Existe un ejercicio de cinéfilo tan estúpido como entretenido (los juegos de cinéfilo suelen ser tan estúpidos como entretenidos) que permite echar el rato mientras se indaga en la psicología de los maestros. El ejercicio consiste en imaginar cómo ocupan u ocupaban el tiempo libre los grandes directores en sus largos y obligados períodos sin trabajo, dedicados forzosamente a sus aficiones privadas. En ese juego uno imagina a Truffaut o Scorsese yendo al cine, claro; a Hitchcock sorbiendo una taza de té mientras hojea algún libro de arte o fotografía, a Terrence Malick observando cómo se mecen los juncos del jardín, a Woody Allen poniendo discos de jazz en casa, a Tarkovski poniendo discos de Bach en casa, a John Ford bebiendo a deshoras con los amigos y a Wes Anderson recortando cartulinas, probablemente.
Al cineasta francés Jacques Tati (1907 – 1982) cabe imaginarlo acercándose a la consulta del dentista una hora antes de su cita, por puro gusto. O de pie en la cola de la pescadería, tomando notas en un cuaderno. O echando las mañanas en el banco, aunque no tenga ningún papeleo pendiente. O saliendo con el coche por el placer de encontrar un atasco o una calle llena de semáforos. Buscando, en suma, cualquier lugar donde dedicar horas innumerables al sano ejercicio de observar a la gente, de asimilar con precisión casi enfermiza cada gesto, mirada, bostezo, resoplido, silbido, desperezo y demás emisarios del asombroso e infinito universo del lenguaje corporal humano. Tati, perfeccionista del tipo maniático, asimilaba esos gestos y tras pasar meses ensayándolos ante el espejo los mostraba al público para enseñarle, por ejemplo, cómo se comporta un pescador en los ratos eternos en que el anzuelo no tira, o un portero de fútbol mientras el partido transcurre en el campo contrario. O qué diferencia el comportamiento de un agente de tráfico inglés de uno francés. Cosas estas en apariencia banales, pero que no lo son en absoluto. Porque si uno sabe observar se da cuenta de que nada de lo que ocurre a nuestro alrededor es banal. Precisamente por suceder, porque ha sucedido.
Cineasta genial dotado de un raro, rarísimo arte de excéntrica singularidad, Tati cultivó un cine de elaboradísima factura, visual y sensitivo, alegre y veladamente intelectual, tan parco en diálogos como rico en sonidos, divertido, delicado, circense y encantador. Falso cine mudo que encandila y avasalla al espectador sometiéndolo a una gozosa sobreexposición de pequeños eventos subterráneos, a sus elaborados gags de fina complicidad, de amable ironía. Ver una de sus películas y bajar después al supermercado es una experiencia algo abrumadora, porque te das cuenta de los mil estímulos que ignoras a diario y la vida se te convierte entonces, un ratito, en una borrachera.
Tati fue actor protagonista, guionista, director, diseñador de producción, montador de sonido, autor total y artesano extremadamente meticuloso de apenas seis películas rodadas en un espacio de unos veinticinco años. Se tomaba su tiempo. Tras más de una década trabajando como mimo y cómico del teatro de variedades, debutó en el cine a los cuarenta años con Día de fiesta, una película absolutamente deliciosa sobre un cartero torpe y entrañable de la que no hemos venido a hablar aquí. Y es que estamos en agosto, la canícula ataca, impide pensar con claridad y abruma los sentidos. Hay que ejercitarlos, recuperarlos, despertarlos para llegar al otoñito siendo aún persona, y no despojo. En 1953 Tati entregaría su segunda película, Las vacaciones del señor Hulot, que es el mejor punto de entrada a ese cine particular tan suyo, sensorial, perceptivo, de observador despierto. Y es también, paradójicamente, la película veraniega por antonomasia, creo yo.
El señor Hulot, o monsieur Hulot, interpretado por el propio Tati, fue su creación genial para esta y otras tres películas: Mi tío (1958), Playtime (1967) y Tráfico (1971). Hulot es un tipo desgarbado, de andares inciertos, gestos dubitativos, don de la palabra escasísimo, educación afectadísima, muy alto, de notoria presencia pero invisible a un tiempo; anónimo las más de las veces, pero siempre torpe. Surgen las comparaciones inevitables con Keaton y Chaplin, que Tati desmontaba con un argumento muy válido: Chaplin y Keaton son agentes activos de la acción, inventan el gag, son genios creadores que resuelven situaciones en modos inimaginables, apelando a nuestro asombro. Para Hulot, en cambio, el gag es devenir pasivo, inevitable, que le cae a plomo; emisario de una rutina de lógica irrefutable que le llega casi con molestia, a menudo a su pesar. El gag también es democrático, porque Hulot ni siquiera es fuente, origen o víctima de todos los chistes. El resto de protagonistas de Las vacaciones del señor Hulot, y son muchos, tienen su derecho a hacernos reír a su pesar. Porque todos existen, todos están ahí para ser observados, todos hacen cosas que suceden y merecen por tanto nuestra atención. Todos ellos son portavoces involuntarios de la realidad y del absurdo, dos cosas que a menudo son, en esencia, una sola cosa. En palabras de Tati: «la risa nace de cierta absurdidad fundamental». Y Tati explora ese absurdo para crear la ilusión de quien no busca la risa, sino que la ha encontrado por pura inevitabilidad.
Las vacaciones del señor Hulot cuenta el verano que nuestro héroe pasa en un hotel junto al mar con otros veraneantes que lo ignoran, o lo aceptan, o pasan tiempo con él, o pasan de él, o se enfadan con él, o se ríen con él. Depende. Hay que decir que no es una película especialmente divertida, o lo es a su modo. Por lo menos no es de reír a carcajadas, a pesar de estar llena de gags visuales de principio a fin, pero estos son más sutiles y simpáticos que desternillantes. Los gags, como el propio Hulot, ejercen (y lo hacen de manera deliberada, calculadísima) de sujeto casi pasivo, que sirve de hilo conductor para centrarse en lo fundamental, que es otra cosa: Las vacaciones del señor Hulot es la película veraniega definitiva porque en ella se plasman con sutil magia y se respiran la serenidad, la calma, la despreocupación y el tiempo eterno, sin límites, de los veranos de la infancia.
Por el hotel pasan cosas importantes, nada del otro mundo, pero importantes al fin y al cabo: hay una puerta que chirría siempre, por ejemplo. También un niño que se aburre con una pelota, un veterano de guerra contando batallitas, un intelectual de izquierdas, una pareja de jubilados obsesionados con las formas al saludar, un grupo de boy scouts, un niño que juega a quemar cosas con una lupa, un tipo que echa la mañana pintando el casco de su barco, un camarero que pierde el tiempo mirando por la ventana. Hay hasta otro niño que se compra dos helados de cucurucho en la playa, vuelve al hotel sujetándolos con ambas manos y consigue girar el pomo de una puerta sin que se le caiga la bola al suelo. Muy importante esto.
Los personajes hablan poco (y Hulot prácticamente no dice una palabra) porque Tati no los define por su psicología, sino por sus gestos y maneras. Y es que Las vacaciones del señor Hulot es una película-tratado sobre algo en extinción: ir a los sitios a ver qué hace la gente. Eso ha desaparecido un poquito. No por aquello de mirar siempre el teléfono móvil, que también, sino porque ahora la gente se va de vacaciones a (qué tontería) «encontrarse a uno mismo», como si encontrar a los demás no bastara para entretenerle a uno. Tati era un observador feliz del género humano, y sus películas son un tratado sobre las recompensas que reserva el observar a los demás.
La película fue un enorme éxito de público (también Día de fiesta, un filme magnífico en otro sentido y con el que tiene muy poco que ver, lo había sido) y Tati podría haber vivido cómodamente rodando secuelas algo previsibles sobre las andanzas de su personaje. Pero era muy ambicioso. En Mi tío, su siguiente película, partió de una idea ya esbozada en Las vacaciones: la de los niños como guardianes en cierto modo de las esencias humanas. Pero la llevó mucho más allá. Imaginó al señor Hulot en un entorno progresivamente urbanizado, moderno, técnico y hostil. En esta extraña película, otra joya, Hulot reparte su tiempo entre un bucólico barrio francés tradicional, lleno de vida, y el barrio ultramoderno, burgués, acomodado y deshumanizado en el que residen su hermana, su cuñado y su sobrino, un chaval que conserva toda la vitalidad que perderá presumiblemente en cuanto sea configurado para el mundo moderno. Hay ahí material de sobra para una tesis sobre la alienación de la sociedad contemporánea, pero Tati, siempre imprevisible, mantiene en todo momento el equilibrio en la cuerda floja, sutil y frágil, del distanciamiento irónico. Cada vez que parece que va a sentar cátedra el director se echa atrás, no se inmiscuye y prefiere dejarte sin una tesis, pero siempre con una sonrisa. Los personajes presuntamente deshumanizados de Mi tío son por ello, curiosamente, gente inocente, encantadora a su manera, simpática y que sabe divertirse pese a todo. Tati es siempre observador, pero casi nunca crítico, al menos de modo vehemente. Y es que la crítica envejece, pero la observación del género humano no termina nunca porque somos, en esencia, inagotables.
En Mi tío el señor Hulot pierde protagonismo, inaugurando una tendencia progresiva por la que Tati lo fue relegando a un segundo plano hasta convertirlo, simplemente, en el tipo que pasa por ahí. O, dicho en términos cinematográficos, en el tipo que pasa por la esquina del encuadre. Esto se comprueba inmediatamente asomándose a una película prodigiosa, desbordante, uno de esos escasos tesoros que te ponen en contacto directo con algo inusual: El Genio, el raro ser humano hiperdotado para asombrar a los demás. Esa película es una cosa absolutamente estupefaciente titulada Playtime, la obra maestra de Jacques Tati y la razón de su quiebra artística y profesional.
En Playtime Tati sigue, con una de las más deslavazadas y voluntariamente simples estructuras narrativas que se recuerdan, a un grupo de turistas americanas que llegan a París para visitar la ciudad en un día. Poco más. Pero la París futurista de Playtime no es la ciudad de la luz, sino de la técnica vacía y de los rascacielos opresores. Y por ahí, por sus edificios, pasillos, autobuses, ascensores y demás, suele aparecer en el plano nuestro Hulot, perdido a modo de ¿Dónde está Wally? en el universo delirante, moderno, presuntamente inhumano pero en último término simpático ya presentado en Mi tío, aunque ahora concebido como un fresco colosal e hipertrofiado de personajes perdidos por todas las esquinas del encuadre. Hay de nuevo material de sobra para una fábula distópica, pero sorprendentemente Tati, demiurgo de esta película gigantesca, se limita, como Hulot, a ser el tipo que pasa por allí. Te entrega la fábula, pero ignora la distopía. Y se limita a mostrarte, entre otras cosas, dónde encontrar la belleza en el agobiante frenesí urbano.
Tati dedicó varios años y todo su patrimonio personal a rodar en 70mm esta película desmesurada, concebida para ser vista varias veces en pantalla gigante por ser la mejor manera de captar todos los gags visuales que suceden al mismo tiempo en cada escena. El problema es que en los años que transcurren entre Mi tío (1958) y Playtime (1967) en Francia no es que no hubiera pasado nada: es que, en Francia y en el planeta, había pasado todo. Tati había empezado su obra magna en un mundo, y lo estrenó en otro. La película fue un enorme fracaso comercial, obligándolo a hipotecar su casa y hasta los derechos de todas sus películas.
En los años que Tati pasó encerrado rodeado de decenas de actores en la ciudad construida ex profeso a modo de decorado, otra revolución había sacudido el cine francés. Un grupo de tipos que en 1958 se lanzaron a rodar sus primeras películas se habían convertido en los amos creativos del cotarro. Un tal François Truffaut fue a ver Playtime a la mítica sala Empire parisina el 22 de diciembre de 1967, en pantalla gigante. Salió del cine abrumado y corrió a escribir una carta a Tati. En ella le decía: «Playtime no se parece a nada ya existente en la historia del cine. Ninguna película tiene esos encuadres, esas mezclas. Es un filme proveniente de otro planeta en el que las películas se ruedan de otra manera». Fue una de las pocas críticas amables, aunque el tiempo, como suele, ha puesto Playtime en su sitio. Porque estamos en 2018 y la película sigue ahí, en su propio planeta.
Tati no volvió a recuperarse del golpe financiero y personal del fracaso de Playtime. Rodaría a duras penas dos películas más: en 1971 Tráfico, último capítulo de la saga Hulot, perdido esta vez en el frenesí de la industria automovilística. Es una película estupenda, pero carente del empaque de Playtime por las lógicas limitaciones presupuestarias. En 1974 estrenó Zafarrancho en el circo, un curioso ejercicio semidocumental sobre una actuación de Tati y su compañía circense en un teatro de Estocolmo. La película bucea con bastante originalidad en los borrosos límites entre artista y espectador, entre público y trapecistas. Es una obra muy irregular, bañada de una tristeza infinita, en la que Tati se entrega a un ejercicio nostálgico de sus años mozos en el teatro de variedades y se sube al escenario para ofrecer furioso testimonio de un mundo que ha dejado de existir. Porque la modernidad, esta vez sí, se lo había llevado todo cruelmente por delante.
Y sin embargo, en la escena final de Zafarrancho en el circo, los artistas se retiran, el público sale de la sala y dos niños bajan de sus butacas al escenario. Allí juegan y cacharrean con varios elementos del atrezo, tratando de reproducir los números que han visto desde la platea. Es una metáfora muy evidente sobre la transmisión del legado, que invita a pensar dónde están los herederos de Tati. No abundan, porque el cineasta pertenece al reducidísimo grupo de directores que siempre han jugado una liga de uno. Hay muchos ecos de Tati en El guateque (1968) de Blake Edwards, por ejemplo, película deudora de su estilo, estrenada prácticamente al mismo tiempo que Playtime y que ha envejecido bastante mal. Por buscar la modernidad y la carcajada, probablemente, cosas de las que Tati huía precavido, armado de ese distanciamiento irónico que es hoy la clave de su vigencia.
Para encontrar herederos de Tati, como para todo en la vida, hay que saber observar. No se encuentran en los lugares más evidentes, ni siquiera en El ilusionista, un filme de animación basado en un guion escrito por Tati, y que se estrenó en 2010 en medio de una amarga polémica a cuenta de los secretos de la vida privada del cineasta. Conviene acercarse a El ilusionista como lo que es: no la resurrección del genio, sino una obra personal de Sylvain Chomet, su autor, y menos deudora del estilo de Tati de lo que parece. Para encontrar herederos, por tanto, hay que buscar en otros sitios, observar con atención para hallar respuestas en los lugares más insospechados. Entonces te enteras de que David Lynch es un fan rendido del maestro (en sus ratos libres yo imagino a Lynch viendo y reviendo incansablemente Las vacaciones, Mi tío y Playtime) y te das cuenta de la deuda que el elaboradísimo uso del sonido de Twin Peaks o Mulholland Drive tiene con el cuidado paisaje sonoro de los filmes de Tati. Si no me cree póngase la escena de la fábrica en la que Hulot trabaja en Mi tío y cierre los ojos.
Palabra de Tati: en la vida, como en el cine, todo consiste en saber observar, escuchar, mirar. Entonces llegan las sorpresas. Estamos en verano, época de tiempos muertos, de horas infinitas que uno puede dedicar a los innumerables estímulos externos. O a los placeres estivales. A lo mejor uno de ellos es rememorar los veranos de la infancia sentándose a ver Las vacaciones del señor Hulot y descubrir así, si no se ha hecho antes, una breve filmografía llena de pequeños tesoros. La película devuelve también sensaciones olvidadas: al principio de Las vacaciones Tati filma a dos chavales en el asiento trasero de un coche cargado de maletas. Los niños miran por la ventanilla. Tras varios metros viendo solo los árboles del paisaje, detrás de un recoveco asoman de repente el mar y la playa con la debida magnificencia. El coche se para. Hemos llegado. Asomarse a Las vacaciones es por tanto recuperar el tiempo de la infancia y su arma más poderosa: la mirada atenta, asimiladora, en búsqueda constante de estímulos para el propio disfrute. El saber vivir.
Estupendo! Debido recuerdo a un grande, como para volver al viejo cine en blanco y negro para gozar de la inteligencia observadora. Gracias por el recuerdo.
Se me ha encogido el corazón recordando los filmes de Tati, que siempre me llevan a un periodo feliz de mi vida como cinéfilo. Gracias por el texto.
Descubría Tati gracia a J.L Garci, bendito sea.
Lamentablemente es dificil que este tipo de cine sea visto por las nuevas generaciones.
Tati siempre me recordará a mi amigo Pinel, con quien descubrí sus películas en los programas de sesión doble que prolifera an en el Madrid de los setenta. Todo ido ya, menos estas películas maravillosas.