Una soleada tarde de 1563, en una remota aldea de la península de Yucatán, unos vecinos sorprenden a un adolescente desfogando su natural vigor juvenil con un pavo. La Inquisición no tomaba precisamente a broma la coyunda entre especies y el muchacho fue castrado en plaza pública y expulsado de la provincia pocos días después. Tampoco el pavo salió indemne, ya que, si bien había muerto poco después de ser forzado por el mozo, su cuerpo, convertido ya en un putrefacto pingajo, se colgó del cuello del joven mientras se le castraba, para terminar después quemándolo y esparciendo sus cenizas por el campo, como castigo por haber participado, aunque de forma involuntaria, en semejante acto pecaminoso.
Y es que hasta tiempos no tan remotos, el derecho eclesiástico y el secular no distinguían entre seres con capacidad de raciocinio o no, y se aplicaban condenas a todo bicho viviente o incluso no viviente, como hemos visto en el caso del pavo.
El derecho tiene muchas interpretaciones y, a lo largo de la historia, ha sido aplicado con criterios muy diferentes. Kant y Hegel se refieren a él como una propuesta de convivencia emanada de la razón, de lo que se deduce que los seres irracionales quedan excluidos de rendir cuentas ante los tribunales. Sin embargo, cuando se produce una acción punible, la búsqueda de responsabilidad es consustancial al ser humano. En el delicado equilibrio entre exigir solo al que razona o castigar al culpable, sea quien sea, la segunda derivada es la que ha tenido mayor acogida: cuando se tenía un culpable, de poco servían las entendederas o la ausencia de ellas; se condenaba a quien fuese con tal de saciar el deseo de venganza, o para aplicar lo que se entendía como la ley de Dios.
El Antiguo Testamento lo dejaba bien claro. El libro del Éxodo ordena que: «Si un buey acorneare a hombre o mujer, y a causa de ello muriere, el buey será apedreado, y no será comida su carne y el dueño del buey será absuelto». La misma norma se aplicaba si el condenado era un cerdo, perro o gallo.
Pero sería injusto acusar solo a la justicia cristiana por estas prácticas, puesto que ya los tribunales de la antigua Atenas castigaban con la pena capital a los animales —e incluso a objetos inanimados— si habían causado la muerte de una persona. También el sistema penal indio mandaba aplicar la ley del talión a las bestias: si un tigre mataba a una persona, el felino debía ser muerto y su carne comida por los vecinos del finado. En el África musulmana, se flagelaba a los perros que se atrevieran a entrar en una mezquita. También los maoríes de Nueva Zelanda mataban a los cerdos que accedían a los lugares sagrados. Como último ejemplo, apúntese el castigo que recibía un perro que mordiera a varias personas en el imperio persa: se le mutilaba, comenzando por las orejas y terminando por la cola, tantas veces como número de individuos hubiera mordido.
Aplicar la pena capital a los animales ha sido cosa frecuente en muchas culturas. Pocas se libran. Lo particular de la aproximación occidental a la persecución legal de los animales es que no solo se les consideraba responsables, sino que se les aplicaban todos los preceptos de los códigos legales de la época exactamente igual que a los ciudadanos. Y no solo para castigarles, sino también para permitirles actuar como testigos, tal y como admitían algunas legislaciones medievales. En estos casos, si un acusado alegaba que su perro o vaca eran testigos de que la veracidad de su coartada, los jueces y abogados daban el testimonio por bueno.
Mientras esperaban juicio —o la aplicación de la sentencia— los animales condenados permanecían en prisión, junto al resto de encarcelados, y recibían su misma ración. Cuando llegaba el momento de ejecutar la condena —muy a menudo, la pena de muerte— la paga del verdugo era exactamente igual que la que obtenía por ajusticiar a un malhechor. En cuanto a los métodos de ejecución, se escogían de una amplia panoplia de posibilidades: ahorcamiento, hoguera, apedreamiento, decapitación, enterrar vivo al animal, mutilaciones varias…
Pero detengámonos en algunos casos en los que la justicia actuaba contra los cuadrúpedos. En 1386, en una pequeña población del norte de Francia se somete a juicio sumarísimo a una cerda y se la condena a morir ahorcada por haber causado la muerte de un párvulo. En este caso en concreto, la condenada fue vestida con una falda y chaleco, suponemos que no solamente para que sirviera de escarmiento a sus congéneres, sino también como advertencia a los dueños de otros cerdos. En la mayoría de los casos, y siguiendo la norma del Pentateuco, la carne del animal era enterrada o arrojada a los perros.
Los anales recogen multitud de castigos como el descrito. Era muy habitual juzgar a un puerco. Los cerdos, a diferencia de hoy en día, se criaban en corrales, en los patios traseros o bien andaban sueltos por la calle. Eran, en pocas palabras, un modo de transformar las sobras, e incluso la basura y excrementos, en nutritiva proteína, muy escasa en aquellos tiempos. Y si los habitantes del medioevo pasaban hambre con frecuencia, muchas más estrecheces pasaban los tocinos. No era pues del todo raro que, acuciados por un hambre feroz, los marranos se abalanzasen sobre un niño que se aventurase en su pocilga. Los cerdos son omnívoros y están dotados de una fuerte dentadura, así que una piara de unos pocos cutos de 100-150 kg podían hacerse con un niño, e incluso con un adulto, con relativa facilidad.
Tampoco hay que olvidar el papel que pudiese desempeñar contra los puercos la narración evangélica en la que Jesús ordenó a los demonios —legión— que poseían a un hombre que le abandonasen y que poseyeran en su lugar a unos tocinos que pastaban cerca. Estos, no pudiendo soportar la nueva compañía, se apresuraron a despeñarse por un acantilado.
Las condenas no se limitaban a casos de sangre. En 1474, también en Francia, un gallo fue condenado por poner un huevo —cómo alguien pudo asegurar que un macho había puesto no es asunto que debamos debatir aquí, pero por aquel entonces se pensaba que de un huevo de gallo solo podía nacer un ser diabólico, un basilisco que traería el demonio a la comunidad— y, seguramente sin realizar un correcto sexaje del ave, se dictó un auto de fe por el que el gallo en cuestión debía morir carbonizado en la hoguera.
No todos los animales que llegaban a juicio eran condenados. Las leyes les permitían contar con abogados defensores cuyas argucias legales surtían efecto en no pocas ocasiones y, a veces, los animales podían salvar el pellejo. Este fue el caso que en 1750 conmocionó a la población de Vanvres, en Francia: uno de sus vecinos fue apresado tras sorprenderle en pleno ayuntamiento carnal con su burra. La ley de la época, inspirada en el Levítico 20:15-16, no dejaba lugar a dudas: «Cualquiera que tuviere cópula con bestia ha de ser muerto; y mataréis también a la bestia. Y cuando una mujer se llegare a algún animal para ayuntarse con él, a la mujer y al animal matarás; morirán indefectiblemente; su sangre será sobre ellos». Así que ambos fueron condenados a la hoguera. Sin embargo, los ciudadanos principales de la villa redactaron un documento exculpando a la bestia puesto que «la conocían desde hacía cuatro años y que durante este tiempo siempre había demostrado ser virtuosa y tener un comportamiento ejemplar y que por ello la consideraban una criatura honesta». El animal fue exculpado por la magistratura.
La juventud podía ser otro elemento atenuante. Este fue el caso de una cerda y sus lechones que acabaron a mordiscos con la vida de un muchacho. La madre porcina fue ejecutada pero los lechones, atendiendo a su corta edad, fueron exonerados. Tras la condena, si era preciso, los abogados apelaban a tribunales superiores y en alguna ocasión consiguieron la nulidad de las sentencias condenatorias.
Si el crimen era menos grave, la ejecución sumaria podía ser sustituida por penas más leves. Ese fue el caso de un macho cabrío que, en la Rusia del siglo XVII, en un precedente de lo que más tarde se convertiría en el gulag soviético, fue desterrado a Siberia.
Claro que lo contrario también sucedía a veces. Así, tres cerdos que habían acabado con la vida de un niño fueron acusados, pero junto a ellos lo fueron además otros congéneres que, si bien no participaron directamente en el crimen —porque una valla les impedía el acceso—, con sus gritos y gruñidos mostraron claramente sus intenciones homicidas, razón por la que fueron ejecutados junto a los que perpetraron el infanticidio.
No solo los crímenes de sangre o bestialismo llevaban aparejados la ejecución sumarísima. En el mediodía francés un marrano fue llevado al cadalso en 1394 por el grave delito de comerse una hostia consagrada. En otra ocasión también un cerdo fue condenado a muerte, no solo por dar cuenta de un niño, sino con la agravante de haberlo hecho un viernes, día de abstinencia de carne.
Cuando los que causaban daños no eran animales individuales sino plagas solía encargarse el caso a los tribunales eclesiásticos, que podían llegar a excomulgar o declarar anatema a los que se saltaban las normas. En la práctica, este tipo de invasiones solían resolverse con un anatema, ya que la excomunión solo podía aplicarse a personas con estatus legal. Quedaban pues excluidas ratas, insectos y mujeres, quienes no poseían ese estatus de acuerdo a las leyes inglesas medievales.
En estos juicios los acusados contaban también con abogados defensores. En algunos casos, profesionales de primer orden. El abogado francés Bartolomew Chassenée cimentó una sólida reputación especializándose en la defensa de los animales sometidos al rigor legal imperante en aquellos tiempos. En una ocasión en que las ratas habían dado buena cuenta de la cosecha de cebada, nuestro togado tuvo que batirse el cobre para que las encausadas contasen con todas las garantías procesales. Así, convenció a su señoría de que una sola citación era insuficiente para llamar a todas las acusadas, pues vivían dispersas por toda la comarca, de modo que la autoridad ordenó que se las requiriese a juicio desde los púlpitos de cada parroquia. Como los roedores no comparecieron ni por esas, Chassenée argumentó —con éxito— que las reas no podían acudir a causa de los muchos peligros a los que se expondrían de hacerlo, como la numerosa presencia de gatos en las calles de la villa. Ante la imposibilidad de hacer venir a los roedores al tribunal, el caso fue sobreseído.
El hábil letrado inició así una fulgurante carrera que le llevó a ser presidente del parlamento de Provenza. Más tarde, enfrentándose a una fuerte oposición social, defendió a un grupo de herejes con el fino argumento de que «si hasta las ratas de Autun han tenido un juicio justo, ¿por qué negárselo a alguien por considerarlo hereje?». Pero su inteligente razonamiento no le salvó de los fuertes prejuicios de aquel tiempo: poco después recibió un ramo de flores untado con un potente veneno y cayó fulminado en cuanto las hubo olido.
Otro modo de salvar a los acusados era convertirlos, a ojos del juez, en la mano ejecutora del Señor que era enviada a dañar las mieses como castigo por los numerosos pecados de la congregación. Y en otra línea de defensa se consideraba que las plagas habían sido creadas antes que el hombre —según el relato del Génesis— y por tanto tenían derecho a consumir lo que dieran los campos, por delante de los vecinos.
Hoy estos detalles procesales nos resultan hilarantes, pero los teólogos y abogados de la época los tomaban muy en serio. Estaba comúnmente aceptado que, puesto que los animales tenían ciertas reglas de convivencia propias entre los de su especie, también debían respetar las normas de aquellos con los que convivían y, por tanto, no podían quedar exentos de castigo, incluida la pena capital, caso de no aceptar su lugar en el orden establecido de las cosas. De modo que si las procesiones, rogativas e incluso aspersiones con agua bendita lograban la eliminación de topos, babosas, sanguijuelas, gorgojos y demás pestes, el poder del Señor quedaba claramente manifiesto; pero si las llamadas a la intervención divina resultaban ineficaces, lo que quedaba de manifiesto era que los pecados de la comunidad merecían el castigo que les mandaba el Creador desde lo alto.
Poco a poco estas prácticas legales fueron cayendo en desuso. Quizá la urbanización, la lejanía que esta imponía del agro y el menor contacto con los animales fueron la causa de que los juicios y castigos contra los cuadrúpedos perdiesen vigor. Pero no fueron totalmente olvidados puesto que en casos relativamente recientes se han dictado condenas contra animales.
En Suiza, en 1906, padre e hijo asaltaron y dieron muerte a un hombre sirviéndose para ello de la ayuda de un perro. El can fue condenado a la pena capital con el argumento de que su intervención fue clave para la comisión del crimen. Para sus dueños, la condena se limitó a cadena perpetua.
En algunas ocasiones no intervenía la judicatura y la ejecución del animal se basaba en la supuesta aplicación de una justicia popular. Tenemos así el caso de una elefanta de circo, Mary, que en 1916, en una pequeña localidad de Tennessee, dio muerte a uno de sus cuidadores. Las ciudades vecinas se negaron a programar el espectáculo circense si el paquidermo no era ejecutado y, de este modo, un par de días después del suceso, Mary fue colgada de una grúa para regocijo de los lugareños.
También marca la tradición no escrita que, cuando un toro mata a un torero, todo el linaje del astado sea eliminado.
¿Y hoy? Hay casos en los que, por razones, sanitarias, la legislación establece que un animal debe ser sacrificado. Por ejemplo, en el caso de que un perro sea diagnosticado de la rabia. Pero más allá de la potencial transmisión de enfermedades tenemos casos recientes en los que los tribunales juzgan y dictan sentencia contra un animal. Veamos el caso de Taro:
En 1990 Taro, un perro de raza akita de cinco años, mordió a una niña de diez (la niña en cuestión estaba de visita en la casa de sus tíos, dueños de Taro). Los médicos que trataron a la pequeña alertaron a las autoridades. Las leyes de Nueva Jersey dictaban que el animal debía ser sacrificado. Así que nuestro protagonista fue puesto en una perrera a esperar su fatal destino. Los dueños del animal iniciaron una batalla legal para salvar a su mascota alegando que su sobrina había provocado el ataque del animal. La ciudad y el condado se posicionaron con el fiscal, en contra del perro. La corte suprema del estado dictó finalmente que el can debía ser sometido a la eutanasia. El caso levantó un considerable revuelo tanto en los Estados Unidos como internacionalmente. La última palabra fue de la gobernadora del estado, quien dictaminó que a Taro se le perdonaría la vida a condición de que fuese desterrado de Nueva Jersey y que nunca regresase al estado. Así fue.
Otros animales sufren las mismas consecuencias penales que Taro, no solo por morder a una persona sino incluso por matar a otro animal. Ese fue el caso al que se enfrentaron dos perros (Jake y Lucy) en el estado de Colorado en 2015. ¿Su crimen?, haber matado a un gato a mordiscos. Aunque varios testigos aseguraron que los canes eran inocentes, el sistema judicial los condenó a morir. Tras muchas apelaciones y más de diez mil dólares en abogados, la dueña de los animales consiguió que fueran exonerados. En la mayoría de los casos no hay un final feliz.
No obstante, los animales no solo han sido objeto de castigo, sino que se les ha utilizado en no pocas ocasiones como ejecutores de la pena capital contra personas. El procedimiento por el cual un cuadrúpedo es el encargado de poner fin a la vida de un condenado a muerte se conoce como damnatio ad bestias y se utilizó mucho en Roma, como parte de los juegos. Este modo de ejecución, introducido parece ser por Escipión el Africano, quien salvó a Roma al derrotar a Aníbal, se aplicaba a los acusados de los más horrendos crímenes (parricidas, desertores) y más tarde a los cristianos. Consistía en arrojar al penado a la arena del circo para que fuese devorado por fieras hambrientas. No carecían de imaginación los victimarios, pues utilizaban gran variedad de animales para que dieran cuenta de los reos: leopardos, osos y tigres formaban parte de esta variada fauna, aunque sin duda el animal preferido para este fin era el león. Tan frecuente devino este castigo para los cristianos que incluso se acuñó el término Christianos ad leones (cristianos a los leones). Además, algunas crónicas describen cómo algunas condenadas eran cubiertas con pieles para que caballos o jirafas entrenados para tal fin violentasen sexualmente a las mujeres.
Fue el emperador Augusto quien dictó la Ley Petronia 61. Esta norma prohibía a los dueños de esclavos arrojarles a las fieras sin la autorización de un tribunal. Todo un detalle.
Los romanos importaron esta práctica de Asia. Y desde allí nos llega también otro ejemplo de esta práctica: la pena de aplastamiento por elefante, en la que un paquidermo era el encargado de pisar y aplastar al reo hasta matarlo.
En tiempos menos pretéritos se utilizó a los caballos como herramienta para desmembrar al convicto. En el siglo XVIII, en Cuzco, se intentó ajusticiar mediante este método al líder quechua Tupac Amarú. Quizá las caballerías elegidas para este fin no eran lo bastante fuertes, porque fracasaron en el intento. No supuso esto, no obstante, ninguna ventaja para el indio, pues la falta de acometida de las acémilas fue sustituida por el filo de una espada que le separó la cabeza del tronco.
Afortunadamente, no solo el uso de animales para ejecutar presos está en desuso, sino que la propia pena de muerte retrocede en todo el mundo. No está tan claro, sin embargo, que sea así para miles de perros y gatos abandonados que son eliminados en perreras.
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Bibliografía:
Evans, P. The Criminal Prosecution and Capital Punishment of Animals. Dutton & Company. New York. 1906
Few and Tortorici (editors). Centering Animals in Latin America History. 2013. Duke University Press.
Humphrey, N. The mind and the flesh. Chapter 18 pp 235-254, 2002
Hyde, W. W. the Prosecution and Punishment of Animals and Lifeless Things in the Middle Ages and Modern Times. University of Pensylvannia law review and American law register, vol 64, nº 7, May 1916
Girgen, J. The Historical and Contemporary Prosecution and Punishment of Animals. May 2003.
Curioso y buen artículo.
Pocas veces podemos leer sobre estos temas. Un extraordinario regalo para todos los amantes de los animales. Muchas gracias
En el libro Descubrimiento y conquista del Perú,de Pedro Cieza de León,narra como un soldado sorprendió a una india ayuntando con un perro,atravesando a los dos con su espada.
Muy entretenido e ilustrativo relato que, sin duda, amplia nuestra visión y arroja luz a esos oscuros recodos de una historia menos transitada.
Mi enhorabuena a su autor J. Pascual, un gran artículo.
EL RELOJ DEL TIEMPO, DESDE LO DESCRITO EN EL ARTICULO, SE HA MOVIDO MUY POCO HASTA HOY.
LA JUSTICIA HACÍA NUESTROS AMIGOS ANIMALES HOY, SIGUE ANCLADA EN EL INJUSTO OLVIDO DE LOS SIGLOS.
DEMOCRACIA Y JUSTICIA HACIA ELLOS HOY YA DE UNA VEZ!!!
Nadie recuerda el arresto de un fusil en la miliferia?
Gracias por su comentario. Busqué bibliografía sobre arrestos de objetos, pero no lo encontré en el ordenamiento militar. Si tiene información le agradecería un apunte.
Recuerdo que cuando realicé el servicio militar, en el CIR de Sán Clemente de Sasebas, Gerona (Sant Climent, Girona), el año no lo recuerdo, pero fue poco después de la muerte de Franco, estaban arrestadas la pista americana y la piscina. El arresto de la pista americana me supuso una alegría inmensa.
Gracias. Efectivamente he podido encontrar muchos testimonios como el suyo, pero estos arrestos parecen haber sido iniciativa de los mandos. No he encontrado nada en las ordenanzas militares que hable de arrestos a objetos u animales. Un saludo
Es un tema muy interesante aunque ya en el año 2012 encontré esta página
https://www.lacasamundo.com/2012/12/juicios-y-procesos-animales-durante-la.html
me gustaría que se citaran fuentes sobre que en juicios hubo animales como testigos en el período medieval, es más, me parece exigible dada la contundencia del argumento. y esto no es un comentario, es una exigencia de lectora de toda la vida a la que le gustaria verificar que en el país de los últimos tiempos haya algo que no sea patraña
En el artículo hay bibliografía. En el libro de Evans hay multitud de copias originales de juicios (incluso presenta los originales en latín).
En este caso la realidad, también, supera la ficción.
No solo a los animales han sido juzgados, sino también linchados. Todavía susbsiste esta práctica: todavía, en Australia o los EEUU, si un tiburón ataca a un bañista o surfista, se organizan patrullas de epsca que no paran hasta que capturan a un tiburón que (presuntamente) llevó a cabo el ataque o lo simboliza. Lo mismo en Indonesia con ataques de serpientes u otros animales. Se lincha a un animal que seguramente no llevó a cabo el ataque pero que pertenece al grupo que lo hizo. Es la lucha de grupos en acción.
Un articulo bien documentado. Curioso y sorprendente. Enhorabuena al su autor.