Un día de primavera de 1888 veintidós británicos agitaron sus canotiers a modo de despedida desde las cubiertas inferiores y superiores de lo que entonces se consideraba el último grito en ingeniería naval, entonaron a coro con cierta maestría el God Save the Queen y el Rule Britannia, lanzaron al viento tres cacofónicos hurras, y finalmente se hicieron a la mar para cruzar medio mundo con el objetivo de jugar cincuenta y cuatro partidos de rugby a la mayor gloria del imperio. En aquellos días a la reina Victoria apenas le quedaban trece años de vida, y su hijo, el futuro rey Eduardo VII, apuraba sus últimos años como sucesor al trono dedicándose con ahínco a conseguir una sólida formación y un amplio catálogo de enfermedades venéreas, no todas clasificadas con el debido rigor científico, a lo largo y ancho de los barrios más libertinos de las capitales europeas, y especialmente de París. Antes de que «Bertie el Basto» viera la luz al final del túnel y sucediera a una madre que ya muchos obispos anglicanos consideraban inmortal, la aventura de aquellos veintidós deportistas se tornó en costumbre y desde entonces, con una periodicidad inicialmente variable pero que actualmente se fija en cuatro años, una selección de los mejores jugadores ingleses, galeses, escoceses e irlandeses —tanto del Ulster como de las provincias del resto de la isla— viajan a una de las antiguas colonias y, bajo el nombre de los British and Irish Lions, juegan tantos partidos de rugby como creen necesarios para demostrar la superioridad del hombre británico. Una superioridad que cuando algún velero o barco de vapor de Su Majestad los desembarcaba en las costas de Sudáfrica o Nueva Zelanda pronto fue vapuleada sin muestra alguna de respeto o conmiseración.
El rugby en Sudáfrica era algo muy serio. Hoy aún lo es, pero afortunadamente ya está libre en buena parte de la mancha racista que lo cubrió durante casi todo el siglo xx. El rugby sudafricano fue hasta 1992 un deporte exclusivamente abierto a los blancos, a varias generaciones de apellidos hugonotes (De Villiers, Pienaar, Marais, Fourie, Rossouw) y holandeses (van Wyk, van Heerden, van der Westhuizen) que llevaban siglos defendiendo unas tierras en las que se encontraban en clara minoría. Y que, quizás por el recuerdo del trato que habían sufrido sus antepasados en Europa, quizás por alguna otra tara que no debería sernos muy difícil identificar, la defendieron negándole todo atisbo de dignidad al hombre negro. Durante aquellos años en los que el rugby fue la bandera del apartheid, Sudáfrica se mantuvo como la primera potencia mundial en este deporte. Tenían ventaja en sus enfrentamientos con los famosísimos All Blacks neozelandeses —veintiún partidos ganados y dieciocho perdidos hasta 1995, cuando llegó el profesionalismo al rugby; a partir de entonces la cuenta es de doce partidos ganados y veintiocho perdidos— y su juego era temido por todos los equipos contrincantes. Practicaban un rugby durísimo, en muchos aspectos criminal, un fiel reflejo de su filosofía de vida, siempre orientado a intimidar a los jugadores rivales mediante una superioridad física forjada a golpe de azada en las granjas del veld, donde cualquier muestra de debilidad, incluso mental, era una ofensa a los antepasados que alcanzaba la categoría de blasfemia. El sudafricano quería ganar como fuera, sin importarle los medios. Y ningún equipo de los Lions había ganado una serie de partidos frente a los Springboks desde 1896 —una época en que aquellos granjeros bóers aún estaban aprendiendo el juego y, aunque ya apuntaban maneras, se pasaban el balón como si fueran sandías de Stellenbosch— cuando en 1974 llegó al Cabo de Buena Esperanza el mejor equipo que los British and Irish Lions hayan reunido jamás.
Aquellos Lions de 1974 no quedaron libres de crítica y polémica. Se les acusó de practicar un juego totalmente orientado a la delantera —el llamado rugby a nueve o a diez— y de emplear gratuitamente la violencia. En cierto modo es cierto; pero dudar de la calidad de sus tres cuartos es una necedad que no debería quedar impune en ningún código penal que aspirara a impartir un mínimo sentido de justicia. Si la mayor humillación que jamás haya sufrido el rugby sudafricano se basó en la poderosísima delantera capitaneada por el irlandés Willie John McBride y en su superioridad en la melé, un aspecto del juego en el que los sudafricanos ya daban por hecho que sería coser y cantar, igualmente importantes fueron el juego de patada, la escurridiza carrera y el pase larguísimo del medio de melé galés Gareth Edwards. Un pase largo da más tiempo a un medio de apertura competente a pensar, organizar el ataque y tomar las decisiones adecuadas. Y por mucho que el medio de apertura galés Phil Bennett fuera el objetivo de los sudafricanos, gracias a la distancia que le otorgaba el pase de Edwards no lo lograron alcanzar jamás con la contundencia que acostumbraban a aplicar a sus rivales. Si se completa el cuadro con un zaguero como JPR Williams —un hombre de un valor tan extravagante que muchas veces se confundía con pura demencia— un ala de la sutileza y jurisdicción de J. J. Williams y el trabajo de unos centros poderosísimos (Milliken y McGeechan), se tendrá el mejor equipo de rugby que jamás se haya reunido sobre la faz de la Tierra.
Jugaron veintidós partidos, ganaron veintiuno y empataron uno. En el partido que empataron, el último de la serie de internacionales que disputaron contra los Springboks, se les anuló un ensayo anotado por J. F. Slattery en el último minuto; un ensayo que les habría dado la victoria en todos y cada uno de los partidos de la gira. Cuando al terminar el encuentro el irlandés Bobby Windsor le preguntó al árbitro por qué no había considerado el ensayo como válido, consiguió una respuesta mucho más clara de la que esperaba recibir: Look boys, I have to live here. Marcaron 729 puntos en esos veintidós partidos, anotaron ciento siete ensayos y encajaron trece. Fue el primer equipo de los Lions imbatido en una gira desde 1891. Y además, cuando fue necesario, se abrieron paso a golpes.
El fuego a discreción se abrió durante el partido contra Eastern Provinces, uno de los encuentros preparatorios antes de jugar el primer test internacional. Después de un par de patadas dirigidas a las gargantas de los delanteros europeos y más de un placaje tardío que pasó sin ser sancionado por el árbitro, Gareth Edwards le pidió por dos veces al capitán rival que dejaran el juego sucio para otra ocasión mejor. Por ejemplo para cuando llegaran los franceses y otros equipos católicos. Como respuesta recibió una sonrisa desdeñosa, así que Edwards pronunció unas palabras que están grabadas en letras de oro según los hombres de verdad, o de barro según los más pusilánimes: If that’s the bloody way you want it, that’s the bloody way you’ll have it. Y empezaron a caer hostias como panes en los rostros de unos jugadores sudafricanos poco acostumbrados a recibir respuesta a sus abusos. De entre todo el repertorio de golpes destaca el magistral puñetazo que el irlandés Stewart McKinney le propinó a Kerrie van Eyk. Lo dejó KO ante la mirada atónita de miles de afrikaaners. Las imágenes del piñazo viajaron desde Port Elisabeth a las islas británicas y fueron el momento estelar de un programa de televisión británico llamado Violence in sport. McKinney tuvo la mala suerte de que su madre fuera fiel seguidora del programa. Estuvo sin hablarle durante meses, avergonzada. Ella no había criado a su hijo para que se desenvolviera por la vida de ese modo. Eran otros tiempos, menos profesionales pero más divertidos.
En Newlands, uno de los escenarios más bellos en los que se pueda jugar al rugby o a cualquier otra cosa, se disputó el primer test contra los Springboks en unas condiciones infames. Uno de esos partidos en los que el barro es un elemento esencial, un compañero más, y que tan divertido resulta a todo delantero con sangre en las venas. Que no son todos. Los Lions ganaron 12-3 y sembraron el pánico entre el equipo técnico sudafricano, que realizó una cantidad insólita de cambios para el segundo partido de la serie. Dio lo mismo; en Pretoria los Lions los barrieron del campo (28-9), incluyendo un ensayo para la leyenda de Phil Bennett; un ensayo que es un himno al deporte. Ese resultado era la mayor derrota que los Springboks habían sufrido jamás en Sudáfrica, algo increíble, y los niveles de pavor entre las élites afrikaaners alcanzaron cotas cercanas al paroxismo y la insania colectiva. Tomaron medidas desesperadas. Prohibieron a los jugadores leer la prensa. Colocaron al tercera línea Gerrie Sonnekus como medio de melé, una medida que aún hoy se podría estudiar en las escuelas de táctica militar y gestión de personal más prestigiosas y no se llegaría a conclusión alguna sobre lo que se pretendía al tomarla. Cualquier alternativa, por muy alocada que pareciera en un principio, era considerada como una solución razonable. No se podían permitir perder un tercer partido que les haría imposible remontar la serie de cuatro tests matches.
El jugador inglés Fran Cotton recuerda en su autobiografía cómo antes de ese tercer partido la expedición de los Lions se reunió en una sala del hotel donde se alojaban. Fueron llegando de uno en uno, de dos en dos, de tres en tres, y nadie decía nada. Silencio. Pasaron los minutos y ya habían llegado todos, pero aún nadie decía nada. Por fin entró en la habitación Willie John McBride, el capitán, también sin decir palabra. Ni un solo sonido, gutural o de cualquier otra clase, salía de aquellas treinta gargantas. Así pasaron veinte minutos, con McBride en silencio mirándolos uno a uno a los ojos. Por fin dijo: Right then; we’re ready. Y salieron en perfecto orden para subir al autobús.
Al filo del descanso de ese tercer test match, con el marcador igualado, los Springboks entraron en un ruck con los tacos a la altura de los sobacos rivales y como respuesta McBride gritó: «¡noventa y nueve!». Siguiendo una lógica aplastante según la cual un árbitro no sería capaz de expulsar del campo a un equipo entero, al dar la señal cada uno de los jugadores de su equipo debía sacudirle una buena hostia en los morros al jugador rival que tuviera más mano. Pero una hostia de verdad, a puño cerrado y con intención de noquear al desafortunado oponente. Y así se hizo. Ganaron el partido 26-9. Hay dos imágenes que quedan para el recuerdo; son dos escenas que nos han dejado unos gestos honorables surgidos de la batalla campal que se formó en el terreno de juego, pues muchos golpes recibieron su correspondiente respuesta —aunque no todos; algunos de los más voluminosos jugadores sudafricanos dieron más de un paso atrás, así que cuando Danie Craven, el máximo dirigente del rugby sudafricano, alguien que en 1976 diría «jamás veremos un negro vestir la camiseta de los Springboks», hizo esa misma noche entrega a los jugadores debutantes de las chaquetas verdes que les correspondían como miembros del equipo nacional, les espetó con odio: «Me avergüenza entregarles estas chaquetas, porque no se las han ganado»—. La primera imagen es la de JPR Williams, que como en aquel momento se encontraba en la otra punta del campo, hizo gala de un sentido de la orientación poco común y localizó con admirable precisión al jugador rival más cercano en la figura de Moaner van Heerden. Recorrió los cuarenta metros que los separaban para sacudirle la torta que le correspondía, aunque muchos estarían de acuerdo en que ya no venía muy a cuento. Años más tarde, Williams y Van Heerden se encontraron en un tren en el sur de Gales, durante la celebración del mundial de rugby de 1999. Allí, durante el breve rato en que coincidieron en el vagón, ambos exjugadores estuvieron rememorando los partidos de la gira, y aunque quedó claro que Williams no recordaba que Van Heerden era el jugador a quien había dejado sin sentido en aquel partido jugado en Port Elisabeth, el sudafricano no le mencionó el incidente. Las cosas del juego quedan en el juego.
La segunda imagen, mucho más poética, aunque no sabemos bien dentro de qué movimiento encuadrarla, tiene como protagonistas al escocés Gordon Brown y al sudafricano Johan de Bruyn. Brown se tomó la «orden noventa y nueve» con la diligencia debida y le sacudió tal tortazo a De Bruyn que le sacó su ojo de cristal. El ojo salió disparado en una perfecta trayectoria parabólica y al terminar la reyerta se emplearon varios minutos en buscarlo entre el césped y el barro. Finalmente alguien gritó «¡Eureka!» y De Bruyn se lo volvió a colocar en su correspondiente cuenca, con el característico sonido sordo que a más de uno le pondría los pelos de punta. En el siguiente saque de lateral, Brown y De Bruyn volvieron a coincidir el uno frente al otro, y el irlandés observó estremecido que de la cavidad ocular de su rival, por debajo del ojo recién colocado, asomaban varias briznas de césped de tamaño considerable. Y allí mismo experimentó un profundo arrepentimiento, pues consideró que cualquier gesto de advertencia podría ser interpretado como una nueva maniobra hostil que reanudara la batalla que acababa de darse por finalizada, y optó por guardar un silencio que durante muchos años no le pareció honorable. Gordon Brown murió de cáncer en 2001 a los cincuenta y tres años de edad; cuando ya sabía que le quedaban pocos meses de vida, insistió en pagarle un viaje a De Bruyn desde Sudáfrica para así poder tener la oportunidad de volver a verlo. Después de su fallecimiento, en su funeral, De Bruyn le presentó a la viuda de Brown un trofeo que contenía el ojo de cristal que su marido le había arrancado de un zurriagazo veintisiete años antes.
Primo Larry, qué rugby, qué tiempos. Buen artículo. BTW, Bobby Windsor es galés (y a la sazón vive en Mallorca).
«Un día de primavera de 1888 veintidós británicos…» «En aquellos días a la reina Victoria [1819-1901] apenas le quedaban tres años de vida..». Entonces, o corría el infausto -para España- año de 1898 o a la reina emperatriz le quedaban trece años de reinado.
Gracias por señalar las dos erratas: la fecha correcta es 1888, y por tanto a Victoria le quedaban 13 años de reinado.
Si el editor fuera tan amable y lo ve procedente, por favor que las corrija.
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