nuestra supervivencia. El individualismo, uno de los pilares ideológicos del nuevo siglo, choca de frente con la telaraña de poderes económicos que, en la práctica diaria, cortan las alas al individuo. La propiedad es un lujo; nos hipotecamos para poseer una vivienda y, en algunos países, también para poder cursar estudios superiores e incluso para poder recibir asistencia médica. En las sociedades modernas el banco es una especie de segundo gobierno. Lo mismo sucede con otras empresas. El poder de decisión individual está limitado y el ciudadano se da cuenta de que, mientras la ciencia y tecnología progresan, él ya no puede progresar. La vida es ahora más cómoda que en siglo XIX, pero no tenemos la impresión de que vaya a ser más cómoda dentro de cincuenta o cien años. Podría serlo, quién sabe, pero la cascada de invenciones parece limitarse a mejorar lo que ya tenemos, no a revolucionar por segunda vez el mundo.

Otro de los miedos es el de la pérdida progresiva de la libertad; los relatos sobre sociedad totalitarias que tanto abundaron en el primer tercio del siglo XX aún sirven como poderosas metáforas aunque, al menos en buena parte de las sociedades avanzadas, no constituyen una amenaza tan inmediata como lo eran entonces. La nueva amenaza a la libertad no es un mecanismo prediseñado por un partido fascista o estalinista —más allá de que movimientos de esa índole puedan crecer— sino lo que Aldous Huxley denominaba «fuerzas impersonales», procesos de degeneración de las democracias, más parecidos al envejecimiento o a la acumulación de infecciones en un organismo. Es un tema de la ciencia ficción actual que ya estuvo vigente en los años sesenta: ¿hasta qué punto es aceptable la entrega de libertades individuales en la búsqueda del bien común? ¿Cuáles son los límites de la libertad de expresión? ¿Qué prerrogativas debe tener la opinión común respecto de los que opinan de manera diferente? Cada vez más, en la nueva ciencia ficción aparecen temas como el rearme de moralidades colectivas que empiezan a penalizar a los discrepantes por el mero hecho de discrepar.

Un factor más para el pesimismo es la percepción de que la carrera tecnológica ha renunciado a buena parte del idealismo que la impulsó en tiempos pasados. La exploración espacial, por ejemplo; aunque sigue consiguiendo logros dignos de todo aplauso, es obvio que muchas de las viejas metas quedaron aparcadas. Hace unas décadas se pensaba que a estas alturas ya habríamos pisado Marte. Más allá de la importancia que cada cual quiera otorgar a la hazaña —en mi opinión, es mucha, pero podría entender otras posturas—, lo que esto pone de manifiesto es que se ha perdido la capacidad para soñar a largo plazo. Las colonias espaciales de Asimov o Clarke empiezan a parecer antigüedades, como las ciudades submarinas del siglo XIX.

A todo esto se suman amenazas nuevas como la del clima. En los años setenta, aunque hoy suene extravagante, algunos profetizaban un enfriamiento global. Pensaban que el efecto invernadero produciría un «invierno nuclear» antes de que el calor empezase a acumularse bajo esa capa de gases y partículas que impedían su diseminación. A fin de cuentas, sin la atmósfera, la Tierra sería un planeta mucho más frio; la temperatura media ya no sería de unos quince grados centígrados, sino de casi veinte bajo cero. No era una profecía irrazonable. La realidad, sin embargo, ha traído lo contrario: cada vez hace más calor, los casquetes polares se reducen, y nadie sabe decir muy bien hasta dónde puede llegar el proceso. Lo que sí sabemos es que el efecto invernadero, una vez alcanzado cierto punto crítico, se retroalimenta y es casi mejor no imaginar las consecuencias. En el pasado las catástrofes naturales eran puntuales: terremotos, volcanes, sequías, tsunamis. Sí, había hambrunas y epidemias mucho más terribles que las de hoy, pero constituían excepciones trágicas dentro de un mundo visto como entorno estable. Ahora tememos una catástrofe global, una pérdida completa del equilibrio: que sea el propio aire que respiramos el que nos dificulte la existencia. La nueva ciencia ficción apocalíptica ya no recurre a la amenaza nuclear, sino al cambio climático, que ya no tiene nada de puntual.

El pesimismo de la nueva ciencia ficción no es vocacional, ni fruto de una moda. Es un reflejo del estado de ánimo de las sociedades modernas. Es una ciencia ficción que ya no imagina que se expandan fronteras, sino que se levanten muros. Ya no imagina que más recursos significa más para todos, sino más para unos pocos. Ya no imagina que se trabaje menos para producir lo mismo, sino que se trabaje lo mismo para producir más. Ya no imagina catástrofes cuyo carácter evitable hace que sirvan para expresar grandes mensajes morales, sino catástrofes inevitables que inspiran mensajes desmoralizantes. El futuro de la humanidad ya no es visto como una fuente de promesas, sino una larga agonía. La ciencia ficción decimonónica ha muerto, o está en trance de muerte, y su mensaje optimista ha sido recogido una vez más por el pensamiento mágico, como muestra el auge del subgénero de los superhéroes, esas divinidades modernas que, como los héroes griegos, lo cambian todo para que nada cambie.

(Continúa aquí)

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Isaac Asimov, 1980. Fotografía: Cordon.

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8 Comments

  1. Richard A.

    Me ha gustado. Cada época crea sus propios mitos, nosotros estamos viviendo la consecuencia de ese fin de la historia, otro mito, donde no existen posibles divergencias a un camino ya trazado, donde las utopías se miran con recelo y el mundo se queda pequeño mientras se consume. Pero las divergencias existen y adoptan la forma de nuestras peores pesadillas. No sé que podrá salvarnos de esta cárcel de racionalismo irracional que hemos construido.

  2. Es curiosa la etimología de la palabra «anticipar»: hacer que algo suceda antes de tiempo, adelantarse. En este sentido, toda literatura de anticipación tendría la forma de un exorcismo, mostraría aquello que puede pasar, para que no pase.

    El comienzo del articulo es muy sugerente. Me hace preguntarme que pensarían las personas del pasado si pudiéramos mandarles a su tiempo una novela actual. o incluso un ensayo de historia. Dudo que entendiesen nada.

    Cualquier obra de ciencia ficción que fuese realmente «anticipatoria» sería indistinguible de un disparate.

    Por cierto, me recuerda a lo que me estoy leyendo ahora.

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  3. Tergiversador de Enredos

    Interesante artículo.
    La Ciencia Ficción lleva en su ADN, no la pretensión de adivinar el futuro, sino la de PENSAR en el futuro. ¿Qué podría ocurrir? ¿Qué queremos que ocurra? ¿Qué queremos que NO ocurra? ¿Cómo lo evitamos? ¿Qué camino nos lleva allí? ¿A dónde nos lleva el camino actual? ¿Qué peligro encierran las decisiones que se nos ofrecen?
    De hecho, un mismo tema nos puede llevar a múltiples conclusiones, si así lo queremos (hay mucho de voluntad en la especulación). Por ejemplo, la Inteligencia Artificial, la Singularidad Tecnológica de Vernor Vinge (escritor de Ciencia Ficción, por cierto). Mientras que en las historias cinematográficas de Terminator son eminentemente negativas, en las de Isaac Asimov tienen un carácter mucho más amable, y en las de la serie de La Cultura de Iain M. Banks directamente suponen la salvación idílica de la humanidad.
    Como digo, esta especulación tiene mucho de voluntad, y esta voluntad está muy atada a la sociedad de la que nace. La Ciencia Ficción norteamericana siempre fue optimista, mientras que la soviética directamente bordeaba el desprecio por el ser humano, por ejemplo.
    ¿Quién puede decir qué autor era más o menos realista? ¿Ser realista es ser pesimista? Es más, ¿ser realista es necesariamente ser certero? John Brunner fue terriblemente certero («El jinete de la onda del shock» sigue siendo asombrosa), y también realista, pero, ¿fue las dos cosas, o es que una llevaba a la otra? Stanislaw Lem era realista y pesimista, pero no se puede decir, a día de hoy, que resultara tan certero.
    ¿Ser certero es ser pesimista? Arthur C. Clarke fue certero en muchas cosas, y nunca dejó de ser un empedernido optimista.
    ¿Se me está yendo la olla? Seguramente. Así que mejor me callo, aguardando con impaciencia la continuación de este artículo.

  4. Cada período histórico ha creado su utopía, y el nuestro no va a la zaga, solo que el desafío es mayor. Nuestros antepasados jamás estuvieron de frente a un palpable desastre geológico como lo percibimos nosotros, y visto que los viajes inter espaciales en busca de otro hogar virgen son imposibles, una solución sería transferir nuestro ser a un programa externo, no en un soporte como los conocidos actualmente, sino que pueda manifestarse en cualquier medio, sea este gaseoso, líquido o mineral y aquel que nos depare la realidad cuántica. Sus componentes atómicos podrían ser manipulados para que actúen a guisa de nuestras neuronas con sus estructuras inherentes, dándonos un yo y una conciencia sin tener que alimentar nuestra realidad física. El antiguo anhelo laico religioso de ser solo “espíritu”, sin necesidad de nuestro cuerpo finito se vería cumplido porque a este universo energía no le falta. Y ahí andaríamos, “observando” la maravilla del cosmos sin angustiarnos por su finitud, talvez cruzándonos con otros en la misma situación sin los instintos de tribu, ciudadanos del universo como lo insinúa el cuento El Gran Escarmiento. Excelente artículo que moviliza la reflexión. Gracias por la lectura.

  5. Sanuki Haruki

    La primera edición de «Frankenstein» se publicó el 11 de marzo de 1818, no el 1 de enero.

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