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El Vampiro de Silesia, un asesino en serie en la Polonia socialista

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I’m a Killer (2016). Imagen: RE STUDIO Renata Czarnkowska-Listos.

Zdzislaw Marchwicki. Nacido en 1927. Clase baja. Se le acusa de asesinar a catorce mujeres en diferentes lugares y ciudades entre 1964 y 1970. Fue detenido en 1970 y condenado a muerte en 1975. En abril del 77 se ejecutó la sentencia. La prensa le apodó el Vampiro de Silesia.

Su padre se había casado cinco veces y tenía tres hermanos y una hermana. A su hermano Jan se le condena también a muerte por cómplice. A Henryk le caen veinticinco años por participar en una conspiración para cometer un asesinato. Y a Helena a tres años por acumular pequeños objetos robados, como relojes y plumas estilográficas, de las víctimas. Su hijo, también llamado Zdzislaw, fue condenado por no informar a la policía de lo que estaban haciendo su padre y sus tíos.

El juicio fue muy polémico. En realidad no había plena seguridad de que Zdzislaw fuese el verdadero Vampiro de Silesia. Aunque permaneció muy tranquilo todas las sesiones que duró el proceso. Durante su estancia en prisión se supone que escribió un diario confesando todos los detalles de sus crímenes. En la actualidad se duda de que alguien sin escolarizar como era su caso hubiera escrito esos textos con oraciones complejas y términos propios la jerga policial.

La clave del caso fue que una de las víctimas del Vampiro de Silesia fue la sobrina de Edward Gierek, que en aquella época era el delegado del partido en  Katowice, Alta Silesia. Un tecnócrata que no tenía malas relaciones con la URSS con trayectoria ascendente como para ser sucesor de Wladislaw Gomulka, líder comunista polaco hasta 1970. En la edición polaca de Newsweek, cuarenta años después de lo sucedido, se reveló que la policía era incapaz de encontrar al asesino en serie y que hasta que no fue asesinada la sobrina del primer secretario, no estuvo «claro» que tenía que aparecer un culpable.

Przemysław Semczuk es un periodista autor de un libro sobre todo el caso. Sus conclusiones no están claras. El proceso estuvo lleno de inexactitudes, chapuzas e irregularidades en la confección de pruebas. Al mismo tiempo, los psicólogos de la época estaban confundidos. No entendían que alguien pudiese matar sin la motivación de violar o robar. Aquí lo único que tenían es que una vez cometido cada asesinato se profanaban los cuerpos con motivaciones «pervertidas». El Vampiro, que también se duda si fue un asesino o varios siguiendo el ejemplo unos de otros, segó la vida de catorce mujeres y lo intentó con seis más de edades comprendidas entre los diecisiete y los cincuenta años. El único patrón fue que eran mujeres.

A todas les hacía lo mismo. Las esperaba en un lugar apartado, se colocaba detrás de ellas, les golpeaba en la cabeza con un objeto contundente y, una vez en el suelo, manipulaba sexualmente el cadáver. Les quitaba la ropa interior, les abría las piernas. Solo en algunos casos apareció algún tipo de penetración. El caso se denominó «Anna», el nombre de la primera víctima, Anna Mycek.

Se llevaron cien policías a la región para que, vestidos de mujeres, salieran a pasear por las noches como señuelo a ver si alguien les atacaba. No tuvieron éxito.

Pero la gravedad del caso aumentó notablemente cuando tocó a un jerarca del partido: a partir de ahí llegaron las urgencias. Se ofreció un millón de zlotys de recompensa a quien aportara información y se abrió una línea telefónica. Llegaron centenares de denuncias por carta y por teléfono que se estudiaron escrupulosamente. A Marchwicki se le detuvo porque quien le denunciaba era su esposa y coincidió con el perfil que estaban buscando. El acusado tenía fama de borracho en su vecindario y contaba con antecedentes porque en una ocasión había insultado a un policía. Nada más ser detenido, su foto apareció en todos los periódicos bajo titulares de «sospechoso de los crímenes aberrantes». La prensa ya había juzgado a su manera.

En una maniobra un tanto propagandística se dijo que un ordenador había establecido las características del asesino. Según Semczuk, «se le dio a los ciudadanos un cuento de hadas para darles sensación de seguridad». Lo cierto es que la población estaba nerviosa, les exasperaba la lentitud de la policía para resolver el caso y las mujeres en Silesia volvían a casa muertas de miedo por las noches. Las fábricas alquilaban autobuses para que sus empleadas no tuvieran que volver solas andando. Maridos, padres, hijos y hermanos iban a buscar a sus familiares a su centro de trabajo cada día para acompañarlas de vuelta al hogar. Se imprimieron octavillas alertando de la peligrosidad de los lugares apartados.

En el que fue su último crimen, el 4 de marzo de 1970, el Vampiro envió una carta a la policía informándole de detalles del asesinato y anunciando que la policía no le cogería con vida.

Pero una vez que prendieron a un culpable, las autoridades convirtieron el juicio en un espectáculo. En la sala había aforo para medio millar de personas, algunos iban con termos de café con la mentalidad expresa de presenciar un show. Hubo famosos en la sala, actores y escritores. También colas para entrar, peleas para hacerse con los asientos. Detalla el escritor que una mujer fue con sus propios cuadernos para  tomar nota de todo. En las audiencias participaron hasta setecientas personas.

Aún no se sabe si el acusado era culpable o no, pero no se defendió. Estaba deprimido, roto. Ni siquiera aportó sus testimonio. Como mucho, palabras sueltas. Su personalidad se fue destruyendo desde el primer día. Al principio, tenía una voz firme, pero estuvo dos años encerrado en una celda sometido a interrogatorios. En las grabaciones, después de todo ese tiempo, parecía una persona completamente distinta. De todos modos, dejó clara una cosa en sus testimonios: «No maté».

Los días que permaneció en prisión fue exhibido como un trofeo. Tanta fue su popularidad que se organizaban pases públicos para observarle, alguna visita pidió que le firmase un autógrafo en una fotografía. Tras ser ejecutado, se hizo un molde con su cara para hacer bustos. Uno de ellos acabó en el despacho de Gierek, que ya había sustituido a Gomulka como primer secretario del Partido Comunista de Polonia. Tras la violenta represión desatada contra las protestas de trabajadores en diciembre de 1970 por la subida del precio de los alimentos, en las que murieron cuarenta y dos manifestantes, la situación fue tan grave que le costó el puesto al presidente.

Hubo policías y periodistas que protestaron, no les encajaba que Marchwicki fuera el culpable, pero el juicio era demasiado complejo. Había muchas víctimas, muchos datos, demasiados sospechosos y mucha prisa por encontrar un chivo expiatorio y zanjar el problema. Lo grave fue que ninguna de las mujeres que sobrevivieron al ataque reconocieron al acusado como su agresor. De hecho había indicios de que el verdadero Vampiro de Silesia era otro hombre, pero se había suicidado.

Se trataba de Piotr O., había asesinado a su suegra, mujer e hijos y luego se prendió fuego. Quizá él envió la carta que recibió la policía. Ya le estaban investigado por uno de los asesinatos imputados al Vampiro. Todos los que dudaron del desarrollo del caso pasaron a denominarse los «Kaliszany», por el coronel Kalisz, que no se creía la investigación y no lo ocultó.

El hermano Henryk, tras cumplir su sentencia, intentó que se reabriera el caso en los novena para que se aclarase la verdad, pero murió en 1998. Para algunos medios su muerte es sospechosa. Oficialmente se cayó por unas escaleras, se rompió la columna en el golpe, pero en ese estado volvió a subirlas y se acostó para morir en su cama. Algo no les cuadra por mucho que la autopsia mostrarse que estaba completamente borracho.

Para Józef Gurgul, fiscal del caso, incluso hoy no hay duda de que se ejecutó al verdadero culpable. En el diario Polska Times explicó recientemente que las mujeres supervivientes de los ataques declararon que tenía una mirada salvaje, sin pupilas. Para el fiscal no había duda porque Marchwicki padecía nistagno horizontal, un movimiento incontrolable de la vista que, en su caso, hacía que si estaba alterado solo se percibiera el blanco de los ojos en su mirada.

También jugaron en su contra los testimonios que lo incriminaron, especialmente el de su mujer, que lo describió en el juicio como un sádico que abusaba de ella y de sus hijos. Ha trascendido que al final del juicio el acusado lo que estaba era resignado porque si hasta su mujer le acusaba del delito ya no tenía más fuerzas para luchar.

No obstante, en su casa, sostiene Gurgul, había objetos personales de las víctimas y un látigo con el que se mató a una de ellas. Todos los crímenes se produjeron en lugares que conocía, donde tenía amigos o había trabajado, y hubo detalles que se le escaparon en los interrogatorios que solo podía conocer el asesino. En los años noventa empezaron las especulaciones sobre la inocencia del sentenciado a muerte, pero, según el fiscal, porque nadie se molestó en leerse toda la documentación.

Para Teresa Semik, de la revista Dziennik Zachodni, que siguió el caso en su momento, el problema no es que el acusado no fuese culpable de asesinato, sino que varios asesinatos no se pudieron probar que fueran suyos.

Con tanto misterio y tanta duda, no es de extrañar que el Vampiro de Silesia haya pasado a formar parte rápidamente de la cultura popular polaca, con referencias múltiples en libros y películas. La última de todas ellas, Jestem Morderca (Soy un asesino), de Maciej Pieprzyca, que está disponible en Filmin y apuesta claramente por la versión que sostiene que se condenó a un inocente para salvar la cara del Estado.

Es una intriga policial canónica en sus formas, pero que al tener un marco referencial diferente, el régimen comunista, resulta mucho más atractiva que lo habitual por sus giros inesperados. Hubiera ganado de lanzarse el autor a un realismo sucio, como el añorado Balabanov cuando retrataba su Unión Soviética, pero aún así es un film estimulante.

No obstante, la pieza magistral sobre la pena de muerte en Polonia sigue siendo Krótki film o zabijaniu de Krzysztof Kieslowski. Fue el quinto capítulo de aclamado Dekalog, su serie sobre cada uno de los diez mandamientos de la ley de Dios, y sin duda el más asequible para todos los públicos. Es difícil no recordarla cuando se ve ahora Soy un asesino, porque las dependencias penitenciarias que salen en ambas se parecen mucho. Aunque la obra de Kieslowski, que fue con la que se dio a conocer en Europa, no planteaba dudas en el caso de asesinato que se juzgaba. El de un joven que había matado a un taxista prácticamente por aburrimiento. Sino que ponía el foco en lo absurdo y tétrico de ambas muertes, la del inocente en la calle y la del culpable en el patíbulo. El éxito del director fue que lograba estremecer con ambas muertes en un alegato contra la pena capital ejemplar. Con el Vampiro de Silesia lo que preocupa es si se ejecutó al que no era, pero nunca parece que preocupe que no es muy católica la pena de muerte.

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Un comentario

  1. «Se le acusa de asesinar a catorce mujeres en diferentes lugares y ciudades entre 1974 y 1970.» Creo que se te ha escapado una errata; sería «entre 1964 y 1970», supongo.

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