En la Smart 21 contábamos en el artículo «Neurosis playeras» sobre la accidentada llegada del biquini a las playas españolas que Adolfo Suárez, para acercarse al Opus Dei a principios de los sesenta, llevaba a gala un encuentro que tuvo con una turista extranjera en Peñíscola, que no fue precisamente sexual. Como relataron Gregorio Morán y César Coca, Suárez paseaba por la playa cuando encontró a la mujer tomando el sol en biquini. El joven político se acercó a ella, tuvo una conversación de unos minutos tras la cual la turista anunció su intención de convertirse al catolicismo. Suárez había dicho en un discurso en Ávila que había que «demostrar a Cristo que aún no se ha extinguido la raza bravía que en otros tiempos conquistó mundos para Dios». Aquí conquistó una señora en su toalla.
Sin embargo, el que luego fuera a ser primer presidente del gobierno de la democracia metió estas historias en un cajoncito y se olvidó de ellas, lo mismo que los turistas extranjeros, lejos de convertirse al catolicismo como supuestamente hizo esta señora, lo que hicieron fue cambiar España. Según Ángel Viñas, la llegada de extranjeros generó entre las nuevas generaciones de españoles «un deseo insaciable de vivir como en Europa». La Guerra Civil había reducido al mínimo la llegada de extranjeros a España reduciéndola a unos quince mil anuales.
Para empezar, los turistas hicieron saltar por los aires las estrictas normas morales. Jugándose la excomunión, Pedro Zaragoza Orts, alcalde de Benidorm, acudió a Madrid a pedirle al caudillo en persona que se hiciera la vista gorda en sus playas. La legislación de 1958 prohibía el bañador dos piezas y el que era legal lo era solo dentro del agua. Fuera había que llevar albornoz. Se permitió el bañador, pero nunca en la calle. El Diario Ya, sin embargo, no picaba: «Aun dentro del amplio margen de tolerancia que se tiene con el turismo extranjero, existen límites que no deben rebasarse, no permitiéndose excesos llevados a cabo por una minoría, reñidos con las sanas costumbres españolas, aunque tolerados muchas veces por dueños y empleados de establecimientos que viven de los que nos visitan».
Pero las autoridades tragaron. Entre la pela y la única religión verdadera eligieron la pela sin dudarlo demasiado. En La vida cotidiana bajo el régimen franquista de Rafael Abella se dan unas cifras que explican la magnitud del negocio: seis millones de visitantes en 1960, diez millones en 1961, dieciséis millones en 1966 y treinta y cuatro y medio en 1974. España aumentaba su población un 50% durante el verano. Ya en 1950, con las primeras llegadas, el obispo de Barcelona, Madrego Casaus, pronunció estas palabras citadas en Los años del NODO (Destino, 2008)
Ante la aparición de modas exóticas e inmorales, traídas por extranjeros con indumentaria que no osamos describir porque no hallaríamos manera de hacerlo sin ofender vuestra modestia, vuestro prelado se ve en la obligación de poner a los feligreses en guardia frente a personas cuya conducta es doquiera gravemente pecaminosa, a juicio de cualquier moralista por laxo que sea y, entre nosotros, además, pecado de escándalo y ofensa e insulto al pudor cristiano de nuestro pueblo.
Un negocio del que, como de costumbre, no participamos todos. Un reportaje de la revisa La calle veinte años después hacía balance de la situación y denunciaba que los convenios que firmaban los pequeños hostales españoles con las agencias británicas para que les trajeran turistas eran leoninos. Cuando se querían dar cuenta veían que no cubrían gastos y eso les obligaba a trabajar hasta la extenuación y buscar el beneficio en algún oportuno sablazo.
En el lado positivo, las mujeres españoles comenzaron no solo a vestirse como las visitantes, también a adoptar sus hábitos. Según Tribuna Médica, la píldora, que en España se llamaba anovulatorio o regulador del ciclo menstrual, pasó de 531 600 unidades dispensadas en 1966 a 1 119 000 en 1967.El aludido libro de Abella recoge unas palabras del obispo de Ibiza, fray Antonio Cardona Riera, sobre la influencia de las turistas:
Esos indeseables con su indecoroso proceder en las playas, bares y vías públicas y, más aún, con sus hábitos viciosos y escandalosos, van creando aquí un ambiente maléfico que nos asfixia y que no puede menos que pervertir y corromper a nuestra inexperta juventud. Nadie se explica por qué se autoriza aquí la estancia de féminas extranjeras, corrompidas, corruptoras, que, sin cartilla ni reconocimiento médico, vienen para ser lazo de perdición física y moral de nuestra inexperta juventud; ni tampoco sabe nadie cómo pueden tolerarse ciertos individuos carentes de medios de vida, de los cuales dice la voz pública que viven exclusivamente del vicio que facilitan y propagan descaradamente (…) Y que nadie vea en estas líneas otra cosa más que la voz de alerta, el grito de ¡socorro! del pastor de almas que contempla angustiado e impotente la riza, el destrozo que hace el lobo entre las amadas ovejitas que el Señor le confiara y de las cuales tendrá que rendirle estrecha cuenta un día.
Se multiplicaron los concursos de belleza para elegir a la miss del lugar. Primero se impuso el baile regional para desfilar, pero no tardó en hacerse en bañador. Todo el mundo quería ser atractivo. También se inauguraron plazas de toros en el Mediterráneo y brotaron clubes con espectáculos flamencos en lugares donde nunca había habido tradición. Los negocios brotaban en la costa y la despoblación del centro se acentuó todavía más.
En La invasión pacífica: los turistas y la España de Franco de Sasha D. Pack se cita que los periodistas del régimen se quejaban de que España sufría «una invasión» y se llegó a hablar de «colonias» y «explotación neocolonial». Al mismo tiempo, en el extranjero, organizaciones de izquierda, en solidaridad con la izquierda española, propugnaban un boicot al turismo en España.
El 16 de octubre de 1969, Carrero Blanco le pidió a Franco la cabeza de Fraga porque «en aras de un turismo de alpargata, se protege en los clubs play-voy (sic) el streaptesse (sic)», citó Paul Preston en su biografía del generalísimo. El Ministerio de Fraga había sido el autor del famoso eslogan de Spain is different para una campaña publicitaria orientada a cambiar la lamentable imagen externa del país; eslogan, por otra parte, copiado a la Unión Soviética, cuya agencia publicitaria Intourist lanzó en 1934 la campaña The URSS is different para la Agencia de Viajes soviética. Lo descubrió Luis Lavaur en su obra Turismo de entreguerras. No obstante, los grandes proyectos turísticos de Fraga fueron castos y piadosos, como impulsar el peregrinaje por el Camino de Santiago.
Al final, la huella del turismo fue imborrable. Al régimen, fundamentalmente, le apañó el déficit comercial, pero también generó un modelo empresarial del que todavía no nos hemos librado: la construcción especulativa. Rafael Vallejo, en su estudio De país turístico rezagado a potencia turística de 2014, concluye que ante ese monstruo que nacía el régimen poco pudo hacer, o por impotencia o porque estaba en el ajo:
El problema de esos apartamentos incontrolados no se quedó solo en los impuestos que año tras años escaparon al fisco y en su repercusión permanente sobre los paisajes, sino que trascendió a la cultura empresarial. La industria de la construcción turística asentó, con la complicidad de las autoridades, un espíritu empresarial del todo vale, corruptor y desmoralizador. Durante la Transición, a partir de 1975, se creyó que la democracia extinguiría el mal, identificado como producto de un régimen dictatorial y corrompido. Pero no fue así, la cultura inmobiliaria especulativa, depredadora, quedó enquistada y hoy lamentablemente sigue vigente, enriqueciendo a unos pocos en contra del bienestar colectivo y de la riqueza natural del país, con efectos acumulativos e irreversibles. En esto existe una contradicción entre los beneficios (especulativos) a corto plazo y las externalidades (negativas) a medio y largo plazo. Es una de las pesadas herencias del boom turístico español, frente al que las autoridades franquistas no hicieron prácticamente nada eficaz, impotentes o más bien cómplices del desaguisado.
Dicho todo esto, uno no puede evitar ponerse meditabundo cuando compara la historia y los efectos del turismo en España desde los años sesenta con las noticias que nos llegan en la actualidad. Si aquellos europeos que venían a tostarse al sol, emborracharse y disfrutar del sexo nos marcaron el camino de la libertad y el hedonismo, hasta entonces proscritos o reservados o exclusivos en la sociedad española ¿qué podemos pensar del turista inglés que ha hecho época ejecutando un balconing defecando a la vez? ¿Es ahí adónde nos dirigimos?
Y ahora, ya ven, las hijas y nietas de esas mismas españolas cada vez hacen menos topless.
¿Será porque son más pudibundas, o porque no les gusta que las miren pero tipo de «turistas»?